Читать книгу Tristán o el pesimismo - Armando Palacio Valdés - Страница 2
II
FELICES ESPOSOS
ОглавлениеReynoso hizo una visita a su víctima y le mandó proveer de agua y alimento. Luego subió lentamente la gran escalinata de mármol y se introdujo en el hotel. Pasó a las habitaciones de su esposa que se hallaban en el piso principal.
–¿Quién es la que está durmiendo todavía? ¿Quién es…? ¿quién?
–¡Nadie… nadie… nadie!—respondió una voz femenina de timbre claro y armonioso.
–¿No es Elena?
–¡No, no es Elena!
Y al mismo tiempo hizo irrupción en el gabinete una hermosa joven y le echó los brazos al cuello.
Era la esposa del propietario, rubia, con ojos negros; poseía un cutis nacarado. Su talle esbelto lo ocultaba un espléndido salto de cama.
–¿Para qué necesito yo salir al campo de madrugada, si el campo viene a mi cuarto…? Hueles a mejorana… hueles a romero… hueles a malva rosa—decía colgada a su cuello como una niña mimosa.
Era una niña por la frescura de su rostro y por la viveza de sus movimientos, aunque ya tenía cumplidos veintidós años.
–Te equivocas; hoy no puedo oler más que a tomillo—respondió Reynoso sacando el puñado que traía en el bolsillo.
–¡Milagro sería!—exclamó la joven soltando a reír y apoderándose de aquella yerba y restregando con ella la cara de su marido—. ¿Para qué has atravesado la mar? ¿Para qué has estado tantos años trabajando y metiendo en la hucha dinero? Hubieras sido tan feliz aquí comiendo ensaladas de pimientos, corriendo tras las ovejitas, plantando árboles… y metiendo puñados de tomillo en los bolsillos.
–¡Bien puedes decirlo!—repuso Reynoso con franca sonrisa—. El cielo me destinaba para pobre. No me agradan los alimentos de los ricos, no me agradan los colchones de pluma, no me agradan los muebles suntuosos. Una camita blanca sin cortinas, unas sillas de rejilla, una mesa de pino, y leche y judías a pasto… ¡he aquí mi felicidad!
–Pero entonces, gran perverso—replicó la joven esposa con voz de mimo y atusándole el bigote con la punta de los dedos—, no podrías regalar a tu Elena un aderezo tan hermoso como le has regalado el día de su santo, no podrías llevarla en coche, no podrías vestirla con trajes elegantes, no podrías traerle pastelitos de casa de Lhardy, ni bombones de la Mahonesa.
–Ni sobreasada de Mallorca.
–¡Oh, Dios mío, cómo me gusta a mí la sobreasada…! Hoy mismo la como, aunque me haga daño… Tú te tienes la culpa por haberla mentado… ¡Y por fin, y por fin! ¿quién le hubiera dado a Elena un hotelito en la Castellana, con un budoir tan lindo que no hay otro en todo Madrid, con su serre, con su cuarto de baño…? Mira, vamos a hablar un poco de la casa de Madrid. Voy a desayunarme aquí mismo.
Puso el dedo en el timbre, acudió un criado y no tardaron en servirle café con leche y picatostes en un primoroso juego de plata. Se sentó delante de una mesilla volante mientras su marido se dejó caer en un diván de raso azul bordado en blanco.
Y hablaron largamente de la casa de Madrid aún no terminada. Reynoso daba pormenores del decorado, consultaba el asunto del mobiliario. Su mujer le pedía una cosa, y después otra y después otra para su saloncito, para su cuarto de baño mientras engullía lindamente.
–¡Elena, Elena! Que no vas a tener apetito a la hora de almorzar.
–Ya verás que sí. Déjame ser feliz.
–¿Eres feliz de verdad?
–Muchísimo… No puedo serlo más.—Y al decir esto extendió la mano a su esposo que la besó repetidas veces.
–¿Y tú lo eres también?—dijo levantándose de la silla y viniendo a sentarse a su lado.
–¿Yo?—exclamó Reynoso pasándole el brazo por detrás de la cintura—. ¡Yo estoy gozando de un cielo anticipado! Dios no tiene ya nada que darme cuando me muera.
–Pues yo te digo… te digo… que eres un grandísimo embustero (y le tiraba de las guías del bigote, que era al parecer su ocupación más apremiante). Porque me han dicho… me han dicho… que no te vas de buena gana a vivir a Madrid.
–Pues te han engañado.
–¿No serás tú el que me engañas…? Mira, Germán, voy a pedirte un favor y es que me hables con toda franqueza. Sé que por condescendencia, por lo bueno que eres y por lo mucho que me quieres, serías capaz de fingir que vas contento a Madrid aunque te disguste. Me parece gran locura ese disimulo. Ya sabes que me hallo bien, que soy feliz en todas partes estando a tu lado, y que si me agrada ir a Madrid, he vivido hasta ahora bien contenta en el Sotillo. En realidad, más que por mí voy a Madrid por proporcionarte a ti una sociedad más escogida. Yo estoy acostumbrada a la vida de pueblo… ¡como que no he salido de él…! Pero tú, aunque goces en el campo, has viajado mucho y no puedes menos de sentir el aburrimiento de esta soledad… Háblame, pues, francamente. ¿Vas con gusto a Madrid? Pues Elena va con gusto a Madrid. ¿Prefieres quedarte en el Sotillo? Pues Elena se queda tan ricamente en el Sotillo.
Reynoso la miró prolongadamente con ojos escrutadores.
–Está bien, hija mía; ya que quieres a todo trance que te hable con franqueza, y ya que veo que no tienes ese empeño en vivir en Madrid que yo imaginaba, te lo confesaré… No dejo el Sotillo con placer. Aquí he nacido y me he criado y aquí y en todas partes donde he vivido la soledad ha sido mi fiel compañera. Aunque tengo un carácter sociable, según dicen, la Providencia ha querido tenerme alejado de los hombres acaso porque no sea capaz de hacerles mucho bien… ¿Pero quién habla de soledad estando cerca de ti, Elena mía? ¿Qué sociedad en este mundo podrá proporcionarme goce alguno no estando tú presente? ¿Y si tú estás presente qué falta me hacen los demás? Ninguna conversación vale lo que tu silencio, ninguna música lo que tu voz, ningún rumor más suave ni más grato que el de tus menudos pies sobre la alfombra, ningún espectáculo más delicioso que el de tu cabellera rubia cuando la dejas caer sobre la espalda… ¡No busco, no quiero, no necesito más en este mundo!
Y al pronunciar estas palabras la estrechaba contra su pecho.
Estaba en verdad bien enamorado aquel caballero. ¡Feliz el hombre que, como él, no ha tenido más amor que el de su esposa!
Don Germán Reynoso era hijo de un agente de Bolsa. Cuando sólo contaba seis o siete años, su padre, por virtud de algunas operaciones desgraciadas, quedó arruinado. El matrimonio se vio necesitado a abandonar la casa lujosa de Madrid y a refugiarse en el Sotillo, finca que pertenecía a la esposa por herencia de sus padres. Donde antes solían pasar solamente algunos días de primavera, en uno de los cuales había nacido Germán, tuvieron que residir forzosamente todo el año. Con los escasos productos de ella, pues no era entonces lo que ahora es, y con un cortísimo caudal que habían salvado, vivió aquel matrimonio algunos años en la soledad bastante más feliz que lo había sido entre los negocios y los esplendores de la corte. Germán seguía sus cursos del bachillerato en el colegio del Monasterio; su padre le destinaba a los negocios, pero el chico no mostraba afición a la carrera de comercio: todo su amor y entusiasmo era por la música. Con las nociones que había adquirido en Escorial tocaba ya medianamente el piano. Tantas disposiciones mostraba, tanto le instaron los amigos y su misma esposa, que tenía sobrados motivos para odiar los negocios, que al fin consintió el viejo Reynoso en enviar a su hijo a Madrid para estudiar en el Conservatorio. Residía en casa de unos amigos y venía al Sotillo los sábados por la tarde para marchar el lunes por la mañana. Tenía ya catorce años y llevaba dos de carrera con brillantes notas cuando falleció su padre. Su pobre madre tuvo la debilidad de casarse antes de cumplir los dos años de viudez con un sujeto de carácter bondadoso, pero dominado por el vicio del juego, y después de casado también por la embriaguez. Aquello fue un desastre. Germán, desesperado, viendo a su madre desgraciada y previendo una ruina inminente, pues su padrastro estaba ya terminando con su caudal y no tardaría en comenzar con el de su esposa, decidió emigrar a América, abandonando sus esperanzas de ser un artista de fama.
En Guatemala un hermano de su padre beneficiaba algunas fincas, dedicándose principalmente al cultivo del café. Allá se fue Germán cuando no contaba aún diez y ocho años. ¡Cuántas horas transcurridas en la soledad y en el silencio! Nadie con quien hablar y reír a la edad precisamente en que más lo exige el hombre si Dios le ha dotado de un temperamento abierto y sociable. Su tío era de carácter adusto y los trabajadores tan rudos que no era posible conversar con ellos de nada placentero. La vida se deslizaba igual, monótona, soñolienta. Pero al fin se acostumbró a ella. El campo, donde permanecía casi todo el día, vigorizó su cuerpo y comunicó a su espíritu un equilibrio que le preservó para siempre del tedio. Al principio no disponía de más instrumento musical que un violín, y con él se entretenía por las noches; mas andando el tiempo logró traer hasta aquel desierto un piano, y fue feliz. Horas dulces, horas dichosas aquellas en que, después de una jornada laboriosa, regresaba a su casa y se ponía delante del piano para interpretar una sonata de Beethoven o un concierto de Chopin.
Su tío regresó a España poco después, retirándose de los negocios y dejándole en arriendo dos fincas. La suerte favoreció al joven Reynoso. Las cosechas de café, que últimamente habían sido bien limitadas, principiaron a ser abundantes, copiosísimas. En pocos años Germán logró hacerse dueño de las dos fincas comprándoselas a su tío; tomó en arrendamiento otra magnífica y al cabo se hizo también dueño de ella. Viajó por la América del Sur y por los Estados Unidos. A los treinta y cinco años Germán era un hombre rico, mucho más rico de lo que se le suponía en Escorial, aunque se le suponía bastante.
En el transcurso de este tiempo su padrastro había muerto: el niño que el matrimonio había tenido y que Germán conocía, también: sólo vivía una niña, nacida después que él se marchara a América. La finca del Sotillo estaba hipotecada y corría riesgo de pasar a manos de acreedores. Germán envió bastante dinero para rescatarla y mantuvo a su madre y a su hermana con holgura. Cuando, atendiendo a las reiteradas súplicas de aquélla, pensaba en realizar su hacienda, recibió la triste noticia de su fallecimiento. Inmediatamente se puso en camino para España, a fin de encargarse de aquella hermanita de trece años que quedaba abandonada.
Al llegar la sacó de casa de unos parientes donde provisionalmente se albergaba y la trajo de nuevo al Sotillo, tomó un aya francesa para ella, tomó criados, compró coche y caballos, hizo algunos reparos en la casa y la montó con boato. No pasaba, sin embargo, mucho tiempo en Escorial. Tan pronto hacía una excursión a París, tan pronto a Londres, tan pronto a Berlín y Roma; todas rápidas, porque no quería dejar a su hermanita sola mucho tiempo. En los días que pasaba en el Sotillo solía subir alguna que otra tarde al Escorial y allí conoció a Elena.
Elena era huérfana de un farmacéutico. Su madre, que sabía de farmacopea casi tanto como él, regentó la botica algún tiempo después de viuda con anuencia del vecindario. Pero vino una denuncia del subdelegado; se vio obligada a traer un regente con título; y como el producto de la botica no era bastante para pagar este sueldo y mantenerse, la enajenó al fin a uno de sus cuñados que tenía un hijo en Madrid estudiando la carrera de farmacia. Con el dinero que le dieron puso una tiendecilla heterogénea, bisutería, mercería, cacharrería, debajo de los arcos. Las ganancias fueron muy exiguas. Elena y su madre vivían bien estrechamente a la llegada de Reynoso al Escorial.
Cuando aquél entró por casualidad un día en la tienda fue reconocido por doña Dámasa. Se habían conocido de niños. Saludáronse afectuosamente, y el indiano comenzó a tutear a la madre y por de contado a la hija, que contaba entonces diez y siete años. Siempre que subía al Escorial daba su vueltecita por la tienda de doña Dámasa y allí se estaba charlando un rato. Estas visitas, al principio raras, se fueron haciendo más frecuentes y prolongadas. La hermosura espléndida de Elena comenzó a impresionarle. Y a medida que le impresionaba le hacía más tímido. Cuando la niña estaba sola en la tienda mostrábase embarazado, silencioso. Y, sin embargo, era evidente que buscaba las ocasiones en que estuviese sola. A ninguna mujer se le hubiera escapado esta táctica, pero mucho menos a Elena que era traviesa y picaresca y se gozaba en verle apurado. La timidez de un hombre tan maduro halagó mucho su vanidad y la riqueza que se le suponía también. Principió a coquetear con él de lo lindo. Pero cuanto más segura y aun atrevida se mostraba ella, más tímido aparecía él. Esta timidez y el sufrimiento que le acarreaba llegaron a tal punto que le retuvieron de subir al pueblo y visitarla. Sus visitas comenzaron a ser más raras y cuando las hacía se ingeniaba para quitarles el objetivo que tenían. O pasaba al Escorial para un negocio en el Ayuntamiento, o venía acompañando a un amigo para enseñarle el Monasterio, o había subido para buscar un operario… Estos pretextos, aunque bien sabía que eran falsos, irritaban, sin embargo, a Elena y la iban interesando en la aventura. Había juzgado al principio que era cosa de pocos días que aquel hombre se le declarase, y cuanto más tiempo transcurría más lejos veía esta declaración. Por otra parte, sus conocidos la embromaban y ya se hablaba en el pueblo no poco de aquellas supuestas relaciones amorosas.
La noticia de que Reynoso se iba otra vez a América cayó como una bomba en la pequeña tienda de doña Dámasa. El mismo la comunicó con afectada indiferencia; tenía muchos negocios pendientes; necesitaba liquidar; no sabía el tiempo que permanecería por allá. Elena recibió la nueva sin pestañear, pero el corazón le dio un vuelco. No sabía si amaba a Reynoso aunque estaba segura de que pensaba en él todo el día. Aquel golpe le reveló su amor. Sí, sí, estaba enamorada de él, no porque fuese rico como se decía en el pueblo, sino por su figura arrogante, por su caballerosidad, por su bondad, por su esplendidez, por todo, por todo, hasta por aquellas hebras de plata que asomaban en sus cabellos y en su bigote.
Después que él partió estuvo algunos días enferma y aunque mucho trabajó sobre sí misma para vencer la tristeza, no pudo conseguir que dejase de ser observada y comentada. Pero transcurrieron los meses y se fue olvidando su abortada aventura. Ella misma vivía ya tranquila sin pensar más en el indiano cuando una tarde le entregó el cartero una carta de Guatemala. Era de Reynoso; se informaba de su salud, de la de su madre y amigos de la casa, le hablaba en tono jocoso de su viaje, de su vida en aquellas soledades; por último, antes de despedirse le decía que había llegado a sus oídos por medio de un paisano recién desembarcado que se casaba. Le daba la enhorabuena y lo mismo a su mamá y le deseaba toda suerte de felicidades.
Elena tuvo una inspiración. Tomó la pluma para contestarle; adoptó el mismo tono amical y jocoso; le dio cuenta de su vida y de las noticias más culminantes en el pueblo. Pero al concluir estampó con increíble audacia las siguientes palabras: «En cuanto a la noticia de mi boda es absolutamente falsa. Yo no me caso ni me casaré jamás con nadie si no es con usted.»
La contestación a esta carta fue un cablegrama que decía: «Salgo en el primer correo. Prepara todo para nuestro matrimonio.»
He aquí cómo aquella linda y picaresca niña logró, invirtiendo los papeles, alcanzar la meta de sus afanes. Con el amor vino la opulencia que no suele ser su compañera. Los recién casados se instalaron en el Sotillo. Elena y Clara, que ya eran amigas, lo fueron en seguida muchísimo más y aunque la una tenía catorce años y la otra diez y ocho se trataron como si no mediase tal diferencia, a lo cual ayudó la disparidad de sus caracteres; la una era más niña, la otra más mujer de lo que reclamaban sus respectivas edades.
Los dioses no se fatigaron en cuatro años de verter sobre aquella casa toda suerte de mercedes. Sólo se reservaron una. El matrimonio no tuvo hijos. Elena se mostraba por esta privación inquieta y dolorida algunas veces; otras lo echaba a broma y abrazaba y besaba con entusiasmo una perrita que su marido le había regalado, diciendo que aquella era su hija y que muy pronto la casaría para darse el gusto de tener nietos a los veinte años. Don Germán aún lo sentía más que ella, pero lo disimulaba mejor. Entregose con afán a la mejora de su finca: logró comprar otra contigua de enorme extensión y la añadió a la suya. Esta nueva finca, que había sido residencia antiguamente de una comunidad de frailes, se componía de monte y tierras laborables, y contenía además dos grandes charcas donde se criaban sabrosas tencas y se cazaban las aves emigrantes que allí se reposaban. Aunque no necesitaba más que su antigua casa, porque estaba acostumbrado a una vida sencilla, Elena le excitó a construir el magnífico hotel que se ha visto. Con tristeza dejó el pequeño pero dulce hogar que albergó su niñez, para habitar la nueva y suntuosa morada. Pero conservó aquél con el mismo esmero con que se guarda una joya de sus padres; y nunca dejó de ir a dormir la siesta a la cama en que nació y en que sus padres durmieron la primera noche de novios.
Elena recibió la confesión de su esposo con sorpresa y secreto despecho que se esforzó en disimular.
–Me alegro, me alegro en el alma de que hayas sido franco—exclamó con afectación—. ¡Qué dolor sería para mí si al cabo hubiera descubierto que te ibas a Madrid sólo por complacerme! Te vería de mal humor, te vería huraño y silencioso, y la pobre Elena tan inocente, sin saber que ella era la causa.
–¡Huraño, Elena! ¡Silencioso!
–Sí, huraño, incivil… inaguantable.
–¿Pero cuándo me has visto…?
–Si no te he visto te vería… Ea, hablemos de otra cosa pues que ésta ya está resuelta.
Hablaron de otra cosa, pero la joven no podía disimular su decepción. Saltaba de un asunto a otro con nerviosa volubilidad, se placía en llevar la contraria; por último, cayó en un silencio obstinado, fingiendo hallarse absorta en la franja de la tapicería que estaba bordando. Su marido la observaba con disimulo y en sus ojos brillaba una chispa maliciosa.
–Vaya, vaya—dijo frotándose las manos—. ¡Cuánto me alegro de que nos hayamos entendido! Yo sin atreverme a decirte que no tenía ninguna gana de ir a Madrid, y tú sacrificándote por proporcionarme una sociedad más escogida.
Elena levantó los ojos y dirigió una rápida mirada recelosa a su marido. Este miraba fijamente al reloj de estilo Imperio que había sobre la chimenea.
–No sé cuándo me he de convencer—prosiguió—de que tu temperamento se acomoda admirablemente a todas las circunstancias y que tu felicidad no se cifra en vivir en un sitio o en otro, sino en el sosiego y la comodidad de tu casa.
Nueva mirada y más recelosa por parte de Elena. Reynoso seguía en contemplación extática del reloj.
–Y no era yo solo: había mucha gente (sin sentido común, por supuesto) que suponía que estabas encaprichada con vivir en Madrid. Yo les diría ahora: ¡no conocen ustedes a mi mujer…! ¡no la conocen!
Elena, cada vez más desconfiada, volvió a levantar los ojos. Esta vez chocaron con los de su marido. Este no pudo aguantar más y soltó una estrepitosa carcajada. Elena se levantó airada, y presa de un furor infantil se arrojó sobre él y comenzó a apretarle el cuello con sus preciosas, delicadas manos, a tirarle de las orejas y del bigote.
–¡Toma! ¡por cazurro…! ¡por malo! ¡por gañán!
Reynoso no podía defenderse; se lo impedía la risa.
–¡Pues sí, quiero ir a Madrid! ¡quiero ir a Madrid! ¿Qué hay…? Y tú te darás por muy satisfecho con que te admita en mi hotelito y no te deje aquí para siempre entre las vacas y las ovejas…
Al fin, cansada de golpearle, se dejó caer a su lado en el diván. Reynoso, acometido de un acceso de tos, estuvo algún tiempo sin hablar.
–¿Pero es de veras que quieres ir a Madrid?
–Mira, Germán, no empecemos, o…
Y se levantó otra vez para echarle las manos al cuello.
Reynoso cogió al vuelo aquellas lindas manecitas y trató de llevarlas a los labios.
–¡No! ¡no!
–¿Qué quiere decir no?
–No quiero que me beses… no quiero… Eres un gañán… Te pasas la vida haciendo burla de mí…
Y se defendía furiosamente. Al cabo se dejó caer de nuevo en el diván, se llevó las manos al rostro y se puso a llorar.
–¡Hija mía, no llores!—exclamó Reynoso conmovido.
–¡Sí, lloro! ¡lloro…!, y lloraré hasta que se me pongan los ojos malos—decía sollozando con dolor cómico—. Porque eres muy malo… Porque te complaces en hacerme rabiar… Si no quieres ir a Madrid, ¿por qué no lo dices de una vez…? Y no que te pasas la vida atormentándome…
–¡Atormentándote, Elena!
–Sí, sí, atormentándome.
–Mira, prefiero que me arranques el bigote a que me digas eso.
–¡Oh, no por Dios! ¡Qué feo estarías sin bigote!—exclamó separando sus manos de los ojos, donde brilló una sonrisa maliciosa detrás de las lágrimas.
Reynoso aprovechó aquel furtivo rayo de sol para consolarla. Pero no fue obra de un instante. Elena estaba muy ofendida, ¡mucho! Era preciso que el detractor cantase la palinodia, hiciese una completa retractación de sus errores.
–Confiesa que tienes más ganas que yo de ir a Madrid.
–Lo confieso a la faz del mundo.
–Porque te aburres aquí.
–Porque me aburro soberanamente.
–Y porque necesitas un poco de expansión con tus amigos.
–Y porque necesito mucha expansión.
–¿Bromitas todavía, socarrón?—exclamó la mujercita tirándole de la nariz.
En aquel momento se oyó el ruido de un coche en el patio.
–Ya está ahí Tristán… Sal tú a recibirlo… Voy a peinarme y vestirme en un periquete. Adiós, gañán… ¡Toma, por malo! (Y le dio una bofetada.) ¡Toma, por bueno! (Y le dio un sonoro beso en la mejilla…) ¡Rosario! ¡Rosario! Venga usted a peinarme.