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IV
UNA VISITA Y OTRAS VISITAS
ОглавлениеApenas se había llevado a feliz término la reconciliación de los novios oyéronse en el parque altas y alegres voces y carcajadas.
–¿Cómo? ¿Están ahí Visita y Cirilo?—exclamó Elena con el semblante iluminado de alegría.
Y acto continuo salió corriendo de la glorieta. Clara y Tristán la siguieron. Los dos huéspedes venían acompañados de don Germán conversando y riendo. El marido, que arrastraba mucho el pie izquierdo y parecía también imposibilitado del brazo correspondiente, se apoyaba en el de su esposa. Esta era alta, rubia, corpulenta y sus ojos abiertos, inmóviles, mostraban que estaba ciega. Ninguno de los dos pasaría de treinta años.
–¡Pero qué sorpresa!—dijo Elena besando con efusión a la ciega y estrechando la mano sana del paralítico.
–¡Sorpresa la nuestra, querida…! Llegamos a la estación, nos apeamos del tren y ni un alma que nos dé los buenos días. Pues señor, ¿qué hacemos…? La carta sin duda no ha llegado a sus manos, nos dijimos. ¡Ni un coche siquiera por allí! Era necesario pasaros un recado y esperar más de una hora. En esto ve Cirilo un carro de bueyes que había venido a traer madera. «¡Eh, buen hombre! ¿Quiere usted llevarnos al Sotillo?»—«Por allí tengo que pasar; amóntense ustedes.»
–¡En un carro de bueyes!—exclamó Elena.
Tristán se excusó de no haberles visto aunque había venido en el mismo tren. Saltó del coche precipitadamente, salió con la misma velocidad de la estación y montó en el landau que le aguardaba fuera.
–En nada nos ha perjudicado usted. Hemos hecho el viaje más divertido que os podéis imaginar. El carretero tendió una manta y yo me acosté sobre ella. Este iba en pie mirando el paisaje y contándome todo lo que miraba. Los bueyes resoplando, el buen hombre cantando todo el camino y nosotros riendo. ¡Qué sacudidas! ¡Qué traqueteo! Una de las veces éste no pudo sujetarse y cayó sobre mí y sin querer me dio un beso…
–Sería muy bien queriendo; Cirilo es pícaro—dijo Elena.
–¡No, no; sin querer! ¡Qué risa, hija mía, qué risa…! El carretero pensó que nos había pasado algo y vino asustado, pero al vernos reír de tan buena gana soltó también la carcajada como un tonto… Allá le levantamos como pudimos. El buen hombre dijo que si quería podía amarrarle para que no se cayese. Este aceptó en seguida y se dejó amarrar como un santo. Yo me desternillaba de risa…
–Ha sido un viaje delicioso—corroboró Cirilo con toda su alma.
Tristán disimuladamente sacudía la cabeza mirando a Clara con expresión de burla y sorpresa; pero aquélla, gozando con la risa de Visita, no le hacía caso. Era en efecto la risa de la ciega tan fresca, tan comunicativa que no se la podía oír sin sentirse tentado de ella.
Aquel matrimonio tenía un parentesco lejano con don Germán. Cirilo era hijo de un primo en tercero o cuarto grado de su padre; ella de un modesto empleado en Hacienda. Cuando Reynoso llegó de América, Cirilo trabajaba con corto sueldo en una casa de banca y estaba ya en relaciones amorosas con su actual esposa; ambos perfectamente sanos. Era un joven activo, inteligente, de una honradez a prueba. Don Germán, que advirtió en seguida estas cualidades, le protegió con toda decisión; le nombró su administrador y su agente, y logró que Escudero hiciese lo mismo. Viéndose ya en posición desahogada pensó en casarse; pero en aquella misma sazón su prometida comenzó a padecer de la vista y en poco tiempo quedó ciega por atrofia del nervio óptico, enfermedad incurable. ¡Cuánto lloró aquella buena y hermosa joven! Desesperada por tan terrible desgracia, y todavía más pensando en que Cirilo suspendería definitivamente el matrimonio, estuvo a punto de suicidarse. Pero aquél se condujo en tal ocasión como un hombre de alma grande y generosa; no sólo no suspendió la boda, sino que la precipitó cuanto pudo. Tal proceder impresionó fuertemente el corazón de la pobre ciega; si antes amaba entrañablemente a su novio, desde entonces su amor se convirtió en adoración. Efectuose el matrimonio, casi por la misma época que el de don Germán con Elena. No se pasaron muchos días sin que una nueva desgracia cayese sobre ellos y les pusiese a prueba. En el mismo salón de la Bolsa sufrió Cirilo un ataque de hemiplejia, le trajeron a casa accidentado y aunque recobró prontamente el conocimiento, se notó que había quedado herido del brazo y pierna izquierdos. Mejoró bastante luego gracias a ciertos baños, pero en el brazo apenas tenía movimiento y la pierna la arrastraba penosamente. Visita fue para él entonces su providencia como él lo había sido antes para ella. No sólo le ayudaba en los menesteres de la vida, sino que apoyado en su brazo podía ir a todas partes. Siguió desempeñando a conciencia sus tareas habituales sin que desapareciera tampoco toda su dicha, como se ha visto.
Don Germán reía también hasta sofocarse. Cuando se hubo sosegado un poco puso la mano en el hombro de Tristán.
–Tú has venido con más comodidad, pero ellos se han divertido más que tú.
–No es muy seguro que hubiera gozado fuertemente cayendo, aunque fuese sobre tan grato lecho, y amarrado después a un poste—repuso aquél con sonrisa irónica.
–Porque tú no sabes lo que es divertirse, ni acaso lo sepas en tu vida—replicó el caballero.
Y sin aguardar respuesta echó a andar en dirección de la casa.
–¡Ea!, a almorzar, que ya me parece que va llegando la hora.
En alegre charla se dirigieron todos hacia la escalinata y entraron en el suntuoso comedor, situado en la planta baja del edificio. Contigua a él había una serre donde crecían plantas tropicales y en medio de ellas una fuente rústica formando cascada. Colgadas con disimulo entre el follaje había algunas jaulas con ruiseñores, canarios y un sinsonte que Reynoso había logrado aclimatar después de haber fracasado con otros dos.
Clara subió a cambiar de traje y mientras tanto los invitados bebieron aperitivos, escuchando a la ciega que no cesaba de charlar y reír contando como si lo hubiese visto todo lo que pasaba en Madrid, las obras dramáticas que habían tenido éxito, las bodas aristocráticas, las óperas, los conciertos, hasta las sesiones borrascosas del Congreso.
–¿No sabéis? El jueves estuve a oír a Pérez en el Congreso y ayer a Marconi en Hugonotes. ¡Qué discurso, queridos, qué discurso! Se metió a todos los diputados en el bolsillo. ¡Y el decir que había a mi lado una señora que sostenía que López habla mejor! No sé cómo me contuve. Pero éste me tocó con el codo y me dijo al oído que era prima de una cuñada de López y me reprimí. Al parentesco hay que perdonárselo todo… El otro, ¡qué dulzura!, ¡qué brío al mismo tiempo!, ¡qué modo de filar las notas!
–¿Pero filan también las notas en el Congreso?—preguntó Elena con asombro.
–¿Qué estás diciendo ahí, criatura? Hablo de Marconi.
–Perdona, hija: pensé que te referías a Pérez, de quien estabas hablando.
–¡Y el sainete de Ruiz que se estrenó en Lara! Delicioso, delicioso. Tiene unos chistes que es para morirse de risa. Hay uno sobre todo, el que hizo más efecto… ¿Está por ahí Clarita? ¿No ha venido todavía…? Pues entonces os lo diré…
Y bajó un poco la voz y lo contó. Elena soltó la carcajada. Reynoso se contentó con sonreír. Pero Tristán dejó escapar un bufido despreciativo y acto continuo se puso a disertar sobre la decadencia del arte dramático: los autores unos ganapanes que miraban sólo a las ganancias repitiendo hasta la saciedad los mismos chistes y las mismas situaciones, los músicos unos plagiarios que sin pudor fusilaban a los maestros franceses y alemanes, los cómicos unos payasos amanerados insufribles…
Cirilo le atajó suavemente haciéndole observar que del arte sublime son pocos en la tierra los que pueden gozar, que es necesario otro más asequible a los pequeños. Pero Tristán, que no sufría la contradicción, se lanzó aún con más violencia contra el teatro moderno. La discusión iniciada con prudencia fue adquiriendo un temple sobrado caluroso. Elena la cortó resueltamente.
–¡Ea!, dejemos las disputas. Hasta ahora no he oído ninguna en que se convenciese nadie… ¿Qué me cuentas, Visita, qué me cuentas de Rosarito Abella?
–Muchas, muchísimas cosas te voy a contar. En primer lugar te diré que se ha pintado de rubia… Está, según dicen, para darle un tiro. Pero su marido cree que tiene en casa a la Venus de Milo, a la de Médicis y a la bella Otero, todo en una pieza, y cuando sale de casa sella los balcones con papel de goma para saber si se ha asomado…
En aquel momento entraba Clara con traje distinto. Don Germán dijo por lo bajo sonriendo:
–Veréis a Clarita. En cuanto se entere de que se está haciendo burla de una persona se escapará sin decir palabra.
Y así sucedió en efecto. La joven se sentó al lado de Tristán, puso el oído a lo que se hablaba. Visita y Elena, siguiendo la broma, forzaron la nota alegre a costa de aquel infeliz matrimonio. Clara se movió en la silla con visible inquietud y al cabo de un momento se levantó para salir. Los circunstantes estallaron en una carcajada. La joven volvió la cabeza con asombro y viendo todos los ojos posados sobre ella con expresión maliciosa se ruborizó.
Poco tiempo después se sentaban a la mesa. Era ésta suntuosa, refinada, provista de todas las adquisiciones gastronómicas. Pero don Germán era enemigo de ellas; las dejaba a su esposa y a los convidados; él se mantenía de verduras, judías, huevos y tal cual trozo de carne asada. Aquella alimentación primitiva servía para embromarle y armar algazara. Sobre todo lo que despertaba siempre más risa era verle comer a puñados el maíz cocido, costumbre adquirida en América.
–Yo no necesito viajar por las tierras vírgenes—decía Elena—. Teniendo al lado a mi marido que huele a todas las yerbas del campo y viéndole comer patatas asadas y forraje me creo transportada a las pampas.
–¡Allí te quisiera ver yo!—exclamaba Reynoso con su clara risa de hombre feliz—. Entonces sabrías lo que es comer.
–¿Pues qué es lo que estoy haciendo?
–Pillando una indigestión. Sois unos locos de remate. Pasáis la vida envenenándoos con la química de los cocineros.
–Para ti fuera del maíz todo es química.
–Sí; me harto de maíz, me harto de judías, pero mañana no imploro como tú los auxilios de la magnesia. Los granos de maíz se van solitos al estómago sin temor de que les den escolta las pastillas de Vichy.
Los comensales reían. Elena concluyó por impacientarse y dar puntapiés a su marido por debajo de la mesa.
Pero otra desazón más grave la aguardaba. Fue a beber el burdeos y estaba frío. La consternación se pintó en su rostro.
–¿Cómo no ha templado usted el vino, Inocencio?
–Dispense la señora, pero se lo he encargado a la Dolores y había quedado en hacerlo—respondió confuso el criado.
–A ver, llamar a la Dolores.
Se presentó la Dolores.
–¿Por qué no ha templado usted el vino como se lo ha encargado Inocencio?
–Dispense la señora, pero en aquel momento estaba poniendo las flores en la mesa y se lo encargué a Manuel que pasaba por aquí. Pensé que lo había hecho.
–Llamen a Manuel.
–No llames ya a nadie—manifestó Reynoso—. Nada sacarás en limpio.
–¡Pero es bien triste…!—exclamó su esposa en el colmo de la contrariedad.
–¡Tristísimo!—respondió él haciendo esfuerzos para no reír—. Pero es mejor resignarse, porque no conseguirás más que disgustarte y que te haga daño la comida.
Elena siguió a medias el consejo. No propuso la comparecencia de nuevos delincuentes, pero hizo repetidas veces la grave declaración de que eran todos, ¡todos! unos necios y unos antipáticos.
Pasada aquella nube sombría, volvió el regocijo a la mesa. Visita comía con apetito, pero no le imposibilitaba de charlar y reír prodigiosamente. Su marido la ayudaba lindamente en todo ello. Tristán, después de la reconciliación con su novia, había llegado hasta ponerse de buen humor; charlaba y narraba anécdotas y aun se autorizaba algunos donaires, aunque esto último siempre por cuenta de su amigo Núñez, el hombre más gracioso de España, ya se sabe.
–No charles tanto, Tristán—le decía Reynoso—, no estás acostumbrado a ello y te va a hacer daño.
–Verdad. El hablar demasiado nos perjudica. Pero también el tabaco es perjudicial. Sin embargo, afirma Núñez que el que no fuma y dice alguna vez tonterías, se priva de dos grandes placeres en la vida.
Había también sus entremeses de murmuración, aunque suave y piadosa. Así y todo, esto molestaba a Clara que, no pudiendo levantarse, se permitía algunas tímidas observaciones en favor del ausente.
–Que hable el abogado de pobres. ¡Dejadle que hable!—decía su hermano riendo.
Y ella entonces enrojecía y callaba.
–Ese señor de la Peña no es malo, porque no puede serlo—manifestaba Tristán con asombro de todos.
–¿Cómo que no puede? Todos los seres en la tierra pueden hacer el mal. Hasta una pulga te muerde si le da la gana—respondía don Germán.
–Créanme ustedes, muchos de los hombres que en el mundo pasan por buenos, si no hacen daño es porque les falta tiempo. Y eso le pasa a Peña. Está tan ocupado en su importantísima persona que no le queda un momento libre para hacer algo malo.
–¡Qué atrocidad!—exclamaron riendo algunos.
–¡Vamos, vamos, Tristán!—expresó por lo bajo Clara pellizcándole suavemente el brazo.
–Además Peña es muy gordo—proseguía él sin hacer caso de la cariñosa advertencia—y dice con razón Gustavo Núñez que los hombres gordos no son capaces de bondad ni de maldad. Sólo los delgados son realmente buenos o malos.
Reynoso principió cómicamente a palparse y a palpar a Cirilo.
–¿Tú y yo somos delgados o gordos, querido?
–¡Pero qué chistosísimo es ese amigo de usted!—exclamó Elena con una entonación irónica que hirió a Tristán.
–No hay nadie que deje de reconocerlo—respondió friamente.
–Tampoco yo lo dudo, pero es lástima que ese talento no lo emplee en la pintura, de la cual hace ya tiempo al parecer que anda divorciado.
–Núñez ha obtenido la primera medalla y su cuadro está colgado en el Museo.
–Lo sé, pero desde entonces dicen los inteligentes que no ha producido nada que valga la pena, que se limita a pintar cuadritos de budoir, donde vive mucho más tiempo que en el estudio.
–Ese es el rumor de la envidia. Hay muchos en Madrid a quienes duelen sus triunfos: los hay también a quienes escuecen los latigazos que sabe propinarles.
–¿Es envidia también el decir que ya no vive de los pinceles, sino a costa de las mujeres?
–¡Sí; lo es…! ¡Y además una calumnia!—repuso el joven próximo a enfurecerse.
–Me sorprende, Elena, que tú te hagas eco de rumores tan feos—saltó Clara con una viveza bastante rara en su naturaleza—. Pienso que ningún daño te ha hecho Núñez para que le trates de ese modo.
Elena soltó una carcajada.
–¡Anda! ¿No aguardas a que el cura te eche la bendición para defender a los amigos de tu futuro?
Don Germán intervino con palabras conciliadoras. Aunque los hombres que gozan de notoriedad viven sometidos a la crítica y por lo mismo lo que contra ellos se dice tiene escaso valor, en este caso había que tener presente que se trataba de un amigo íntimo de Tristán. ¿Por qué molestarle haciéndole oír murmuraciones y críticas de las cuales jamás se ven libres los hombres de gran valer?
Tristán se calmó, y Elena, con su natural ligereza, pasó inmediatamente a otra conversación.
–¡Pero qué lindísimo budoir el tuyo, Elena, qué coquetón, qué elegante!—le decía Visita aludiendo al del hotel que estaba terminando en Madrid.
–¿Te gusta?
–Muchísimo. ¡Qué guirnaldas talladas! ¡qué rico mosaico el del pavimento! ¡qué pinturas tan finas las del techo!
La ciega hablaba como si no lo fuera y así hacía siempre. Los comensales se miraban unos a otros sonriendo con una mezcla de alegría y de compasión. Elena, entusiasmada con el elogio, no parecía fijarse y le hacía preguntas y consultaba detalles.—«¿Qué te parece, pondré sobre la chimenea un reloj imperio o una estatua? ¿Pondré la luz en el techo o en los rincones? Pocos muebles, ¿verdad? Es ya cursi eso de amontonar trastos…»
–Supongo que encargará usted para su budoir algún cuadrito a Núñez—dijo Tristán con sonrisa maliciosa.
–¡Vamos, no sea usted rencoroso ni impertinente!—replicó Elena dándole con la servilleta suavemente en la cara.
Y la charla prosiguió viva y alegre. La bella esposa del anfitrión no se cansaba de decir y hacer travesuras, de tal modo que el regocijo no decaía un instante. Mas ¡ay! aquella nube sombría, temerosa, que había cruzado sobre la mesa no mucho antes, el viento de la fatalidad la empujó de nuevo hacia ella. El helado que sirvieron al terminar la comida era de avellana. A Elena no le gustaba el helado de avellana. Repetidas veces lo había dicho en alta voz. El cocinero estaba harto de saberlo. ¿Por qué, pues, lo mandaba a la mesa? Indudablemente por molestarla, por inferirle una ofensa.
Esta patética consideración la enterneció de tal modo que estuvieron a punto de saltársele las lágrimas. Pero Reynoso, secundado noblemente por todos los demás, declaró con voz conmovida (aunque haciéndoles guiños disimuladamente) que no era posible achacar al cocinero tamaña perfidia indigna de la naturaleza humana, y que solamente por haber bebido demasiado o por un trastorno inconcebible de sus facultades mentales pudo haber olvidado hasta aquel punto sus deberes. De todos modos él cuidaría severamente de recordárselos.
Con estas graves palabras y con ciertos ¡bah! y ¡oh! muy expresivos y cariñosos de los comensales la joven señora se dio por satisfecha y para demostrarlo se desquitó de aquella inesperada privación atacando de un modo alarmante a las yemas de coco. Pasaron a la serre a tomar el café, donde les sorprendió poco después la llegada del marquesito del Lago.