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III
¡QUIETO, FIDEL!

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El joven que descendía del carruaje en el momento en que don Germán ponía el pie en la escalinata era alto, delgado, de agradable rostro ornado por unos ojos de suave mirar inteligente y por un pequeño y sedoso bigote negro. Se saludaron alegremente con un cordial apretón de manos.

–No entremos en casa—dijo Reynoso—. Clara anda por ahí cazando y Elena se está vistiendo. Vamos a la glorieta a descansar y tomaremos una copa de vermut o de cerveza, lo que tú quieras.

Se introdujeron en el parque, penetraron en la glorieta de pasionaria y madreselva y se acomodaron en dos butacas rústicas de paja delante de una gran mesa de mármol. No tardaron en servirles los aperitivos pedidos por el amo.

–¿Cómo has dejado a tus tíos?

–Sin novedad: mi tía casi loca y mi tío demasiado cuerdo—respondió el joven riendo.

–¡Oh, es un matrimonio que me encanta!—replicó don Germán también riendo—. Son dos elementos químicos que se neutralizan y forman un compuesto admirablemente sólido.

–¡Y tan sólido! Como que mi tío es de mampostería.

–No, hombre, no; tu tío es un hombre de una razón muy clara. No sabrá escribir, como tú, libros y comedias ni tendrá gran ilustración, pero discurre con acierto, juzga con justicia y sabe lo necesario para conducirse en la esfera en que Dios le ha colocado. Desgraciadamente los que como él y yo hemos pasado nuestra vida dedicados al comercio no pudimos disponer de mucho tiempo para ilustrarnos…

–¡Oh, no se compare usted con él!

–¿Por qué no? Que yo he conservado alguna mayor relación con el mundo espiritual gracias a la música eso significa poco. Ambos, como vosotros decís, somos mercachifles.

–Usted ha leído mucho.

–Algunos libros que llegaban a mis manos allá en las soledades del campo. Lectura dispersa, heterogénea que entretiene el hambre intelectual sin nutrir el cerebro… Por lo demás, si tu tío carece de las cualidades de hombre de estudio, las de hombre de acción las posee largamente. Yo le he visto no hace mucho tiempo en circunstancias bien críticas dar pruebas relevantes de ello. Acababa de estallar la guerra con los Estados Unidos. El pánico se había apoderado de los hombres de negocios: por la Bolsa, por todos los círculos financieros soplaba un viento helado de muerte; los más audaces huían; los más valientes se apresuraban a poner en salvo su dinero; a las puertas del Banco de España se acumulaba la muchedumbre para cambiar por plata los billetes. En aquel día memorable he visto a tu tío en la Bolsa hecho un héroe, la actitud tranquila, los ojos brillantes, la voz sonora, lanzando con arrojo todo su capital a la especulación. «¡Compro! ¡compro! ¡compro!» gritaba. Y su voz sonaba alegre, confiada, en medio del terror y la desesperación. No sabes el aliento que infundió y cuánto levantó el ánimo de todos en aquellos instantes aciagos. No contento con esto hizo poner en los balcones de su casa un cartel que decía: Se cambian los billetes del Banco de España con prima. Y esto lo llevó a cabo sin ser consejero del Banco ni tener sino una parte pequeña de su capital en acciones.

–Sí, ya sé que hizo esa locura.

–¡Locura sublime! Locura de un mercachifle que acaso no realizara un poeta… Si tú lo eres, Tristán, si tú puedes tranquilamente entregarte a la contemplación de la belleza y verter en las cuartillas tus ideas y tus sueños, lo debes a que tu padre hizo el sacrificio de sus ideas y de sus sueños para labrarte un capital… Él también era un poeta, él también tenía talento… Pero naciste tú y comprendiendo que su lira no podía darte de comer la arrojó lejos de sí y se puso a trabajar… Agradece al diario, al mayor, al copiador, a esos prosaicos libros en blanco que tú desprecias el que puedas recrearte ahora con otros más amenos. ¡Feliz el que en su juventud no necesita luchar por la existencia y puede gozar libremente de su propio corazón y de los tesoros de poesía que la Providencia ha depositado en él!

–Vamos, no me sermonee usted más, don Germán. Lo que he dicho de mi tío es una broma. Ya sabe usted demasiado que le estimo.

–Serías un ingrato si otra cosa hicieras. Tu padre no dejó mucho más de cincuenta mil duros y tu tío acaba de entregarte ochenta mil.

Tristán Aldama era hijo de un periodista que abandonó muy joven su profesión para dedicarse a asuntos comerciales. Cuando sólo contaba cinco años falleció su madre y aún no tenía doce cuando quedó también huérfano de padre. Este tenía una hermana casada con don Ramón Escudero y a este encomendó por testamento la tutela de su hijo. Escudero había sido cuando joven, primero criado, luego cobrador y más tarde dependiente y hombre de confianza del padre de Reynoso. Cuando éste hizo quiebra, gracias a la reputación de honrado, activo e inteligente que había adquirido entre los hombres de negocios se abrió pronto camino en la Bolsa, montó una casa de banca y logró adquirir un capital considerable. Claro está que así que don Germán regresó a España, la primera persona que visitó en Madrid fue al antiguo y fiel dependiente que tantas veces le había llevado de niño al colegio. En su casa fue donde Tristán y Clara se conocieron y entablaron las relaciones amorosas que estaban a punto de consolidarse tan felizmente con la bendición nupcial.

–¿Cómo van las obras del cuarto?—preguntó Reynoso.

–Así, así… Madrid no es una capital; es un lugarón. En cuanto tratamos de introducir en la vida algo elegante o cómodo, algo parecido a lo que en otras naciones es ya de uso corriente, tropezamos con nuestros operarios desmañados, rutinarios, zafios…

Los futuros esposos habían elegido para vivir un piso en la calle del Arenal y lo estaban arreglando. Tanto Escudero como Reynoso poseían magníficas casas en Madrid y ambos les habían ofrecido habitación en cualquiera de ellas; pero Tristán había rehusado la oferta de su tío y Clara la de su hermano. Este, resarciéndola de la parte que la correspondía en el Sotillo, la había dotado generosamente con medio millón de pesetas.

Hablaron del piso alquilado y de los preparativos matrimoniales. Tristán se mostraba sobrio de palabras y ensimismado.

–¿Qué es eso…? Parece que estás de mal humor.

–Nada tengo distinto de otros días. En general no encuentro en la vida grandes motivos para estar muy contento.

–Así hablan solamente los que son demasiado felices en este mundo.

–¿Lo cree usted?—preguntó distraidamente el joven.

–Sin duda; y tu ejemplo me lo confirma. Eres un hombre mimado por la fortuna. Naciste rico, inteligente, dotado de buena figura, y aunque perdiste temprano a tus padres hallaste en tus tíos un afecto parecido y una vigilancia igual. Los éxitos universitarios comenzaron a halagar desde niño tu amor propio, siguieron después los del Ateneo, escribiste un libro y lograste llamar sobre ti la atención pública; presentas un drama en el teatro y te lo aceptan.

–Me lo aceptan… pero no lo representan… Mire usted, don Germán, como todo el mundo, usted juzga por las apariencias. Se adivina que ha habido un esfuerzo cuando se ve un resultado; pero aquellos otros que no han logrado cuajarse en el espacio, tomar cuerpo y gozar de la luz, aquellos que viven y mueren en la sombra miserables y desgraciados, aquellos el mundo los ignora y no se le echan en cuenta al hombre feliz.

–Porque no deben echársele. Las aspiraciones del hombre son infinitas y quisiera beber la eternidad de un trago. ¿Pero son todas ellas legítimas? ¿Todas deben realizarse? Mete la mano en tu seno y verás que muchos de tus deseos no podrían satisfacerse sino a expensas de la satisfacción de tus semejantes… ¡Y todos tenemos que vivir, qué diablo!

–Es que si tenemos que partir la felicidad con todos tocamos a muy poco.

–Sería mucho si la felicidad de los demás fuera la nuestra; si supiésemos salir de nosotros mismos.

Tristán soltó una carcajada. Don Germán se puso un poco colorado.

–Comprendo bien que en estos asuntos no estoy en disposición de medirme con los que como tú los estudian y los discuten a diario…

–No es eso, don Germán… Me río porque toda la vida estoy oyendo esa misma frase sin haber logrado saber lo que significa. No sé por qué puerta o balcón podemos salir fuera de nosotros mismos… Es decir, he averiguado que haciendo un agujero en la sien con la bala de un revólver se sale inmediatamente fuera de sí…, pero es para no volver a entrar.

–Repito que carezco de conocimientos y de medios de expresión para explicarte esa frase ni ninguna otra por ese estilo. Pero si no puedo explicarla siento su verdad en el fondo del alma y me basta… Pero volvamos a ti. Por un don gracioso de Dios tú eres de los pocos que aun encerrados en sí mismos encuentran la dicha. Después de todos los elementos de felicidad de que hemos hablado te enamoras; la mujer que es objeto de tu amor te corresponde; vas a casarte y al satisfacer los ardientes deseos de tu corazón, te encuentras con que el ángel de tus sueños no viene a ti con las manos vacías…

Esta frase causó una mordedura en el amor propio de Tristán. Disimuló, sin embargo, lo echó a risa y siguió la plática en tono jocoso.

Pocos minutos después saltaban ladrando en la glorieta dos perros de caza y detrás de ellos una gallarda joven de tez morena, cabellos negros ensortijados que apretaba una gorrilla rusa de piel, pecho exuberante, amplias caderas ceñidas por una falda corta de color gris, calzada con botas altas y llevando colgada del hombro una primorosa carabina. Recordaba por su arrogancia la estatua de Diana cazadora que se admira en el Museo del Louvre; pero esta arrogancia estaba templada por unos grandes ojos negros de suave y afectuosa expresión. Era a la vez Diana y Clorinda la heroína del poema del Tasso.

Los ojos de los futuros esposos se encontraron y brillaron con alegría. A Tristán se le disipó repentinamente su mal humor.

–Tus perros, linda cazadora, han descubierto este par de piezas… ¡Tira, tira sobre ellas!—exclamó don Germán riendo.

–¡Fuego!—respondió la joven acercándose a él y dándole un beso en la mejilla.

–Dispara el segundo. Mira que la otra pieza se escapa.

Clara se ruborizó.

–Aunque se escape volverá de nuevo al tiro como las palomas torcaces.

Y alargó al mismo tiempo su mano a Tristán que la estrechó tiernamente.

–Ya estoy encañonado, y por lejos que me vaya el tiro de Clara me alcanzará.

–¡Oh, si supieseis qué lejos he disparado a uno de estos ánades!—y mostraba los dos que traía colgados al cinto—. Una verdadera casualidad que haya caído… Del lado de allá de la charca grande Fidel levantó los dos. ¡Pan! Tiro al primero y cae a la orilla. ¡Pero el otro…! El otro estaba ya en lo alto en medio de la charca. Disparo sin esperanza alguna y con gran sorpresa le veo caer al agua. ¡Allí vierais a Fidel echarse al agua y nadar como un pez mientras este otro animalito, la Dora, a quien tenía sujeta por el cuello, aullaba y se estremecía de afán por seguirle!

La joven se animaba narrando los incidentes de la cacería. Tristán la miraba embelesado, admirando en lo íntimo de su ser la juventud, el vigor y la hermosura de su prometida.

–¿Pero estás segura de que has alcanzado con los perdigones a ese ánade?

–¿Cómo no, puesto que ha caído?

–Es que yo no creo una palabra de la eficacia de tu puntería. Ese ánade como el otro y como todos los demás que has cazado mueren de orgullo de verse tiroteados por ti.

–¡Sería mucha galantería!—replicó la joven ruborizándose de nuevo.

Don Germán quiso dejarlos solos algunos momentos y salió de la glorieta con el pretexto de dar orden para que pintasen las canoas de las charcas. Llamó a los perros para que le acompañasen. Los animales salieron gozosos en su compañía, pero viendo que Clara se quedaba vacilaron unos instantes, ladraron a Reynoso como recriminándole por ponerles en aquella disyuntiva y al fin se decidieron a volverse a la glorieta, echándose a los pies de su ama.

–Te lo digo con todas las veras de mi alma, Clarita; yo quisiera morir de un tiro de tu mano como han muerto esos patos.

–No te acerques tanto. A mí me gusta tirar de largo—dijo la joven riendo.

Tristán se sentó frente a ella delante de la mesa de mármol.

–Lo que me sorprende es que tengas tanta afición a la caza: ¡porque cuidado que es aburrido eso de cazar! Yo no salí más que tres o cuatro veces en mi vida y pensé que moría de tedio.

–¡Aburrido!—exclamó Clara en el colmo de la sorpresa.

–¡Aburridísimo! Levantarse de madrugada cuando más a gusto se encuentra uno entre sábanas, echarse al monte, sufrir los rigores del sol y a veces los de las nubes, caminar todo el día con la lengua fuera, caerse, pincharse, ensuciarse, y de vez en cuando tropezar con uno de esos animalitos que se encuentran en todas las pollerías y restauranes de Madrid.

–Calla, calla, Tristán; estás diciendo disparates. Tú no sabes lo que es sentir la brisa matinal en las mejillas porque te has acostumbrado al aire viciado de la cervecería y del círculo; no gozas con el sol porque vives la mayor parte de la vida con luz artificial; te repugna el caminar porque has estado demasiado tiempo tendido en las butacas… Pero yo soy otra cosa… yo he nacido en el campo; el sol me conoce y las nubes también y las piedras y los abrojos… Para mí es un gran disgusto que tú no seas cazador.

–¿De veras…? Pues no tengas cuidado, hermosa mía, que por tu amor soy capaz, no diré de cazar patos y conejos, sino hasta tigres y leones… Aún más: soy capaz, si tú lo exiges, hasta de pescar con caña.

–¡No tanto!—exclamó la joven riendo—. Bastará con que alguna vez me acompañes. Te prometo no llevarte lejos.

–¡Qué hermosa eres, Clara! Si no fueses el emblema de la belleza serías el de la salud y de la fuerza. Dice Gustavo Núñez que si me dieses una bofetada me harías polvo… y voy creyendo que tiene razón.

–¿Pues cuándo me ha visto tu amigo Gustavo Núñez?

–Días pasados cuando íbamos de compras con Elena.

–Debe de ser muy burlón ese amigo.

–Es el hombre más gracioso que conozco.

Y acto continuo se puso a hacer el elogio caluroso de aquel su amigo Gustavo, un pintor eminente que hacía ya algunos años había obtenido primera medalla en la Exposición, un hombre de mundo, elegante, fino, culto ¡y con unas salidas! Todo el mundo las celebraba en Madrid. Sofocado por la risa nuestro joven narró algunas de ellas.

Clara escuchaba con fingida atención. En realidad estaba distraída. Aquellos chistes de café, aquella maledicencia que se revelaba en ellos no podía producir efecto en una naturaleza sencilla y recta como la suya. Así que cuando Tristán dio tregua a su panegírico desvió la conversación a otro sitio. Le preguntó por las obras del cuarto, por una joya que había encargado a Holanda, por los muebles que les estaban construyendo.

La conversación languideció al cabo. Tristán comenzó a mostrarse preocupado, a emplear un estilo más conciso, que poco a poco se convirtió en displicente. Clara lo observó, pero como ya estaba acostumbrada a estos cambios repentinos de humor, que rara vez persistían largo tiempo, no hizo en ello mucho alto. Sin embargo, se trataba de asuntos que atañían a su próximo enlace y el acento de su novio sonaba por momentos más displicente.

–¿Qué te pasa?—preguntó al fin desazonada—. Hace un momento eras más suave y más blando que una piel de liebre y ahora pinchas por todas partes como los cardos del monte.

Tristán hizo un gesto de indiferencia y permaneció silencioso.

–¿He dicho algo que pudiera molestarte?

El mismo silencio.

–O hablas o me marcho—dijo con energía haciendo ademán de levantarse.

Tristán clavó en ella sus ojos con expresión colérica.

–Me estás probando de esa forma—dijo con acritud—que mis recelos no son infundados. Desde hace algún tiempo parece que todo el mundo pone empeño en hacerme comprender que debo estar no sólo satisfecho sino muy agradecido a que se me conceda tu mano. Es decir, quieren a toda costa persuadirme de que soy un quídam que ha buscado su negocio y lo ha hallado al fin…

–¿Qué palabras son esas, Tristán, tan feas… tan indignas de ti?

–Sí, que soy por lo visto un buscavidas—insistió el joven con más violencia—y que si me caso contigo no lo hago tanto por amor como por tu dote… Hace un momento tu mismo hermano me decía que debo estar satisfecho porque tú no vienes a mí con las manos vacías… ¿Qué quiere decir eso? O no quiere decir nada o es una grosería…

–Eso no es cierto—profirió la joven con acento vibrante de indignación—, no puede ser más que un mal sueño de los muchos que tú tienes… Y si Germán hubiera pronunciado esas palabras lo habría hecho burlando y sin intención de causarte la más pequeña ofensa, porque mi hermano es el hombre más bueno y más delicado de la tierra.

–No soy un náufrago, hija mía—siguió diciendo con sonrisa amarga y como si no hubiese oído la interrupción de su prometida—, no soy un náufrago que corriendo un temporal deshecho viene a refugiarse en tu puerto para abrigarse dentro de él. Yo he navegado siempre con las velas desplegadas en un mar de aceite, iluminado por el sol radiante, empujado por la brisa y acompañado de las musas y las gracias. Estoy acostumbrado a vencer; he hallado en la vida todas las puertas abiertas y todos los corazones también. Cuando me acerqué a ti y te ofrecí el mío no reparé si estabas dorada o plateada: te vi buena, inocente, hermosa y me bastó para quererte y me sigue bastando.

–¿Tiene eso algo que ver con la ofensa que has inferido a mi hermano?

–Primero me la ha inferido él a mí. Estoy fatigado… estoy harto de recoger alusiones más o menos embozadas a tu fortuna presente y futura. Esto hiere mi amor propio y no estoy dispuesto a sacrificarlo por ningún matrimonio, ni contigo ni con nadie.

–¿Quieres decir que no me estimas lo bastante para sufrir por mí ninguna molestia?

–Esa clase de molestias no.

–Entonces tu amor es más ligero que esa niebla que cae sobre las charcas y que barre un pequeño soplo de viento.

–Ligero o pesado, mi amor es como yo, y yo soy como la naturaleza me ha hecho. El gozo de unirme a ti no es bastante poderoso para cambiar mi condición…

–No necesitas hablar más… ¡Basta…! Leo en tu corazón bien claramente que buscas un pretexto para romper nuestra unión. No te esfuerces tanto, porque si no estás satisfecho y no esperas ser feliz, yo te devuelvo tu palabra.

–En tu actitud altiva advierto que estás infiltrada de la misma idea de que están llenos al parecer tus parientes y tus amigos. ¿Me devuelves mi palabra? Pues yo la recojo. Mi dignidad se subleva ante esa idea.

Tristán profirió estas palabras exasperado como si realmente acabaran de dar a su dignidad un golpe de pronóstico reservado. La joven se puso pálida y llevándose la mano al corazón se alzó del asiento para salir de la glorieta.

Tristán había sido su primero y su único amor. Cuando se conocieron ella tenía trece años y él veintiuno. La impresión que en su naturaleza infantil produjo aquel joven guapo, elegante y de cuya inteligencia toda la familia se hacía lenguas no se borró jamás. Paró él muy poco la atención en ella, embriagado por sus triunfos en la cátedra y en la sociedad; la trató con la protección amable que concede un grande hombre a un niño. Pero don Germán hizo su segundo viaje a América, transcurrió más de un año sin verla y cuando al cabo se encontraron Clara se había transformado en mujer. Nuestro joven la miró entonces con más atención y bajando de su pedestal académico la trató con menos condescendencia. Se vieron a menudo, unas veces en casa de Escudero, otras en el Sotillo, adonde éste solía ir con su familia algunos días. En cada una de estas entrevistas el sabio ateneísta perdía un poco de su majestad. Esta ruina llegó a tal punto que hay quien asegura haberle visto pegando calcografías en los cristales en compañía de aquella niña grande y, lo que es más absurdo, ella dando a la cuerda sujeta a un árbol por el otro cabo y él con las mejillas inflamadas y los cabellos pegados a la frente saltando y gritando «¡tocino! ¡tocino!» Realmente hay cosas que la imaginación no puede representarse. Preferimos creer que ésta es una de tantas calumnias a las que han estado siempre expuestos los hombres serios y científicos. De todos modos cierto es, porque hay personas que lo certifican, entre ellas mademoiselle Amelie, el aya de Clara, que un día porque le ganó dos partidas de tennis ella le llamó antipático, le dijo que no le quería y se fue muy desabrida y que él entonces desahogó su pecho en el de la citada mademoiselle y lloró a hilo como un buey. Pero aun aquí la historia llega a nosotros tan envuelta y obscurecida por la leyenda que es casi imposible discernir lo que hay en ella de verdad y de error. ¿La misma mademoiselle no pudo equivocarse? ¿Quién sabe si Tristán sacó el pañuelo para sonarse y a ella se le antojó que era para secarse las lágrimas?

Reynoso vio con buenos ojos aquellos amores. Era hombre a quien el talento y los libros inspiraban un respeto idolátrico. La familia de Tristán apetecía unión tan ventajosa por todos conceptos. Todo marchó viento en popa, aunque durante más tiempo de lo que los novios hubieran deseado. Reynoso se opuso resueltamente a que su hermana se casase antes de tener diez y ocho años. Iba a cumplirlos y su dicha a colmarse. Porque realmente amaba profundamente a aquel hombre a pesar de su humor sombrío y fantástico, o tal vez por esto mismo. La armonía de los contrarios no pudo jamás mostrarse de un modo más cabal que en aquella gentil pareja.

Clara iba a salir de la glorieta con el corazón mortalmente herido, pues en las muchas reyertas que habían tenido nunca habían llegado a palabras tan agrias, cuando entraba Elena en su busca. Al verla de aquella forma, descompuesta y pálida y observar la actitud airada de Tristán, hizo alto sorprendida.

–¿Qué es eso, habéis reñido…? ¡Qué feo, qué feo en vísperas de boda!

Pero Clara en aquel momento se abrazó a ella y estalló en sollozos. La estupefacción de su cuñada llegó a los últimos límites.

–¡Cómo! ¿Qué significa esto…? ¿Qué le ha hecho usted a mi hermana, caballero…? ¡Dígalo usted ahora mismo! ¡Ahora mismo o me pierdo y le tiro a usted del bigote!

Esta feroz decisión que expresaba muy bien la nativa incompatibilidad de sus preciosas manos con los bigotes masculinos abatió por completo el ánimo ya muy alterado de Tristán.

–Hágame usted el favor de no poner esos ojos de besugo a medio asfixiar. ¿Lo oye usted? A mí no me gustan los besugos ni crudos ni guisados… ¡Hable usted…! ¡Hable usted en seguida…!

–Acaso…—profirió el joven balbuciendo.

Elena llevó a su cuñada hasta la butaca de paja, la hizo sentarse en ella y cubrió su rostro de besos. Después vino a plantarse delante de Tristán que continuaba sentado.

–¿Acaso qué…? vamos a ver.

–Acaso haya dicho a Clara algunas palabras mortificantes…

–¿Y con qué derecho dice usted a Clara palabras mortificantes?

–Con ninguno.

–¡Ah, con ninguno! ¿Entonces conviene usted en que es un hombre atrevido, intratable, digno de que le vierta toda la cerveza de esta botella por el cuello abajo?

–Convengo.

–¿Confiesa usted, además, que es un novio fastidioso, antipático, pesado, insufrible?

–Lo confieso.

–¿Promete usted enmendarse y no decir en adelante a Clara más que palabras suaves y cariñosas?

–Lo prometo.

–Está bien. Ahora pida usted perdón de su fechoría que no conozco ni quiero conocer.

–Clarita—dijo Tristán mirando a su prometida que continuaba tapándose los ojos con la mano—, perdóname lo que te he dicho. Te juro que te adoro, que te quiero con toda mi alma…

–¿Cómo? ¿Cómo…? ¿Qué modo de pedir perdón es ese…? Hágame usted el favor de hacerlo como se debe.

Y la esposa de Reynoso señalaba enérgicamente el suelo con su índice. Las mejillas de Tristán se tiñeron de carmín.

–Bueno: ¿se pone usted colorado? Mejor, así se demuestra que le queda todavía un poco de vergüenza… Saque usted el pañuelo y póngalo debajo que se va a manchar los pantalones en la arena.

Tristán se arrodilló delante de su novia sonriente y ruborizado.

–Bésele usted la mano… Digo no… No se la des, Clara, no la merece.

El perro que estaba echado a los pies de la joven al verse molestado gruñó.

–¡Muérdele, Fidel…! ¡Muerde a ese antipático, muerde a ese soso…! ¡a ese! ¡a ese!

El animal, así azuzado, comenzó a gruñir de un modo amenazador y estaba a punto de arrojarse sobre el soso. Clara levantó la cabeza riendo al través de sus lágrimas.

–¡Quieto, Fidel!

Tristán o el pesimismo

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