Читать книгу Tristán o el pesimismo - Armando Palacio Valdés - Страница 5

V
LO QUE DICEN LAS ABEJAS

Оглавление

Sólo por su juventud, pues no contaría más de veinte años, merecía el marquesito este diminutivo que todo el mundo le aplicaba. Por lo demás era un muchacho corpulento, rubio como el oro y con una expresión infantil en el rostro que contrastaba con la apariencia atlética de su musculatura. Los modales correspondían a aquella expresión: parecía un niño grande. Entró diciendo en alta voz que a él no le engañaba nadie, que allí había habido una huelguecita y que él deseaba beber una copa de champagne a la salud de la reunión. Todas las manos quisieron llamar para que se le sirviese y en todos los rostros brilló una sonrisa benévola. Aquel chico inspiraba general simpatía por su franqueza y bondad tanto como por el sello de inocencia que se leía en su rostro. Al único a quien no había caído en gracia era a Tristán, quien solía decir, alzando los hombros con desdén, que era un imbécil. En efecto, la inteligencia del joven marqués no era muy despierta y sólo poseía los escasísimos conocimientos que le había introducido casi a la fuerza un abate francés que le sirviera de ayo hasta hacía poco tiempo. Pero se le perdonaba de buen grado esta limitación en gracia de su sencillez y natural afectuoso.

Así que bebió la copa de champagne se puso a narrar incidentes de caza. Era su recreo y su ocupación sempiterna. O cazando o hablando de caza. Por este lado simpatizaba mucho con Clara y en esta simpatía acaso se halle la oculta razón de la antipatía de Tristán. Estaba bien persuadido éste del amor apasionado que le profesaba su prometida; comprendía que ni por su edad ni por las circunstancias de su carácter e inteligencia era capaz de despertar una violenta pasión en ninguna mujer, pero así y todo estaba celoso de él. En cuanto se le ofrecía ocasión ya estaba dedicándole alguna palabrita amarga.

Pertenecía el joven marqués a la colonia veraniega del Escorial. Su madre, la marquesa viuda, poseía un bonito hotel en la parte alta del pueblo y solía venir con su hijo temprano y marchar tarde porque a éste, supuestas sus aficiones, le placía extremadamente la estancia allí. Y su madre le seguiría no sólo a este real sitio, sino a otro infernal si fuera preciso. Pocas veces se había visto una pasión más viva, más frenética que la que esta señora sentía por su hijo. Para ella seguía siendo el mismo niño que arrullaba en la cuna, consolándose de la muerte repentina de su esposo. Decíase burlando entre los veraneantes que seguía acostándole calentándole previamente la cama y haciéndole repetir su oración al santo ángel de la guarda. No sería cierto, pero poco le faltaba. La noble marquesa se consolaba con este hijo no sólo de la pérdida de su esposo, sino también de los sinsabores que le proporcionaba una hija que también tenía. Era ésta mucho mayor que Fernando, casi le doblaba la edad pues no andaba ya muy lejana de los cuarenta: se había casado con el conde de Peñarrubia y estaba hacía algunos años separada de su marido por motivos poco honrosos para ella. Vivía sola en Madrid. Sus aficiones a la sociedad y aun a la galantería, según murmuraban, no encajaban en la austera y piadosa mansión de su madre. Alguna vez venía al Escorial, pero sólo por pocos días, y casi siempre para recabar de la marquesa algún dinero con que hacer sus correrías por San Sebastián y Biarritz. La grave señora no la mentaba nunca y lloraba en secreto la posición equívoca en que se había colocado para mal de su alma y menoscabo de la familia.

Desde la serre pasaron al salón. Se trató de que don Germán les hiciese oír al piano alguna sonata o concierto, pero no lo consiguieron. Aunque dominaba este instrumento como un maestro era muy difícil, por no decir imposible, hacerle tocar delante de gente. Sea modestia o temor de profanar el misterioso encanto que las obras musicales le producían, es lo cierto que sólo le placía tocar a solas. Elena lo sabía bien y por eso hizo señas de que no le molestasen más con sus instancias.

Fue Visita quien se sentó delante del piano. Ella no sabía nada de Chopin ni de Haendel, pero conocía todos los valses y polcas que corrían por Madrid.

–A ver, niños, a bailar. Voy a tocaros el vals de los Pajeles. Marqués, dé usted una vuelta con Clara porque ya sé que Tristán no baila.

El marquesito sin aguardar más tomó de la mano a la joven, la sacó al medio y comenzaron a girar acompasadamente por el amplio salón. Tristán sintió de pronto vivo despecho. La invitación de la ciega le irritó sobremanera porque llovía sobre mojado. Había creído observar desde hacía algún tiempo que el matrimonio de los inválidos guardaba grandes deferencias y una simpatía por extremo afectuosa hacia el marquesito. Y de ello dedujo que no verían con malos ojos que se rompiesen sus relaciones con Clara y que ésta las anudase con aquél. De esto a pensar que trabajaban secretamente para ello no había más que un paso y con su habitual impetuosidad Tristán lo dio inmediatamente. ¡Claro! Los títulos nobiliarios ejercen siempre fascinación sobre los plebeyos. Era necesario vivir prevenido. Lo estaría.

Cuando se hubieron cansado de valses y mazurcas, salieron al patio. Reynoso les mostró de nuevo con orgullo no sólo su maravillosa colección de palomas blancas, sino otra porción de aves y bichos que tenía enjaulados, un águila, una ardilla, un jabalí, etcétera. Admiraron la paciencia y la maestría con que había sabido domesticar a algunos de ellos.

–Este es un prodigio para entenderse con toda clase de bichos—manifestó Elena—. Figuraos que ha llegado a domesticar un bando de gorriones… ¿Os sorprende…? Pues es como lo oís. Un día entraron en nuestra habitación por casualidad. Germán cierra los balcones y no sé qué hace con ellos. Al día siguiente vuelven, y lo mismo. En fin, llegaron a dormir en nuestro gabinete encima de las lámparas. Por la mañana al despertarnos, Germán les gritaba: ¡Chiquitines! Y los pájaros venían volando hasta nuestra cama y se comían el alpiste y los cañamones que tenían preparados en la mesa de noche.

Celebrose con risa esta aptitud singular del amo de la casa. Tristán, pensativo y con acento concentrado, dio la explicación metafísica del fenómeno.

–Hay hombres cuya alma se halla tan próxima a la de la madre naturaleza que apenas parece desprendida de ella. Por eso hablan y entienden el lenguaje de todos los seres vivientes, penetran fácilmente en los limbos obscuros de la animalidad y viven allá adentro como en su propia morada.

–¡Gracias, querido!—exclamó Reynoso poniéndole una mano sobre el hombro—. En pocas y filosóficas palabras me has llamado un animalito de Dios.

–¡Oh, don Germán, no lo tome usted así!—respondió Tristán turbado.

–Tampoco tú debes tomar así mis palabras y ponerte colorado—replicó riendo el indiano—. De todos modos convendrás en que soy un animal inofensivo… ¡Vaya por los que son dañinos!

Entraron en el parque y se diseminaron por él. Tristán y Clara se apartaron del grupo; Reynoso se fue a dar algunas órdenes al jardinero. Elena con Visita, Cirilo y el marquesito entraron en el cenador. Pero al poco rato Elena vino a buscar a Clara para hablarle de un gran lavadero cubierto que su marido proyectaba hacer fuera del jardín; invitaron a Tristán a venir con ellas para ver el sitio, pero se excusó pretextando que tenía más deseos de sentarse que de andar. En realidad estaba preocupado, no podía vencer sus recelos y quería cerciorarse, saber si sus sospechas eran fundadas, qué significaba aquella amistad súbita, aquella ternura que la ciega y el manco mostraban hacia el marquesito del Lago.

Clara y Elena salieron por la puerta de madera del jardín y, sin internarse en el bosque, siguiendo el muro llegaron hasta uno de los ángulos, examinaron el paraje en que se iba a erigir el lavadero y dieron su opinión acerca de él. Pero Elena pronto se distrajo echando miradas codiciosas a una mata de nísperos que crecía un poco más lejos.

–Mira, Clarita, aguárdame un instante…

–¡Elena! ¡Elena! Te van a hacer daño. Hace poco que has comido—repuso la joven riendo.

–¡Dos nada más…! Nada más… No se lo dirás a Germán, ¿verdad…? Me muero por los nísperos…

Y a paso menudo y ligero, un poco temblorosa como quien va a cometer un hurto corrió hacia la mata. Mas al llegar a ella y cuando ya se disponía a comer del fruto prohibido surgió de entre los árboles un hombre, ¿qué diremos un hombre? ¡Un monstruo!

Gastaba zamarra negra, sombrero ancho de fieltro. Las barbas le llegaban hasta el vientre. El color de su rostro era moreno aceitunado, la nariz ancha, los ojos atravesados y todo el conjunto espantable.

Elena al ver al bandido dio un grito penetrante y extendiendo las manos exclamó:

–¡Oh por Dios! ¡Por Dios no me secuestre usted…! Ya le daremos todo el dinero que quiera… Déjeme ir a casa… Le traeré todas mis joyas… Déjeme usted por Dios.

Clara al oír el grito de su cuñada había corrido hacia el sitio y al encontrarse con el bandido se encaró intrépidamente con él.

–¿Cómo…? ¿Qué es eso…? ¿Qué hace usted aquí?

El secuestrador trató de acercarse sonriendo de un modo horrible.

–¡No se acerque usted o le tiro una piedra a la cabeza!—dijo la heroica joven haciendo ademán de bajarse a cogerla.

Elena viéndose libre se dio a correr hacia casa, dejando a su infeliz cuñada en las garras del monstruo.

–¡Germán! ¡Germán!—iba gritando—. ¡Germán, un secuestrador!

Y Reynoso, que por encima del muro había oído el grito, salía ya por la puerta del jardín y venía corriendo hacia ella.

–¡Un secuestrador! ¡Un secuestrador!—seguía gritando cada vez más sofocada Elena.

Don Germán dirigió la vista al sitio que su esposa había dejado y vio a su hermana hablando tranquilamente con el bandido, aunque a respetable distancia uno de otro. Acercose velozmente a ellos y cuando ya estuvo próximo exclamó con sorpresa:

–¡Si es el paisano Barragán…! Pero Barragán ¿tú por aquí…?

Y sin vacilar se acercó a él y ambos quedaron abrazados.

Elena en el colmo de la desesperación le gritaba:

–¡Germán, no le abraces! ¡por la Virgen no le abraces…! ¡Mira que va a echarte un lazo al cuello…!

–¡Pero, mujer, si es el paisano Barragán! ¿No ves que es el paisano Barragán…? Ven acá, Barragán, ven a saludar a mi mujer.

–¡No, no!—gritó Elena dando un salto atrás y disponiéndose a correr.

Costó trabajo convencerla de que el paisano Barragán no era un secuestrador y aún no pudo llegar a convencerse por completo. La verdad es que jamás bandido ni criminal alguno tuvo un aspecto más aterrador.

–Pero hombre, ¿sigues todavía con la manía de dejarte esas barbas disparatadas?—manifestó Reynoso, un poco amostazado por el susto que había recibido su esposa. Sin duda creía que la traza terrorífica de su amigo dependía exclusivamente de la barba. Era un error. No dependía de la barba, ni de la nariz, ni de los ojos, ni de los cabellos, sino de la aciaga combinación que la naturaleza pérfidamente se propuso hacer con todos estos elementos. ¡Cuántos disgustos le había costado!

Los ojos de Barragán quisieron sonreír y sonrieron en efecto, como si un buldog se hallase dotado de esta facultad.

–¿Crees tú que la barba…?

–Sí, hombre, sí. Quítatela.

–¡Pero si me la quité hace dos años y al día siguiente me llevaron a la cárcel en Veracruz!

Don Germán soltó a reír y le abrazó de nuevo. Elena le tiró de la manga diciéndole por lo bajo:

–¡Basta, Germán, basta!

En efecto, el paisano Barragán, según explicaba más tarde Reynoso a sus amigos, nunca había logrado quitarse de encima aquella gran traza de ladrón, aunque lo intentó repetidas veces. Por consejo de sus amigos empezó en cierta ocasión a vestirse de levita y sombrero de copa; pero con esta indumentaria estaba tan horrible, tan patibulario que los mismos amigos le aconsejaron que se volviese a la chaqueta y al sombrero de fieltro. Había nacido en Escorial (por eso le llamaba siempre paisano), pero le había conocido en Guatemala, donde también se empleaba en el comercio del café, con el cual logró juntar un pequeño capital. Poco antes de regresar Reynoso a España se había trasladado de Guatemala a México, y no supo ya más de él sino que allí se había casado.

A los gritos habían acudido también el jardinero y su mujer y un peón de los que trabajaban por allí cerca. Todos emprendieron juntos el camino de la casa satisfechos de que no hubiera acaecido nada malo. Pero Barragán tocó en el hombro a Reynoso y le dijo:

–Dispénsame un instante que vaya a recoger el caballo.

–¡El caballo!—exclamó su amigo en el colmo de la sorpresa—. ¿Pero has venido a caballo?

–Sí, he venido desde Madrid… Ya te explicaré… Seguid andando, que yo os alcanzo en seguida, porque está amarrado ahí cerca.

Siguieron, en efecto, a paso lento el camino que ceñía el muro. Reynoso aprovechó la ocasión para darles brevemente noticias de su amigo.

–Por lo demás—terminó diciendo—Barragán es de los hombres más honrados que he conocido. Un poco agarrado en cuanto al dinero, pero decente, pacífico, conciliador, incapaz de hacer daño a nadie… En fin, un cordero.

–¡Un lobo!—murmuró Elena al oído de Clara volviendo al mismo tiempo la cabeza atrás con susto.

Barragán llegaba ya con el caballo del diestro. Reynoso ordenó al peón que allí venía que lo llevase a la cuadra, y emparejándose después con su amigo marcharon un poco delante. Este le informó, mientras llegaban a la puerta del parque y lo atravesaban, de los últimos sucesos de su vida. Se había casado, en efecto, en México con una viuda que ya tenía dos hijos bien crecidos, casi hombres. («¡Claro—decía para sus adentros Reynoso—una joven no se atrevería contigo!») Al poco tiempo empezaron las disensiones en el seno de la familia. La madre tenía muy mimados a sus chicos y les dejaba gastar cuanto querían. Como no tenía mucho dinero que darles, se empeñaba en que él subvencionase a sus vicios.

–Naturalmente, yo…

–Ya, ya; no me digas más.

Pues bien, el asunto se había ido poniendo tan serio, las pretensiones de los mocitos crecieron a tal punto, que ya le injuriaban y le amenazaban cuando no soltaba los cuartos. Por fin, uno de ellos le disparó un tiro…

–¿Qué dices?—exclamó don Germán.

–¡Ni más ni menos…! Es posible que fuera por asustarme nada más, porque la bala quedó incrustada en el techo… pero de todos modos…

–¡Ya lo creo que de todos modos!

–En fin, decidí escaparme. Realicé a la callandita casi todo mi dinero y lo envié en letras a Europa. Después una mañana les dejé plantados, tomé el vapor y anduve viajando algunos meses por Inglaterra y Alemania para despistarlos, porque sospecho que me seguirán los pasos. Por fin, vine a Madrid, y allí estoy desde hace quince días. Tenía grandes deseos de verte, pero, francamente, el Escorial es un sitio peligroso para mí porque han de suponer que he venido a recalar a esta tierra.

–¡Pero hombre, parece mentira que con ese aspecto tremendón y esas barbas tengas miedo de tus hijastros!

–Es que no los conoces, Germán. ¡Mis hijastros son dos gauchos, dos leopardos!

–¡Pero tú pareces un tigre!—repuso riendo Reynoso.

Mientras esto sucedía en las afueras del parque, dentro de él Tristán llevaba a cabo un gravísimo descubrimiento. Hostigado por los recelos que Cirilo y Visita le infundían y ardiendo en deseos de cerciorarse de la intriga que contra él se tramaba, no dudó en faltar a la delicadeza espiándolos. Sabía que el matrimonio se hallaba en el cenador con el marquesito, y hacia allá se dirigió sin hacer ruido. Metiéndose en el macizo de las cañas que lo circundaban, observó en qué situación se hallaban colocados y se aproximó buscándoles la espalda. Las primeras palabras que oyó le dejaron yerto.

–¡Pero si ya está arreglado!—exclamaba el marquesito.

–Lo que está arreglado se desarregla y lo que está hecho se deshace—respondía Visita.

Una ola de sangre subió al rostro de Tristán. Estuvo a punto de caer. Quiso avanzar más para escuchar la conversación que se le escapaba por haber bajado la voz los interlocutores, pero uno de los perros que allí estaban lo olfateó y se puso a ladrar. Entonces no tuvo más remedio que descubrirse, fingir que llegaba en aquel momento haciendo de tripas corazón, sonreír y dirigir palabras amables a aquellos traidores. Ellos le recibieron con la más perfecta tranquilidad fingiendo pasmosamente que tenían gusto en verle por allí y preguntándole por Clara. Imposible llevar a grado más alto la hipocresía. ¡Qué abismo de maldad es el corazón humano!

No hacía mucho rato que estaban allí sentados cuando llegó la caravana que conducía en triunfo al paisano Barragán. El marquesito y Cirilo, al verle, se pusieron en pie y sus ojos no pudieron menos de expresar la sorpresa y la inquietud. El mismo Tristán, a pesar de hallarse bajo el peso de un desengaño doloroso, miró con estupor a aquel extraño personaje. Reynoso lo presentó con palabras afectuosas y cordiales, desvaneciendo la primera desagradable impresión. Se narró en medio de algazara la terrible aventura de Elena y el valor desplegado por Clara en aquellas críticas circunstancias. Tristán, cuyo corazón estaba henchido de amargura, tomó la palabra para dejar caer una gota de hiel.

–Nada tiene de extraño el susto de Elena. Los peligros de toda clase hormiguean en el mundo y nos vemos acechados constantemente por un enjambre de enemigos que espían nuestros pasos para caer de improviso sobre nosotros al menor descuido. No sólo la naturaleza es nuestra enemiga y se halla dispuesta siempre a trituramos sin compasión, sino que los riesgos más tristes, por ser los más insidiosos, nos llegan de nuestros semejantes, de aquellos que juzgamos nuestros amigos, nuestros hermanos. De tal suerte que el mísero ser humano vive en el mundo como el pájaro en el bosque, afinando la vista y el oído para huir ante la sombra más fugaz y al menor ruido. El egoísmo es la esencia del mundo, es su mismo sostén y jamás podremos guardarnos bastante los hombres los unos de los otros. «El hombre es el lobo del hombre», ha dicho con razón Hobbes.

Elena se inclinó al oído de Clara para decirle muy bajo:

–¿No te he dicho yo que era un lobo? ¡Mira qué pronto le ha conocido Tristán!

Clara llevó el pañuelo a la boca para no soltar la carcajada.

–No tanto, Tristán, no tanto—replicó Reynoso—. Existe mucho egoísmo en el mundo, pero existe también mucho amor. Los hombres amamos más de lo que pensamos. Tú mismo, que acabas de afirmar que el egoísmo es la esencia del mundo, no hace mucho tiempo que viendo salir de un portal a una pobre mujer con los vestidos ardiendo, envuelta por las llamas, te quitaste el abrigo, te arrojaste sobre ella, la envolviste y, quemándote las manos, con peligro de tu vida, lograste salvarla de una muerte horrorosa… Lo que hay es que el amor no levanta tanto estrépito como el egoísmo. En nuestras almas suele entrar cubierto de harapos como un mendigo, se sienta en el rincón más obscuro y allí espera silencioso a que le arrojemos algunos mendrugos de nuestra mesa. ¡Ay del mortal que le niegue esos mendrugos! Más le valiera no haber nacido, dice Jesús en su Evangelio.

–Más nos valiera a todos no haber nacido. La raíz inconsciente de nuestro ser proclama la identidad, es cierto, y yo, por un movimiento irreflexivo, me lancé en socorro de aquella mujer; pero ¡ay! en cuanto reflexionamos se desvanece la ilusión y los hombres quedamos unos enfrente de los otros como seres radicalmente distintos, como adversarios que se disputan encarnizadamente el tiempo y el espacio. Nuestras más caras ilusiones, el amor conyugal, el amor filial son «imágenes de oro bullidoras», como dice Espronceda, que brillan mientras la luz del sol las hiere, pero así que ésta empieza a faltarles se vuelven fantasmas repugnantes, hijos legítimos del pérfido destino, como aquella hermosa doncella que el moro Ferragut, en el poema del obispo Valbuena, tenía entre sus brazos y al caerse la vela vio transformada a la luz de la luna en una flaca vieja con el rostro lleno de verrugas…

Quedó un momento pensativo con los ojos melancólicamente puestos en el vacío y luego añadió bajando más la voz:

–Hace algún tiempo fui a visitar a un amigo cuyo padre se había muerto. Estaba sumido en la desesperación: el llanto bañaba sus mejillas. Y no le faltaba motivo. Era un padre bondadoso, justo, un perfecto caballero, de rara modestia a pesar de ser título de Castilla y poseer cuantiosas riquezas… A los ocho días volví por allá. Encontré a mi amigo tan afanoso y preocupado dictando órdenes, conferenciando con sus administradores, escuchando las peticiones de una nube de parásitos, que no tuvimos tiempo a dedicar un recuerdo a aquel noble varón que desde hacía pocos días descansaba en la cripta. Viéndole tan activo, tan solicito, tan poseído de su papel de amo, me acometió un deseo punzante, que con dificultad logré reprimir, de preguntarle: «Vamos a cuentas, amigo mío: yo no dudo que amases entrañablemente a tu padre; pero si por un movimiento libérrimo y absolutamente secreto de tu voluntad pudieses resucitarle para entregarle de nuevo ese título y esa gran fortuna que ahora posees, ¿lo harías? ¡No mientas! ¿lo harías…?» Después de esto le he tropezado muchas veces en sociedad, saludado, acatado por todo el mundo. Y siempre la misma pregunta indiscretísima retozó en mis labios, la misma curiosidad oprimió mi corazón.

–¡Pero eso que estás diciendo es horrible!—profirió Clara con ímpetu.

–¡Horrible!—repitieron a un tiempo Elena y Visita.

Tristán se dio cuenta instantáneamente de su indiscreción al hablar en tal forma delante de su prometida y de Elena (en cuanto a Visita se alegraba) y dijo echándolo a broma:

–No tomen ustedes en serio estas metafísicas. Son curiosidades malsanas que nos acuden cuando no tenemos otra cosa más seria en que pensar.

Pero Reynoso no se dejó engañar por la rectificación.

–Nadie ha dudado jamás, y la misma religión cristiana nos lo repite a cada momento, que en el fondo de nuestra alma viven instintos depravados, se agitan apetitos bestiales, dormita, en una palabra, la fiera. Pero la experiencia me ha enseñado que es más fácil adormecerla con el humo de la lisonja que con los gritos del miedo. Mostrando confianza a nuestros hermanos solemos hacerlos mejores: recelando de ellos, jamás… Recuerdo que hace bastantes años tuve necesidad en Guatemala de ir desde mi finca a la capital para cobrar unas letras. Me acompañaba un criado de confianza que lo había sido también de mi tío. Cuando regresábamos observé en aquel hombre extrañas señales que me infundieron sospechas: se mostraba taciturno, preocupado; examinaba con atención mis armas; dirigía miradas penetrantes en torno suyo; apenas comía. Recelé, en suma, que aquel hombre proyectaba robarme, tal vez asesinarme. Llegamos al anochecer a una miserable estancia, donde nos albergamos. Antes de acostarnos le llamé aparte y le dije confidencialmente: «Pepe, el estanciero y la gente que aquí tiene no me inspiran confianza. Toma mi revólver y mi estoque y hazme el favor de vigilarlos mientras yo duermo tres o cuatro horas. Luego despiértame y yo te velaré a ti otras tres o cuatro.» No pueden ustedes figurarse cómo cambió la fisonomía de aquel hombre en un instante. En sus ojos volvió a brillar de repente la alegría y la serenidad. «Pierda usted cuidado, mi amo—respondió con voz clara y gozosa—; antes que le tocasen a usted el pelo de la ropa ya había yo despachado tres o cuatro al otro barrio.» Me acosté en la íntima persuasión de que decía verdad. Y, en efecto, me dejó dormir toda la noche, velando mi sueño con la solicitud de un padre… Siempre he imaginado que todos los hombres tienen en el fondo de su alma un gato, Tristán, un gato de bondad y de nobleza. ¡Hay que buscárselo, hay que buscárselo!

–Se busca el gato y se halla el ratón—respondió aquél alzando los hombros.

Mientras Tristán y Reynoso departían de esta suerte, el paisano Barragán, sorprendido y asustado de aquellas filosofías, miraba a uno y otro interlocutor, haciendo rodar sus ojos feroces, encarnizados, de un modo tan odioso que Elena, al tropezar con ellos, sintió un escalofrío correr por todo su cuerpo.

–Vaya, vamos a dar una vuelta por el jardín—dijo levantándose para huir aquella visión siniestra.

Pasearon un rato por el parque. Reynoso les dijo de pronto:

–Os he mostrado casi todos mis bichos, pero aún nos falta algo digno de verse, aunque sea bien modesto. Venid conmigo.

Les hizo salir por la puerta del jardín y, dando la vuelta por él, los llevó hasta un paraje donde adosadas a la pared sobre tableros había hasta veinte o más colmenas de corcho.

–Ni un paso más—les dijo—porque es peligroso. Dejadme a mí solo.

Se adelantó él efectivamente y cuando hubo llegado salieron de pronto los enjambres y le cubrieron todo, cabeza, rostro, manos, como si de repente hubiera quedado negro. Un grito de susto salió de todas las bocas.

–¡No hay cuidado!—exclamó don Germán en voz alta—. No se muevan ustedes.

Dio algunas vueltas en esta forma y luego, pasando por delante de las colmenas y deteniéndose en cada una, las abejas fueron levantando el vuelo y metiéndose cada cual en su casa.

–Ya lo ven ustedes como no había miedo—dijo viniendo hacia ellos completamente limpio—. Ni una sola me ha picado; no han hecho las pobrecitas más que darme la bienvenida.

–Pero ¿cómo ha logrado usted…?—dijo el marquesito.

–De un modo muy sencillo. Empecé aproximándome con cautela, cada día un poco más.

–¿Sin careta?

–Sin careta ni guantes. Me fui acercando poco a poco. Dos o tres veces me picó alguna, pero lo sufrí con resignación. No les hacía ningún daño y al cabo logré convencerlas de que nada debían temer de mí. Desde entonces me dejan acercarme todos los días, y no sólo eso, sino que me saludan del modo afectuoso que acaban ustedes de ver… ¿No piensas, querido Tristán—añadió dirigiéndose alegremente a éste—, que el mismo procedimiento es el que debemos emplear con los hombres? Persuadámosles de que no queremos perjudicarles, de que no deseamos siquiera utilizarlos en nuestro provecho, y entonces nuestras relaciones con ellos serán dulces y cordiales.

–Todo eso está muy bien—repuso Tristán en el mismo tono jocoso—, pero usted las utiliza seguramente en su provecho quitándoles la miel y la cera.

–¡Tienes mucha razón, amigo mío!—exclamó Reynoso riendo—. En este caso soy un traidor… Pero ellas me perdonan porque las dejo lo bastante para alimentarse y las estimulo a trabajar. De otro modo se aburrirían…

–No se apure usted, don Germán. Los traidores saltan en todas partes—replicó Tristán dirigiendo una mirada penetrante a Cirilo y Visita.

Tristán o el pesimismo

Подняться наверх