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TOMO I
II

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En el pasillo aguardaba Enrique a su primo Miguel, el cual, así que le vio levantó los brazos y sonando las castañuelas dio tres o cuatro zapatetas en el aire para acercarse a él.

–¿Quieres que bajemos a la cochera hasta la hora de comer?

–¿Y si viene mamá?

Miguel hizo un gesto de desprecio. Enrique vaciló algunos instantes, mas al fin se decidió a abrir con sigilo la puerta y escaparse por la escalera de servicio.

Era Enrique un muchacho que guardaba en aquella época semejanza increíble con un perro ratonero de los que hoy tienen prestigio entre las damas; después se compuso bastante, pero aún es feo hasta donde un hombre de bien puede serlo. Traía por lo común el cabello hecho greñas y aborrascado, las narices llenas de mocos, las manos sucias y el vestido roto y cuajado de lamparones. Sólo cuando a doña Martina su madre le venía en mientes sacarlo a paseo o llevarlo a misa o de visita a alguna casa se le podía ver; mas para esto era necesario que aquella señora le condujese al piso segundo y se encerrase con él en un cuarto que pudiera llamarse de las abluciones; al cabo de media hora después de haber sufrido una razonable cantidad de repelones, estirones de orejas y bofetadas, que doña Martina creía indispensable asociar siempre a su tarea, salía el buen Enrique lloroso y suspirando, pero más limpio que una patena. Y hasta otra. En la casa, donde imperaba la pulcritud, se le miraba de mal ojo y era a menudo víctima por su aversión a aquella preciosa cualidad, no sólo de las correcciones paternales, sino de las crueles e impensadas arremetidas de su hermana mayor Eulalia, joven de diez y seis abriles no muy floridos, casta, limpia, hacendosa, diligente, llena, en fin, de virtudes domésticas, el mimo de sus papás y el blanco del odio de Enrique y del primo Miguel.

–Oyes, Miguel—le dijo Enrique en voz baja, mientras descendían cautelosamente por la escalera del patio;—¿para qué te quería papá?

–Para decirme que mi papá va a casarse—respondió Miguel alzando los hombros con indiferencia.

–¿Con quién?

–Con una señora.

–¿Entonces vas a tener mamá pronto?

Miguel no juzgó necesario contestar.

–¿Estás contento?

–¿A mí qué me importa?

–¿No tienes miedo que haya?… (Enrique hizo una seña expresiva de vapuleo.)

Miguel le miró un poco turbado.

–¿Por qué?

–Las mamás pegan siempre más que los papás—afirmó sentenciosamente Enrique.

Miguel calló unos instantes y al fin dijo:

–Si me pegase, le pegaría a ella papá.

Enrique no quiso insistir.

En esto cruzaron el patio y entraron en la cochera. Lo que allí hicieron no es para contado y menos para descrito; un sinnúmero de travesuras, todas en manifiesta oposición con la integridad y aseo de los trajes: baste decir que a última hora entraron en la cuadra, montaron los caballos, les llenaron los pesebres de paja, les barrieron la porquería, y no satisfechos aún, tomando el cepillo y el rascador, se pusieron a sacarles el polvo (y a echárselo a sí mismos encima). Cuando se fue acercando la hora de comer, estaban ambos que daba asco mirarlos; tanto, que Enrique, el cual, como ya hemos dicho, no tenía inclinación bien determinada hacia la limpieza, quedó un momento pensativo mirándose y mirando a su primo.

–¿Sabes que estamos muy puercos, Miguel?

Éste asintió con la cabeza, mirándose y mirando a su primo también.

–Si vamos al comedor así, me da mamá una tocata… ¡Recontra qué tocata!

Miguel, con quien no había de ir el asunto, se contentó con sacudirse un poco el polvo.

–Mira, vamos al cuarto de Eulalia, al piso segundo, y allí nos podemos lavar… Yo con estas manos no voy al comedor.

En efecto, las manos de Enrique en aquella sazón no estaban visibles.

Subieron con la misma cautela que habían bajado por la escalera de servicio, echó Enrique una ojeada al gabinete de su madre, y enterándose de que estaba allí Eulalia, subieron ya sin temor alguno al piso segundo y se posesionaron del cuarto de aquella señorita. Lo primero que hicieron fue echar el pasador a la puerta a fin de que no los sorprendiesen. Después comenzaron a usar y a abusar de los copiosos medios de aseo que allí existían; sumergieron ambos las manos en la jofaina, que trasvertía de agua clarísima; apoderáronse de una magnífica pastilla de jabón de almendras, y en pocos minutos, a fuerza de sobarse con ella, la redujeron casi una tercera parte; tomaron las esponjas, las empaparon en el agua del jarro y se las pasaron repetidas veces por el rostro y la cabeza; no contentos con esto, llevaron sus manos sacrílegas al tarro de la pomada, al frasco del aceite y a los pomos de las esencias, adobándose y perfumándose con todo ello sin duelo alguno; no satisfechos aún, osaron coger la misma borla de los polvos de arroz que servía a la pulcrísima sultana para ocultar ciertas rosetas importunas que la erisipela había hecho nacer en su rostro, y se embadurnaron con ella en medio de groseras carcajadas; después llevaron todavía su audacia a usar de un frasco de colorete, pintándose los labios, las narices y hasta las orejas, como cerdos inmundos que eran; después tornaron a lavarse con la esponja y a secarse con las inmaculadas toallas colgadas de entrambos lados del tocador; finalmente, se lavaron los dientes y las muelas esmeradísimamente con los cepillos que para este efecto allí estaban, frotándolos primero en una cajita de polvos dentífricos. Este magnífico y escrupuloso lavatorio del aparato dental, coronó, en opinión de ambos, la obra de aseo que con tan buen éxito habían emprendido, y se decidieron a bajar al comedor. Pero antes de salir, se les ocurrió casualmente que tenían los pantalones cubiertos de polvo y porquería; vuelta a echar mano de la esponja, porque no hallaron cepillos, y a frotarse con ella hasta tapar las manchas. Las botas se hallaban también, y aún más que los pantalones, en estado de merecer, y Miguel acudió solícito con la esponja a limpiarlas; pero Enrique, no encontrando el medio bastante adecuado, entró en la alcoba de su hermana y se las limpió muy bien con la colcha de la cama. ¡Ea! ya están arreglados aquel par de pájaros; se miran en la luna del armario y dejan escapar un suspiro de satisfacción. Sin embargo, Miguel medita un momento, y dice:

–¡Mira, tú, que si Eulalia viniera ahora!…

–Ya no sube hasta la hora de dormir… ¿No ves que vamos a comer en este momento? Y si viene, ¿qué, recontra? El día que me vuelva a pegar, le doy en las narices con esta badila (aquí Enrique sacó una de bronce que tenía escondida ad hoc en el forro de la chaqueta). ¡Ella no tiene por qué pegarme, contra! ¿Es mi madre por si acaso? ¡Ah, recontra; pega porque sabe meter baza a papá! Cuando está mamá delante, ya se guarda ella de tocarme el pelo de la ropa. ¡Y que lo diga! ¡Menudo coscorrón se ha mamado ayer!… Ya me dijo mamá: «no seas tonto, Enrique; el día que te pegue tu hermana, tírale a la cabeza con lo que tengas a mano.» Aquí está la badila; ¡que venga, que venga!… ¡Vaya, hombre, que ya no se puede sufrir! ¡todo el día pega que te pegarás, como si yo fuese un mulo de artillería!…

–¡Pero chico, si la das con la badila la matas!

–¡Que la mate, recontra! ¿Para qué sirve en el mundo esa puerca? ¡Siempre metiéndose donde no la llaman! ¡Caciplándolo todo! ¡Metiendo las narizotas en las cosas de sus hermanos!… ¡Ya no la aguanto más, recontra!

Apesar de las disposiciones belicosas de Enrique respecto a su hermana, quedose un instante suspenso y pálido escuchando pasos en el corredor, lo cual probó a su primo Miguel que aún no le había abandonado enteramente el instinto de conservación. Los pasos se alejaron al fin sin dar el resultado desastroso que fue de temer, y Enrique con voz más sosegada dijo:

–Me parece que ya es hora de comer. Vamos abajo antes que nos llamen.

En efecto, cuando los dos primos llegaron al piso principal, la familia estaba ya en el comedor, que era una pieza espaciosa, amueblada también a la antigua. En el centro una gran mesa de roble tallado cubierta con el mantel y atestada de platos, copas, fruteras y dulceras; a juzgar por el número de cubiertos, había convidados. Sobre la mesa ardía una lámpara de bronce colgada del techo. Los aparadores casi tocaban en él y eran también de roble tallado; las sillas de roble igualmente; todo de roble. Esta madera dura, maciza y adusta, parecía el símbolo de aquella respetable familia.

Sentado ya a la mesa leyendo un periódico, estaba el dueño de la casa, D. Bernardo Rivera, con la frente espantosamente fruncida, no porque estuviese disgustado, sino porque tal era su costumbre siempre que leía algo; guardaba frente a los periódicos y los libros la actitud prevenida y hostil del que no quiere ser juguete de sofismas o frases relumbrantes. Doña Martina, su esposa, daba vueltas por la estancia, atenta a que nada faltase, ni sobrase, en la mesa y en los aparadores. Era mujer de unos cuarenta años, de regular estatura, metida en carnes, que no habría sido fea a los veinte, de fisonomía abierta y simpática, pero ordinaria; el talle y la figura más ordinarios aún, porque el vientre le había crecido en los últimos años mucho más de la cuenta y no había corsé que lo sujetase; la voz aguda y desentonada, los ademanes bruscos y el mirar dulce y halagüeño: vestía un traje de terciopelo de color castaño, que en aquella época era el sumo lujo entre las señoras de calidad; mas advertíase que aquel terciopelo no estaba tan bien pegado a sus carnes como era de esperar, dado el aspecto imponente y el concertado gusto y elegancia que reinaban en la casa. Consistía esto (vamos a decirlo en secreto al lector, porque en secreto y al oído se lo decían los amigos de la familia cuando tocaban este asunto), en que doña Martina había sido planchadora en sus juveniles años, planchadora de la casa de su esposo, o por mejor decir, de los padres de su esposo. Cómo D. Bernardo Rivera había descendido tan abajo y doña Martina había subido tan arriba, no era fácil de explicar en aquel tiempo; años atrás no había tal dificultad para los que apreciaban, en su justo valor, las carnes macizas y sonrosadas de la buena señora. Se contaban a este propósito mil anécdotas más o menos chistosas, que todas redundaban en elogio de ella; doña Martina había sido, en sus tiempos floridos, una fortaleza inexpugnable; el fuerte de Figueras y la ciudadela de Santoña, eran castillitos de naipes al lado suyo; sus condiciones de resistencia la habían llevado al término feliz en que hoy la vemos. Verdaderos o falsos estos dichos maliciosos, el resultado es que D. Bernardo se encontró casado, y fue necesario que su esposa salvase de un golpe la enorme distancia que mediaba entre su humildad y la grandeza y autoridad que habían acompañado al Sr. de Rivera desde sus más tiernos años. ¿La salvó en efecto esta señora? En concepto de D. Bernardo no, y esta era la espina más dolorosa de su vida, la que le amargaba las muchas satisfacciones que la sociedad le había proporcionado. Sin embargo, hay que convenir en que ella había hecho todo lo que estaba de su parte; si no lo había conseguido, acháquese a todo menos a falta de buena voluntad. Y todavía creemos que andaba su esposo algo exagerado en este punto; porque doña Martina supo muy bien, al cabo de pocos años, recibir a los amigos de su esposo con dignidad, ya que no con distinción, y supo también preparar una mesa con elegancia y pasear en carretela por la Castellana sin ir rígida e incómoda en el asiento; aprendió igualmente a no dormirse en el Teatro Real y a saludar a sus amigas desde lejos abriendo y cerrando repetidas veces la mano; ofrecía la casa bastante bien, aunque siempre con las mismas frases; se enteraba de las últimas modas y se las aplicaba; se echaba polvos de arroz y se pintaba las cejas cuando iba a algún sarao; por último, aunque con marcado acento español, había llegado a hablar medianamente el francés.

Apesar de todo esto, el Sr. de Rivera no estaba satisfecho. No que lo manifestase tontamente y al primero que llegase, pues la circunspección era una de sus cualidades predominantes, pero lo dejaba traslucir a sus íntimos amigos. Hallaba don Bernardo que su cara esposa reñía demasiado con los criados y a voces, que sus frases de cortesía eran siempre las mismas y pronunciadas en retahíla como una lección, que daba confianza a cualquier amiga y la iniciaba sin reparo en los asuntos domésticos, que no observaba, en fin, con las personas que frecuentaban la casa, aquella dignidad y reserva, aquel sosiego imponente propios de una perfecta señora. Este capítulo de cargos que el Sr. de Rivera tenía guardado contra su esposa, había ocasionado serios disgustos matrimoniales.

Sentada en una butaca trabajando con aguja de marfil en una colcha de estambre estaba Eulalia, cuya fisonomía semejaba notablemente a la de su papá: era también larga de cara, aguileña, de cejas pobladas y labios colgantes que expresaban un profundo desprecio a todo lo que abarcaban sus ojos: como él, tenía fruncida la frente casi siempre, lo cual daba a su rostro una expresión hostil, no muy común por fortuna en las doncellas de sus años; porque Eulalia estaba en la edad del amor, de las ilusiones, de la ternura, del rubor y la inocencia, por más que ninguna de estas cosas se advirtiesen en ella.

Cuando los dos primitos pisaron el comedor, levantó la cabeza y les clavó una intensa mirada escrutadora, que ellos por tácito acuerdo fingieron no advertir. Mas contra lo que esperaban, en vez de convertirla de nuevo a la labor, siguió cada vez más fija y más escrutadora sobre ellos, hasta el punto de turbarlos. Para evitar su fascinadora influencia se acercaron a los señores que allí había, los cuales les saludaron con palmaditas en el rostro. Doña Martina, después de dar a Miguel un beso sonoro en la frente, les preguntó que dónde habían estado: contestó Miguel en voz alta, para que lo oyese Eulalia, que se habían pasado la tarde en el cuarto de Enrique y Carlos jugando con el mapa de rompe-cabezas. Al oír esto Carlos, que tenía un año más que Enrique, se puso hecho un energúmeno, diciendo que si le enredaban otra vez con sus mapas, iba a hacer una en las narices de su hermano y su primo que fuese sonada; pero aquél le tranquilizó en seguida, manifestándole por lo bajo que no habían andado con su rompe-cabezas, sino con los frascos de Eulalia: no sólo se sosegó, sino que tuvo una verdadera satisfacción, porque para odiar a Eulalia estaban todos de acuerdo en la casa, menos su padre y su madre.

Carlitos era el hijo más guapo que tenían los Sres. de Rivera, y el más aplicado también. Cara redonda y sonrosada, facciones correctas, ojos negros y expresivos y poblados de largas pestañas. Todos sus estudios en la escuela fueron coronados por un éxito lisonjero; diplomas con orla de colores, libros, medallas de metal azogado, hasta una corona de laurel con cintas de seda que hizo llorar y moquear copiosamente a doña Martina, cuando de las manos del maestro la vio bajar solemnemente a la cabeza de su hijo. Pero su estudio favorito había sido siempre la geografía, sobre todo la astronómica. Los globos terráqueos y las esferas armilares que había hecho comprar a su padre, no pueden fácilmente contarse; apesar de ser un hombre de ciencia, estos artefactos duraban poco tiempo íntegros en sus manos; y consistía en que Carlitos no se limitaba a estudiar la lección, como cualquier chico vulgar, sino que la alteza de su pensamiento le arrastraba a escudriñar los secretos topográficos de nuestro planeta, para lo cual ideaba grandes vías de comunicación que tenía cuidado de señalar con tinta sobre el globo, atravesando las montañas más altas y salvando mares y lagos por medio de asombrosos puentes que ningún ingeniero del mundo se hubiera atrevido siquiera a imaginar. Muchas veces, sin embargo, la tinta se corría sobre la piel de que estaba revestido y quedaba el globo hecho un asco, y vuelta a comprar otro su padre, para que el fuego de la pasión geográfica no se extinguiese en el niño. Pues tocante a las esferas, pasaba lo propio. Carlitos no consideraba los espacios celestes con el asombro del hombre ignorante ni respetaba debidamente las leyes inmutables que determinan las revoluciones de los astros; familiarizado con todos sus movimientos de rotación y traslación, formaba cuando se le antojaba nuevos sistemas planetarios, convirtiendo a un simple satélite, a la luna, verbi y gracia, en estrella fija y haciendo girar a su alrededor a todos los planetas, incluso la tierra: o bien imaginaba nuevos y caprichosos eclipses, poniendo en conjunción astros que jamás se vieran, ni fuera posible, en tal postura. De todo lo cual resultaba a menudo que cuando más embebecido en su obra estaba Carlitos, hacía el aparato ¡crac! saltaban algunas de las piezas más importantes, dislocábanse con esto otras cuantas, y la bóveda celeste padecía un completo trastorno, como si fuese llegado el día del juicio final. Pero como Carlitos manifestaba vocación tan decidida para Gran Arquitecto del Universo y su papá no quería de modo alguno contrariársela, al día siguiente ya tenía otra esfera en que proseguir sus experiencias astronómicas.

Enrique había conseguido sosegar a su hermano; no de la misma suerte a Eulalia, quien, después de alzar muchas veces la cabeza y tragárselo a miradas, se resolvió a levantarse de la butaca y acercarse disimuladamente a él y a su primito; con gran disimulo también puso la nariz sobre la cabeza de ambos, y cerciorándose de que despedían un tufo aromático muy marcado, salió repentina y apresuradamente de la estancia. Enrique y Miguel se miraron consternados; mas sacando fuerzas de flaqueza, se acercaron a Vicente, el primero de los hijos varones del Sr. de Rivera, y se pusieron a examinar atentamente la cadena de reloj que recientemente le había comprado su papá.

Tenía Vicente tres años más que Carlos; esto es, trece; pero semejaba tener diez y seis por la estatura, y treinta por su extraordinaria gravedad. Era un muchacho de rostro largo y amarillo, seco de carnes y anguloso, mirada fija y opaca, cabeza erguida y ademanes reposados, de hombre ya maduro. No era tan aplicado ni tenía las felices disposiciones de su hermano para las ciencias y las artes; mas en cambio poseía una elegancia y una distinción de modales, que tenía completamente subyugado a D. Bernardo. Hablaba muy poco; no jugaba nunca; sus placeres consistían en salir de paseo con su papá y otros señores mayores, y que así le viesen sus amigos y compañeros de Instituto. Preocupábale la indumentaria muy más de la cuenta, al decir de su mamá, que le miraba por esto con alguna ojeriza: no había sastre que le hiciese bien la ropa, ni planchadora que le diese gusto; con tal motivo, siempre que estrenaba un traje o unas botas o se ponía camisa limpia, armaba un jollín que se oía en toda la casa; verdad que estos eran los únicos momentos en que daba cuenta de sí y mostraba algún arranque, porque todo lo demás de este mundo parecía tenerle sin cuidado; pero de todos modos, era un posma que molestaba mucho; y lo que decía doña Martina con muchísima razón:—Si este niño es tan impertinente ahora para la ropa, ¡qué hará cuando tenga veinte años! En efecto; cuando tuvo veinte años, no había quien lo aguantase. Hay que decir que D. Bernardo no participaba de la ojeriza de su esposa hacia Vicente; antes consideraba aquella pulcritud como una preciosa cualidad, que le recordaba las que le adornaban a él en su infancia. Regalábale a menudo, unas veces con un bastón, otras con un alfiler de corbata, otras con alguna sortija de poco precio, y el día que cumplió los trece años le compró reloj de plata con cadena de doublé. Este regalo había puesto frenéticos lo mismo a Enrique que al Gran Arquitecto, los cuales venían ya muy agriados por las preferencias injustificadas de su señor padre; así que tan pronto como tuvieron noticia de la injuria que se les hacía, armaron un formidable pronunciamiento, que, por fortuna, hubo de sofocarse pronto, gracias a una ballena larga y bastantemente gruesa que doña Martina poseía para los casos difíciles. Después de todo, D. Bernardo tenía razón en no entregar a sus hijos menores ningún objeto delicado, porque hubiera durado muy poco en sus manos; en las del mayor duraba todo eternidades. Cuando para disimular mejor el miedo se fueron aquéllos a jugar con su cadena, no pudo reprimir la indignación y les advirtió con un manotazo de que aquello era de «mírame y no me toques,» y para evitar más conflictos, se levantó de la silla y se puso a dar vueltas por la estancia, sin perder un átomo de su ingénita gravedad.

Además de Miguel, que comía todos los domingos en casa de su tío, había otros dos señores convidados, los cuales conversaban en un rincón. A juzgar por la confianza que D. Bernardo y su señora hacían de ellos, dejándolos solos, debían ser amigos íntimos, de la casa. El uno era un gigante, sin pecar de exagerados al decirlo; en todo Madrid no se hallarían seguramente dos hombres que le aventajasen en estatura. Llamábase D. Pablo Bembo, pero nadie le conocía sino por el coronel Bembo, porque lo era, hacía ya bastantes años, de caballería. Las facciones de su rostro abultadas, talladas en colosal, como la figura; la voz tan áspera y gruesa que daba miedo; por fortuna hablaba poco: gastaba patillas, entrecanas ya, unidas al bigote a la moda de algunos años atrás. Las manos y los pies eran cosa de ver; no había hallado hormas para los zapatos en ninguna parte; por lo que siempre que viajaba llevaba en el baúl unas que había mandado hacerse a la medida. Pasaba por hombre rico, a quien el sueldo no importaba nada, y estaba casi siempre de reemplazo para vivir en la corte a su gusto. Sus modales torpes y bruscos como los de un elefante, la palabra estropajosa, la inteligencia tarda y oscura al parecer: sin embargo, después de tratarle se comprendía que era más socarrón que lerdo: rara vez miraba de frente a la persona con quien hablase.

El otro era un caballero de mediana estatura y edad, delgado, pálido, ojos hermosos, de mirar suave y humilde, cara rasurada enteramente, a semejanza de los clérigos y comediantes; frente espaciosa, aumentada por una calva brillante, y modales tímidos. Se llamaba D. Facundo Hojeda y era el amigo íntimo y el adlátere eterno del señor de Rivera; no se concebía a D. Bernardo paseando por el Retiro o el Prado sin llevar a su izquierda a D. Facundo: éste le daba siempre la derecha o le dejaba la acera según los casos, reconociendo la inmensa superioridad de aquél. Tal superioridad se había mostrado ya desde la infancia, cuando ambos asistían a la escuela; no que D. Bernardo fuese un discípulo más aventajado, pues aunque los dos gozaran opinión de aplicados, todavía Hojeda le sacaba alguna ventaja en estudiar con ahínco las lecciones y escribir las cuentas con limpieza; pero D. Bernardo, toda su vida había tenido un nosequé de alto y superior, que infundía respeto. Esta superioridad se fue señalando cada vez más con el trascurso del tiempo; los caminos que los dos amigos tomaron contribuyeron poderosamente a ello. Mientras D. Bernardo, por virtud de la riqueza heredada de sus padres, comenzó desde muy joven a figurar en la sociedad madrileña y a ser un factor indispensable en los salones y teatros, Hojeda veíase necesitado a seguir la modesta carrera de farmacéutico y a abrir botica, una vez terminada, en la calle de Fuencarral. Aunque su amistad, merced a estas circunstancias, parecía bastante dispuesta a entibiarse por lo que tocaba a la parte de D. Bernardo, los esfuerzos de Hojeda no lo consintieron. Todos los momentos que la farmacia le dejaba libre, aprovechábalos para correr a casa de su amigo y prestarle cualquier servicio que estuviese a su alcance: era tan bueno, tan cariñosote, tan respetuoso, que apesar de la distancia que los separaba y que el boticario se complacía en reconocer, D. Bernardo condescendió magnánimamente a tratarle, a dejar que le acompañase en el paseo y hasta a dar alguna que otra vez una vuelta por la botica y jugar allí un tresillo. No es posible figurarse la profunda gratitud que el bueno de Hojeda guardaba a su amigo por estas mercedes. Había permanecido célibe, y gracias a sus economías, consiguió formar en algunos años un capitalito, cuyas rentas debían ir acumulándose a él, porque lo mismo gastaba hoy que el día en que abrió al público su farmacia. No podían ser más sencillas sus costumbres: habitaba un cuartito bajo detrás de la tienda en compañía del mancebo y una cocinera vieja que arreglaba sus fugaces refacciones: dos o tres veces por semana comía en casa de Rivera, y una que otra se autorizaba el lujo de entrar en un restaurant y engullirse un cubierto de diez reales; jamás iba al teatro, pero tenía dos pasiones decididas, los toros y los sermones, las cuales procuraba ocultar porque entendía que la primera era una flaqueza, y dejar ver la segunda acusaba vanidad o jactancia. De nada huía D. Facundo como de esto último; jamás le había oído nadie vanagloriarse de cosa alguna ni hablar siquiera de sus asuntos, con tal que de la conversación resultase él en buen lugar por cualquier concepto; su reserva era proverbial en casa de Rivera y en las demás que frecuentaba, que no eran muchas; esta cualidad, en vez de respeto, inspiraba risa a sus amigos, los cuales se complacían en mortificarle haciéndole preguntas referentes a su vida y negocios, y hasta le espiaban los pasos para decir después en plena tertulia lo que había hecho, dónde había entrado, con quién le habían visto hablar, etcétera. Lo que esto molestaba a Hojeda no es decible: al principio se turbaba y le venían los colores a la cara; más adelante, cuando advirtió que era broma, se negaba a contestar al impertinente, limitándose a alzar los hombros en señal de resignación o a masticar alguna frase de disgusto. Por lo demás, su candor rayaba en lo inverosímil: cualquier disparate, por grande que fuese, con tal que se lo dijesen en serio, lo creía; no le entraba en la cabeza que una persona de años y de carácter se atreviese a decir delante de gente una patraña por sólo el placer de embromar a un amigo; no obstante, tanto abusaron de las mentiras con él, que andando el tiempo llegó a no creer siquiera las verdades, o por mejor decir, éstas eran las que se le atravesaban con más frecuencia.

Riverita

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