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TOMO I
V

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Aquella hermosa señora que estusiasmó a Miguel, era hija de una familia sevillana, tan necesitada de bienes de fortuna como rica en timbres y blasones. Había tenido innumerables admiradores, algunos novios y casi ningún pretendiente. Los hombres en esta edad prosaica rara vez se vuelven locos por amor; y locura era casarse con Ángela Guevara no poseyendo mucho dinero y buenos deseos de gastarlo: porque esta joven esclarecida, educada en la adoración de su estirpe, tenía de ella tan alto concepto y tan pagada estaba igualmente de su belleza, gallardo ingenio, despejo y gentileza, que ningún palacio consideraba bastante suntuoso, ningún trono suficiente elevado para contener y soportar tal suma de perfecciones. Su entrada en los teatros y paseos de Sevilla levantaba siempre un murmullo de admiración en la gente: los forasteros se apresuraban a preguntar a los naturales:—¿Quién es esa joven?—¿Le gusta a V., verdad?—solían contestar chuscamente,—pues tenga V. cuidado, porque es de mírame y no me toques.—Y era cierto: la noble doncella pasó bastantes años (hasta alcanzar casi los treinta), sin que nadie se atreviese más que a mirarla: era una soberbia figura decorativa, el mejor ornamento quizá, exceptuado la Giralda, de la ciudad que baña Guadalquivir famoso; pero como aquélla, ni los ingleses siquiera osaban llevársela.

Y así se hubiera estado la pobre hasta desmoronarse, a no haber arribado, en comisión del servicio, el brigadier Rivera. Ángela había llegado en materia de novios a un escepticismo desconsolador: tanto la habían requebrado con la vista y con la lengua sin ulteriores consecuencias, que concluyó por imaginar que el amor era un frívolo entretenimiento para no aburrirse en las tertulias, y el marido (el suyo, por supuesto) un ser hipotético, una incógnita imposible de despejar. Así, cuando el brigadier, rendido a tanta hermosura, se resolvió a pedir su mano, entregola apresuradamente como si fuera un peso que la molestase: y no reparó en la diferencia de edad, ni en la figura quijotesca del pretendiente, ni en la viudez, ni en el hijo que estaba allá por Madrid: todo era nada comparado con el magno problema que se resolvía: casarse y vivir con boato en la corte. Sevilla entera se alegró; dio un suspiro de descanso, exclamando: ¡Al fin la hemos casado!

Aquí dan comienzo las desdichas del héroe de nuestra historia. Tan pronto como la noble doncella andaluza pisó los umbrales de la casa de Rivera, tomó las llaves de los armarios y se encargó de su dirección, tuvo a bien arrojarle el guante. No se detuvo en melindres hipócritas, ni preparó el terreno, ni dejó trascurrir siquiera el tiempo de cortesía, como hacen la mayor parte de las madrastras; desde el primer momento reveló que Miguel no le agradaba y le declaró la guerra; por lo menos tuvo el mérito de la franqueza. Aquél tardó bastante tiempo en recoger el guante. La impresión que su nueva mamá le había producido era demasiado grata para que se borrase fácilmente; pensó que se entraba un ángel del cielo por su casa. Pronto se hubiera trocado la admiración en amor, si la gentil señora le hubiese tendido su mano protectora. Pero no fue así: la nueva brigadiera rechazó indignamente la fija mirada de adoración que Miguel tenía como muda caricia posada constantemente sobre ella. En vez de agradecerla y de sentirse lisonjeada, comenzó a exclamar ásperamente en presencia de los criados: «¿Por qué me mirará tanto este niño?» Miguel no comprendió en un principio que su madrastra le daba calabazas. Su inteligencia infantil no podía darse cuenta de que un ser tan hermoso aborreciese a quien no le había hecho ningún daño, y persistió cándidamente en su amor platónico. Mas a la postre no tuvo más remedio que percibir que se le declaraba la guerra, ¡guerra bien injusta por cierto, y bien desigual! Sintió las espinas de aquella rosa espléndida, y quedó confuso y apenado. Era un temperamento muy nervioso el suyo; no cabía en él la indiferencia: o amaba o aborrecía. Por eso, pasada la sorpresa, sin buscar la razón de tal antipatía, trocose presto su amor en odio. Y a los pocos días la brigadiera Ángela, si quiso, pudo observar que los ojos de Miguel no expresaban ninguna clase de adoración.

Encendiose más con esto la mala voluntad de aquélla; la guerra estalló con todos sus horrores, sin tregua y sin cuartel. Si Miguel salía de paseo con el lacayo, los ojos penetrantes de la andaluza siempre descubrían a la vuelta en su traje alguna mancha, algún siete mal recosido por una sirviente piadosa:—«¡Jesú, qué niño ma susio y ma revoltoso! ¿Qué dirá la gente que le vea? Dirá que yo le abandono y le dejo andar hecho un pordiosero. ¡Es una vergüensa!» Si se quedaba en casa y jugaba con los criados, la señora se ponía furiosa, le dolía la cabeza, hablaba de la bajeza de sentimientos que el muchacho revelaba, allanándose a estar siempre entre la servidumbre, e increpaba duramente al brigadier porque no sabía educar a su hijo. Si, por complacer a su padre, tomaba la resolución de estarse quieto y sentadito en una silla toda la tarde, esto era lo que no podía ver el pasmo de Sevilla:—«¡Jesú qué niño tan posma! ¡Siempre en las mismitas faldas de una, mirándolo todo, observándolo todo!… ¡Ay, qué fatiga!»

Ni era fácil, como se ve, que le diese gusto en nada. El brigadier padecía mucho con esta injustificada aversión y procuraba mitigarla, sin resultado alguno. Necesitábase la pasión loca que su mujer le había inspirado y su carácter pacífico, para que algunas veces no hubiese un escándalo en casa. Los parientes, en cuanto se hicieron cargo de lo que pasaba, mostraron mucho disgusto. El más indignado fue tío Manolo:—«¡El día que vea a esa petenera tratar mal a mi sobrino—había dicho en cierta casa,—como no se tape las orejas con cera va a escuchar cosas muy lindas!» Y pasó como había previsto. La brigadiera, que no se recataba de nadie para hacer lo que se le antojaba, reprendió agriamente a Miguel en presencia suya, y entre otros insultos cometió la ligereza de llamarle mala casta. Oír esto y volverse loco tío Manolo, fue todo uno; por milagro no acabó allí mismo con su cuñada. Así y todo la agarró fuertemente por el brazo, y soltando tres o cuatro ternos seguidos, le escupió más que le dijo: «Oyes tú, grandísimo pendón; su casta es mejor que la tuya siete mil veces… ¿Qué hubiera sido de ti si no te hubieras casado con el calzonazos de mi hermano? ¿Así pagas el bien que te ha hecho, insultándole a él y a todos nosotros?… ¡Pues mira, chica, que el porvenir de tu casta hubiera sido lucido como hay Dios!… Estabais con el agua al cuello, más pobres que las arañas, ¿y todavía vienes echando fieros?… ¡Si le digo a V., hombre, que es morirse de risa!… ¡Vaya un hermano babieca que tengo!… ¡Babieca!… ¡Más que babieca!…»

La brigadiera, respuesta al instante del susto, se revolvió airada y le vomitó tres o cuatro insultos feroces, y después tuvo por oportuno desmayarse. Tío Manolo salió del gabinete batiendo las puertas y soltando juramentos. Encontrose en la escalera a su hermano, y encarándose con él, le dijo: «¡Parece mentira que con esos bigotazos te traiga alineado la cursilona de tu mujer! ¡El día que vuelva a poner los pies en tu casa, que me entierren vivo!»

Y sin aguardar la respuesta del atónito brigadier, bajó en cuatro saltos la escalera y desapareció.

La bella andaluza logró al cabo de poco tiempo indisponerse con todos los parientes de su marido, y lo que es más grave, que éste apenas se tratase con ellos. En cambio comenzaron a frecuentar la casa bastantes miembros de la colonia sevillana amigos de la familia Guevara: la mayoría señoras y señoritas. Entre estas últimas la más íntima y asidua fue Lucía Población, aquella joven rubia que D. Manuel de Rivera saludó en el Prado llevando a Miguel en su compañía. Los pormenores biográficos que había dado a su sobrino eran exactos.

Lucía no tenía fortuna; vivía atenida a una pensión que el Estado le pagaba por haber sido su padre regente de la Audiencia de Puerto Rico. Relacionada y aun emparentada por su madre con varias familias aristocráticas de Sevilla y Madrid, disfrutó, aunque sin poseerlo, del bienestar y esplendor que el dinero procura. Desde que había quedado huérfana de padre, sus ricos parientes habían tenido la amabilidad de invitarla a comer con frecuencia y llevarla al teatro y al paseo. A los diez y siete años perdió también a su madre y fue recogida por los Marqueses de Cisneros, sus parientes más próximos establecidos en Madrid. Como Lucía era una joven hermosa, discreta y bien educada, y como por otra parte contaba con diez o doce mil reales de orfandad, fue carga muy liviana para aquellos señores, que sólo tenían dos hijos y gozaban buena renta. Había sido en Sevilla muy íntima de la familia Guevara, y en particular de Angelita, por más que ésta la aventajase en edad siete u ocho años lo menos. Enfriadas un poco las relaciones por la separación, volvieron a calentarse tan pronto como se encontraron en Madrid. Al poco tiempo de llegar Ángela, su amiga apenas salía de casa sino para dormir; ni al paseo, ni al teatro, ni a misa siquiera dejaban de salir juntas.

Era Lucía una rubia de las dichas vulgarmente vaporosas; ojos azules y claros y un poco húmedos, tersa y blanca la frente, los cabellos como madejas de oro, las cejas perfiladas en arco, algo aguileña, el talle fino y esbelto, el rostro alegre y muy apacible. Formaba su hermosura dichoso contraste con la de la brigadiera; quizás fuera este el fundamento más sólido de su amistad. También se diferenciaban notablemente en el humor. Ángela era desdeñosa, irascible, absolutamente incapaz de enternecerse, amiga de los placeres de la mesa sobre todos los demás. Lucía era romántica, llorona, con ribetes de literata, amiga de contar los sueños y los presentimientos, muy habladora, astuta y zahorí para explicar los misterios y laberintos del corazón; apenas comía. De tal diversidad de cuerpo y espíritu nacía el acuerdo que entre ellas existía. Ángela mandaba sobre Lucía, pero a condición de escucharla, lo cual no le costaba trabajo; ejercía sobre ella un cierto protectorado maternal. Lucía en sus adentros compadecía a su amiga por estar tan ignorante de los inefables deleites de la poesía y del amor, y en este mutuo aprecio y desprecio vivían ambos genios acordados y tranquilos.

Lucía notó en seguida la antipatía de su amiga por el hijastro, y trató de vencerla suavemente; pues no hallaba fundamento para ello. Recordaba Miguel después de hombre que la belleza de esta señora no le había impresionado como la de su madrastra; mas el cariño que le mostró y su carácter afable y expansivo, concluyeron, no obstante, por seducirle. Un día, recién casado su padre, charlaban las dos amigas mientras él jugaba en un rincón; debía referirse la conversación a su persona, porque ambas le miraban a menudo, la mamá con ojos severos y desdeñosos, Lucía con dulzura.

–Ven acá, Miguelito—le dijo ésta de pronto. Miguel acudió al llamamiento. La amable señorita le hizo unas cuantas preguntas de poca sustancia, y cogiéndole después por la barba y mirándole fijamente, dijo como si atase el hilo a una conversación empezada:

–¡Pues no es feo este chico, Ángela!

La brigadiera calló. Miguel, que tenía ya más penetración de lo que se figuraban, comprendió que había estado su rostro sobre el tapete, y agradeció toda su vida a la blonda sevillana esta buena opinión.

Otra vez su nueva mamá, cuya antipatía fue siempre en aumento, le castigó por haber roto con la pelota un juego de tocador que le habían regalado en su boda. Dejolo encerrado en el cuarto ropero con orden a los criados de que bajo ningún pretexto le diesen de merendar, y se fue de visita con su marido. Llegó al poco rato la señorita de Población, y enterándose de que no había nadie en casa más que Miguel, y éste sumido en oscura mazmorra, tuvo a bien sacarle de ella, apesar de las advertencias de las doncellas, que temían a su señora más que al mismo demonio. Llevolo al comedor, hizo que le diesen de merendar y le acarició y agasajó cortesísimamente. De este y otros favores fue Miguel deudor a esta dama durante su permanencia en la casa paterna, y siempre se los tuvo muy en cuenta.

A la brigadiera se le había metido en la cabeza casar a su amiga, y casarla ventajosamente. Como Miguel era muy niño y no se recataban de él, pudo oír varias conversaciones acerca de este punto y hasta percibió alguna vez el nombre del novio que su mamá proponía. A todos los encontraba la amable señorita poco adecuados; juraba y perjuraba que sólo se casaría cuando hallase el marido que había visto en sueños o al menos el que más se le pareciese. A esto contestaba la brigadiera que no fuese tonta, que todo era música celestial y que lo importante era casarse con un hombre capaz de mantenerla en la categoría y con el bienestar que había disfrutado siempre. Digamos que la vaporosa rubia no echó en saco roto los consejos de su buena amiga y aun que supo aprovecharlos. Pero esto se verá más adelante.

Al año de casarse el brigadier diole su esposa, como fruto de bendición, una hermosa niña que se bautizó con el nombre de Julia: fue refuerzo de desgracia para el pobre Miguel, aunque de modo inocente. Como astro de primera magnitud, oscureció a los demás seres racionales e irracionales de la casa, y pasó a ser el centro de todas las miradas y atenciones, y el tema de todos los discursos. En los días que siguieron a su nacimiento Miguel vivió completamente ignorado, haciendo lo que bien le placía, gozando una calma dichosa. Por desgracia, duró poco. Las negras pupilas de la brigadiera no tardaron en caer de nuevo sobre él, y detrás de aquellas pupilas se agitaba ahora un pensamiento tan egoísta y mezquino como acorde con nuestra flaca naturaleza. Aquel chicuelo que tenía delante iba a privar a su hermosa y adorada hija de una mitad de fortuna, por lo menos. Este pensamiento, siempre fijo, siempre presente en el cerebro no muy sólido de la brigadiera, llegó a exasperarla a tal punto, que convirtió la casa muy pronto, de monarquía absoluta, pero discreta, que era, en feroz e insufrible despotismo. El mismo brigadier, que tenía a mucha honra no haberse pronunciado jamás contra las instituciones vigentes, estuvo a pique de sublevarse con toda la guarnición, representada por Miguel y tres o cuatro criados antiguos. Y como la soga quiebra siempre por lo más delgado, la guarnición padeció más en este lance que su digno jefe. Después de frecuentes combates, emboscadas, escaramuzas y hasta batallas campales en que la brigadiera dio pruebas de ser consumada estratégica, muy superior por cierto a su marido, que no pasaría jamás de mediano general de división, a los tres fieles y antiguos servidores se les dio la absoluta, y a Miguel… también se la dieron. Veamos de qué modo.

Tenía Julita dos años, poco más o menos. Era una niña encantadora, que se reía hasta desternillarse cuando caía cualquier objeto al suelo, y decía ya papá y mamá correctamente y con propiedad. Al mismo tiempo demostraba felices y excepcionales disposiciones para la música clásica. Cuando su padre entonaba con vozarrón de sochantre el aria de bajo de Lucrezia Borgia o la serenata de Fausto, la niña se enternecía, empezaba a hacer pucheritos, y concluiría por llorar frenéticamente, si antes no diese la brigadiera la voz preventiva de: «¿Quieres callarte, Fernando?»

No es posible negar, sin embargo, que Julita profesaba algunas ideas equivocadas acerca del régimen gramatical y del valor de las palabras. Por ejemplo, ¿qué razón podía tener para llamar a la carne chicha y a la niñera Tita, nombrándose Felisa? Comprendemos perfectamente que para pedir queso dijese quis quis: aquí, por lo menos, existe la raíz del verdadero vocablo. Sus opiniones acerca de los instintos y carácter de los animales domésticos eran igualmente absurdas. Al paso que exageraba hasta lo indecible el poder y la fiereza de las gallinas, huyendo de ellas con gritos de terror, guardaba simpatía viva y profunda hacia los gatos, la cual no pudo destruirse con los frecuentes arañazos que estas ingratas criaturas infligían sobre sus tiernas manecitas. Así que tropezaba con uno perdía nuestra Julia la chabeta, y gritando con la dulzura de un ruiseñor «¡papá, mamo! ¡papá, mamo!» se iba hacia él y le cogía por el rabo. En la misma categoría que los gatos, o acaso un poco más alto, colocaba Julita a su hermano Miguel, a quien llamaba Michel. Era un cariño ciego el que le tenía: lo mismo era verle, que sus bracitos se agitaban de alegría, lanzaban chispas de gozo los ojos, y pedía con toda la fuerza de sus pulmones que trajesen a Michel, o le diesen a ella la muerte. Así que le tenía cerca, le tiraba por los cabellos hasta hacerle llorar, en señal de admiración, o bien llenaba su rostro de baba. Miguel, más galante que los gatos, no sólo se dejaba tirar de los pelos con la paciencia de un mártir, pero hasta buscaba con afán las ocasiones del martirio. Con una generosidad de que hay muy pocos ejemplos en la historia, no solamente perdonaba a su hermanita sus feroces caricias, sino también los malos tratos y desabrimientos que por causa de ella estaba obligado a padecer. Porque la brigadiera no podía sufrir con paciencia esta simpatía: se irritaba contra su hija cuando pedía que le trajesen a Miguel sin demora, y mucho más cuando éste, motu propio, se llegaba a darla un beso. Teníale formalmente prohibido el tomarla en brazos, jugar con ella, y en general acercarse cuando no se lo mandasen: pero nuestro Miguel, desafiando las iras de la brigadiera unas veces, y otras burlando su vigilancia, pasaba largos ratos con ella, haciendo payasadas para verla reír, o acariciándola buenamente.

Una mañana se hallaba Julita muy arrellanada en su cuna, contemplando fijamente el cielo raso. La niñera la había dejado sola por irse a retozar a la cocina. Su rostro ofrecía una gravedad desusada; los ojos inmóviles, estáticos; los labios plegados en señal de reflexión; las manos descansando tranquilamente sobre el vientre. Todo parecía indicar que estaba embebida en alguna meditación fantástica. De vez en cuando levantaba un poco la mano y chasqueaba la lengua, lo cual comunicaba una melancolía profunda a su meditación: otras veces decía en voz baja y ronca: «¡upa, upa!» Arrastrada por el torbellino de sus tristísimas ideas, hubiera concluido sin duda por llorar y gritar desesperadamente, si al entornar un poco la vista hacia la puerta no hubiese visto en ella admirablemente peinado y acicalado a su hermano Miguel.

¡Michel, Michel!—dijo saliendo de su estupor doloroso y extendiendo hacia él los bracitos desnudos.

Miguel se dirigió a ella mirando a todas partes como un ladrón que teme ser sorprendido. Al instante quedaron los dos confundidos en un estrecho abrazo: del cual abrazo resultó Miguel completamente despeinado, con la cara llena de baba y sin corbata. Julita la blandía en señal de triunfo.

El muchacho, que había sufrido con harta impaciencia que le asease la doncella, permitió ahora muy complaciente que su hermana le desasease, y acercando a ella los labios, le preguntó bajito:

–Di, ¿me quieres, mona?

La niña volvió a tirarle de los pelos y a sobarle la cara en fe de eterno cariño.

–¿A quién quieres más, a mí o a Tita?

–Michel, Michel—dijo Julita trayéndole hacia sí y dándole un furioso puñetazo en la nuca. Y no contenta con esta clara manifestación, prosiguió con énfasis:

–Tita feya… Michel apo.

Miguel enajenado besó apasionadamente los brazos de su hermanita. Después le preguntó:

–¿Quieres que te coma?

Habiendo asentido Julita con una docena de inclinaciones de cabeza, el chico comenzó a figurar que la comía los brazos, la cara, el pecho, las piernas, en fin, toda su diminuta persona. La niña se deshacía de gozo al verse devorada de tan gentil manera.

–¿Te como más?

Claro está. Julita deseaba que la comiese hasta no dejar rastro de ella. El tigre, así que hubo terminado, descansó algunos instantes sobre la misma almohada de su víctima. Esta todavía se arrancaba la carne del pecho a puñados para ofrecérsela.

–Oyes, Julita, ¿cómo hace el gato?

–¡Mau, mau!

–¡Ca! no es así, verás tú como hace.

Y poniéndose en cuatro patas, comenzó a dar vueltas por la estancia, lanzando tales y tan verdaderos maullidos, que Julita quedó suspensa y estática, creyendo tener delante de sí y en realidad un individuo de la raza felina. Como no era cosa de dejar pasar tan oportuna ocasión de dar a conocer sus benévolos sentimientos hacia esta familia, dijo con profunda convicción:

–Mamo, apo.

Miguel vino triunfante a ella, y la dio un beso.

–¿Quieres agua, monina?—le preguntó de repente.

No sabemos qué clase de motivos habrían impulsado a Miguel a ofrecer tan espontáneamente agua a su hermana. Sean los que quieran, lo cierto es que ésta, como no podía negarle nada, aceptó el ofrecimiento. Mas al servírsela el bueno de Miguel, dejó caer sobre la cuna el vaso lleno. La niña estuvo tres veces para llorar y otras tantas para reír: al fin se decidió por lo último, hallando muy gracioso, aunque demasiadamente húmedo, el chiste de su hermanito. Para recompensar su tolerancia, éste tornó a hacer el gato con más voluntad aún y maestría. Después imitó al perro y al burro menos que medianamente. Al fin, queriendo terminar de un modo digno y brillante sus trabajos zoológicos, propuso hacer la gallina. Todas las antipatías, terrores y resentimientos de Julita se despertaron al escuchar este nombre malhadado.

–¡No… ina no… ina feya!

Pero Miguel, arrastrado del deseo de lucir su habilidad en este nuevo ejercicio, no quiso atender a la negativa y se puso a cacarear de lo lindo en todos los tonos agudos y graves. La niña, agitada, convulsa, con los ojos espantados, gritaba cada vez con más fuerza:

–¡No… ina no…! ¡feya, feya!

Fue necesario terminar. El artista quedose un tanto mohíno viendo despreciados sus esfuerzos.

–Upa, upa—dijo la niña al cabo de un rato de silencio, tendiendo a Miguel los brazos.

–No, no te levanto, que riñe mamá.

–¡Valiente cosa me importa a mí que riña mamá!—dijo la niña; esto es, debió decirlo; en realidad no hizo más que repetir con un gesto que no daba lugar a réplica:

–¡Upa, upa!

Miguel se sometió. Cuando la tomó en brazos hallose con que estaba hecha una sopa. ¡El maldito vaso! Al pensar en su madrastra se le puso la carne de gallina. Fuese porque tal pensamiento le privara repentinamente de las fuerzas, o porque nunca las hubiera tenido muy hercúleas, es lo cierto que al sacarla de la cuna, sin saber cómo la niña se le deslizó de los brazos, y cayó dando un fuerte porrazo con la barba en la barandilla.

¡Oh Dios clemente! ¿qué pasó allí? La sangre de Julita corrió en abundancia; los gritos se oyeron en media legua a la redonda. Acudió la servidumbre, y el portero, y los vecinos, y los guardias municipales de la calle, y el médico de la casa de socorro, y la guardia del Principal, fuerza de artillería y carabineros, y lo que es aún más espantable que todo esto… acudió la brigadiera.

En la misma noche el consejo de guerra, presidido por aquélla, condenó al reo nombrado Miguel Rivera a seis años de presidio con retención, que debían purgarse en un edificio grande, feo y sucio, sito en la calle del Desengaño donde se leía con caracteres borrosos este rótulo: Colegio de 1.ª y 2.ª enseñanza bajo la advocación de Nuestra Señora de la Merced.

Riverita

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