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TOMO I
III
ОглавлениеA comer, a comer—dijo doña Martina.
Y en el mismo instante un criado apareció con la humeante sopera entre las manos.
D. Bernardo se levantó para ofrecer el asiento al coronel Bembo; pero éste, conociendo las costumbres de la casa, se guardó muy bien de aceptarlo; si el anfitrión hubiera cambiado de sitio, quizá no le sentase tan bien la comida. Ocupó un puesto a su derecha; sentáronse Vicente, Carlos y Miguel en las sillas que doña Martina les fue designando, mientras Hojeda aguardaba en pie a que todos estuviesen colocados para acomodarse.
Faltaba Eulalia.
–¿Dónde está Eulalia?—preguntó su madre.
El criado manifestó que la había visto hacía un instante subir a su cuarto. Enrique y Miguel se miraron y sonrieron como cazurros; pero estaban un poco pálidos.
–A ver—dijo doña Martina al criado,—suba usted al cuarto de la señorita y dígale que ya estamos a la mesa.
No hubo necesidad. En aquel momento apareció Eulalia, toda sofocada, con los ojos llorosos y una jofaina entre las manos.
–¿Qué es eso?—preguntó doña Martina con sorpresa.
–¡Mamá, no sabes lo que han hecho en mi cuarto esos chicos!—profirió Eulalia con trabajo y dispuesta a sollozar.—¡Todo lo han revuelto y estropeado!… ¡Los polvos de los dientes llenos de agua!… ¡Los frascos de esencia abiertos y menos de mediados!… ¡El jabón hecho una repla!… ¡Los cepillos de dientes por el suelo!… ¡La esponja llena de porquería!… ¡La colcha de mi cama llena de betún! Y la toalla ¡mira cómo la han dejado!…
Y exhibió a los circunstantes con una mano la toalla donde estaban señalados como carbón los dedazos asquerosos de su primo y hermano, y con la otra la jofaina, conteniendo un licor negro y espeso, que al moverse la dejaba teñida.
–¿Pero quién ha hecho eso?—preguntó doña Martina.
–Enrique y Miguel.
–¡Se habrá visto muchacho más cerdo!—exclamó, dando la vuelta a la mesa para acercarse al primero.
Y luego que se hubo acercado le arrimó un par de bofetadas que se oyeron en la cocina, y sobre éste otro par, y otro después, y así sucesivamente, hasta que D. Bernardo exclamó en voz alta e imperiosa:
–¡Mujer!
Doña Martina suspendió la corrección y volvió los ojos a su esposo con sorpresa.
–Observa—dijo éste bajando la voz y señalando al coronel—que hay personas delante…
–Dispénseme V., coronel—manifestó la señora sofocada aún por la ira;—pero no lo puedo remediar… ¡Este hijo con sus cochinerías me quita la vida!
El hijo, en tanto, daba tales gritos, que no diré en la cocina, sino en toda la vecindad debieran oírse perfectamente.
Se había levantado de la silla, y en el colmo del furor pegaba allá en un rincón patadas horrendas en el suelo.
–¡Contra! ¡recontra! ¡me c… en diez!… ¡Por esa cochina!… ¡por esa sinvergüenza!… ¡por esa metebaza!…
–¡Chis! ¡chis!… ¡Silencio, niño!—dijo D. Bernardo, frunciendo aún más la frente, lo cual, en verdad, parecía imposible.
–¡Vamos, Enrique!—exclamó doña Martina, procurando reprimirse.
–¿Y por qué no le pegan a Miguel que hizo más que yo, recontra?—gritó con furor.
–¡Vamos, Enrique!—volvió a exclamar doña Martina.—¡Tengamos la fiesta en paz!
Y acercándose a él y metiéndole la voz por el oído, comenzó a decirle:
–¿No comprendes, mentecato, que Miguel no es hijo mío?… Si lo fuese le pegaría como a ti… Pero tú eres mayor qué él, y estás en tu casa… Debieras dar ejemplo… ¡A quién se le ocurren sino a ti esas cosas, majadero!… Eres capaz tú solo de revolver esta casa y todas las de Madrid… ¿Es eso lo que te enseña el maestro en la escuela? ¿Di, gaznápiro, di?…
Le tenía cogido por un brazo, y cada una de estas frases iba acompañada de una fuerte sacudida. Cuando hubo concluido su filípica, le dejó llorando en el rincón y se fue detrás de Eulalia, que se había subido de nuevo al cuarto, para cerciorarse del número y de la clase de estragos allí ejecutados.
Mientras tanto, D. Bernardo, de malísimo talante, no tanto por la travesura de su hijo como por las incorrecciones de su esposa, sirvió la sopa a todos los comensales, llenando también el plato de aquélla y el de su hija ausente. Al llegar al de Enrique, dijo en tono perentorio:
–Niño, ven a sentarte a la mesa.
Pero Enrique se hizo el sueco y siguió gimiendo y pataleando a ratos.
–¡Niño!—gritó D. Bernardo con voz estentórea.—¡Ven ahora mismo a sentarte a la mesa!
El muchacho levantó la cabeza atemorizado y mirando a su padre que tenía los ojos clavados en él con terrible expresión de cólera, comenzó a caminar a regañadientes y como arrastrado hacia la mesa. Y acaso hubiera llegado a ella sin novedad si en aquel momento no viese aparecer por la puerta a la causante de los bofetones, a Eulalia, que entraba en el comedor seguida de su mamá. Verla y sentirse poseído de insano furor fue todo uno.
–¡Indecente! ¡por ti me han pegado! ¡Ya me las pagarás todas juntas, recontra!… ¡Te he de romper esas narizotas de trompeta! ¡Metebaza!… ¡Fea!… ¡Feona!… ¡Chula!…
Al oírse insultar de este modo, Eulalia no pudo contenerse y se arrojó como una fiera sobre su hermano, dándole tal estirón de pelos, que el berrido de Enrique, al sentirlo, hizo levantarse asustados a los presentes. Doña Martina, que apesar de sus travesuras tenía pasión decidida por aquél y que ya estaba medio arrepentida de haberle castigado, se indignó muchísimo.
–¡Oyes, mentecata! ¿quién eres tú para pegar a tu hermano? ¿No estamos aquí tu padre y yo para eso? ¡Aguarda, aguarda un poco, que yo te bajaré los humillos!…
Y se dirigió a su hija con la mano levantada: esta circunspecta joven lo hubiera pasado mal a no ponerse en salvo corriendo en torno de la mesa; doña Martina no pudo atraparla: al mismo tiempo, lo mismo Hojeda que el coronel, procuraron poner paz.
D. Bernardo estaba tan irritado con las tosquedades de su esposa, que no pudo decir ni hacer nada: siguió sentado con los ojos clavados en el plato mientras un enjambre de pensamientos sombríos y melancólicos relacionados con su desigual matrimonio, le bullía en la cabeza.
Finalmente, fuéronse calmando poco a poco los ánimos que estaban irritados. Doña Martina dejó de perseguir a su hija y se sentó a la mesa, aunque murmurando amenazas; aquélla también se sentó mirando recelosa a su madre; D. Bernardo, haciendo un prodigioso esfuerzo de diplomacia para sobreponerse a su justo desabrimiento, entabló conversación con el coronel. El único que pagó los vidrios rotos fue el mísero Enrique: la autoridad del padre y de la madre, de común acuerdo, decidieron que se quedara sin comer, ¡por insolente! Mas, como sucede siempre que en España se castiga a un criminal, no faltaron empeños en seguida para que la sentencia se casara; los ruegos de Hojeda y el coronel lograron al fin que la pena se redujera solamente a la privación del postre. Y el buen Enrique (a quien hay que agradecer por lo menos el que en medio de su cólera rabiosa no sacase la badila homicida que tenía en el forro de la chaqueta) vino a sentarse a la mesa con las mejillas coloradas de los cachetes, los ojos y las narices húmedas y los pelos caídos por la frente. Estaba tan horroroso, que su primo Miguel, compadeciéndole muy de veras, sintió unos deseos atroces de reír; los cuales, como es natural, trató de contener por cuantos medios estuvieron a su alcance, mordiéndose los labios, mirando hacia otro sitio, etc., etc. Pero quiso su mala suerte que Enrique vino a entender, por la contracción del rostro sin duda, las ganas que le retozaban por el cuerpo, y con tal motivo empezó a lanzarle unas miradas feroces, envenenadas. Entonces Miguel ya no fue dueño de sí, y de improviso, en un momento de silencio, soltó el trapo de la risa, y con él a chorretazos por boca y narices la cucharada de sopa que acababa de tragar. Todos los rostros se volvieron con asombro.
–¿De qué te ríes, Miguel?—le preguntó su tía.
–¡De mí, recontra, de mí!—gritó Enrique desesperado.
–¡Vamos, silencio!—le dijo doña Martina encarándose severamente con él.—¿Tienes ganas de llevarlas otra vez? Miguel no se ríe de ti… ¿Por qué se ha de reír, tontuelo?…
–Porque sí… yo bien lo sé… ¡Porque es un hipócrita!…
–¡Silencio, te digo… y a comer!
Miguel se había puesto muy serio, comprendiendo que había cometido una grosería, y que se la disimulaban por ser convidado. Durante un rato largo pudo conseguir reprimirse, haciendo para ello titánicos esfuerzos. Enrique tenía fijos en él sus ojazos saltones cargados de ira, adivinando perfectamente lo que le andaba por dentro. Si levantaba la vista y veía aquel rostro mocoso, más feo aún por la cólera, estaba perdido. Por eso no la movía un instante del plato, devorando el cocido que su tía le había servido, sin mascar los bocados. Llegó un instante, sin embargo, en que por casualidad o por atracción magnética se encontraron sus ojos. Y ya no pudo más. Otro flujo de risa; los garbanzos esparcidos por la mesa; los rostros de los comensales vueltos de nuevo hacia él. Pero esta vez había más severidad que asombro pintada en ellos, mayormente en el de su tío.
–¿Qué es eso, Miguel?—le dijo con aparente calma.—¿Por qué estamos tan risueños?
Miguel se puso muy colorado, y no contestó.
–¿Te ríes acaso porque han castigado a tu primo por faltas que los dos habéis cometido?… No está bien eso, Miguel, no está bien eso.... Debieras ser un poco más generoso..... Si a ti no te han pegado, no es porque no lo merecieses, bien lo sabes, sino porque tu tía no tiene autoridad para hacerlo. Pero afortunadamente para todos, y para ti también—añadió mirando al coronel con sonrisa maliciosa,—no faltará dentro de poco tiempo quien la tenga y ponga las cosas en orden, que buena falta está haciendo. Entonces, amiguito, quizá le toque a Enrique reírse de ti, aunque tampoco haría bien… La buena educación y la moral cristiana prohíben reírse de los males del prójimo…
Miguel, que se había ido poniendo cada vez más colorado, al llegar a este punto rompió a llorar, y se echó de bruces sobre la mesa. D. Bernardo sonrió satisfecho del triunfo obtenido por su oratoria. Doña Martina acudió inmediatamente a consolar al niño.
–Vamos, Miguelito, no llores, tonto.... Si tu tío te quiere mucho..... No tomes a mal lo que te dice..... Si él..... Tú eres un buen chico, ya lo sé, y lo saben todos..... Eres incapaz de reírte de Enrique porque le hayan pegado..... ¿Verdad que no te ríes de eso?
Miguel se abstuvo de hablar, porque no quería mentir, ni tampoco llamar feo a su primo. Siguió todavía algunos momentos con las narices metidas por el mantel como en son de protesta contra las reticencias mal intencionadas de su tío. Al fin, vencido de los ruegos y los halagos de la tía, levantó la cabeza: aquélla se apresuró a secarle las lágrimas y los mocos con su propio pañuelo. Tomó otra vez el tenedor y siguió comiendo.
La conversación giró en seguida, por iniciativa del mismo D. Bernardo, sobre la necesidad absoluta que tenía su hermano de llevar a casa una señora, opinión que ya le oímos emitir no hace mucho tiempo.
–Si mi hermano se empeña en permanecer soltero, mucho más valdría que se deshiciese de los muebles y se fuese a vivir a una fonda.....
Hay que advertir que D. Bernardo consideraba lo de vivir en fonda punto menos que una deshonra: por no pisar estos establecimientos vulgares, donde las personas se confunden ridículamente en torno de la mesa redonda, procuraba tener siempre en las poblaciones que visitaba una casa de respeto (así la llamaba) donde no hubiera más huéspedes que él. De este modo se comprenderá fácilmente la inflexión desdeñosa que dio a la palabra fonda cuando pasó por sus labios.
–No sé si V. habrá observado, D. Pablo—siguió dirigiéndose al coronel (a Hojeda rara vez le concedía este honor),—qué desbarajuste hay en casa de Fernando..... Rara vez se encuentra una cosa en su sitio: el polvo anda esparcido por los muebles: los criados por donde les parece. A mí me ha pasado más de una vez ir a ella y no haber uno para quitarme el abrigo. ¡Si le dijese a V., coronel, que en cierta ocasión mi hermano fue a mudarse de camisa, y no pudo, porque no había ninguna planchada!
–¡Hum!—gruñó el gigante en señal de admiración, pero sin apartar los sentidos del roast-beef que tenía delante.
–¡Qué horror!—exclamó doña Martina, como siempre que se hablaba de este suceso inaudito: ya sabemos que su fuerte era la plancha.
–¡Vea V., vea V. cómo come su hijo!..... soltando la carne ya mascada en el plato!
Miguel se puso colorado otra vez hasta las orejas.
–¡Vamos, Bernardo, déjale ya!—manifestó su esposa; y dirigiéndose después al coronel:—Aprenda V., amigo Bembo; las mujeres hacen más falta en las casas de lo que a V. se le figura.
–No lo dudo, no lo dudo—murmuró el gigante sin apartar los ojos del plato.
–Y si no lo duda V., picaronazo, ¿por qué no sigue V. el ejemplo de mi cuñado?
–Señora, no me siento aún preparado.
Doña Martina soltó una carcajada estrepitosa, burda, que hizo arquear levemente las cejas a D. Bernardo.
–No lo estará V. nunca, si Dios no pone en ello la mano, ¡que ojalá la ponga pronto!
–Esa felicidad, primero le ha de tocar a don Facundo que a mí—murmuró con voz cavernosa.
Hojeda levantó la cabeza turbado. Pocas cosas le molestaban tanto como verse aludido en este asunto de mujeres: por eso el socarrón del coronel lo hacía siempre que hallaba oportunidad.
–¡Yo!..... coronel..... ruego a V..... el matrimonio.....
–¡A buena parte va V., amigo Bembo!..... Hojeda es un egoistazo..... Más de veinte veces le he querido casar, y siempre me ha dado calabazas a la novia.
–Permítame V., Martinita—se apresuró a decir D. Facundo,—yo no he dado calabazas a nadie..... Estas son cosas muy graves, Martinita.....
–Hojeda no se casa—prosiguió la señora,—por no abandonar su vida de solterón egoísta. ¿Quién le quita a él de dar su paseíto por la mañana en el Retiro, su sermoncito por la tarde en las Calatravas o en la Encarnación, sus toros o novillos los domingos, etc., etc.?
–Sepamos lo que está comprendido en esas etcéteras, D. Facundo—manifestó el coronel.
Hojeda le miró con ira, y no contestó.
–Pero V. es otra cosa, coronel; V. es un hombre de mundo, menos arregladito que Hojeda, y puede hacer feliz a cualquier muchacha.
–Ya lo oye V., D. Facundo—dijo el coronel.—Los hombres arregladitos no pueden hacer felices a las muchachas.
–No, hombre, no; no quiero decir eso—manifestó doña Martina riendo…
Pero en aquel instante entraron en el comedor dos nuevos tertulios y se suspendió la conversación. Ninguno de los dos llegaría a veinticinco años: dieron la mano con gran confianza a los señores y besaron a los niños, lo cual testimoniaba su amistad con la familia de Rivera. El uno era delgado, pálido, ojos pequeños, bastante feo todo él, aunque vestido con gran pulcritud y elegancia: se llamaba Juan Romillo, hijo de un rico camisero de la calle del Príncipe: su padre le había destinado al foro, en el cual no había hecho grandes adelantos; en cambio desde muy niño había despuntado en el arte de vestirse y en el conocimiento pleno, absoluto, de cuantas noticias verdaderas o falsas corrían por la villa: en las casas donde él entraba no se leían los diarios noticieros, porque eran inútiles: a esto se reducía su ciencia y sus partes. El otro era un guapo chico, rubio, sonrosado, de barba rala e incipiente, ojos azules y húmedos, los labios siempre plegados con sonrisa tierna y humilde, los ademanes respetuosos sin ser encogidos. Había nacido en Cuba de una familia opulenta, que después se arruinó en el juego de Bolsa al establecerse en España. Era abogado también, como su amigo y condiscípulo Romillo, pero mucho más estudioso y aprovechado, lo cual era de necesidad, pues Romillo tenía en perspectiva una fortuna considerable, mientras él solamente la que adquiriese con su trabajo. Figuraba en la Academia de Jurisprudencia como orador de esperanzas, y había fundado en compañía de otros una sociedad para la abolición de la esclavitud, y otra para abolir las quintas y matrículas de mar. En estos asuntos de interés humanitario mostraba Valle (Arturo del Valle era su nombre) una actividad y un interés tan laudables como prodigiosos: el número de asambleas, o meetings, como se decía en los periódicos, y de banquetes que por su iniciativa se habían promovido, era incalculable; el de artículos y folletos que había escrito en apoyo de sus ideas generosas, tampoco podía apreciarse con exactitud. En estos folletos solía venir debajo del título, a modo de sello, un pésimo grabado representando un negrito de rodillas y aherrojado con las manos levantadas al cielo. En los banquetes figuraba también otro negrito, pero de carne y hueso: a los postres de estos festines humanitarios rara vez dejaba Valle de levantarse diciendo en voz alta y solemne:
–Se me dise, señore, que ahí afuera hay un hombre de coló que desea fraternisá con nosotros. ¿Tenéis inconveniente en que esta víctima de la injustisia sosial entre a saludaros?
–¡Que entre, que entre ahora mismo!—gritaba la asamblea como un solo hombre, presa de entusiasmo abolicionista.
Entonces Valle abría la puerta y sacaba de la mano al negrito, el cual se dejaba abrazar de todos los comensales entre vítores y aplausos. Y después se emborrachaba como cualquier blanco, y aun mejor algunas veces. Este personaje oportuno, que llegaba siempre por casualidad al final de los banquetes abolicionistas, andando el tiempo llegó a ser conocido en Madrid. La gente solía decir cuando pasaba por la calle: «Ahí va el negrito de Valle.»
Las ideas políticas de éste, aunque muy democráticas, estaban templadas por aquella eterna y dulce y amable sonrisa de que hemos hecho mención: esta sonrisa era el mejor salvo-conducto para entrar y ser bien acogido en todos los salones de la corte: gracias a ella, D. Bernardo Rivera, que no tenía pizca de demócrata ni abolicionista, se dignaba otorgarle su amistad protectora:—«Es un muchacho excelente—solía decir,—salvo sus ideas…; pero ya las irá modificando con el tiempo.» Con aquella sonrisa, beneficiada con acierto, se podía hacer una gran carrera.
Los dos pollos (como doña Martina los llamaba) fueron saludados con efusión por los presentes. D. Bernardo les entregó generosamente su mano, aunque sin perder un punto la gravedad que tan bien le sentaba. Al instante se entabló una conversación animadísima acerca de los asuntos que entonces embargaban la atención de la corte: uno de ellos era la llegada reciente del célebre tenor Mario. Romillo lo esclareció de un modo notabilísimo; entre otros datos importantes, hizo saber que Mario había dado orden a L'Hardy, el pastelero de la Carrera de San Jerónimo, de que no vendiese más botellas de champagne, pues probablemente necesitaría él las existencias que hubiese.
–¡Ave María purísima! ¿Pero se las va a beber todas?—exclamó cándidamente Hojeda.
–Sí señor—repuso gravemente Romillo.—Se bebe por término medio una docena de botellas todos los días.
–¡No haga V. caso, hombre!—exclamó doña Martina riendo.—Este Romillo siempre tiene ganas de bromas. Se las beberán entre él y sus amigachos.
Estaban a los postres. Romillo y Valle fueron invitados a tomar café y se sentaron a la mesa. Después del tenor Mario, versó la plática sobre los fusilamientos de algunos sargentos que se habían sublevado. Romillo dio acerca de este punto pormenores no menos interesantes: uno de los reos no había quedado muerto en el acto; se levantó pidiendo misericordia; el confesor trató de interponerse entre él y los cañones de los fusiles; pero el General que mandaba las tropas acudió, y alzando la espada lleno de cólera, le dijo:
–¡Padre cura, a su puesto, o le fusilo a V. en el acto!
–¡Qué horror!—exclamó Valle, poniendo los ojos en blanco y posándolos después blandamente sobre Eulalia.
–En efecto—dijo D. Bernardo,—es muy triste todo eso, pero de absoluta necesidad. ¿Dónde iríamos a parar si no se castigase con mano fuerte la rebelión?
–Que se castigue de otro modo señó; la pena de muerte debe ser proscrita de los códigos.
–No vayamos a las declamaciones, amigo Valle: la pena de muerte debe de subsistir mientras haya criminales que la merezcan. V. es muy joven, querido, y tiene las ideas generosas, pero irreflexivas, propias de la juventud. Cuando V. haya vivido más, verá que no puede gobernarse con el corazón, sino con la inteligencia.
–Tal ves sea lo que usté dise… pero yo no lo puedo remediá… ¡me causan horró todas las penas corporale!
Al pronunciar estas palabras sus labios estaban contraídos por una sonrisa de inefable dulzura, mientras sus ojos seguían mirando a la primogénita de Rivera.
D. Bernardo todavía se dignó contradecir otras cuantas veces al joven abolicionista, favor que éste supo apreciar en lo que valía, procurando dar a sus argumentos un sesgo sentimental que no molestase poco ni mucho al respetable prohombre: dejábase acorralar algunas veces, otras se escapaba por medio de un sofisma evidente, otras se confesaba vencido, aunque persistiendo en sus creencias.
–Sus rasone son poderosa, no tienen vuelta de hoja, lo comprendo perfectamente; pero no puedo juzgá a la humanidad tan mal; sigo creyendo que lo medio suave son preferible.
La discusión de esta suerte era sabrosa para don Bernardo, y nada perdía con ello el joven cubano. Doña Martina le contemplaba con admiración y simpatía, participando de sus opiniones caritativas. Eulalia le escuchaba sin disgusto, que era lo mejor que podía esperarse de esta severa doncella.
Al fin Romillo llamó la atención de todos, sacando del bolsillo del gabán un lindo artefacto, que según dijo le acababan de enviar de París. Era un estereoscopio de nuevo sistema; de otro bolsillo sacó una colección de vistas, iluminadas unas, otras sin luz, representando los paisajes y monumentos más notables del universo. En torno de él se agruparon inmediatamente todos, exceptuando el jefe de la familia, a quien no podían interesar tales bagatelas, y Romillo fue colocando las vistas y mostrándoselas, explicando previamente lo que significaban.
–Alrededores de Nápoles… Ahí tienen VV. el Vesubio a un lado… el golfo debajo…
–¡Hermoso país!—exclamó D. Facundo, que después de los niños, y acaso antes, era el que con más afán ponía los ojos en los cristales.—Hombre, qué ganas tengo yo de hacer un viaje por Italia.
–Pues a ello.
–¡Si no se gastase tanto!
–Pero, hombre de Dios, ¿para quién quiere usted ese gatazo que tiene en casa? ¿No es mejor que se divierta por cuenta de los herederos?—dijo doña Martina.
–Mi gato está más flaco de lo que V. piensa, Martinita.
–La torre inclinada de Pisa.
–¡Vaya una cosa rara y sorprendente!—exclamó el coronel.—Yo no sé cómo ha podido construirse esa torre.
–Haciendo que la vertical que pasa por el centro de gravedad, caiga dentro de la base—manifestó Carlitos, que había estudiado su poquito de física en la escuela.
–Muy bien, chico, muy bien—repuso el coronel mirándole.—Eres ya un sabio.
Carlitos se puso colorado de gusto. Pero Enrique, que estaba detrás, se indignó con aquella prueba de sabiduría que acababa de dar su hermano, y le dijo al oído:
–¡Farol! ¿Ya has metido la cucharada? ¡Farol de retreta!
El Gran Arquitecto, que tenía mucho puntillo y no estaba avezado a sufrir injurias tan manifiestas, le alumbró por toda contestación una soberana morrada en las narices. Pero Enrique, que conocía a dónde llegaban las fuerzas de su erudito hermano, sin proferir una queja, se arrojó sobre él como un león, y le hubiera despedazado a no intervenir muy oportunamente en la contienda doña Martina.
–Envía esos niños a la cama—ordenó D. Bernardo.
–Ahora, ahora; en cuando lleven a Miguel a su casa—repuso la señora.—Estoy esperando que el criado concluya de comer.
–El puerto de la Habana—dijo Romillo poniendo el estereoscopio delante al coronel.
–Su país de V.—dijo Eulalia a Valle, con un amago de sonrisa.
–¿Tiene V. deseos de ver su tierra?—preguntó doña Martina.
–¡Y cómo no, señora!—respondió el cubano poniendo otra vez los ojos en blanco y con afluencia admirable.—¿No he de tener deseo de ver a mi paí, lo sitio donde se han deslisado lo año de mi infansia? ¿No he de tener grabado en mi corasón aquello paraje tan delisioso, aquella naturalesa tan rica? ¿No he de apetesé encontrarme otra ves en medio de aquella selva vírgene, bajo un sielo siempre asul, y bebé el agua del coco y comé la piña y el plátano y la guayaba?
Hablaba de carrera y sin detenerse cual si le hubiesen dado cuerda.
Cuando terminó el panegírico, volvió a poner los ojos en su sitio, y el rostro perdió repentinamente su expresión animada, como si el mecanismo interior se hubiese parado.
–Paisaje de las orillas del Nilo—manifestó Romillo.
–De aquí salieron las siete vacas gordas y las siete flacas que vio José en sueños, ¿no es verdad?—preguntó doña Martina mientras miraba con atención por los cristales.
–Justamente—contestó Hojeda,—las que simbolizaban los años de abundancia y de miseria. ¿No anda por ahí el palacio de Faraón, Martinita?
–No señor, no le veo; lo que sí hay son unos animales muy feos, así como serpientes grandes…
–A ver, mamá, déjame ver…—dijo Carlitos con mucho afán.
Su mamá le puso el estereoscopio delante.
–Son cocodrilos—manifestó enseguida el niño con suficiencia.—Pertenecen a la clase de los reptiles, orden de los saurios, familia de los crocodílidos.
–¡Mucho, mucho, chico!—manifestó el coronel con la misma sorna.
–Todos los animales se dividen en cinco tipos…
–¿Nada mas?
–No señor, nada más: vertebrados, articulados, moluscos, radiados y heteremorfos… Lo que hay es que después se dividen en clases, órdenes, familias, géneros y especies… Los vertebrados se dividen en cinco clases: mamíferos, aves, reptiles, anfibios y peces; los mamíferos en catorce órdenes: bimanos, cuadrumanos, quirópteros, insectívoros, fieras, pinnípedos…
–Vamos, niño, basta—dijo a esta sazón don Bernardo, que comenzaba a ver lo ridículo de todo aquello.
–Roedores, desdentados, proboscideos, paquidermos…
–¡Basta te digo, niño!
–Solípedos, rumiantes, sirenios y cetáceos.
–¡Si no te callas, Carlitos, voy allá y te arranco las orejas! Cuidado con lo cargante que se pone este chiquillo algunas veces!
–¡Anda, bien empleado te está, por farol!—le dijo por lo bajo Enrique.
–Déjele V., amigo Rivera, déjele V. esplayarse. ¿V. no sabe que la ciencia a veces produce indigestiones?—manifestó el coronel.
Carlitos cerró la boca muy mohíno.
–El templo de Santa Sofía en Constantinopla—vea V., coronel—dijo Romillo.
–¡Hombre, muy hermoso!… No sabía yo que en Constantinopla hubiese un templo semejante. ¡Qué columnas tan preciosas! ¡qué columnas!…
–Vea V., D. Facundo, vea V.—dijo Romillo quitándoselo al coronel y poniéndoselo delante al boticario.
Al mismo tiempo apretó un resorte que el aparato tenía, y trocó la vista del templo por la de una figura obscena. Sólo para esta broma había comprado y traído el estereoscopio.
Hojeda apartó instantáneamente los ojos horrorizado, y encarándose con el coronel, le preguntó con retintín:
–¿Y le gusta a V. esto, coronel?… ¡No están malas columnas!
El coronel le miró sorprendido.
–A ver, a ver…—dijeron todos.
Romillo volvió a colocar la vista primitiva, que fue muy celebrada. Entonces D. Facundo, viéndole sonreír, cayó en la broma y comenzó a dirigirle miradas iracundas; y hasta se acercó a él disimuladamente para decirle por lo bajo con voz irritada:
–¡Parece mentira que un joven bien educado traiga aquí esas porquerías!
–¿Qué tiene V., D. Facundo?—preguntó Juanito en voz alta.
El boticario, desconcertado con la audacia de aquel mequetrefe, contestó lleno de confusión:
–Nada, nada; le preguntaba a V. si aún faltaban muchas vistas… porque deseo retirarme temprano esta noche.
–Si no te molesta mucho, Facundo—dijo don Bernardo,—desearía que te quedases un ratito aún con nosotros. Tengo una sorpresa que darte…
–Molestarme… de ningún modo… aguardaré lo que tú quieras…
El estereoscopio continuó dando juego algún tiempo, y mientras lo daba, apareció en el comedor el último retoño de los Sres. de Rivera, que venía dormido en brazos de la nodriza. Era una niña de catorce meses, de carita ovalada y pálida, con cierta expresión triste y reflexiva.
–Aquí está mi Serafina—exclamó la madre llena de gozo y orgullo.
Los tertulios fueron depositando un beso en la frente de la criatura, procurando no despertarla, y la nodriza se retiró.
Terminaron al fin las vistas. Romillo guardó su estereoscopio, no sin recibir antes algunas miradas como saetazos del indignado Hojeda. Valle había conseguido acercarse a la primogénita de los Rivera, y procuraba entretenerla agradablemente hablándole de sus muchísimas ocupaciones, lo requerido y solicitado que era de todo el mundo, los aplausos que ganaba donde quiera que pedía la palabra, etc., etc. Los niños habían formado un grupo y se divertían en un rincón, exceptuando el comedido Vicente, que se paseaba silenciosamente a lo largo de la estancia, bien resuelto a no ser confundido con aquella chiquillería. Doña Martina, el coronel, Romillo y Hojeda, formaban el núcleo de la tertulia, departiendo alegremente en torno de la mesa, mientras el señor de Rivera se mantenía un poco alejado de ellos con un periódico en la mano. Al cabo, dejándolo sobre la mesa y acercándose, les dijo soplando antes repetidas veces:
–Voy a darles a VV. una noticia que creo ha de serles grata, dada la amistad que me profesan y el cariño y el interés con que han compartido hasta ahora, lo mismo nuestros pesares que nuestras alegrías.
Todos alzaron la cabeza con sorpresa.
–Pero antes de dársela, les ruego que me aguarden aquí algunos instantes. Trataré de ser breve, para que la curiosidad no les pique mucho tiempo.
Y salió del comedor.
–¿De qué se trata, doña Martina, de qué se trata?—preguntaron a una voz todos.
–Señores, yo no lo sé tampoco—repuso ésta, dejando no obstante adivinar en sus ojos gozosos que lo sabía perfectamente.
–Vamos, Martinita, dígalo V.
–¡No lo sé, Hojeda, no lo sé!…
–Señores, aguardemos, ya que doña Martina no quiere decirlo—manifestó Romillo.—D. Bernardo no puede tardar mucho.
Tardó, sin embargo, más de lo que contaban; un buen cuarto de hora lo menos. Al fin se oyó en el pasillo algo como repiqueteo de armas y espuelas, y apareció en la puerta el Sr. de Rivera vestido de máscara.
Gran asombro en todos los circunstantes.
–Pero, ¿qué es eso, D. Bernardo?
–Señores—dijo éste solemnemente;—el capítulo de caballeros de la orden de San Juan de Jerusalem, me ha hecho la honra de recibirme en su seno. Aquí me tienen VV. de gran uniforme…
–Muy lindo, Rivera, muy lindo… está V. admirablemente—dijo el coronel, sin poder comprenderse bien, por la entonación, si hablaba seria o irónicamente. Lo más cierto debía ser lo último, porque D. Bernardo estaba hecho un verdadero adefesio. El uniforme era de color rojo subido. Parecía una langosta cocida; y para que la semejanza fuese más notable, la muchedumbre de cordones y correas que le envolvían remedaban bastante bien las antenas de aquel animalucho. Un espadón disforme le colgaba de la cintura; el tricornio estaba adornado con plumas.
–¡Y qué calladito se lo tenía!—dijo Valle.
–Yo lo sabía ya hace días, pero no me atrevía a publicarlo, comprendiendo que D. Bernardo se estaba haciendo el uniforme para dar una sorpresa a sus amigos, como así resultó—repuso Juanito Romillo, a quien molestaba muchísimo el ignorar cualquier noticia.
–Está muy bien, ¿no es verdad?—preguntó doña Martina, llena de cándido orgullo.
–Admirable, señora, admirable—contestó el coronel con voz cavernosa.—A ver Rivera, dé V. la vuelta para que le examinemos por todas partes…
D. Bernardo giró gravemente en redondo, haciendo sonar el terrible espadón y las espuelas. En aquel instante se oyó un resuello singular en la estancia, al cual siguió una explosión de carcajada contenida. Era el pobre Miguel que, después de haber trabajado como un héroe para contener la risa, poniéndose colorado como un pimiento, había reventado al fin, con gran dolor de su alma. Su tío le clavó una mirada capaz de dejarle seco en el acto; los demás le miraron también severamente y con asombro; nadie dijo nada, sin embargo. Después que se hubo desahogado, bajó la cabeza lleno de confusión y vergüenza. D. Bernardo se retiró inmediatamente, y en el comedor hubo unos momentos de silencio embarazoso. Hojeda, para templar el mal efecto de la imprudencia del niño, se apresuró a entablar conversación acerca de la orden de San Juan, haciendo de ella y de sus miembros calurosos elogios. Sin embargo, doña Martina, que estaba realmente enojada, al cabo de pocos minutos llamó al ayo de los niños para que subiera a acostarlos, y ordenó al lacayo que condujese a Miguel a su casa.
El chico se despidió, todavía confuso, de la tertulia, y dejó la casa de su tío, situada en la calle del Prado, y se fue paso entre paso con el lacayo hasta la suya, que estaba en la del Arenal.