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TOMO I
IV

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El abuelo de Miguel había sido uno de los negociantes más ricos de Madrid durante el reinado de Fernando VII. Al morir dejó a cada uno de sus tres hijos, Bernardo, Manuel (de quien hablaremos en seguida) y Fernando, una renta de catorce o quince mil duros, que sólo D. Bernardo había conseguido, merced a ciertas negociaciones con el Tesoro, aumentar considerablemente. La de Fernando permanecía en tal estado; y en cuanto a la de Manuel, se había mermado bastante.

Fernando, el último de los hermanos y padre de Miguel, era un hombre de rostro enjuto y avinagrado, como D. Bernardo, cejas espesas y terribles bigotes. Nadie diría que detrás de este rostro imponente y marcial, se ocultaba un espíritu fino y sensible como el de una damisela, y que debajo de la cruz laureada de San Fernando, ganada por un acto de arrojo que asombró a la nación, latía un corazón de paloma. Nada más cierto, sin embargo. Aquellos bigotes terribles no servían, en realidad, más que para que todo el mundo se subiese a ellos: y el más encaramado de todos era Miguel, a quien su padre no sabía negar nada, que hacía cuanto se le antojaba, fuese tuerto o derecho, y que con su mala educación daba pie a que se dijese lo que su tío le había dicho aquella tarde.

Cuando llegó a casa y fue a dar las buenas noches a su papá, encontró a éste sentado en una butaca de su gabinete, fumando y envuelto en la sombra que proyectaba la pantalla del quinqué.

–Buenas noches, papá.

–Buenas noches, hijo mío.

Miguel se acercó para darle un beso. El brigadier le retuvo entre sus rodillas acariciándole los cabellos.

–¿Cómo lo has pasado en casa de tu tío?

–Bien.

–¿Te has divertido mucho?

–Bastante.

–¿Supongo que no habréis hecho ninguna travesura que enfadase a la tía Martina?

–No, papá—respondió el chico sin vacilar, y le contó todo lo que había hecho aquella tarde, omitiendo lo que bien le pareció.

–Bien, así me gusta. Ahora tendrás ya deseos de irte a la cama, ¿verdad?… Vaya, pues a la cama, hijo mío, a la cama..... No quiero retenerte más..... a la cama, a la cama.....

Sin embargo, seguía reteniéndole entre las rodillas. Al fin Miguel, forzándolas un poco, logró salir de ellas, y se dirigió a la puerta. Cuando ya estaba cerca, volvió a llamarle su padre.

–Oyes, Miguel..... ¿No te ha hablado tu tío Bernardo?… preguntole con voz algo alterada.

Miguel se detuvo y no contestó.

–¿No te ha hablado de cierto asunto?

–Sí—murmuró el chico, también cortado.

–¿Y qué te ha dicho?… Cuenta.....

Miguel comenzó a colocarse los dedos de la mano izquierda unos sobre otros y no dijo palabra.

–¿No te ha dicho que ibas a tener pronto una mamá?—articuló el brigadier cada vez más turbado.

–Sí—murmuró sordamente el niño.

–¿Y qué te parece a ti de eso, Miguel?....

Silencio sepulcral por parte de éste.

–Vamos, ven aquí, tonto, ven aquí—le dijo con voz cariñosa; y metiéndole de nuevo entre sus rodillas, comenzó a besarle con afán.

–¿No es verdad que a ti no te disgusta tener una mamá?… ¿No ves cómo todos tus amigos la tienen menos tú?… Ya verás cómo la quieres… pero nunca más que a mí, ¿no es cierto?… Y cuando vayas al colegio ya podrás decir a los compañeros:—Tengo una mamá, como vosotros… Y lo mismo a tus primos Enrique y Carlos… Y saldrás con ella a paseo en coche para que todos la vean. Ella, que es muy buena, te ha de querer mucho, y tú no la darás ningún disgusto, ¿verdad? Ya te conoce por el retrato… Y tú la conocerás muy pronto a ella… ¿Quieres conocerla ahora mismo?

Y con mano febril, por donde se podía adivinar el grado de apasionamiento a que el brigadier había llegado, sacó del bolsillo una cartera y de la cartera un retrato de mujer, que puso delante de los ojos a su hijo.

–Mírala, ¿te gusta?

Miguel la echó una rápida mirada por complacer a su padre y bajó la cabeza en señal afirmativa.

–Vamos—dijo el brigadier en voz baja y temblorosa,—dala un beso.

El chico obedeció posando levemente los labios sobre el retrato. Su papá le pagó este acto de galantería con un sinnúmero de caricias y le fue a despedir hasta la puerta muy conmovido.

Al día siguiente el brigadier anunció a su hijo que se marchaba en busca de la mamá y que tardaría en volver cuatro o cinco días; recomendole con mucho encarecimiento la formalidad durante su ausencia, el respeto al ama de llaves, la mesura con los demás criados, la puntual asistencia al colegio, el estudio, etc., etc.

–Aquí llega tu tío Manolo—dijo viendo entrar a su hermano,—a quien te dejo recomendado: él se encargará de dar una vuelta por aquí todos los días y enterarse de cómo sigues y qué tal te portas…

El tío Manolo, que acababa de entrar, era, con mucho, el mejor mozo de los tres hermanos. Apesar de sus cuarenta y cinco años, conservaba una frescura de cutis y una gallardía de talle que ni en sus mocedades habían ellos disfrutado: era un hombre verdaderamente notable por su figura: alto como sus hermanos, pero mejor proporcionado, de facciones correctas y varoniles, cabello negro y naturalmente rizado, donde apenas se advertía aún tal cual hebra de plata, patillas negras también, largas, sedosas, el cuello blanco y redondo como el de una mujer, el pie menudo y las manos finas y aristocráticas. En honra y gloria de esta figura, para regalarla y darla el debido esplendor, había sacrificado D. Manuel Rivera todo su tiempo y casi todo su capital. D. Bernardo hablaba de él con poco respeto y le trataba con cierto despego: el mismo brigadier, aun queriéndole bien, no se mostraba muy impresionado por aquella famosísima estampa, y solía reprenderle suavemente algunas cosas que llamaba puerilidades. En cambio, su sobrino Miguel le adoraba: ya de niño ansiaba volar a él desde los brazos de la nodriza: el tufo de los perfumes que gastaba, el roce de aquellas sedosas patillas al besarle, y sobre todo, la franca alegría que respiraba, le habían seducido siempre y aún le tenían completamente subyugado.

–Pierde cuidado, Fernando—dijo gravemente el real mozo.—Yo haré que Miguel cumpla con sus deberes y se porte como una persona formal… Ni tú, ni Bernardo—añadió dirigiéndose a su hermano en tono confidencial—sabéis tratar a los chicos. Bernardo con su rigor inoportuno, y tú con tu debilidad, no servís para el caso… Yo hubiera sido un gran padre… A los chicos es menester tratarles con familiaridad, darles expansión, hablarles como amigos… y cuando llega el momento de ponerse serios, se les echa un terno redondo y se les dice: ¡c… chico, no hay más remedio que hacer esto!… ¡y se hace! ¡vaya si se hace!

El brigadier sonrió al oír aquel discurso, y dijo:

–Bueno, Manolo, tú te encargas de dar algunas vueltas por esta casa y vigilar que todo marche bien… Y si quieres y tienes tiempo para sacar a Miguel a paseo, sácale…

–Nada, hombre, pierde cuidado, te digo.

En efecto, el brigadier partió aquella noche para Sevilla dejando a Miguel al cuidado de los criados y bajo la vigilancia de su tío. Este al día siguiente vino a enterarse de cómo había pasado la noche, y tuvo la amabilidad de conducirle hasta el colegio; al dejarlo a la puerta, le prometió venir a buscarle y llevarle a almorzar consigo. Y así fue; pero en vez de llevarle a la fonda donde alojaba, prefirió irse a almorzar al restaurant del Iris. Comieron y bebieron alegremente como dos camaradas: el tío puso en práctica su tema pedagógico de la expansión. A los postres tenía las mejillas bastante coloradas y hablaba por los codos.

–¿Sabes, Miguel?… Ahora, por la tarde te perdono el colegio. Una tarde más o menos importa poco. Vamos a dar un paseíto en coche, que es muy higiénico después de almorzar bien… porque hemos almorzado bien; ¿no es verdad, Miguel? Es lástima que no te encuentres en edad de fumar… te daría un cigarro… Pero ya llegarás a allá…

Al levantarse del asiento, Miguel se tambaleó un poco, lo cual hizo reír a su tío. Como éste ya no tenía coche, se fueron a casa del brigadier, y mandó enganchar el tílbury, y subiéndose a él y poniendo al sobrino a su lado, empuñó con muy gentil disposición las riendas, y enderezó los pasos del caballo hacia la Casa de Campo. El tío Manolo era uno de los primeros mayorales de España; daba lástima que aquellas extraordinarias facultades hubiesen quedado tan pronto oscurecidas por falta de materia donde aplicarlas. Miguel iba en sus glorias, admirado de ver al tío aflojar y recoger las riendas y fustigar al caballo, con tanto arte, para ponerle al trote corto o largo, y hacerle revolver en poco espacio.

–¿Qué tal, Miguel?—le preguntó muy complacido de aquella admiración.—¿Quién lo entiende mejor, Pedro el cochero o yo?

–¡Tú!—contestó el chico con entusiasmo.

–Pues aún no has visto nada… Guiar con un caballo lo hace cualquiera. Mañana pondremos los dos, el Centauro y el Veloz, a la tendée, y verás cómo me las sé arreglar.

Desde la Casa de Campo vinieron a dar una vueltecita al Prado. El tío Manolo fue enseñando a Miguel los trenes más lujosos y nombrándole sus dueños: también le enseñó las bellezas de la corte.

–¡Guapa mujer esa que acabo de saludar! ¿eh? Es hija de Bustamante el banquero…; ligerita…, ligerita!… Allá va la Condesa de Fuenteseca… no me ha visto… a la otra vuelta la saludaré… ¡Cuidado que se conserva bien esa mujer!… Adiós, Lucía, a los pies de V.,—dijo, quitando el sombrero, a una joven rubia que venía en carretela con otras señoras.—Esa chica que acabo de saludar es sevillana y muy amiga de la que va a ser tu mamá… ¡muy romántica! ¡muy espiritual!… No tiene una peseta, ¿sabes?… Si va en coche, es porque la convidan las amigas… De eso hay mucho en Madrid, chico… ¡Te digo que a este caballo le han estropeado la boca! ¡Ese Pedro!… ¡ese Pedro!… No sé cómo tu padre se ha encaprichado por él… yo le había recomendado otro magnífico que había sido muchos años de Villamejor, pero no me ha hecho caso, y ha preferido ese bruto…

Miguel echó una mirada atrás porque estaba seguro de que el lacayo se lo iba a contar todo a Pedro.

–Espérate un poco… ahí viene la Albini…

El tío Manolo saludó a la última moda agitando el sombrero en el aire. La blonda y obesa cantante, que venía arrellanada en una carretela, le contestó con sonrisa amistosa.

–Es la primera tiple absoluta del Teatro Real… ¡Una hermosa mujer!… y nada arisca… Si te parece, vamos a dar la vuelta para que la veas bien…

Y sin más aguardar, hizo revolver al caballo y se puso a seguir el coche de la Albini, y en toda la tarde no le perdió de vista. Cuando oscureció se fueron a tomar un sorbete al Iris y después a casa.

Al día siguiente no hubo colegio tampoco por la tarde, y salieron en coche como habían convenido a la tendée, luciendo el tío Manolo sus aptitudes prodigiosas en el Prado. Miguel iba embelesado y orgulloso de ver que la gente les miraba mucho. Aquella manera de enganchar los caballos era todavía rara y un poco peligrosa no contando con jacas amaestradas. Por la noche el tío le llevó al Teatro Real a un palco que tenían abonado entre varios amigos, le presentó a todos ellos y fue muy besuqueado y obsequiado de dulces. El tío desapareció del palco durante un acto, y Miguel supo por los amigos que debía de estar en el cuarto de la Albini. En efecto, al cabo de una hora vino muy sonriente y satisfecho y sufrió con alegría la matraca que sus amigos le dieron por haber dejado al sobrino abandonado. Al otro día después de paseo le llevó a casa de unos amigos, donde se ensayaban hacía ya tiempo dos actos de ópera que debían cantarse y representarse en el cumpleaños de la señora. Esta era una gran música y tocaba el piano admirablemente; de voz andaba tal cual. Su hija la tenía penetrante y bastante desagradable, pero sabía cantar. El Sr. de Trujillo, esposo y papá respectivamente de las mencionadas damas, intendente de ejército, ni tenía voz ni sabía cantar, pero cantaba. Había otra porción de tertulianos que con las mismas disposiciones para el arte musical que el intendente, se habían prestado a tomar parte en la función. Entre todos ellos descollaba como la robusta encina en bosque de madroños, el tío Manolo. Miguel pudo convencerse en seguida de que era el gallo de la quintana. Rivera para aquí, Rivera para allí, Rivera esto, Rivera lo otro, en todas partes hacía falta y para todo se le consultaba. ¡Cómo no, si sabía casi tanta música como la intendenta y poseía una voz aceptable de tenor! Así que de hecho él era el director de la fiesta, por más que aquella lo fuese de derecho.

Se iba a cantar un acto de la Lucía, de Donizetti, y otro del Coradino, de Rossini. Los ensayos hacía ya mas de tres meses que habían comenzado; todo el invierno había estado el tío Manolo preguntando a la intendenta: «¿Son tue cifre? A me risponde,» y contestándole aquélla con voz temblona «Siii.» Apesar de eso no salía bien; y era porque las partes secundarias no lo tomaban con la misma afición y calor que las primeras. Los coros de ambos sexos, particularmente, estaban rematados; cada cual por su lado. En vano la intendenta ponía mala cara a las señoritas que la secundaban y les dirigía de vez en cuando alguna pulla amarga: en vano el tío Manolo, con más paciencia y amabilidad, hacía repetir infinitas veces los pasajes difíciles. Nada; las señoritas y señoritos que componían la reunión, tomaban aquellos ensayos como pretexto para verse todas las noches y decirse recaditos y ternezas; y cuando por indicación de Rivera se colocaban los varones frente a las hembras a los dos lados del piano, había un fuego graneado de miradas y señas que ardía Troya; la intendenta estaba dada a los diablos.

Cuando la tertulia pareció mostrar interés fue al hablarse de los trajes. Comenzaron con calor los preparativos de indumentaria; las coristas encargaron vestidos riquísimos a París y se retrataron con ellos: los caballeros también fatigaron a los sastres con menudencias impertinentes. Todo esto era motivo de indignación para la intendenta. «De trapos muy bien—solía decir con amargura;—pero de música están VV. tan desnudos como su madre los parió.» El tío Manolo lo tomaba con más filosofía, sobre todo en lo que tocaba a las señoritas. La intendenta no estaba lejos de sospechar que también él andaba metido en alguna de aquellas intrigas amorosas que se urdían descaradamente en su salón.

Se hicieron en éste algunas reformas necesarias para el caso, esto es, se construyó en uno de los extremos un bonito escenario. El tío Manolo, a quien se le alcanzaba también algo de pintura, bosquejó dos decoraciones bastante regulares. La de la ópera de Rossini representaba las inmediaciones de un castillo feudal, donde habitaba aquel señor que aborrecía las mujeres; a la puerta había un gran letrero que decía: Il feroce Coradino odia il sexo feminino. La de la obra de Donizetti representaba el salón de un palacio; en el fondo tenía una plataforma para que se viese bien al tenor cuando entrase a pedir cuentas de la perrada que su novia le estaba haciendo y causara su aparición más efecto. El escenario tenía una puerta al foro que daba al gabinete de la casa; por la puerta de escape de la alcoba habían de salir los artistas a vertirse en las habitaciones que se les había destinado.

Todo esto vio Miguel con asombro y deleite. Su tío le llevó varios días al ensayo y le iba explicando minuciosamente lo que cada objeto del diminuto teatro significaba y para lo que servía. Los futuros intérpretes de Rossini y Donizetti le agasajaban mucho; pero una cosa no podía sufrir con paciencia, y era que todos al besarle o darle afectuosas palmaditas en el rostro le mostrasen compasión.—¿Dónde tienes a papá?—En Sevilla, contestaba él.—¿Y qué fue a hacer a Sevilla? le preguntaban sonriendo. Miguel se encogía de hombros.—¿No fue a buscarte una mamá? Él se callaba. Entonces le daban un beso y volviéndose a los demás exclamaban por lo bajo:—¡Pobrecito! Estas exclamaciones le inquietaban un poco; mas al instante se disipaba la mala impresión. Aquellos días su tío le traía sumamente divertido; al colegio por la tarde ya no había vuelto; después de almorzar en casa o fuera, al paseo, al casino, donde veía a tío Manolo jugar una partida de carambolas, algunas veces a los toros y por la noche al ensayo o al teatro. El ama de llaves le decía sacudiendo la cabeza con disgusto:—¡Buena vida te estás dando, Miguelito! ¡No sé en qué pararán estas misas!—El brigadier hacía ya más de ocho días que se había ido y no daba noticia del retorno. En casa del tío Bernardo no había vuelto a poner los pies; sin duda la antipatía, o por mejor decir, el miedo que aquél inspiraba a tío Manolo era la causa principal de este alejamiento. Sin embargo, una tarde vino Enrique a convidarle a comer de parte de sus papás y fue muy recriminado de toda la familia por su ingratitud.

Llegó por fin el cumpleaños de Anita; así llamaban los amigos a la intendenta apesar de hallarse ya cerca de los cuarenta y no poder revolverse de gorda. Desde las primeras horas de la mañana tío Manolo anduvo tan diligente y afanoso, que no pudo el sobrino echarle la vista encima hasta que vino a decirle que a las siete volvería por él. Y en efecto, antes que fuesen sonadas se presentó a buscarle y con el bocado en la boca le llevó a casa de Trujillo. Si inquieto y preocupado andaba el tío Manolo, no lo estaba menos la intendenta; a más del temor natural de que se desluciesen por culpa de los otros sus reconocidas y acatadas facultades de cantante, el negocio de las invitaciones le daba mucha guerra; para no agraviar a ninguna se habían convidado más personas de las que cabían en el salón; cuando empezó a llegar la gente hubo algunos disgustos; varias señoras se vieron obligadas a quedarse de pie por falta de asiento y algunas se marcharon muy desabridas antes de comenzar la fiesta. ¡Buenos irían poniendo a los Trujillo! Para que no ocupase silla, tío Manolo llevó a Miguel al escenario. No le pesó de ello; al contrario, los preparativos, el trajín de los artistas, las voces, las risas le llenaban de gozo. Cuando comenzaron a llegar de los cuartos perfectamente disfrazados todos aquellos señores y señoras, tardó en reconocerlos; al pasar por delante de él le preguntaban acariciándole la cara:—¿Me conoces, Miguelito?—Y él, después de mirarlos con atención, decía:—Sí, Fulano—y esto le causaba un vivo placer. Pero el que le dejó confuso, absorto y entusiasmado fue tío Manolo vestido de señor feudal; llevaba botas de ante amarillo que le llegaban hasta los muslos y el cuerpo ceñido con loriga que brillaba como un espejo; el casco era enorme y asombroso por la cantidad de águilas, grifos y dragones y otros animales emblemáticos que le adornaban; la barba le llegaba casi hasta la cintura, y hasta el medio de la espalda los cabellos. Finalmente, en esto, como en todo lo demás, se reconocía el gusto y la esplendidez de Rivera.

Su aparición causó mágico efecto en el auditorio y fue saludado con una salva de aplausos. También a la intendenta se la aplaudió al salir. El acto de Coradino fue un triunfo para ambos: tío Manolo dijo su aria de salida admirablemente, según dos o tres dilettantti sietemesinos que allí se encontraban, y eso que era difícil de vocalizar; era precisamente el fuerte de Rivera; no tenía gran voz, pero vocalizaba perfectamente. Donde la intendenta le llevó mucha ventaja fue en la mímica: Anita era una consumada actriz, mientras el tío Manolo se movía poco y con trabajo en la escena. El acto de Lucía comenzó igualmente muy bien: los coros, contra lo que se esperaba, estuvieron bastante acertados: Rivera dijo sus primeras frases de indignación con buen éxito: el concertante tampoco salió mal. Mas al terminarse el acto, cuando el célebre ¡Ah maledetto! del tenor, el tío Manolo tuvo la desgracia de soltar un gallo. Nunca había dado las notas altas muy claras y las temía mucho. En el auditorio se levantó un leve murmullo, al cual siguió un estrepitoso aplauso en testimonio de simpatía y perdón. Rivera, sin embargo, se desconcertó completamente y cantó lo que quedaba rematadamente mal. En cambio la intendenta apretó de firme, sobre todo en la declamación: al echar los brazos al cuello a Rivera para retenerle, estuvo inimitable. Cuando bajó el telón, tío Manolo, desesperado, saltándosele las lágrimas, agitó los puños contra el suelo exclamando:

–¡Infame tierra! ¿por qué no te abres y me tragas?

Miguel, que presenciaba el espectáculo desde los bastidores, se conmovió profundamente al ver el dolor de su tío.

Así terminó la ópera casera. Al día siguiente tío Manolo, cuando fue a visitarle, estaba muy triste y avergonzado y no tuvo humor para sacarle a paseo. El brigadier no acababa de anunciar su salida: sin embargo, se sospechaba que no tardaría en llegar. Para acabar de ponerle de mal humor, el tío Manolo recibió una carta del director del colegio noticiándole que Miguel se descuidaba mucho en sus estudios hacía ya algunos días. Esto ocasionó una muy fuerte desazón entre tío y sobrino.

–¡Mira, mira, majaderillo, lo que me dice el director!—exclamó lleno de cólera.—¿Es ésta manera de portarse? ¿Qué dirá tu padre cuando venga y lo sepa? ¿Para eso procuro yo que te diviertas?…

El fuerte de tío Manolo no era la lógica: porque procurar que se divierta un chico no es procurar que estudie. Bien lo comprendió Miguel, pero no quiso contestarle conociendo su carácter arrebatado: además, no le convenía ponerse mal con él.

–¡Chiquillo! ¡Tontuelo! ¡Ponerme a mí en berlina de esta manera!… ¡Vaya un modo decente de corresponder a mis condescendencias!… Nada, si con estos chicos es mejor ser malo que bueno… ya me voy convenciendo de eso… ¡El palo, el palo… esto es lo único que respetan!… ¿A que no harías esto con tu tío Bernardo si él se hubiese encargado de ti?… ¡Hombre, me parece que si fueses hijo mío te rompía el trasero a azotes en este momento!

Miguel aguantó el chubasco con la cabeza baja y sin chistar. Y ya que se hubo bien desahogado tío Manolo se marchó dando un gran portazo.

Pero al otro día vino tan risueño como si tal cosa, salieron juntos a paseo y por la noche le llevó al cuarto de la Albini. Todavía disfrutó el hijo del brigadier otros cuatro o cinco días de vida regalona, porque su tío no volvió a acordarse de mandarle estudiar más que del santo de su nombre; al cabo llegó carta de Sevilla anunciando la salida del brigadier y su nueva esposa, y las cosas tomaron repentinamente un aspecto más serio. Por convenio expreso entre ambos, Miguel había de ir por la mañana a buscar a su tío con la carretela, y desde la fonda irían a esperar a los viajeros.

Cuando subió a la fonda a eso de las siete, tío Manolo comenzaba a aderezarse, en cuya grave y prolija ocupación no gustaba de que nadie le turbase. Sin embargo, Miguel logró entrar en el cuarto y se sentó respetuosamente en una silla a esperar que se diese por terminada. El negocio no era tan fácil y expedito como a primera vista parecía: el Sr. de Rivera había sido siempre extremadamente escrupuloso en el lavado, planchado y demás artes decorativas; gustaba asimismo de que todas las prendas que usaba le viniesen como anillo al dedo; cualquier discrepancia en esta materia conseguía alterarle la bilis. Cuando Miguel entró estaba vivamente satisfecho porque los pantalones que estrenaba le habían salido muy bien. Dio tres o cuatro vueltecitas taconeando por el gabinete, y parándose delante del espejo, dijo:

–¿Qué tal, Miguel, te gustan estos pantalones?

Miguel no entendía casi nada, pero contestó afirmativamente.

–Yo creo—manifestó Rivera con voz conmovida—que son los que mejor me ha sacado Utrilla hasta ahora… Y el género es muy rico… inglés legítimo… tócalo, haz el favor de tocarlo…

Miguel le dio un pellizquito al paño y dijo que sí, que era bueno.

–¡Doce duros, amiguito!—Y viendo que el sobrino le miraba sin comprender, repitió:

–Que me han costado doce duros como doce soles… Pero chico, qué quieres, cuando las cosas salen bien, doy por bien empleado el dinero… Lo triste es darlo cuando salen mal… ¡La verdad, se ha portado el amigo Utrilla! Y que no hay otro pantalón en Madrid igual… Es el único que ha venido de este dibujo…

Lo decía en un tono que rebosaba de alegría, moviéndose delante del espejo y dando pataditas en el suelo. Después se puso a silbar La donna e móvile y se fue a la alcoba a buscar la camisa que ya tenía preparada sobre la cama. Pero la camisa no logró satisfacerle como el pantalón; la pechera hacía bomba y el cuello estaba poco descotado. Después de mirarse gravemente al espejo muchas veces y de procurar arreglarla tirando de ella hacia abajo, el tío Manolo soltó un terno y echó una mirada feroz a Miguel. En seguida, procurando refrenarse, sin poder conseguirlo, exclamó por lo bajo y sonriendo forzadamente:

–¡A que no me visto hoy, Miguelito!

Pero éste, en vez de contestar a la sonrisa con otra, permaneció muy serio y asustado adivinando la tempestad que hervía debajo de tales palabras. En efecto, Rivera no tardó en murmurar una blasfemia espantosa. Estaba muy pálido y se le había formado un círculo oscuro en torno de los ojos.

–Oyes, Miguelito, ¿quieres hacerme el favor de salirte a la sala?—dijo a su sobrino en un tono almibarado, pero muy sospechoso.

Miguel se apresuró a escapar del gabinete. No tardó en oír fuertes trastazos, acompañados de vivas interjecciones, paseos y un resuello lúgubre de malísimo agüero. Al fin todo quedó en silencio, y curioso de saber en qué consistía, miró por la rendija de la puerta, y vio a su tío sentado en una butaca, en mangas de camisa, hundida la cabeza en el pecho, el pelo caído por la frente en la más triste y desesperada actitud que nadie pudiera imaginarse. Después de permanecer algunos minutos en tal estado, vecino de la locura, vio que se levantaba, y con cristiana resignación sacaba del armario la tercer camisa, y después de meterle los botones, se la ponía dando un profundo suspiro. Al cabo de un cuarto de hora, concluida su tarea, salió del gabinete serio, tranquilo, un poco pálido, como sucede siempre después de las grandes crisis. Al encontrarse sus ojos con los de Miguel, sonrió avergonzado. A éste le acometieron aquellas malditas ganas de reír que tanto daño le causaron, y no faltó mucho para echarlo todo a perder. Por fortuna consiguió refrenarlas.

Encamináronse lo más pronto posible al parador de la silla de posta, que no tardó en llegar. Abrió la portezuela el tío Manolo, y se apresuró a dar la mano a su cuñada, que saltó en tierra con mucha compostura y elegancia. El brigadier, después de abrazar a su hijo, lo presentó a su nueva mamá, quien le dio un beso en la mejilla, reparando poco en él. Era una mujer hermosa, alta, maciza de carnes, el rostro blanco y ovalado, negros y grandes los ojos, pestaña larga, cabello castaño tirando a rubio, derecha de espaldas y cogida de cintura, gallarda y briosa en sus movimientos y un tantico soberbia. Miguel entendió que no había visto nunca nada tan bello, y la expresó su rendimiento mirándola hasta comérsela con los ojos. Terminados los saludos y las preguntas que en casos tales suelen repetirse bastante, se entraron los cuatro en la carretela. Sentose la dama en el fondo a la derecha, y el brigadier a su lado: Miguel y el tío Manolo se acomodaron enfrente. Comprendiendo el buen efecto que en su hijo había causado la mamá que le traía, el brigadier iba muy complacido y estaba harto locuaz; mucho más de lo que acostumbraba. El tío Manolo, por cierto instinto de coquetería que jamás le abandonaba, hacía esfuerzos por mostrarse agudo y chistoso delante de su cuñada, y la abrumaba a galanterías.—«Ángela, ¿te molestan las ventanillas abiertas?—la decía llamándola por su nombre y tuteándola ya.—¿Quieres que cerremos ésta de la derecha? ¿Llevas los pies fríos? Dame acá esa sombrilla. Échate hacia atrás, que irás más cómoda.» La hermosa dama contestaba a estos homenajes con leves sonrisas no exentas de displicencia.

–Vamos, Miguel—dijo el brigadier.—¿No te parece mejor tu mamá que el retrato?

Miguel, ruborizado y gozoso, contestó que sí con la cabeza.

–De modo que votas a mi favor, ¿verdad?—le preguntó la nueva brigadiera con gracioso acento andaluz.

Miguel, avergonzado, no se atrevió a contestar.

–¡Ya lo creo que vota!—respondió por él su padre.—Y está dispuesto a hacer todo lo que esté de su parte por que le quieras mucho. ¿No es verdad que serás siempre obediente a tu mamá, y no la darás ningún disgusto?

El muchacho afirmó otra vez con la cabeza.

–Vaya, dala un beso ahora.

Miguel fue muy gustoso a besarla en la mejilla, pero en aquel instante la dama sacó la cabeza por la ventanilla para ver los edificios de la Puerta del Sol, mientras le tendía su mano enguantada. El niño, obedeciendo a un signo de su padre, la tomó entre las suyas y la besó.

Al llegar a casa volvió el tío Manolo a ayudarla a saltar del coche y ofrecerla caballerosamente su brazo para subir la escalera. El brigadier y su hijo marchaban detrás.

Riverita

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