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IV

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Cuando la pesca anda escasa por la costa de Vizcaya,[35.1] suelen venir algunas lanchas de aquella tierra a pescar en aguas de Santander[35.2] y de Asturias. Sus tripulantes eligen el puerto que más les place y pasan en él la costera del bonito, que dura próximamente desde Junio a Setiembre. Mientras permanecen a su abrigo, observan la misma vida que los marineros del país, salen juntos a la mar y tornan a la misma hora: la única diferencia es que los vizcaínos comen y duermen en sus lanchas, donde se aderezan toscamente una vivienda para la noche, protegiéndolas con toldos embreados y tapizándolas con alguna vela vieja que les permita acostarse, mientras los naturales se van tranquilamente a reposar a sus casas. Ni hay rivalidades ni desabrimientos entre ellos: los vizcaínos son de natural pacífico y bondadoso; los asturianos, más vivos de genio y más astutos, pero generosos y hospitalarios. Cuando navegan se ayudan y se comunican cordialmente el resultado que obtienen: después que saltan en tierra, acuden juntos a las tabernas y departen amigablemente, apurando algunas copas de vino. Los vizcaínos son más sobrios que los asturianos; rara vez se embriagan: éstos, dados como los pueblos meridionales a la burla y al epigrama, los embroman por su virtud.

Uno de tales vizcaínos fue el padre de José. Cuando vino con otros un verano a la pesca, la madre era una hermosa joven, viuda, con dos hijas de corta edad, que se veía y deseaba[36.1] para alimentarlas trabajando de tostadora en una bodega de escabeche. El padre de José trabó relaciones con ella, y la sedujo dándola palabra de casamiento. La bella Teresa esperó en vano por él: a los pocos meses supo[36.2] que había contraído matrimonio con otra en su país.

Teresa era de temperamento impetuoso y ardiente, apasionada en sus amores como en sus odios, pronta a enojarse por livianos motivos, desbocada y colérica: tenía el amor propio brutal de la gente ignorante, y le faltaba el contrapeso del buen sentido que ésta suele poseer; sus reyertas con las vecinas eran conocidas de todos; se había hecho temible por su lengua, tanto como por sus manos. Cuando la cólera la prendía, se metamorfoseaba en una furia; sus grandes ojos negros y hermosos adquirían expresión feroz y todas sus facciones se descomponían. Los habitantes de Rodillero al oírla vociferar en la calle, sacudían la cabeza con disgusto, diciendo: «Ya está escandalizando esa loca de Ramón de la Puente» (así llamaban a su difunto marido).

La traición de su amante la hizo adolecer de rabia: hubiera quedado satisfecha con tomar de él sangrienta venganza. Las pobres hijas pagaron durante una temporada el delito del seductor: no se dirigía a ellas sino con gritos que las aterraban; la más mínima falta les costaba crueles azotes: en todo el día no se oían más que golpes y lamentos en la oscura bodega donde la viuda habitaba.

Bajo tales auspicios salió nuestro José a la luz del día. Teresa no pudo ni quiso criarlo: entregolo a una aldeana que se avino a hacerlo mediante algunos reales, y siguió dedicada a las penosas tareas de su oficio. Cuando al cabo de dos años la nodriza se lo trajo, no supo qué hacer de él; dejolo entregado a sus hermanitas, que a su vez le abandonaban para irse a jugar: el pobre niño lloraba horas enteras tendido sobre la tierra apisonada[37.1] de la bodega, sin recibir el consuelo de una caricia: cuando lo arrastraban consigo a la calle era para sentarlo en ella medio desnudo con riesgo de ser pisado por las bestias o atropellado por un carro. Si alguna vecina lo recogía por caridad, Teresa, al llegar a casa, en vez de agradecérselo, la apostrofaba «por meterse en la vida ajena.»[37.2]

Cuando José creció un poco, esta aversión se manifestó claramente en los malos tratos que le hizo padecer. Si había sido siempre fiera y terrible con sus hijas legítimas, cualquiera[37.3] puede figurarse lo que sería con aquel niño hijo de un hombre aborrecido, testimonio vivo de su flaqueza. José fue mártir en su infancia. No se pasaba día sin que por un motivo o por otro no sintiese los estragos de la mano maternal: cuando por inadvertencia ejecutaba la más leve falta, el pobre niño se echaba a temblar y corría a ocultarse en cualquier rincón del pueblo; mas no le valía: Teresa, encendida por la ira, con el palo de la escoba en la mano, iba por las calles en su busca,[37.4] vomitando amenazas, desgreñada como una furia, seguida por los chiquillos, que gustan siempre de presenciar los espectáculos trágicos, hasta que daba con él y lo traía arrastrando para casa. Si algún vecino de buen corazón, desde la puerta de su vivienda la recriminaba por tanta crueldad, ¡eran de oír[38.1] los denuestos y los insultos que salían vibrantes y agudos de la boca de la viuda contra el imprudente censor! el cual, corrido y avergonzado, la mayor parte de las veces se veía obligado a retirarse.

Asistió poco tiempo a la escuela, donde mostró una inteligencia viva y lúcida, que se apagó muy pronto con las rudas faenas de la pesca. A los doce años le metió su madre de rapaz[38.2] en una lancha, a fin de que con el medio quiñón que le tocaba en el reparto ayudase al sostenimiento de la casa. Halló el cambio favorable: pasar el día en la mar era preferible a pasarlo en la escuela recibiendo los palmetazos del maestro: el patrón rara vez le pegaba, los marineros le trataban casi como un compañero; la mayor parte de los días se iba a la cama sin haber recibido ningún golpe: sólo a la hora de levantarse para salir a la mar acostumbraba su madre a despavilarle[38.3] con algunos mojicones. Además, sentía orgullo en ganar el pan por sí mismo.

A los diez y seis años era un muchacho robusto, de facciones correctas, aunque algo desfiguradas por los rigores de la intemperie, tardo en sus movimientos como todos los marinos, que hablaba poco y sonreía tristemente, sujeto a la autoridad maternal, lo mismo que cuando tenía siete años. Mostró ser en la mar diligente y animoso, y ganó por esta razón primero que otros la soldada completa. A los diez y nueve años, seducido por un capitán de barco, dejó la pesca y comenzó a navegar en una fragata que seguía la carrera de América. Gozó entonces de independencia completa, aunque voluntariamente remitía a su madre una parte del sueldo. Pero el apego a su pueblo, el recuerdo de sus compañeros de infancia, y por más que parezca raro, el amor a su familia, fueron poderosos a hacerle abandonar, al cabo de algunos años, la navegación de altura,[39.1] y emprender nuevamente el oficio de pescador. Fue, no obstante, con mejor provisión y aparejo, pues en el tiempo que navegó, consiguió juntar de sus pacotillas algún dinero, y con él compró una lancha. Desde entonces cambió bastante su suerte: el dueño de una lancha, en lugar tan pobre como Rodillero, juega papel principal; entre los marineros fue casi un personaje, uniéndose al respeto de la posición el aprecio a su valor y destreza. Comenzó a trabajar con mucha fortuna: en obra de dos años, como sus necesidades no eran grandes, ahorró lo bastante para construir otra lancha.

Por este tiempo fijó su atención en Elisa, que era hermosa entre las hermosas de Rodillero, buena, modesta, trabajadora y con fama de rica: si no la hubiera fijado, le hubieran obligado a ello las palabras de sus amigos y los consejos de las comadres del pueblo:—«José, ¿por qué no cortejas a la hija de la maestra? No hay otra en Rodillero que más te convenga.—José, tú debías casarte con la hija de la maestra; es una chica como una plata,[39.2] buena y callada; no seas tonto, dile algo.—La mejor pareja para ti, José, sería la hija de la maestra...»—Tanto se lo repitieron, que al fin comenzó a mirarla con buenos ojos. Por su parte ella escuchaba idénticas sugestiones respecto al marinero, donde quiera que iba; no se cansaban de encarecerla su gallarda presencia, su aplicación y conducta.

Pero José era tímido con exceso; en cuanto se sintió enamorado, lo fue mucho más. Por largo tiempo, la única señal que dio del tierno sentimiento que Elisa le inspiraba fue seguirla tenazmente con la vista donde quiera que la hallaba, huyendo, no obstante, el tropezar con ella cara a cara. Lo cual no impidió que la joven se pusiera al tanto muy pronto de lo que en el alma del pescador acaecía. Y en justa correspondencia, comenzó a dirigirle con disimulo alguna de esas miradas[40.1] como relámpagos con que las doncellas saben iluminar el corazón de los enamorados. José las sentía, las gozaba, pero no osaba dar un paso para acercarse a ella. Un día confesó a su amigo Bernardo sus ansias amorosas, y el vivo deseo que tenía de hablar con la hija de la maestra. Aquel se rió no poco de su timidez, y le instó fuertemente para que la venciese; mas por mucho que hizo, no consiguió nada.

El tiempo se pasaba y las cosas seguían en tal estado, con visible disgusto de la joven, que desconfiaba ya de verlas nunca[40.2] en vías de arreglo.[40.3] Bernardo, observando a su amigo cada día más triste y vergonzoso, determinó sacarle de apuros. Una tarde de romería[40.4] paseaban ambos algo apartados de la gente por la pradera, cuando vieron llegar hacia ellos, también de paseo, a varias jóvenes: Elisa venía entre ellas. Sonrió maliciosamente el festivo marinero, halagado por una idea que en aquel momento se le ocurrió; hizo algunas maniobras a fin de pasar muy cerca de las jóvenes, y cuando le fue posible ¡zas! da un fuerte empujón a su amigo, y le hace chocar con Elisa, diciendo al mismo tiempo:—«Elisa, ahí tienes a José.» Después se alejó velozmente. José confuso y ruborizado quedó frente a frente de la hermosa joven, también ruborizada y confusa.—«Buenas tardes,»—acertó al fin a decir.—«Buenas tardes,»—respondió ella. Y fue cosa hecha.

El amor en los hombres reflexivos, callados y virtuosos, prende, casi siempre, con fortaleza. La pasión de José, primera y única de su vida, echó profundas raíces en poco tiempo: Elisa pagó cumplidamente su deuda de cariño: mostrose propicia la astuta maestra: los vecinos lo vieron con agrado; todo sonrió en un principio[41.1] a los enamorados.

Mas he aquí que a la entrada misma del puerto, cuando ya el marinero tocaba su dicha con la mano, comienza el barco a hacer agua.[41.2] Quedó aturdido y confuso; el corazón le decía que el obstáculo no era de poco momento, sino grave. Una tristeza grande, que semejaba desconsuelo, se apoderó de su ánimo al sentir detrás el golpe de la puerta de Elisa, y quedar en las tinieblas de la calle. Cruzaron por su imaginación muchos presentimientos; el pecho se le oprimió, y sin haber corrido nada, se detuvo un instante a tomar aliento. Después, mientras caminaba, hizo esfuerzos vanos para apartar de sí la tristeza por medio de cuerdas reflexiones: nada estaba perdido todavía: la señá Isabel no había hecho más que aplazar la boda sin oponerse a ella; en último resultado,[41.3] sin su anuencia se podía llevar a cabo.[41.4]

Sumido en sus cavilaciones,[41.5] no vio el bulto de una persona que venía por la calle hasta tropezar con ella.

—Buenas noches, D. Fernando—dijo al reconocerlo.

—Hola, José; me alegro de encontrarte: tú me podrás decir cuál es el camino mejor para ir al Robledal[41.6]... mejor dicho, a la casa de D. Eugenio Soliva.

—El mejor camino es el de Sarrió hasta Antromero, y allí tomar[42.1] el de Nueva, pasando por delante de la iglesia. Es un poco más largo, pero ahora de noche hay peligro en ir por la playa... ¿Pero cómo hace V. un viaje tan largo a estas horas?[42.2] Son cerca de dos leguas...

—Tengo negocios que ventilar con D. Eugenio—dijo el Sr. de Meira con ademán misterioso.

Los labios del marinero se contrajeron con una leve sonrisa.

—Yo voy a entrar en la taberna a tomar algo. ¿Quiere acompañarme antes de seguir su viaje, D. Fernando?

—Gracias, José; acepto el convite para darte una prueba más de mi estimación—respondió el Sr. de Meira, colocando su mano protectora sobre el hombro del marinero.

Ambos entraron en la taberna más próxima y se fueron a sentar en un rincón apartado: pidió José pan, queso y vino; comió y bebió el Sr. de Meira con singular apetito; el joven le miraba con el rabillo del ojo[42.3] y sonreía. Cuando terminaron, salieron otra vez a la calle despidiéndose como buenos amigos. El pescador siguió un instante con la vista al caballero y murmuró:

—¡Pobre D. Fernando! ¡Tenía hambre!

La figura de éste se borró entre las sombras de la noche. Iba, como otras muchas veces, a pedir dinero a préstamo. En el pueblo todos tenían noticia de estas excursiones secretas por los pueblos comarcanos; a veces extendía sus correrías hasta los puntos más lejanos de la provincia, siempre de noche y con sigilo. Por desgracia, el Sr. de Meira tornaba casi siempre como había ido, con los bolsillos vacíos; pero erguido siempre y con alientos[43.1] para emprender otra campaña.

Prosiguió José su camino hacia casa, a donde llegó a los pocos instantes. Halló a su madre en la cocina y cerca de ella a sus dos hermanas. Al verlas se oscureció aún más su semblante. Estas hermanas, de más edad que él, estaban casadas hacía ya largo tiempo; una de ellas tenía seis hijos. Vivían cada cual en su casa; el marinero sabía por experiencia que siempre que se juntaban con su madre, de quien habían heredado el genio y la lengua, caía sobre él algún daño. Aquel conciliábulo a hora inusitada le pareció de muy mal agüero; y él, que todos los días arrostraba las iras del océano, se echó a temblar delante de aquellas tres mujeres reunidas a modo de tribunal. Antes de que la borrasca, que presentía, se desatase, trató de marchar a la cama, pretestando cansancio.

—¿No cenas, José?—le preguntó su madre.

—No tengo gana: he tomado algo en la taberna.

—¿Has hecho cuenta con la señá Isabel?

Esta pregunta era el primer trueno. José la escuchó con terror, contestando, no obstante, en tono indiferente:

—Ya la hemos hecho.

—¿Y cuánto te ha tocado de estas mareas?[43.2]—volvió a preguntar la madre mientras revolvía el fuego afectando distracción.

El segundo trueno había estallado mucho más cerca.

—No lo sé—respondió José, fingiendo como antes indiferencia.

—¿No traes ahí el dinero?

—Sí señora, pero hasta mañana que[44.1] haga cuenta con la compaña, no sé a punto fijo lo que me corresponde.

Hubo una pausa larga. El marinero, aunque tenía los ojos en el suelo, sentía sobre el rostro las miradas inquisitoriales de sus hermanas, que hasta entonces no habían abierto la boca. Su madre seguía revolviendo el fuego.

—¿Y a cómo le has puesto el bonito hoy?—dijo al fin ésta.

—¿A cómo se lo había de poner, madre... no lo sabe?—contestó José titubeando.

—No; no lo sé—replicó Teresa dejando el hierro sobre el hogar y levantando con resolución la cabeza.

El marinero bajó la suya y balbució más que dijo:

—Al precio corriente... a real y medio...

—¡Mientes! ¡mientes!—gritó ella con furor avanzando un paso y clavándole sus ojos llameantes.

—¡Mientes! ¡mientes!—dijeron casi al mismo tiempo sus hermanas.

José guardó silencio sin osar disculparse.

—¡Lo sabemos todo!... ¡todo!—prosiguió Teresa en el mismo tono.—Sabemos que me has estado engañando miserablemente desde que comenzó la costera, gran tuno; que estás regalando el bonito a esa bribona, mientras tu madre está trabajando como una perra, después de haber sudado toda su vida para mantenerte...

—Si trabaja es porque quiere; bien lo sabe—dijo el marinero humildemente.

—¡Y todo por quién!—siguió Teresa sin querer escuchar la advertencia de su hijo.—Por esa sin vergüenza[45.1] que se ríe de ti, que te roba el sudor echándote de cebo a su hija,[45.2] para darte a la postre con la puerta en los hocicos[45.3]...

Heath's Modern Language Series: José

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