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II

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Comenzaba el crepúsculo cuando las barcas entraron en la ensenada de Rodillero. Una muchedumbre formada casi toda de mujeres y niños, aguardaba en la ribera, gritando, riendo, disputando; los viejos se mantenían algo más lejos sentados tranquilamente sobre el carel de alguna lancha que dormía sobre el guijo esperando la carena, mientras la gente principal o de media levita[13.1] contemplaba la entrada de los barcos desde los bancos de piedra que tenían delante las casas más vecinas a la playa. Antes de llegar, con mucho,[13.2] ya sabía la gente de la ribera, por la experiencia de toda la vida, que traían bonito. Y como sucedía siempre en tales casos, esta noticia se reflejaba en los semblantes en forma de sonrisa. Las mujeres preparaban los cestos a recibir la pesca, y se remangaban los brazos con cierta satisfacción voluptuosa; los chicos escalaban los peñascos más próximos a fin de averiguar prontamente lo que guardaba el fondo de las lanchas. Éstas se acercaban lentamente: los pescadores, graves, silenciosos, dejaban caer perezosamente los remos sobre el agua.

Una tras otra fueron embarrancando[13.3] en el guijo de la ribera; los marineros se salían[13.4] de ellas dando un gran salto para no mojarse; algunos se quedaban a bordo para descargar el pescado, que iban arrojando pieza tras pieza[13.5] a la playa. Recogíanlas las mujeres, y con increíble presteza las despojaban de la cabeza y la tripa, las amontonaban después en los cestos, y remangándose las enaguas, se entraban algunos pasos por el agua a lavarlas. En poco tiempo, una buena parte de ésta, y el suelo de la ribera, quedaron teñidos de sangre.

En cuanto saltaron a tierra, los patrones formaron un grupo y señalaron el precio del pescado. Los dueños de las bodegas de escabeche y las mujerucas[14.1] que comerciaban con lo fresco[14.2] esperaban recelosas a cierta distancia el resultado de la plática.

Una mujer vestida con más decencia que las otras, vieja, de rostro enjuto, nariz afilada y ojos negros y hundidos, se acercó a José cuando éste se apartó del grupo, y le preguntó con ansiedad:

—¿A cómo?

—A real y medio.

—¡A real y medio!—exclamó con acento colérico.—¿Y cuándo pensáis bajarlo?[14.3] ¿Pensáis que lo vamos a pagar lo mismo cuando haya mucho que cuando haya poco?

—A mí no me cuente nada,[14.4] señá[14.5] Isabel—repuso avergonzado José.—Yo no he dicho esta boca es mía.[14.6] Allá ellos lo arreglaron.[14.7]

—Pero tú has debido advertirles[14.8]—replicó la vieja con el mismo tono irritado—que no es justo; que nos estamos arruinando miserablemente; y en fin, que no podemos seguir así...

—Vamos, no se enfade, señora... yo haré lo que pueda por que mañana se baje. Además, ya sabe...

—¿Qué?

—Que los dos quiñones de la lancha y el mío los puede pagar como quiera.

—No te lo he dicho por eso—manifestó la señá Isabel endulzándose repentinamente;—pero tú bien te haces cargo[15.1] de que perdemos el dinero; que el maragato siguiendo así nos devolverá los barriles[15.2]... Mira, allí tienes a Elisa pesando; ve allá, que más gana tendrás de dar la lengua[15.3] con ella que conmigo.

José sonrió, y diciendo adiós, se alejó unos cuantos pasos.

—Oyes, José—le gritó la señá Isabel enviándole una sonrisa zalamera.—¿Conque al fin, a cómo me dejas eso?

—A como V. quiera: ya se lo he dicho.

—No, no; tú lo has de decidir.

—¿Le parece mucho a diez cuartos?[15.4]—preguntó tímidamente.

—Bastante—respondió la vieja sin dejar la sonrisa aduladora.—Vamos, para no andar en más cuestiones,[15.5] será a real, ¿te parece?

José se encogió de hombros[15.6] en señal de resignarse, y encaminó los pasos hacia una de las varias bodegas que, con el pomposo nombre de fábricas, rodeaban la playa. A la puerta estaba una hermosa joven, alta, fresca, sonrosada, como la mayor parte de sus convecinas, aunque de facciones más finas y concertadas que el común de ellas. Vestía asimismo de modo semejante, pero con más aliño y cuidado; el pañuelo, atado a la espalda, no era de percal,[15.7] sino de lana; los zapatos de becerro fino, las medias blancas y pulidas; tenía los brazos desnudos, y, cierto, eran de lo más primoroso y acabado en su orden. Estaba embebecida[15.8] y atenta a la operación de pesar el bonito que en su presencia ejecutaban tres o cuatro mujeres ayudadas de un marinero: a veces ella misma tomaba parte sosteniendo el pescado entre las manos.

Cuando sintió los pasos de José, levantó la cabeza, y sus grandes ojos rasgados y negros sonrieron con dulzura.

—Hola José; ¿ya has despachado?

—Nos falta[16.1] arrastrar los barcos. ¿Trajeron todo el pescado?

—Sí, aquí está ya. Dime—continuó, acercándose a José,—¿a cómo lo habéis puesto?

—A real y medio; pero a tu madre se lo he puesto a real.

El rostro de Elisa se enrojeció súbitamente.

—¿Te lo ha pedido ella?

—No.

—Sí, sí; no me lo niegues; la conozco bien...

—Vaya, no te pongas seria[16.2]... Se lo he ofrecido yo a ese precio, porque comprendo que no puede ganar de otro modo...

—Sí gana, José, sí gana—dijo con acento triste la joven.—Lo que hay es que quiere ganar más... El dinero es todo para ella.

—Bah, no me arruinaré por eso.

—¡Pobre José!—exclamó ella después de una pausa, poniéndole cariñosamente una mano sobre el hombro;—¡qué bueno eres!... Por fortuna, pronto se concluirán estas miserias que me avergüenzan. ¿Cuándo piensas botar la lancha?

—Veremos si puede ser el día de San Juan.[16.3]

—Entonces, ¿por qué no hablas ya con mi madre? El plazo que ha señalado ha sido ése: bueno fuera írselo recordando.

—¿Te parece que debo hacerlo?

—Claro está;[17.1] el tiempo se pasa, y ella no se da por entendida.[17.2]

—Pues la hablaré en seguida; así que[17.3] arrastremos la lancha... si es que me atrevo—añadió un poco confuso.

El que no se atreve, José, no pasa la mar[17.4]—contestó la joven sonriendo.

—¿Hablaré a tu padrastro también?

—Lo mismo da;[17.5] de todos modos, ha de ser lo que ella quiera.

—Hasta luego,[17.6] entonces.

—Hasta luego; procura abreviar, para que no nos cojas cenando.

Heath's Modern Language Series: José

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