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III

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—Buena marea[21.1] hoy ¿eh José?

—A última hora.[21.2] Bien pensé no traer veinte libras a casa.

—¿Cuántas pesó el pescado?

—No lo sé... allá la señá Isabel.[21.3]

Ésta, que debía de saberlo perfectamente, levantó, sin embargo, la vista hacia Elisa, y preguntó:

—¿Cuántas, Elisa?

—Mil ciento cuarenta.

—Pues estando a real y medio, tú debes de levantar hoy muy cerca de veinte duros—dijo el primer interlocutor, que era el juez de paz de Rodillero en persona.

Elisa, al oír estas palabras, se encendió de rubor otra vez. José bajó la cabeza algo confuso y dijo entre dientes:[21.4]

—No tanto, no tanto.

La señá Isabel siguió impasible cosiendo.

—¿Cómo no tanto?—saltó[21.5] D. Claudio recalcando[21.6] fuertemente las sílabas, según tenía por costumbre.—Me parece que aun se ha quedado corto el señor juez. Nada más fácil que justipreciar exactamente lo que te corresponde; es una operación sencillísima de aritmética elemental. Espera un poco—añadió dirigiéndose a un estante y sacando papel y pluma de ave.

La señá Isabel le clavó una mirada fría y aguda que le hubiera anonadado a no encontrarse[21.7] en aquel instante de espaldas.[21.8] Sacó del bolsillo un tintero de asta y lo destornilló con trabajo.

—Vamos a ver. Problema. Mil ciento cuarenta libras de bonito a real y medio la libra, ¿cuántos reales serán? Debemos multiplicar mil ciento cuarenta por uno y medio. Es la multiplicación de un entero por un mixto. Necesitamos reducir el mixto a quebrado... uno por dos es dos. Tenemos dos medios más un medio. Tienen el denominador común: sumemos los numeradores. Dos y uno tres; tres medios. Multipliquemos ahora el entero por el quebrado: tres por cero es cero; tres por cuatro doce, llevo uno...

—¿Quieres dejarnos en paz, querido?—interrumpió la señá Isabel, conteniendo a duras penas la cólera.—Estamos cansados de que lleves y traigas tantos quebrados y tantos mixtos para nada.

—Mujer... ¿quieres que yo cuente por los dedos?... La ciencia...

—¡Bah, bah, bah!... aquí no estás en la escuela: hazme el favor de callar.

D. Claudio hizo una mueca de resignación, volvió a atornillar el tintero, lo sepultó en el fondo de la levita y se puso de nuevo a partir jabón.

Después de una pausa, el juez municipal mitigó el desaire de D. Claudio haciendo una apología acabada de la aritmética; para él no había mas ciencias que las exactas. Pero D. Claudio, aunque agradecido al socorro, se mostró contrario a las afirmaciones de la autoridad, y se entabló disputa acerca del orden y dignidad de las ciencias.

El juez municipal de Rodillero era un capitán de Infantería, retirado hacía ya bastantes años: vivía o vegetaba en su pueblo natal con los escasos emolumentos que el Gobierno le pagaba tarde y de mal modo: una hermana, más vieja que él, cuidaba de su casa y hacienda: era hombre taciturno, caviloso y en grado sumo susceptible; gozaba fama de pundonoroso y justificado:[23.1] se le achacaban como defectos la sobrada rigidez de carácter y el apego invencible a las propias opiniones.

A su lado estaba un caballero anciano, de nobles y correctas facciones, con grandes bigotes blancos y perilla prolongada hasta el medio del pecho; el cabello largo también y desgreñado, los ojos negros y ardientes, la mirada altiva y la sonrisa desdeñosa: su figura exigua y torcida no era digno pedestal para aquella hermosa cabeza; además, la levita sucia y raída que gastaba, los pantalones de paño burdo y los zapatos claveteados de labrador, contribuían mucho a menoscabar su prestigio. Llamábase D. Fernando de Meira, y pertenecía a una antigua y noble familia de Rodillero, totalmente arruinada hacía ya muchos años. Los hijos de esta familia se habían desparramado por el mundo en busca del necesario sustento: el único que permanecía pegado al viejo caserón solariego como una ostra era D. Fernando, al cual su carrera de abogado no le había servido jamás para ganarse la vida, o por falta de aptitudes para ejercerla, o por el profundo desprecio que al noble vástago de la casa de Meira le inspiraba toda ocupación que no fuese la caza o la pesca. Vivía en una de las habitaciones menos derruidas de su casa, la cual se estaba viniendo abajo por diferentes sitios no hacía ya poco tiempo: servíanle de compañeros en ella los ratones que escaramuzaban y batallaban libremente por todo su ámbito, las tímidas lagartijas que anidaban en las grietas de las paredes, y una muchedumbre de murciélagos que volteaba por las noches con medroso rumor. Nadie le conocía[24.1] renta o propiedad de donde se sustentase, y pasaba como artículo de fe en el pueblo que el anciano caballero veía el hambre de cerca en bastantes ocasiones.

Cuando más joven, salía de caza y acostumbraba a traer provisión abundante, pues era el más diestro cazador de la comarca; al faltarle las fuerzas, consagrose enteramente a la pesca; los días en que la mar estaba bella salía el Sr. de Meira en su bote al calamar, al chicharro, a la robaliza o a los muiles,[24.2] según la estación y las circunstancias del agua: en este arte dio señales de ser tan avisado como en la caza; del pescado que le sobraba solía regalar a los particulares de Rodillero, porque D. Fernando se hubiera dejado morir de hambre antes que vender un solo pez cogido por su mano; pero estos regalos engendraban en justa correspondencia otros, y merced a ellos, el caballero podía atender a las más apremiantes necesidades de su cocina, la leña, el aceite, los huevos, etc., y aún autorizarse en ocasiones algún exceso: él mismo se aderezaba los manjares que comía y no con poca inteligencia, al decir de las gentes; se hablaba con mucho encomio de una caldereta[24.3] singular que el Sr. de Meira guisaba como ningún cocinero. Pero llegó un día en que el pueblo supo con sorpresa que el caballero había vendido su bote a un comerciante de Sarrió: la razón todos la adivinaron, por más que[24.4] él la ocultó diciendo que lo había enajenado para comprar otro mejor. Desde entonces, en vez de salir al mar, pescaba desde la orilla con la caña, o lo que es igual, en vez de ir al encuentro de los peces los esperaba pacientemente sentado sobre alguna peña solitaria. Cuando no venían, observaban los vecinos que no salía humo por la chimenea de la casa de Meira.

—¿Madre, no arregla[25.1] la cuenta a José?... es ya hora de cenar—dijo Elisa a la señá Isabel.

—¿Tienes despierto el apetito?—contestó ésta, dibujándose en sus labios una sonrisa falsa.—Pues aguárdate, hija mía, que necesito concluir lo que tengo entre manos.

Desde que José había entrado en la tienda, Elisa no había dejado de hacerle señas con disimulo, animándole a llamar aparte a su madre y decirle lo que tenían convenido. El marinero se mostraba tímido, vacilante, y manifestaba a su novia, también por señas, que aguardaba a que los tertulianos se fuesen. Ella replicaba que éstos no se irían sino cuando llegase el momento de cenar. José no acababa de decidirse. Finalmente, la joven cansada de la indecisión de su novio, se arrojó[25.2] a proponer a su madre lo que acabamos de oír, con el fin de que pasase a la trastienda y allí se entablase la conversación que apetecía. La respuesta de la señá Isabel los dejó tristes y pensativos.

Habían entrado en la tienda, después de nuestro José, otros tres o cuatro marineros, entre ellos Bernardo. La conversación rodaba, como casi siempre, sobre intereses; quién tenía más, quién tenía menos. Se habló de un potentado de la provincia, que acababa de adquirir en aquella comarca algunas tierras.

—¿Es muy rico ese señor conde?—preguntó un marinero.

D. Fernando extendió la mano solemnemente y dijo:

—Mi primo el conde de la Mata tiene cuatro mil fanegas de renta[25.3] por su madre en Piloña. De su padre le habrá quedado poco: el mayorazgo de los Velascos nunca fue muy grande, y lo ha mermado mucho mi tío.

—Las doscientas fanegas que ha comprado en Riofontán—dijo el juez—son lo mejor del concejo:[26.1] en veintidós mil duros han sido baratas.

—D. Anacleto estaba necesitado de fondos; su hijo le ha gastado un capital en Madrid, según dicen—apuntó D. Claudio.

—También a él le salieron baratas[26.2] cuando las compró hace años—manifestó uno de los marineros.

—¿A quién se las compró?—preguntó otro.

D. Fernando extendió de nuevo la mano con igual majestad, diciendo:

—A mi primo el marqués de las Quintanas... Pero éste no tenía necesidad de dinero: las vendió para trasladar sus rentas a Andalucía.[26.3]

—¿También ese señor es su primo?—dijo Bernardo levantando la cabeza y haciendo una mueca cómica que hizo sonreír a los presentes.

D. Fernando le dirigió una mirada iracunda.

—Sí señor, es mi primo... ¿y qué hay con eso?[26.4]...

—Nada, nada—manifestó Bernardo con sorna,[26.5]—que[26.6] me pareció demasiada primacía.[26.7]

—Pues has de saber—exclamó D. Fernando con exaltación,—que mi casa es dos siglos más antigua que la suya. Cuando los Quintanas eran unos petates, unos hidalgüelos de mala muerte[26.8] en Andalucía, ya los señores de Meira levantaban pendón[26.9] en Asturias y tenían fundada su colegiata y armada la horca[26.10] en los terrenos que hoy son de Pepe Llanos. Un Quintanas vino de allá a pedir la mano de una dama de la casa de Meira, teniéndolo a mucho honor[27.1]... En mi casa había entonces dotes cuantiosas para todas las hembras que se casaban... De mi casa salieron dotes para la casa de Miranda, para la de Peñalta, para la de Santa Cruz, para la de Guzmán...

—Vamos—dijo Bernardo sonriendo,—por eso se quedó V. tan pobre.

Los ojos de D. Fernando centellaron de ira al escuchar estas malignas palabras.

—Oyes tú, cochino, zambombo, ¿te he pedido algo a ti? ¿Qué tienes que partir en[27.2] mi riqueza ni[27.3] en mi pobreza? Has de saber que tú y yo no hemos mamado la misma leche, grandísimo pendejo[27.4]...

—D. Fernando, sosiéguese V.—dijo D. Claudio.—La cólera es mala consejera.

—No le haga V. caso, D. Fernando—manifestó la señá Isabel.

—Paz, paz, paz, señores—exclamó el juez municipal levantando las manos con autoridad.

Bernardo reía cazurramente, sin dársele nada, al parecer, de[27.5] las injurias que le vomitaba el Sr. de Meira. Estas escenas eran frecuentes entre ambos: el festivo marinero gustaba de mortificarle y verle encolerizado: después, se arrepentía de lo dicho, hacían las paces, y hasta otra.[27.6] El anciano caballero no podía guardar rencor a nadie; sus cóleras eran como la espuma del vino.

—Madre, ya es hora de cenar—dijo Elisa aprovechando el silencio que siguió a la reyerta.—José tendrá ganas de irse.[27.7]

La señá Isabel no contestó; su ojo avizor[27.8] había descubierto, hacía ya rato largo, que D. Fernando trataba de hablar reservadamente con su esposo. En el momento en que Elisa volvía a su tema, observó que el Sr. de Meira tiraba disimuladamente de la levita a D. Claudio, marchándose después hacia la puerta como en ademán de investigar el tiempo: el maestro le siguió.

—Claudio—dijo la señá Isabel antes de que pudiesen entablar conversación;—alcánzame el paquete de los botones de nácar que está empezado.

D. Claudio volvió sobre sus pasos; arrimose a la estantería,[28.1] y empinándose cuanto pudo, sacó los botones del último estante. En el instante de entregarlos, su esposa le dijo por lo bajo con acento perentorio:

—Sube.

El maestro abrió más sus grandes ojos saltones,[28.2] sin comprender.

—Que te vayas de aquí—dijo su esposa tirándole de una manga con fuerza.

D. Claudio se apresuró a obedecer sin pedir explicaciones; salió por la puerta que daba al portal, y subió las escaleras de la casa.

—El señor de la casa de Meira necesita cuartos—dijo Bernardo al oído del marinero que tenía cerca.—¿No has visto qué pronto lo ha olido[28.3] la señá Isabel? ¡Si se descuida en echar fuera al maestro![28.4]...

El marinero sonrió mirando al caballero, que seguía a la puerta en espera de[28.5] D. Claudio.

—Señores, ¿gustan VV. de cenar?[28.6]—dijo la señá Isabel levantándose de la silla.

Los tertulianos se levantaron también.

—José, tú subirás con nosotros, ¿verdad?

—Como V. quiera. Si mañana le viene[29.1] mejor arreglar eso...

—Bien; si a ti te parece...

Elisa no pudo contener un gesto de disgusto, y dijo precipitadamente:

—Madre, mañana es mal día; ya lo sabe... tenemos que cerrar una porción de barriles... y luego la misa, que siempre enreda algo[29.2]...

—No te apures tanto, mujer[29.3]... no te apures... lo arreglaremos hoy todo—contestó la señá Isabel clavando en su hija una mirada fría y escrutadora que la hizo turbarse.

Los tertulianos se fueron, dando las buenas noches.[29.4] La señá Isabel, después de atrancar la puerta, recogió el velón y subió la escalera, seguida de Elisa y José.

La salita donde entraron era pequeña, al tenor de[29.5] la tienda; gracias a los cuidados de Elisa, ofrecía grata disposición y apariencia; los muebles viejos, pero relucientes; un espejillo de marco dorado cubierto con gasa blanca para preservarlo de las moscas; sobre la mesa dos grandes caracoles de mar, y en medio de ellos un barquichuelo de cristal toscamente labrado. Estos atributos marinos suelen adornar las salas de las casas decentes de Rodillero. Colgaban de las paredes algunas malas estampas con marco negro, representando la conquista de Méjico, dando la preferencia a las escenas entre Hernán-Cortés y Doña Marina;[29.6] por bajo del espejo había algunas fotografías, con marco también, en que figuraba la señá Isabel y el difunto Vega poco después de haberse unido en lazo matrimonial; media docena de sillas y un sofá con funda de hilo,[29.7] completaban el mobiliario.

Cuando entraron en la sala, D. Claudio, que estaba asomado al corredor, se salió dejándoles el recinto libre. La señá Isabel pasó a la alcoba en busca del cuaderno sucio y descosido donde llevaba las cuentas todas[30.1] de su comercio; Elisa aprovechó aquel momento para decir rápidamente a su novio:

—No dejes de hablarle.[30.2]

Hizo un signo afirmativo José, aunque dando a entender el miedo y la turbación que le producía aquel paso. La joven se salió también cuando su madre tornó a la sala.

—El domingo, trescientas siete libras—dijo la señá Isabel, colocando el velón sobre la mesa y abriendo el cuaderno,—a real y cuartillo. El lunes, mil cuarenta, a real; el martes, dos mil doscientas, a medio real; el miércoles no habéis salido; el jueves, doscientas treinta y cinco, a dos reales; el viernes nada; hoy, mil ciento cuarenta, a real y medio... ¿ No es esto,[30.3] José?

—Allá V., señora; yo no llevo apunte.[30.4]

—Voy a echar la cuenta.[30.5]

La vieja comenzó a multiplicar; no se oía en la sala más que el crugido de la pluma. José esperaba el resultado de la operación dando vueltas a[30.6] la boina que tenía en la mano. No el interés o el afán de saber cuánto dinero iba a recibir ocupaba en aquel instante su ánimo;, todo él estaba[30.7] embargado y perplejo, ante la idea de tratar el negocio de su matrimonio: buscaba con anhelo manera hábil de entrar en materia, concluida que fuese la cuenta.[30.8]

—Son[30.9] cuatro mil setecientos tres reales y tres cuartillos—dijo la señá Isabel, levantando la cabeza.

José calló en señal de asentimiento. Hubo una pausa.

—Hay que quitar de esto—manifestó la vieja bajando la voz y dulcificándola un poco—la rebaja que me has hecho en tu quiñón y en los de la lancha... El domingo me lo has puesto a real; el lunes a tres cuartillos; el martes no hubo rebaja por estar barato; el jueves, a real y medio, y hoy a real. ¿No es eso?

—Sí, señora.

—La cuenta es mala de echar... ¿Quieres que lo pongamos a siete cuartos,[31.1] para evitar equivocaciones?... Me parece que pierdo en ello...

José consintió, sin pararse a pensar si ganaba o perdía. La vieja comenzó de nuevo a trazar números en el papel, y José a escogitar los medios de salir de aquel mal paso.

Terminó al fin la señá Isabel; aprobó José su propio despojo y recibió de mano de aquélla un puñado de oro, para repartir al día siguiente entre sus compañeros. Después que lo hubo encerrado en un bolsillo de cuero y colocado entre los pliegues de la faja, se puso otra vez a dar vueltas a la boina con las manos temblorosas. Había llegado el instante crítico de hablar. José nunca había sido un orador elocuente, pero en aquella sazón se sintió desposeído como nunca de las cualidades que lo constituyen. Un flujo de sangre le subió a la garganta y se la atascó; apenas acertaba a contestar con monosílabos a las preguntas que la señá Isabel le dirigía acerca de los sucesos de la pesca y de las esperanzas que cifraba para lo sucesivo; la vieja, después de haberle chupado la sangre,[31.2] se esforzaba en mostrarse amable con él. Mas la conversación, a pesar de esto, fenecía, sin que el marinero lograse dar forma verbal a lo que pensaba. Y ya la señá Isabel se disponía a darla por terminada,[32.1] levantándose de la silla, cuando Elisa abrió repentinamente la puerta y entró, con pretexto de recoger unas tijeras que le hacían falta; al salir, y a espaldas de su madre, [32.2] le hizo un sin número[32.3] de señas y muecas, encaminadas todas a exigirle el cumplimiento de su promesa; fueron tan imperativas y terminantes, que el pobre marinero, sacando fuerzas de flaqueza y haciendo un esfuerzo supremo, se atrevió a decir:

—Señá Isabel...

El ruido de su voz le asustó, y sorprendió también por lo extraño a la vieja.

—¿Qué decías, querido?

La mirada que acompañó a esta pregunta le hizo bajar la cabeza; estuvo algunos instantes suspenso y acongojado: al cabo sin levantar la vista y con la voz enronquecida dijo:

—Señá Isabel, el día de San Juan pienso botar la lancha al agua...

Contra lo que esperaba, la vieja no le atajó con ninguna palabra; siguió mirándole fijamente.

—No sé si recordará lo que en el invierno me ha dicho...

La señá Isabel permaneció muda.

—Yo no quisiera incomodarla... pero como el tiempo se va pasando, y ya no hay mayormente[32.4] ningún estorbo... y después la gente le pregunta a uno para cuando... y tengo la casa apalabrada... lo mejor sería despachar el negocio antes de que el invierno se eche encima...

Nada; la maestra no chistaba.[33.1] José se iba turbando cada vez más: miraba al suelo con empeño, deseando quizá que se abriese.

La vieja se dignó al fin exclamar alegremente:

—¡Vaya un susto que me has dado, [33.2] querido! Pensé al verte tan azorado que ibas a soltarme una mala noticia y resulta que me hablas de lo que más gusto me puede dar.

El semblante del marinero se iluminó repentinamente.

—¡Qué alegría, señora! Tenía miedo...

—¿Por qué? ¿No sabes que yo lo deseo con tanto afán como tú?... José, tú eres un buen muchacho, trabajador, listo, nada[33.3] vicioso. ¿Qué más puedo desear para mi hija? Desde que empezaste a cortejarla te he mirado con buenos ojos, porque estoy segura de que la harás feliz. Hasta ahora hice cuanto estaba en mi mano[33.4] por vosotros, y Dios mediante, pienso seguir haciéndolo. En todo el día no os quito del pensamiento; no hago otra cosa que dar vueltas[33.5] para ver de qué modo arreglamos pronto ese dichoso casorio... Pero los jóvenes sois muy impacientes y echáis a perder[33.6] las cosas con vuestra precipitación... ¿Por qué tanta prisa? Lo mismo tú que Elisa[33.7] sois bastante jóvenes, y aunque, gracias a Dios, tengáis lo bastante para vivir, mañana u otro día[33.8] si os vienen muchos hijos acaso no podáis decir lo mismo... Tened un poco de paciencia: trabaja tú cuanto puedas para que nunca haya miedo al hambre, y lo demás ya vendrá...

El semblante de José se oscureció de nuevo.

—Mientras tanto—prosiguió la vieja,—pierde cuidado en lo que toca a Elisa: yo velaré porque su cariño no disminuya y sea siempre tan buena y hacendosa como hasta aquí... Vamos, no te pongas triste; no hay tiempo más alegre que el que se pasa de novio. Bota pronto la lancha al agua para aprovechar la costera del bonito. Cuando concluya, si ha sido buena, ya hablaremos.

Al decir esto se levantó: José hizo lo mismo sin apartar los ojos del suelo; tan triste y abatido, que inspiraba lástima. La señá Isabel le dio algunas palmaditas cariñosas en el hombro, empujándole al mismo tiempo hacia la puerta.

—Ea, vamos a cenar, querido, que tú ya tendrás gana y nosotros también. Elisa—añadió alzando la voz,—alumbra a José, que se va. Vaya, buenas noches, hasta mañana...

—Que V. descanse, señora—contestó José con voz apagada.

Elisa bajó con él la escalera, y le abrió la puerta. Ambos se miraron tristemente.

—Tu madre no quiere—dijo él.

—Lo he oído todo.

Guardaron silencio un instante; él, de la parte de fuera,[34.1] ella dentro del portal con el velón en una mano y apoyándose con la otra en el quicio de la puerta.

—Ayer—dijo la joven—había soñado con[34.2] zapatos... es de buen agüero: por eso tenía tanto empeño en que la hablases.[34.3]

—Ya ves—replicó él sonriendo con melancolía—que no hay que fiar de sueños.

Después de otro instante de silencio, los dos extendieron las manos y se las estrecharon diciendo casi al mismo tiempo:

—Adiós, Elisa.

—Adiós, José.

Heath's Modern Language Series: José

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