Читать книгу Heath's Modern Language Series: José - Armando Palacio Valdés - Страница 8
ОглавлениеJosé se encaminó de nuevo a la ribera, donde ya los marineros comenzaban a poner la lancha en seco, con no poca pena y esfuerzo. El crepúsculo terminaba, y daba comienzo la noche. Las mujeres y los chicos ayudaban a sus maridos y padres en aquella fatigosa tarea de todos los días. Oíanse los gritos sostenidos de los que empujaban, para hacer simultáneo el esfuerzo; y entre las sombras, que comenzaban a espesarse, veíanse sus siluetas formando apretado grupo en torno de las embarcaciones; éstas subían con marcha interrumpida por la playa arriba[17.7] haciendo crugir el guijo. Cuando las alejaron bastante del agua para tenerlas a salvo, fueron recogiendo los enseres de la pesca que habían dejado esparcidos por la ribera, y echando una última mirada al mar, inmóvil y oscuro, dejaron aquel sitio y se entraron poco a poco en el lugar.
José también enderezó los pasos hacia él cuando hubo dado las órdenes necesarias para el día siguiente. Siguió rápidamente la única calle, bastante clara a la sazón[18.1] por el gran número de tabernas que estaban abiertas: de todas salía formidable rumor de voces y juramentos. Y sin hacer caso de los amigos que le llamaban a gritos invitándole a beber, llegó hasta muy cerca de la salida del pueblo y entró en una tienda cuya claridad rompía alegremente la oscuridad de la calle. En aquella tendezuela[18.2] angosta y baja de techo como la cámara de un barco, se vendía de todo; bacalao,[18.3] sombreros, cerillas, tocino, catecismos y coplas. Ocupaban lugar preferente, no obstante, los instrumentos de pesca y demás enseres marítimos; tres o cuatro rollos grandes de cable yacían en el suelo sirviendo de taburetes; sartas de anzuelos colgaban de un remo atravesado de una pared a otra; y algunos botes[18.4] de alquitrán a medio consumir,[18.5] esparcían por la estancia un olor penetrante que mareaba a quien no estuviese avezado a sufrirlo. Pero la nariz de los tertulianos asiduos de la tienda no se daba por ofendida;[18.6] quizá no advertía siquiera la presencia de tales pebeteros.
Sentada detrás de la tabla de pino que servía de mostrador, estaba la señá Isabel. Su esposo, D. Claudio, maestro de primeras letras[18.7] (y últimas también, porque no había otras) de Rodillero, se mantenía en pie a un lado cortando gravemente en pedazos una barra de jabón: la luenga levita que usaba, adornada a la sazón por un par de manguitos de percalina[18.8] sujetos[18.9] con cintas al brazo, y la rara erudición y florido lenguaje de que a menudo hacía gala,[18.10] no eran parte[18.11] a desviarle de esta ocupación grosera; diez años hacía que estaba casado con la viuda del difunto Vega, tendero y fabricante de escabeche, y en todo este tiempo había sabido compartir noblemente, y sin daño, las altas tareas del magisterio con las menos gloriosas del comercio, prestando igual atención, como él solía decir, a Minerva y a Mercurio. Tenía cincuenta años, poco más o menos,[19.1] el color tirando a amarillo, la nariz abierta, el cabello escaso, los ojos salidos, con expresión inmutable de susto o sorpresa, cual si estuviese continuamente en presencia de alguna escena trágica visible sólo para él. Era de condición apacible y benigna, menos en la escuela, donde atormentaba a los chicos sin piedad, no por inclinación de su temperamento, sino por virtud de doctrinas arraigadas en el ánimo profundamente. Las disciplinas, la palmeta, los estirones de orejas y los coscorrones formaban para D. Claudio parte integral del sistema de la ciencia, lo mismo que las letras y los números; todo ello estaba comprendido bajo el nombre genérico de castigo. D. Claudio pronunciaba siempre esta palabra con veneración; elevándose de golpe a las cimas de la metafísica, pensaba que el castigo no era un mal, sino uno de los dones más deleitables y sabrosos[19.2] que el hombre debía a la providencia de Dios. En este supuesto, el que castigaba debía ser considerado como ángel tutelar, a semejanza del que restaña una herida. Procuraba rodear los castigos de aparato, a fin de obtener corrección y ejemplaridad; nunca los infligía con ímpetu y apresuradamente; primero se enteraba bien de la falta cometida, y después de pesarla en la balanza de la justicia, sentenciaba al reo y apuntaba la condena en un papel; el penado iba a juntarse en un rincón de la escuela con otros galeotes, y allí esperaba con saludables espasmos de terror la hora fatal. Al terminarse las lecciones, recorría D. Claudio el boletín de castigos, y en vista de él, comenzaba, por orden de antigüedad, a ejecutar los suplicios en presencia de toda la escuela. Una vez que daba remate[20.1] a esta tarea, solía aplicar algunas palmaditas paternales en los rostros llorosos de los chicos vapuleados, diciéndoles cariñosamente:
—Vaya, hijos míos, a casa ahora, a casa; algún día me agradeceréis estos azotes que os he dado.
En el lugar era bien quisto y se le recibía en todas partes con la benevolencia no exenta de desdén con que se mira siempre en este mundo a los seres inofensivos. Los vecinos todos sabían que D. Claudio vivía en casa aherrojado, que su mujer «le tenía en un puño[20.2]:» no sólo porque su condición humilde y apocada se prestase[20.3] a ello, sino también porque en la sociedad conyugal él era el pobre y su mujer la rica. La riqueza de la señá Isabel, no obstante, era sólo temporal, porque procedía del difunto Vega; toda[20.4] debía recaer a su tiempo en Elisa; mas como ella la manejaba y la había de manejar aún por mucho tiempo, pues Elisa sólo contaba doce años a la muerte de su padre, D. Claudio pensó hacer una buena boda casándose con la viuda: tal era por lo menos la opinión unánime del pueblo. Por eso no se compadecían como debieran sus sinsabores domésticos; antes solían decir las comadres del lugar en tono sarcástico:—¿No quería mujer rica?... Pues ya la tiene.