Читать книгу Cuentos completos - Armonía Somers - Страница 10

Оглавление

El despojo

I

La araña

Huyó de la granja al amanecer, no bien se había empezado a oír la tos estentórea del amo. Más que el ciclo rojizo, subido de tono por los mugidos, los cloqueos y los ladridos de abajo, había sido aquella tos violenta y aclimatada su verdadero signo propicio.

Se palpó angustiosamente. Por fortuna, llevaba el insustituible caramillo. Era decir, escapaba de la granja tal como había llegado, completamente dueño de su alma y de su cuerpo, apenas si con algunas callosidades de más en las manos, a causa de la maldita leña y la maldita agua y el mil veces maldito hombre que tosía al amanecer, sin estar enfermo, por pura brutalidad de sus entrañas.

Reptó un largo trecho entre las mieses, besó a todos los perros que se habían metido también allí, como ayudándolo a rastrear algo: Luego lanzó un pedrusco hacia atrás para quitárselos de encima, y, finalmente, comenzó a nadar solo en la marea cortante de las espigas. Eso lo había oído decir alguna vez, pero lo que se dice es siempre poca cosa. Parecía que era necesario rasgarse, meterse aquella experiencia en la carne para saberlo, con el agravante de las pobres patas adventicias que había tenido que brotar de los hombros y que también estaban recibiendo lo suyo.

Cuando volvió a ponerse en dos pies, la tos del amo había muerto para siempre, y toda su granja le pesaba encima. Lo principal: estar completamente seguro del suceso. A fuerza de maldecir a un hombre en la extensión del trigo afilado, se concluye siempre imaginándolo así, tendido boca arriba, con las piernas y los brazos abiertos. Como debe soportar la granja sobre el pecho y el vientre, sus botas llenas de estiércol no tienen ya nada más que hacer con el trasero de nadie. Los ojos, eso sí, aún siguen manteniendo su vieja relación, lo miran con la misma fuerza. Por cada vez que lo habían rozado en la granja, él debió sentirse como agarrado por la pasión silenciosa de algo que iba a suceder irremediablemente. Ahora ya se reveló, y por eso es distinto volver a mirarse. Todos los que han visto a un hombre aplastado en tal forma, por un techo o una locomotora, o lo que sea, saben muy bien lo que dicen esos ojos. Los ojos salen cada vez más de la órbita («quítamelo, quítamelo»), luego transforman la súplica en eso que ya no puede traducirse, que solamente lo entenderían otros en el mismo trance. Alguien está pariendo en seco sus ojos, y los demás ignoran lo que es, no acertarán hasta que no les ocurra. Y él, desgracia, sabe que los otros no saben, pero tampoco puede gritárselo, porque se ha vomitado la lengua por añadidura. De pronto, y como impulsados desde dentro por todas las vísceras cambiadas de lugar, los pobres bolos sanguinosos acaban saltando de cuajo, sorpresivamente. Para entonces, ya se quedan clavados lejos, ya no exigen más nada.

Pero hay una incógnita terrible en todo aquello, pese a la felicidad del desenlace. ¿Habrían coincidido los tiempos? Porque lo cierto es que a veces a un desgraciado le caen las maldiciones muchos años después, cuando ya no nos vende ni un mísero potaje. Él no puede dudar de que el otro estará bajo la granja. Ese ensueño violento le es más necesario que su propio aire. Pero desearía que los ojos se estuvieran proyectando hacia afuera en el segundo en que él se succiona las palmas de las manos llenas de sangre con tierra, y cuando ha perdido la noción de su tiempo en el trigo.

De pronto, los riñones le dieron un salto inconfundible, como el de una rótula bajo el martillo. Sí, tenía que haber ocurrido el suceso allá lejos.

Volvió a hurgar con zozobra. Estaba, gracias al cielo, siempre estaba, aunque se largase a nado con las ropas encima. Y, sin embargo, no podía liberarse nunca del terror de haberlo perdido. Lo sacó, lo miró, le dio brillo contra el saco y se lo puso en los labios, sin suspender la marcha a campo traviesa. Él no sabía nunca lo que iría a salir de ese cuerpo taladrado. Jamás había dicho: voy a conseguir esto o aquello. No tenía más que dejar hacer, y la música ocurría de por sí, exenta, libre, como el placer de orinar en el campo. Pero fue entonces cuando le vino a suceder lo que él iba eludiendo, precisamente. La granja había quedado allende el trigo, cierto, y allí, sepulta, ardiente y clara, él creía haber dejado también a la mujer del hombre, a la que había amado subrepticiamente durante cuatro lunaciones exactas. Pero estaba visto, no se debía ni siquiera pensar en la perfección de las cosas. La mujer se le había venido, detrás o dentro, no sabía él en qué forma. Salió inesperadamente de la música, miró el aire con pavor, como si lo tuviera que respirar por primera vez, y luego se volvió a entrar en la casa agujereada del instrumento con la rapidez de una viborilla blanca. Entonces él no pudo emitir ya una sola nota que no estuviera hecha de aquella carne. Sopló al principio con fuerza, después con brutalidad, como solo un hombre puede ser capaz de quitarse el amor de encima. Hasta que ella debió salir, violentando los orificios, para volver hacia atrás, a sacarle al marido la granja de arriba, a meterle los ojos dentro de las cuencas, a escuchar de nuevo su tos matinal y a quedar, finalmente, tendida en el mismo lecho de su verdugo, de espaldas, y amando al otro sin mover un músculo, como si estuviera muerta.

Porque así había sido, aunque nadie lo creyera, aunque él no tuviera tampoco necesidad de relatarlo para obtener de la credulidad ajena algo más convincente y fuerte que su propia experiencia.

Y lo vuelve a ver sin la granja sobre el vientre, pero ya no le importa. Va a traicionarlo en seguida, no bien cierre la puerta y guarde la enorme llave bajo la almohada, justo donde irá a apoyar la cabeza toda la noche. Ahora se sienta en el borde de la cama, se quita las botas y las arroja lejos, como toda su ropa que es tirada sin orden por los aires. Luego, inevitablemente, se tocará los inmundos dedos de los pies, flexionándolos uno a uno, soplará después la luz, se precipitará en el lecho, venciéndolo casi como si fuera siempre a romperlo. Y ya no más hombre vivo, sino un promisorio gorgoteo, que irá tomando cuerpo con las horas.

Es claro que los tiempos son distintos, y que era más largo y angustioso esperar que recordarlo. Él necesitaría volver a estar en el segundo de terror para poder transmitirse de nuevo el erizamiento de toda su piel, la respiración contenida apenas, la desgraciada sangre empuñando martillos que él creía sordos, y hasta los intestinos miserables, inventando coros de ángeles bajo las bóvedas. Cierta noche, el otro volvió a encender la luz, tomó una hucha y se puso a contar dinero. Él lo vio lleno de brazos, como un pulpo. Las piezas se habían agrandado en la sombra de la pared, y las manos tenían que crecer desmesuradamente para mantener el tamaño relativo. Pero el hombre es un bruto fatigado, vuelve a caer y se duerme hecho un leño.

Es entonces cuando él sale de atrás del arcón, como una polilla. El mueble tiene la longitud de su cuerpo, y ella le ha puesto cosas encima para disimular el escondite. Él resurge de allí semiahogado, con las articulaciones chirriantes y el estómago en la boca. Se arrastra anhelosamente, se clava siempre alguna astilla del piso, pero toca por fin la mano que ella le tiende en la sombra. Con la misma fuerza con que lo rechazan de día los ojos del hombre, y luego las burbujas de sus ronquidos, la propia mujer tironea hacia arriba para que él suba al lecho como una pluma, y para que la ame en la misma forma –él no puede explicárselo ahora– en una especie de evaporación de los cuerpos. Ella tenía un modo insólito de dormírsele luego sobre el pecho, con el pelo apelmazado de la sal que no había podido eliminar ni por los suspiros. Entonces él había aprendido también a quitarse aquella cabeza y colocarla sobre la almohada. Es claro que debía bajar enseguida a echarse tras el arcón y a esperar, con los sentidos bien abiertos, la tos del amanecer, las botas, la llave en la cerradura. Cuando salía pisándole las huellas al otro, un sueño loco lo tumbaba casi. Pero tenía que arrastrarlo hasta la siesta, su gran siesta de holgazán, de la que despertó muchas veces en las puntas de las botas del amo…

El hombre cambió su tema melódico con un soplido violento. ¿Qué importaban los sueños malogrados del galpón si él había poseído las noches enteras? Por solo haberlo recordado iba sintiendo una humedad dulce y blanda en el sexo, lo único que mantenía el olor y el sudor de la granja. Pero esa parte de la granja está adherida a su cuerpo, que camina hacia adelante, y lo que marcha en ese sentido no apesta como los que se quedaron en el pasado, piensa, sintiendo el viento en el pelo: «Púdrete, púdrete ahora que yo camino».

… Hasta cierta terrible noche, la última, hacía apenas unas horas. Ella había sido poseída por su hombre una sola vez en todo aquel tiempo, y él, puramente él, había sido el culpable, al revolverse con torpeza tras el arca y desprender un madero. El bruto encendió la luz, escuchó un segundo. Ya iría a levantarse, ya iría a aplastar la sucia rata que se había movido en el mueble. La sombra de su cráneo incorporado llenó de golpe la habitación, empezó a moverse en el techo y a recorrer las paredes, como una araña sin medida. También eso: un hombre no conoce aún su pequeñez hasta no estar oculto en un agujero miserable y ver la sombra de su enemigo trepándose en los muros.

De pronto, los pelos del techo tuvieron un descenso brusco, y se empezó a proyectar hacia arriba una poderosa nuca rítmica. La araña había descendido sobre la mujer y se la estaba devorando, sexo a sexo.

No, nunca más, pensó en el primer nudo del piso que se le incrustó salvajemente en la rodilla. Él debería abandonar todo eso al otro día. Iba a decírselo en seguida, a ponérselo en la oreja llena de sal que ella le daba. Pero cuando llegó hasta allí comprendió por qué se hacen ciertas cosas sin adelantar explicaciones. La mujer se había licuado totalmente. Era una mezcla viscosa, salobre y tibia de lágrimas, moco, angustia, semen. Y así, toda disuelta, se le metió a él en la sangre como un virus por el resto de aquella especie de naufragio sin señales en que los dos se sabían perdidos de antemano. Cuando él intentó desasirse, ella lo apretó como nunca, casi hasta la asfixia. Tuvo que forcejear como un demente para volver al arca. Llegó allí temblando, casi al filo del descerrajamiento bronquial del marido.

Sí, dejaría la granja, la sepultaría en el pasado para siempre. Nadie sabría cómo hallarlo. ¿Quién era él para ellos si ni siquiera había dado el verdadero nombre? Soy el amor –dijo envanecidamente–. Tuvo un poco de vergüenza al escucharse. Se sabía vulgar y torpe, apenas si con unos ojos negros, que ella le había dicho eran hermosos, y con un rizo oscuro cayéndole en la frente. ¿Pero y si fuera el amor, a pesar de todo?

El amor... Y la había dejado sola en la granja, una granja que quizás no se habría derrumbado sobre el hombre. La visión de la araña nocturna está por quitarle la idea de seguir adelante. Pero, de pronto, cae en la cuenta de lo ridículo de sus cavilaciones. ¿Qué es una mujer, una sola mujer que va a morir de ser mujer, si todas las demás morirán de lo mismo? Noche a noche son devoradas en silencio, a grandes saltos, como ella. Lo que ocurre mundo afuera es que nadie lo sabe, nadie está escondido tras un arca para mirar, aumentado en la imagen chinesca de la pared, lo que es eso, para lo que se prometió tanta ventura. ¿Qué había hecho él también, sino aprovechar del festín gratuito?

Y, de golpe, con la fuerza de un definitivo alumbramiento, comenzó a sentir que él y la araña habían sido los verdaderos en amarse en la sombra, formando una apretada unidad en torno a la víctima. Cada uno para despojarla a su manera, eso era todo. Y ella, la infeliz, optando por el mayor engaño, el más dulce.

Fue precisamente eso, el saber que amaba al hombre, el confesarse que el hombre solo se ama a sí mismo y en los otros hombres, lo que le hizo descubrir algo nuevo en su música, una especie de nota fuerte y primitiva, sin blanduras de mujer, que comenzó a endurecerle los huesos agazapados en la carne. Tanto como lo necesitaría para siete horas de marcha por lo menos.


II

La violación


Avanzó con dificultad a causa del desorden de los panes, que parecían estar brotando del aire. Una muchachuela pelirroja y un gato también color corteza, agarrados por el mismo estilo de modorra, estaban durmiendo sobre una pila de sacos vacíos.

«Dieciséis años», masculló el hombre, excluyendo al gato, pero sin dejar de mirarlo en el conjunto. Les salían de las pequeñas bocas entreabiertas los abejorros de un ronquidillo superficial, que se trenzaban con las moscas del aire. «Pero yo vengo por el pan, y es mucho mejor hacerlas de ladrón de panes que de asesino…». Estaba vestida de un color anónimo, muy parecido a tierra. «Sí, que es mucho mejor, uno lo sabe, siempre lo sabe…». Al llegar a la cintura, el vestido sin color se había ajustado tanto que parecía quebrar el cuerpo.

Es precisamente en ese punto cuando los panes que uno podría robar empiezan a ofrecerse, pero ocurre que abundan demasiado para saber cuál es el que conviene, el que no está deformado o no se pasó de horno o no tiene un trozo de carbón metido en la carne. Si por lo menos él pudiera beber antes de decidirse. Aunque quizás no sea eso tampoco lo que necesita. Es más bien como si se doliera de algo, pero de algo que no está en su propio cuerpo, sino en la cintura de la muchacha, un dolor que ella le está arrojando sin mover un músculo. Primeramente lo sintió en el forro de la chaqueta. Dos o tres agujeros de la envejecida tela, por donde se salían ciertos muñones de estopa, se le empezaron a clavar salvajemente en el cuerpo, el mismo cuerpo que él había olvidado encima suyo. Era decir que tenía un cuerpo que podía sentirse castigado por los irremediables agujeros. («Pero yo venía por el pan, insisto en que tenía que comer o caerme»). Ahora es el revés de la piel lo que se subleva. Desde los tobillos hasta la nuca, los runruneos de la muchacha y el gato le están caldeando por dentro, en una especie de monstruoso sinapismo que se le extiende y aprieta hasta desollarle vivo. Y ya no más batalla. Él resiste hasta ahí, él sabe que ya no podrá evadirse. Cuando respira en profundidad las primeras veces y se lleva el desnivel de su sangre hasta los sesos, todavía le es posible algún pensamiento. Pero ya agotó también ese recurso. Su última inspiración se le ha quedado agarrada como un sol en los riñones.

La salivilla de la muchacha se le había condensado en las comisuras. La despegó como si fuera miel de higo, y, a fuerza de monosílabos y toda la variedad de los gestos, acabó liberando como un hipo transparente su especie de angustia acorralada, que no alcanzó siquiera para despertar al gato. Siempre sería mejor así, aunque quizás debería gritar como todas, para que él la cambiara por un pan y saliera sin vivir aquella historia. «Pero que no grite, Dios mío, que no grite. Quítamelo, quítamelo». El hombre con la granja encima, tenía que volver a recordarlo… Ella no tuvo tiempo de incorporarse, le ofreció medio camino hecho, y él nunca ha sentido un deseo tan feroz de aniquilar a alguien y una incapacidad tan total de defenderse de sí mismo. Es claro que lo peor radica en la desgraciada circunstancia, en el tener que ser tan rápido, en no poder confiar en la impunidad de los sucesos. «Y en que yo venía por el pan, sábelo, pequeña perra, en que yo venía…». Le oye un acuoso gorgoteo en todas las vísceras que le está apretando, y esa respuesta sumergida se trae mucha más fuerza que las pobres palabras con que él pretende justificarse. Son los intestinos de ella los que fabrican burbujas que revientan bajo su presión, es también el pan que ella ha comido en la mañana y que él aplasta con su derrumbe. Mas en los ojos a punto de saltar se revuelca una imploración que no es la de todos. Ha querido eso alguna vez, y no quiere, y volvería a quererlo en cuanto él se le quitara en su peso y su violencia.

Era todo distinto con ella, desde la mezcla absurda de aquellos olores a pan y a gato hasta su resistencia carne adentro. Por un segundo de asco se le ha venido al remolino que sopla bajo su nariz el olor de todas las mujeres holladas que conoció en su vida, como si lo empujaran a asfixiarse en un desván de ropa sucia. Luego, al forcejear y no obtener reacción en la chiquilla, quisiera de nuevo encenagarse, chapalear en las otras. Pero ya no hay tiempo ni para añorar el deslizamiento fácil en la mujer casada, de cuyo lecho salía, además, el olor a confianza del marido. Es necesario ese furor, aun a trueque de olvidarse de muchas cosas. La está odiando mientras la despoja, la odia cada vez más adentro, va a atravesarle las vértebras y a dejarla clavada con su sexo sobre los sacos.

Mas, ¿qué le ha hecho ella? Fue al cabo de esa pregunta cuando dio en mirarle el rostro. Se le habían evaporado las pequeñas flores del principio y no le quedaba flotando sino un tenue manto de pecas, que parecían haber bajado de la rebelión del pelo, como pequeños piojos de su mismo color herrumbre. «Desgracia –masculló en sus últimos y ya debilitados estremecimientos– tenía que suceder esta desgracia». Pretendió reanimarla con los recursos vulgares, pero no pudo conseguirlo. Entonces, también rápidamente, como debía ocurrir todo aquello, se deslizó con su boca y comenzó a besarla sobre la rosa violentada, con todo el ardor que pudo sacar penosamente de su cansancio. Hasta que ella comenzó a perturbarse. Solo en ese instante vendría a conocer algo de su parte. Lo otro, lo terrible del desgarramiento, le mantenía aún las uñas clavadas en los sacos. No había tenido sino jirones de sí misma. Pero su amor, su imagen del amor con cabellos color miel y ojos azules, la estaba restañando. Ahora ya lo sabe todo, y, además, está mirando el techo tanto más alto de lo que ella creía que estaba. Son muchas cosas juntas para conocer en tan breve tiempo, cosas que ella quisiera decirle sin que él suspendiera el desagravio.

En ese momento se oyó el pesado zueco de alguien arrastrándose en las losas del fondo. El hombre se incorporó como con un muelle. «Ahora es cuando ellas gritan, cuando se acuerdan de hacerlo». El peligro había pasado. Casi pudo ver si través de los muros el talón de los gruesos zapatos cambiar de rumbo… «Y entonces no hay más remedio que estrangularlas». Un ruido de puerta de horno trajo un aliento de pan. «Pero esta es distinta, es de raza caliente, de las que morirían sin escándalo. Si una pequeña hembra así se pudiera llevar oculta entre las piernas, si no quisiera después colgársenos y engordar a nuestro crédito…». Le miró aún la cintura inverosímil, los brazos infantiles que acababan de caerle sin fuerza a ambos lados. Por un segundo de estupidez, ella esperó que él se sentara en el borde de los sacos, que no se pusiera aquel pan bajo el brazo y saliera como un sucio mendigo, abrochándose el pantalón con la mano libre. El hombre sintió todo eso en su espalda, como si ella le hubiera arrojado esquirlas desesperadas por cada pensamiento. Era inocente como la harina –pensó–. Pero se veía a lo lejos un camino de huesos, y ya no más historias. Necesitaba volver a tener los huesos duros, para alcanzar cuanto antes la sombra.

Iba sintiendo un gusto metálico bajo la lengua y cierta humedad espesa en los labios. Se pasó el dorso de la mano y vio la sangre que le habían ofrendado. «¿Qué sienten ellas cuando dan eso, qué pensarán después de haberlo perdido?». Recién entonces pudo cobrar conciencia de los hechos. Ella había quedado con todos los panes encima. Pero esa vez los ojos finales no estaban saltados y rotos, parecían violetas húmedas. Y, además, alguien le había dejado una cintura entre los dedos. Aquella sensación como la de llevar una flor por el tallo empezó a perseguirlo, a adelantársele, como los círculos insistentes de un abejorro, caminando él y la cintura en pequeños anillos delante, interferida por los aros de la luz que bajaban de los árboles. Pero no más que eso. No iría a enjuiciarse por una virgen más o menos, si al cabo del mismo día toda la humanidad estaría tendiendo a esa experiencia. Al contrario, es el hombre quien cargará siempre con la molestia, él, por ejemplo, y la maldita cintura que se le ha venido. «No están conformes si no nos arrojan algo, sea lo que sea» –dijo sordamente–. Ya se había sorbido toda la sangre de la muchacha y empezaba a sentir necesidad de escupir su propia saliva, verla fuera de él hecha una bolita en el suelo.

Un cielo azul, levemente algodonado, se tendía sobre los álamos. Sin dejar de mirarlo, solo por el ruido de sus pasos, supo que iba sobre un puentecillo y bajó a beber hasta no desear una gota. Pero el cuerpo se le resistió a despegarse de la tierra. Mirando las piedras del fondo, vitalmente adheridas como costras, pudo conocer al fin su propio cansancio. Sacó el pan del bolsillo y lo empezó a roer lentamente, hasta sentirlo dulce en la boca, como los muslos de la panaderita violentada.

Los colores del trigo, del pan, del gato, del pelo, todos la misma cosa terrible. Ese color se le incrustaría siempre en los huesos, en la fatalidad de los huesos que habitaban su carne. Había amado cierta vez a una mujer de ojos amarillos. Tenía con ella una especie de obsesión sumergida, no poderle permitir que los cerrara. Lo invadía el terror de que ella poblara su minuto con otra imagen que no fuera la suya, y la obligaba a vibrar con la mirada duramente abierta, en una dilatación sin tregua. Cierta noche de amor, después de haberla poseído en esa forma bajo una luz intensa, había terminado pidiéndole que dejara de mirarlo. Ella no pudo. Él tuvo que bajarle los párpados con los dedos y sujetar sus mandíbulas con un pañuelo. Le quedaron tres pestañas en las yemas. La mujer se le había escapado no sabía él por qué misteriosa puerta. ¿Qué hacer con tres pestañas doradas, restituirlas, arrojarlas al fuego? Hasta cuando se van en esa forma insisten en dejar algo, piensa. Pero ese, por lo menos, es un bendito recuerdo. Siempre se le aparece en el momento en que irá a dormirse (la cintura de la hija del panadero), entreverado con las últimas cosas de la vigilia (la cintura se ensancha, desaparece), que es la mejor forma de evocar aquellas terroríficas pestañas. (La muelen a golpes y ella no responde. Luego se le hinchan los pechos, se vuelve enigmática, enorme y dolorosa como la luna llena. Quizá sea demasiado estrecha de huesos, y se les quede también a ellos entre los dedos, con los ojos endurecidos y sin pedirles nada. ¿Pero qué culpa puede caberle a él en todo eso, tan lejano, que ocurrirá después de tanto tiempo?). Y ahora se dormirá comiendo pan, se alejará masticando hasta el fin de la conciencia.


III

El Enjuiciado


–Eh, tú, chiquillo, ¿querrías subir al heno?

El hombre despertó con otro color de cielo encima. Visto desde tan bajo le pareció más alto y más redondo, la verdadera altura y redondez del cielo. ¿Y si él hubiera sido aplastado por ese cielo? No quiso seguir pensándolo, siempre sería una victoria no haber muerto.

Por el camino de álamos, siguiendo la pendiente que él tendría que hacer, iba una campesina empujando una carretilla. Al mismo tiempo, con esa necesidad que tienen ellas de aprovechar su exuberancia, llevaba atado a la cintura el cabo de una cuerda en cuyo extremo posterior iba amarrada una vaca. La pacífica aparición no dejó de resultarle confortante. El camino tenía un aire triste y deshabitado, como si desembocara donde se va sin pies sobre la hierba. «Pero ella no está muerta –dijo, liberando de hormigas el resto del pan y guardándoselo en el bolsillo– ella es lo más real que podría ocurrirme». Estiró las piernas, se incorporó totalmente y subió al sendero. Cuando volvió a ponerse junto a los árboles y midió su estatura real, el absurdo de la proposición lo movió a risa. Pero dio en mirar de nuevo a la campesina. Ella se mantenía en su actitud de ofrecimiento, esperándolo. Era una mujer de edad indefinida, como el campo. La juventud le trascendía más de su riqueza vital que de ningún atributo externo. Emanaba rusticidad y fuerza, desde la piel hasta la ropa y el pelo.

El hombre intentó varias veces sonreírle, pero aquello no marchaba. Tuvo, finalmente, que trepar en la carretilla. Se colocó boca arriba, encogió las piernas cuanto pudo y dobló sus brazos bajo la nuca. Cuando vio que el cielo y los árboles empezaban a correr hacia atrás, se decidió por aceptar las cosas tal como estaban ocurriendo. En realidad, no se podía ambicionar nada mejor que todo aquello, ir deslizándose sin saber adónde, con un chirrido de polea seca en el estómago y encogido como un alambre. Cerró los ojos y se dejó invadir por el nuevo entorpecimiento.

Hasta que la carretilla volvió a detenerse. Habían llegado hasta un bosque compacto que impedía seguir avanzando. A la izquierda de esa senda cortada por los árboles oscuros, se abría otra, quizá la que conducía a la casa de la mujer, pues se observaba a lo lejos un desperezamiento de humo sobre un techo.

Y ahora él no quisiera transferir su nuevo estado. Le parece que podría permanecer agazapado como un saltamontes en el color del heno, que ella tendría que irse con su vaca en dirección al humo. Él miraría con un solo ojo hasta que la forma humana y la animal se evaporaran en el cielo, sería capaz de concederles esa gracia. Pero le debió ocurrir lo contrario, como siempre. No solo no se iba, le estaba llorando sobre la cabeza. La mujer se había arrodillado por detrás, entre uno y otro brazo de la carretilla, y mientras él ensoñaba su abandono ella le continuaba estrechando el cerco con sus lágrimas, más reales en significación que su propio cuerpo. ¿Qué era lo que sentían al hacerlo en esa forma? Su larga experiencia no le había alcanzado nunca para tanto, llegar al fondo de ese estado líquido y escondido de las que lloran en silencio. Mas, de asombro en asombro, vio cómo la mujer, que se había incorporado al mismo tiempo, llevaba la vaca al borde del camino y cómo el animal se echaba en la hierba tal si se lo ordenaran. Le quedaba aún algo más para dejarlo perplejo. La extraña criatura se fue últimamente hasta la carretilla, tomó una brazada de heno, la depositó sobre la hierba de la vera y preparó allí dos almohadas.

Todos sus movimientos habían sido misteriosos, llenos de filosofía y de destino, como desplazándose en una atmósfera ritual que la seguía en un halo alrededor del cuerpo. ¿Pero qué pretendía, adónde iba con todo aquello? Ni pensar que pudiera querer amor, al menos el de las formas comunes. Había tal infinita tristeza en todo lo suyo que él, siendo quien era, llegó a sentir la profanación que en ese instante podría representar el deseo. Finalmente, tomándolo y manejándolo como un niño –él volvió a recibir sus lágrimas– lo acostó con precaución en el suelo. Luego se le tendió a su derecha, sin más preámbulo que su llanto, que parecía dispensarla del equívoco.

El hombre pudo ver ya sin distancia todo el rostro. Tenía los ojos azules y el cabello pajoso, reseco, de vivir en los campos. Pero cuando debía escudriñarla en más detalles se quedó, de pronto, como hechizado. La mujer iba a abrir su bata, indudablemente. Hay cosas que se hacen de un solo modo, que no pueden ocurrir sino en su forma más simple.

Empezó por uno de los botoncillos intermedios, que se le quedó entre los dedos, mostrando al aire un colgajo de hilo. Lo arrojó a un costado, desprendió bruscamente los demás y acabó sacando todo el seno. Era un seno increíble, demasiado blanco para el resto de la piel, al menos la curtida piel del rostro, el cuello y los brazos, y que no parecía pertenecerle al cuerpo. No bien escapado del corpiño, su pezón, excitado por alguna secreta onda sumergida –era un pezón de mujer rubia, levemente agrietado, y con una aureola casta y tersa– empezó a crecer, a endurecerse. Tampoco podía caber ninguna duda para el hombre en aquel pequeño suceso. Pero él había caído en una especie de negación de sus actos habituales, como si la voluntad se le hubiera disuelto en la de la mujer, y en la espera de lo que iba a darle. Antes, ella le pasó el brazo bajo la nuca, le hizo girar hasta tenerle de flanco y le aproximó su fuente a la boca. Ya no había nada más que hacer, pues, sino lo hecho desde siempre, o como necesidad o como costumbre. Un río dulce y blando empezó a entrarle en el cuerpo.

El hombre se prometió no tragar aquello. Luego, sin otra alternativa, pensó en el rechazo. Pero con la leche entibiándole la garganta, comprendió que todo era imposible. ¿Cómo negarse a algo que le estaban dando en forma tan distinta a la común y sin que hubiera mediado siquiera el ofrecimiento? Además, ella sostenía el pecho con la mano, apretando en cada succión, como si quisiera agotarlo. Si él había optado por beber, tendría que hacerlo en igual ritmo. Y, entonces, ya no más resistencia, sino el larguísimo olvido, esa forma de olvido tan desigual para cada uno de los dos y que jamás podrían transferirse.

Solo a media jornada, cuando ella le cambió suavemente de pecho, pudo comenzar a dar fe de sí mismo. Un hombre es arrancado de su sueño en un puente, el sueño más pegado a la tierra que puede dormirse. De allí, sin tiempo ni para restregarse con la luz, le dicen que es un chiquillo, lo obligan a encogerse sobre un haz de heno, lo vuelven a adormecer, lo impulsan no sabe adónde, lo invaden, lo penetran… Pero lo cierto es que la hierba está demasiado blanda para dolerse. Y, además, él había olvidado el chasquido dulce de sorber de verdad, con un exceso líquido, en las comisuras y el afán acompasado de hundir la boca, la nariz y la mano en esa masa sin hueso que parece un enorme molusco varado. ¿Pero y ella, en qué estará, tan quieta, tan ciega? No le importa mayormente. Si tuviera los ojos color limón, él no podría permitírselo. Sin embargo, no le angustia que una mujer de mirada azul esté perdida. Además, él piensa que es el único dueño de ese momento, y el único también que puede haberla escanciado en tal forma, hasta dejarla sin una gota que ofrecer a nadie.

En medio de aquella posesión fabulosa, advirtió que había colocado su pierna sobre la cálida pierna de la desconocida, y que ambas transpiraban a través de las ropas intercambiándose mensajes del cuerpo. Pero allí la dejó. No había peligro. Ninguno de los dos vibraba cintura abajo. Cosa extraña: parecían haber muerto en los vientres, sus vidas existían y latían hacia arriba, anastomosadas por la leche y el llanto. Qué misterioso y dulce todo aquello. Un seno que no se ha perseguido, que se entrega solo. ¿Pero quién podía haberlo adivinado antes para henchirlo en tal forma? Cierto que ellas, todas ellas, tenían eso bajo la blusa, pensó. Cuando se las roza por encima del vestido se percibe su redondez inconfundible como la de las manzanas en un bolso. Claro que los frutos de ellas son distintos a las manzanas, tienen su calor vital, y ese calor quema la tela, se adhiere a los dedos y entra sin remedio en la fatalidad hundida del hombre. ¿Pero quién habría podido adivinar ese pecho, precisamente, tan desigual al resto visible del cuerpo? Tenía las finas venas al trasluz, como árboles de la quimera bajo la nieve, y él las seguía con los dedos. Era decir, pues, que ella, rústica, sufriente y sin rostro de amor, alimentaba también árboles azules, y que esos árboles habían sido adivinados por alguien más penetrante que él, que la hubiera dejado pasar mil veces sin desearla. Tuvo un acceso de violencia contra sí mismo y mordió el pezón sorpresivamente. Todo el cuerpo de ella se estremeció entonces desde las raíces, comunicándole el choque. Pero él no deseó que volviera a ocurrirles. No quería vibrar con esa mujer que lo había regado con su leche y sus lágrimas.

Ella pareció recobrar su propia paz en el atemperamiento del hombre. Estaba también entrando en una especie de coagulación del sollozo. Él había ido recogiendo sobre su pecho las distancias cada vez mayores que se tendían entre uno y otro suspiro.

Y bien: cuando la sienta completamente aliviada preguntará, ese deseo sí que no puede eludirlo. Y no por saber cosas que hasta cierto punto no le atañen. Es que en esa leche tiene que haber algo más que un niño que se ha muerto. ¿Por qué no se la quita en otra forma? ¿Por qué llora y no reincide?

Empezó por olvidar la boca sobre el pezón, como si se hubiera dormido. En realidad, todo aquello era dormir cierta especie de sueño, era como retornar a la penumbra intrauterina, a un escondido chapaleo del que trascendían todos los olores y todas las blanduras de aquel olvidado apareamiento. ¿Pero cómo se lo preguntaría? Lo difícil no estaba en las palabras, sino en la voz que necesitan. Tenía miedo de oírse, de romper el aire que se había acostado sobre ellos.

Y, de pronto, se encuentra diciendo lo que no quiere, lo que no puede.

La mujer se sobresaltó. A ella también le habría sonado torpe ese retorno a la voz humana. Desde entonces, pareció darse a recorrer una inmensidad de respuestas, aunque la pregunta no podía tener sino una, y bien simple, como la forma de empezar a abrirse la bata no hubiera admitido nada más que el amamantamiento. Pero era todo tan pausado en ella, y tan cerrado hacia adentro, que él hubiera desistido de espolearla.

–¿El niño, has preguntado? –dijo la mujer al cabo de aquel silencio, con un timbre neutro.

–Sí –asintió él secretamente, sin dejar de acariciar el seno.

–Pues si quieres saberlo –continuó ella en el mismo tono– no lo tengo nunca lo tuve, ni siquiera lo sentí un solo día en el vientre…

El hombre recogió en todos sus poros lo que ella acababa de decirle. Su revelación había sido del mismo estilo de su abundancia secreta, única en sí misma, diferente al resto del cuerpo.

–¿Y esto? –preguntó él con asombro, sacándole un poco de leche y extendiéndola entre los dedos.

–Ocurrió de tanto desearlo –respondió la mujer, hundida cada vez más en sí misma. Una noche sentí que me dolían, que comenzaban a manarme…

Él irguió rápidamente media espalda, apoyándose en un codo. Con la otra mano apretaba aún el seno, como si fuera a deshacerlo. Una especie de triunfo perverso le había calentado el aliento, que se le desparramó sobre la cara de la campesina cuando fue a mirarla en los ojos.

–¿Es decir, pues, que no te adivinaron ellos tampoco, que no te amaron nunca? –dijo, amontonando las palabras.

Pero no hubo tiempo en el aire para recuperar el rostro de antes. Como si recién hubiera cobrado conciencia de que acababa de amamantar a un hombre, ella lo miró desde un odio violento.

–No saben, no pueden –contestó con dureza, quitándole el pecho y escondiéndolo.

Entonces él sintió que su corazón iría a achicársele, a endurecérsele, como una nuez perdiendo la pulpa. Y que no podría detener él ese proceso, la sensación, por lo menos, de ese proceso, ni volviendo a repetir la delicada faena de sorberla, ni aun siquiera forzando su deseo con ella. Había esa sola cosa cierta: una ubre solitaria llenándose a sí misma en humilde mansedumbre secreta, y él, el acusado, el reo de aquella inaudita causa perdida, acabando de recibir la mejor parte.

La mujer se incorporó, al fin, lo ayudó a levantarse y, entretanto, recogió el botón perdido en la hierba. Cosa terminada, pensó él. Cumplido su oscuro rito, se marcharía. Con el seno escondido ya no era la misma, por otra parte. Y, además, se iba. Eso también entraba en el orden de las cosas que no pueden hacerse sino de un solo modo, irse, cargando una pequeña giba de encono y de tristeza. Las mujeres se iban siempre de la misma manera, observó, les cerraran una puerta en la espalda o las dejaran partir en un campo.

El hombre la miró alejarse en el anochecer, solitaria, con su carretilla delante, su vaca detrás, como la había conocido.

Tuvo un poco de irremediable asco por lo que acababa de hacerle. En fin, se había ido sin exigirle más nada. Una noche se ahogaría en su propio río blanco –casi la vio aplastada por su pecho– y sin el cobarde «quítamelo» de los otros, estaba seguro. ¿Pero, y a él, qué podría importarle su muerte? Además, era demasiado nebuloso todo aquello, como si no le hubiera sucedido nunca. Estaba tan aclimatado en los hechos vulgares, que toda su vida había acabado acusando de ensueño ridículo a la maravilla.

Volvió a palparse con terror. No, no se le había quedado en el puente ni el heno. Aquel caramillo le era fiel como su sexo. Le arrancó una melodía vulgar para recuperar los tonos, y empezó a calcular el tiempo que supondría el maldito cementerio.

–Nunca se pasa por ahí completamente tranquilo –murmuró ya con la noche encima y los pies algo duros.

Todo él se sintió caminando rígidamente, como un árbol desenterrado. Hubiera deseado asegurarse antes de su salvoconducto. Aquellas míseras mujeres lo habían transmigrado a tantas formas. Aquellas mujeres. . . Quiso volver a pensarlas a todas, desde el primer deseo de la vida. Pero en ese instante su caramillo le resbaló a lo largo del muslo y cayó sordamente en la hierba.

–Extraño: no quiero, no puedo levantarlo. Y, sin embargo, con o sin él, es necesario salvar el obstáculo… «Soledad, pequeña hija mía, ¿vamos entrando?» –dijo, diente contra diente.

Era, en realidad, un huésped vulgar para la muerte. Tenía aún en las uñas la tierra y el estiércol de la granja.

Cuentos completos

Подняться наверх