Читать книгу Cuentos completos - Armonía Somers - Страница 11

Оглавление

La puerta violentada

El hombre interrumpió la cena y extrajo algo de su bolsillo más secreto. Un pequeño billete plegado en cuartos. Lo desdobló, lo aplanó sobre el mantel, le quitó unas inicuas pelusas, de las que parecía tener un criadero oculto. Luego lo miró –esto iba más que de sobra– y hasta pareció descubrir en él cierta asombrosa clave del cálculo de posibilidades.

Como un instinto, como una costumbre fisiológica, el individuo estaba sabiendo que ese momento de la cena no podía ser otro que el suyo, su propiedad en el tiempo. Fue precisamente al finalizar todas las formalidades previas, cuando el reloj de pared soltó de golpe su pájaro enjaulado. Abrió él entonces junto al plato su diario de última hora, le respiró el olor a tinta fresca, buscó cierta página y los apretados números pequeños que la llenan. Finalmente, acercó el borde del billete a una columna como si no tuviera memoria, como si necesitara en realidad de confrontaciones.

Para entonces, había ocurrido ya otra cosa en el orden del mundo: las tres mujeres del lado opuesto de la mesa. Ellas, a su vez, debían poseer también su matemática del tiempo. Tiempo de angustia, sin duda, tieso en el aire como sus antiguos vestidos, pero del que no hubieran osado desprenderse.

En el instante crítico, clavaron sus ojos en el hombre. Pero no con una mirada simple, sino con las que calan más allá del cuerpo, donde cada uno mantiene oculta su razón de existencia. Él les había permitido siempre eso, mirarlo al trasluz en cualquier parte que estuviera, así fuera en la cama o en el baño. Al fin, ellas tenían para algo sus cincuenta y siete, sus cincuenta y cuatro y sus cuarenta y cinco años, duros y altos como una muralla ante sus indefensos treinta. Él había apreciado siempre aquellas sus edades en conjunto. De los cuarenta y dos años moderados del último promedio, salía una mujer capaz de desnudarlo, de conocer hasta la mayor miseria de su pobre alma y de su pobre cuerpo.

Las tres hermanas de Juan comprendieron de inmediato lo ocurrido. Hacía demasiado tiempo que se repetía el mismo proceso. Cuando no en las decenas, debía ser en las flacas unidades, el más mísero de los valores que campean en el número. Pero siempre la terrible burla de la suerte, la ironía sangrienta de la maldita cifra derrumbándolo todo.

También conocen ellas el dolor que arranca de cada nuevo fracaso. Le saben el segundo de plasmación, aunque no aflore, y le siguen el rastro. A través del muro ciego de Juan contemplan la sucesión de sus imágenes desesperadas. Seguir con la peluquería –el niño ha heredado el oficio del padre– siempre tras el sillón humillante, siempre rasurando cuellos abotagados, siempre palpando la calavera bajo la piel de otros, que es como palparse; la propia muerte todos los días. A veces él hace esfuerzos locos por liberarse de ese maldito palpo de los huesos. Pero no bien aplica los polvos sedantes, se le aparece el hombre muerto por debajo del vivo. Él quisiera prevenirle algo importante a aquel desgraciado que se está allí, quieto, cerrando sensualmente los ojos, mientras le pasa las manos por la cara, tironeando hacia atrás, y le deja los huesos a flote, con esa expresión de mascarón de proa que cobra entonces el rostro. Quisiera avisarle que no se deje atrapar por lo de adentro, que eche a correr sin pagarle, que gane tiempo al hueso. Pero pronto el otro abre los ojos, se mira estúpidamente en el espejo, comienza a rebuscar monedas en el bolsillo…

Su número no quiso, una vez más, liberarlo. Se le había rezagado en cuatro millares. ¿Pero por qué, por qué no podía ocurrir lo inverso, rebelarse él contra esa esperanza, contra esa estupidez a plazo ilimitado que se le muere cada vez en la mesa, luego de parir su desgracia sobre el casto mantel de las hermanas? Y bien, que suceda, pero una vez por todas. Quizás en eso radique su fuerza de hombre, en quitarse de encima tal vergonzosa gravidez de cada semana, de cada año, de cada miserable vida que él vaya reencarnando. Si no fuera por no sobresaltar a las mujeres, él lo declararía desde entonces a gritos, acompañándose de alguna blasfemia para sentirse más duro, más definitivo. Nunca ha blasfemado, precisamente en esa casa no se acostumbra. Pero él sabe, él lo ha oído tras el sillón de los muertos con barba y podría hacerlo quizás mejor que ellos. No piensa cómo quedaría la cosa en su voz aflautada, demasiado fina para su corpulencia, como un brote anémico en un tronco grueso. Está por demás ocupado en lamer la palabra en sí, con gula, y no le interesan sino los sabores. Pero, mezcladas a su saliva, se le degluten las lágrimas de sus tres madres, arrancadas por la plegaria conjunta: «Que sea la próxima vez la suerte del pequeño, que sea, Dios grande».

Juan empezó a plegar de nuevo en cuartos el billete. Sin levantar la vista de su inútil operación, dio en colorear mentalmente los ojos que lo estarían mirando. Vio, en primer plano, los de Virginia, la más vieja –alta, fina, como los atributos que se le escapaban del nombre– y pensó: sin duda continúan siendo azules, dulces y llenos de agua presa, como tazones de fuente, con ciertas ramitas quebradas en el fondo. Vio después los de la segunda hermana, Violeta. Tenía también el nombre exacto en los ojos, descubrió con asombro. A causa de la palabra frustrada, se le había subido una ola imaginativa. Hay seres, comenzó a discurrir pasando la uña por los dobleces del billete, que llevan su nombre en algún lugar del rostro, y otros que lo niegan. Trataría de comprobarlo al día siguiente, rasurando. Así podría defenderse de aquellos cadáveres sentados en actitud de ofrecer las barbas. Y luego los ojos de la menor, Clara. Ella desmiente, siempre tiene que negarlo todo. La miró de golpe. Sus ojos estaban como invadidos de un infierno negro, toda ella era como fuego envasado, pensó, sangre quemándose. Siempre les había guardado él cierto miedo a aquellos ojos. Parecían los de un ladrón, pero de un ladrón que no se decidiera a dar el golpe.

No se animó, aunque lo amaba –masculló el hombre haciendo añicos el billete y arrojándolo bajo la mesa.

–Ya se animará, querido –dijo Clara equivocando el rumbo–, no lo rompas con ese odio, que puede traerte desgracia.

Y se levantó a llenar el plato del hermano. Juan valoró más que nunca la impenetrabilidad del pensamiento. Él era entonces un niño, evocó trinchado la presa y sacando con repugnancia un ajo, pero bien que había podido sorprender el beso de esa lejana noche junto a las violetas del patio. Y verla desmayada casi en los brazos de aquel bello demonio que se llamaba –extraño, podía aún oír su voz– Pedro Cosme. Pero cómo lo había rechazado ella para siempre. Casi logró liberarse del juramento junto con la caza del recuerdo. Mas tampoco alcanzó a suceder esa vez. Hubiera sido tan terrible como eructar delante de tres mujeres a las que nunca había podido sorprender en ninguna de sus funciones elementales.

Y bien; a causa de los tres temperamentos de ojos, él no se lamentaría más en su vida. Y en cuanto al maldito número, aquel billete fatalizado, aquella parturienta redimuerta, que consumara su último fenecer, que no osara jamás ultrajar la mesa, que nadie le vendiera o le regalara esa ilusión estúpida, que no se la mencionasen, siquiera. Se lo arrancaría de su deseo como una espina, tironeando brutalmente (Virginia le empezó a mondar una fruta, mientras Violeta le removía los restos del último plato) y asunto concluido. Saboreó en riguroso orden de placer esas tres palabras tan cargadas de futuro y de hombría. Trató de imaginarlas caminando en zancos sobre el mantel. Luego, hubiera jurado que las veía andar sobre cuchillos. Cerró los ojos. Sintió cómo los cuchillos parados salían al patio gravemente. Patio viejo rodeado de puertas, evocó para no perderse en los sucesos, y cuchillos. Un arriate de violetas sombrías en el centro –más cuchillos– helechos en las paredes, un pájaro vivo que suelta, de pronto, cierto canto de dos notas, una aguda y otra grave, parecido al del que está preso en e1 reloj –cuchillos, cuchillos–. Las hermanas quitan el mantel, envolviendo las migajas. Un billete arrugado bajo la mesa. El billete, los cuchillos, el demoniaco y lejano Pedro Cosme, todo mezclado en el bazar del sueño digestivo.

Hay comienzos humildes, demasiado humildes para las grandes cosas. Así fue cómo un hombre, sin palparse los huesos de su cara, sin tironear demasiado su piel hacia atrás al afeitarse, sin caracterizar de mascarón de proa, se introdujo en el cuerpo lo que quería prevenirle a los otros, el principio disolvente de su propia muerte.

La semana próxima, en el día señalado por la costumbre y marcado con el sobresalto del reloj, ocurrió lo de siempre. El diario que se abre junto al plato –no así el billete doblado en cuartos, que esa vez no fue adquirido– y las tres mujeres, ignorantes del crimen, vertidas rezo adentro. Pasó, finalmente, el lapso convencional. ¿No se debía mirar ya hacia Juan para conocer las nuevas? Lo hicieron matemáticamente, como obedeciendo a un muelle oculto. Pero lo que encontraron allí no tenía paralelo. No fue sino el molde roto, la catástrofe, algo que acaecía en una forma nueva, imprevisible. No hallar a Juan, sencillamente.

Era otro rostro el que emergía de la mesa, apoplético, desencadenado, segregando humores extraños, asaeteado por gestos malignos.

Lo socorrieron distribuyéndose las tareas, sin preguntarse cuáles. Virginia, que había quedado en el comedor para sostener la cabeza convulsa, miró instintivamente hacia la columna de números del diario. Tuvo que empinar toda su sangre para sobreponerse. Grande, vestido de negro, sobresaliendo de la multitud sin importancia, como un señor de gran vientre y flor en la solapa, se humilla el aire grave del número de Juan, indefectiblemente caído en el cepo. Era decir, las cuatro cifras perversas apresadas al fin en su conjunto, sin mordedura en ningún sitio del cuerpo, el valor íntegro y puro como una piedra de primer agua.

Estaba la mujer en la tarea de imprimirle un nuevo rumbo a su plegaria –«sálvalo, sálvalo en su día de buena suerte»– cuando las otras dos acudían ya con las toallas húmedas, las sales, el sinfín del salvamento. Forcejearon, pelearon con el desorden de aquella vida como nunca hubieran creído que sabrían hacerlo. Hasta que cierto color humano volvió a poblar el rostro. Pero hubo lo que no quiso retornarse, los ojos. Habían quedado extraviados del viejo estilo. Miraban distinto, con una pupila enorme, ensimismada, quizás dichosa en sus nuevos paisajes, pero no la de siempre. ¿No era que por allí estaban penetrando los billetes del gran premio, extendidos sobre el mantel como el deshojamiento de un otoño inacabable? Que no se hubiera adquirido el número, eso no tenía por qué contar en los nuevos cuadros. El hombre ve los billetes sobre la mesa. La paz sobre cuchillos se ha ido por alguna puerta. Allí crecen entonces tabacales de anchas hojas, que él consume en cigarros macizos. Capricho de gran rico, sin duda, fumarse unos cuantos billetes, los pies sobre la mesa, plácidamente. Nunca se había atrevido a hacer dos cosas terribles, por respeto a las mujeres, blasfemar y colocar los pies en esa forma. Pero qué aventura extraordinaria la de vivir un minuto sin freno.

Lo llevaron al lecho como a un niño. Él balbuceaba con la lengua seca, amarga y difícil, en su plástica perdida:

–Creía no haberlo comprado, es decir, había jurado no comprarlo nunca. Pero mírenlo, mírenlo, aquí está el hijo de p… (Se animó, por fin, a soltar la aherrojada palabra, levantando en alto el cuerpo sin sustancia del sueño y dejándose manejar por las mujeres). Sí –parloteó aún desde la almohada–, mañana se abrirá la barbería, pero por sport, por capricho de rico. Afeitaré con la navaja vieja a los que aborrezco. No se atreverán a protestar, cómo van a animarse a hacerlo. Atisbaré con placer su dolor en el espejo, veré su rabia contenida. Luego, a último momento, cuando les aplique los polvos, les hablaré brutalmente de lo que tienen bajo el cuero –ji, ji, ji– y los largaré a la calle sabiéndose con eso dentro.

«Con eso dentro, con eso dentro, con eso dentro».

Lo repitió aún cien veces. Un sudor copioso empezó a manarle de aquel afán descontrolado de palabras en serie.

–Calla, amor mío, descansa ya –dijo una de las mujeres, sentándose en el borde del lecho y cubriendo con su cuerpo a las otras dos en la tarea angustiosa de revisar los bolsillos del hombre para convencerse del desastre.

La suavidad de la mano que le habían colocado en la frente lo precipitó, de pronto, en un sueño que lo agarró de los pies, tironeándolo hacia un abismo. Su violenta caída desembocó en un vertiginoso remolino. Volvió a la superficie con un pequeño grito afeminado, de cierto agudo placer que jamás había compartido. Todo posible, pues, en esa noche esplendorosa y mágica, hasta sentir aquello, precisamente aquello, delante de las puras hermanas. Vio por un fugitivo segundo sus tres rostros blancos velando en la oscuridad como flores despiertas. Pero no alcanzó el breve tiempo del dulce cansancio que le sobrevino para sentir vergüenza. Apenas si logró enjugar en la almohada el colgajo de baba que el fuerte placer le había dejado en las comisuras, y volvió a sumergirse. Lo de entonces fue distinto, un plazo infinitamente largo para todo.

La más vieja de las mujeres consumó esa noche la gran audacia, írsele a Dios a las barbas, pero no pidiendo clemencia, sino exigiendo más locura: «Haz que yo llegue a creer de tal modo que logre confundirlo con mi postiza quimera. No le permitas mirar el engaño a mi través, haz que yo pueda simular sin artificio su convencimiento».

Amaneció. Todos los que han tenido que esperar alguna vez saben lo que demora eso, que de pronto empieza a ocurrir de por sí, sin que nadie haya podido abrir el cielo con los dedos.

Días después hubo que rehabilitar la peluquería. Pero no pudo ser lo mismo de siempre. El mundo había dilatado las narices, había olfateado el caso. Y la locura de Juan acabó entrando en todos los pulmones con la primera bocanada de aire. El individuo que adquirió el billete abandonado no quiso verse directamente con el dinero, lo invirtió en seguida en una finca. Luego, según su plan, vendió la propiedad. De ese modo se creó la ilusión de manejar otro dinero, no el precio de una cordura, sino el producto de un negocio cualquiera. Pero en cuanto a rasurarse en aquella barbería, eso ya nunca. Ni él ni nadie. Una navaja en las manos de un tipo con tales pupilas, con tal temblor, con tal alegría de última hora no era cosa de ser desafiada por simple deporte. Estaba, además, aquella muestra de hojalata suspendida en un hierro transversal sobre la puerta, como un péndulo. Nadie había escuchando jamás su ruido al ser golpeada por el viento. Para entonces, era todo distinto. Juan había creado una especie de nueva sensibilidad en su atmósfera, y ni el más simple accidente podía estar libre de interpretaciones. Por excepción, el hombre en sí no alcanzó a entrar en la mudanza. Continuó afilando la navaja para la afeitada en el aire. Solo que notando que le sobraba tiempo, se volvió a las novelas. Sobre Dulcinea seguiría pesando el agravio, aquel maldito olor a ajos, la obsesión de su vida –Laura y Beatriz eran cosa distinta– pero, con ajos o sin ellos, Juan se ventiló así el olor a tafetán viejo de las hermanas, dejó su infancia inocente, aún con sabor a leche, y comenzó a instaurarse por dentro. Un flojo tejido adiposo se adueñó de la parte de afuera.

El dinero es la única realidad que no puede ser sobornada por el ensueño. El hombre agarró, de pronto, entre novela y novela, una fiebre delirante: las listas de utilaje. En él todas las imágenes se daban en rigurosa repetición: utilaje, dinero, más dinero, más utilaje. En el borde del diario y de los libros, en las paredes de la peluquería, en los vidrios enjabonados, en la puerta del cuarto de baño. Un día descubrió que la palma de la mano era el sitio más íntimo y seguro para las anotaciones personales. Si uno ha escrito algo ahí, no tiene más que apretar el puño y toda la sangre se llena de ese deseo, sin que nadie pueda saber con qué se está alimentando el fuego.

Fue Virginia quien decidió la arriesgada operación que acabara con las listas. La primera vez que mordió con pavor en los dineros hereditarios, le pareció que el empleado del Banco la había mirado por encima de sus gruesos cristales de miope de un modo diferente a cuando iba a recoger su pequeña cuota trimestral de intereses. La segunda y la tercera vez, el hombrecillo color dinero demostró estar ya confabulado. Ella había adquirido una naturalidad encantadora para despojarse. Parecía esas mujeres que se van acostumbrando a visitar al amante en una casa que tiene portero. Llave por medio, cobran un tipo nuevo de soltura, hasta que se transforman en deliciosas heroínas del miedo, y pueden decir luego desde el ascensor algo que el otro interpreta como corresponde: Y bien, ¿a usted qué le importa?

Virginia desafió cierta vez al empleado con los ojos más desnudos que nunca. Iba por sus últimas reservas. Quedaba completamente libre de bienes terrenales.

Llegó ese día de sus fabulosas compras, ataviada con un sombrerillo negro sostenido bajo el mentón con una cinta liliácea. Por uno de los viejos guantes, caídos a un negro verdoso, se le había escapado la punta de un dedo. Clara y Violeta estaban en el patio ayudándose a regar los canteros.

–Y bien –dijo la hermana mayor enjugándose el rostro, donde los polvos de arroz se habían apelmazado en varios puntos todo hecho–. El dinero de la suerte del niño ha rendido en abundancia…

No lo hubiera dicho. Las dos mujeres, amparándose cada una en la cordura sobreviviente de la otra, se abalanzaron de golpe en la dicha paradisíaca de la anciana, tratando de abrirle las puertas, de ventilarle su atmósfera de ensueño prohibido. No, no, el dinero hereditario del niño no podía ser tocado, pues acababa de ser declarado incapaz su acreedor. ¿Y quién estaba osando hablar del otro, del ilusorio, cuya inexistencia era el novelón de chimenea de todo el mundo?

–Virginia, por Dios –dijo Clara finalmente, enjuiciando aquella nueva locura con sus ojos calientes ¿es verdad que no sabes lo que has hecho, lo que no pudimos creer hasta verlo?

Rostro que ya no les pertenecía, boca que hablaba otro idioma. Había comido el fruto al revés de la leyenda. Mordiéndolo era como se entraba al paraíso.

Obligaron a la hermana mayor a quedarse entre los muros. Ella adoptó, desde entonces, el vestido blanco, largo, y el pelo suelto, antisocial, cayéndole en la espalda.

Fue en coincidencia con el secuestro que apareció cierto cartel, manuscrito, simple y trágico, adherido en la puerta de la calle: violetas. Las venderían, no había otro remedio, venderían el alma de la casa, ya que el letrero de hojalata, a pesar de su batido, no lograba atraer a nadie.

Es claro que allí hubiera debido detenerse el tiempo, como en las estampas. Una criatura rubia, de unos siete años, vestida a todo color, fue el único ser humano que osó golpear en aquella puerta. La niña recibe las flores de manos de una de las mujeres, mientras la otra recoge del suelo algunas violetas caídas. Mil años después, alguien contempla la estampa y dice: el tiempo no existe, es una ficción, una transcurrencia inventada. La niña y las dos mujeres lo retuvieron para siempre. Pero es lógico pensar que no hubo tal cosa. Una de ellas terminó de entregar las flores, y la otra, la que estaba acuclillada, se levantó y recibió unas monedas, las mismas con las que tendrá que salir más tarde a mercar algo. Así se dio lugar al tiempo para que se metiera en la estampa. Y, además, ocurrió lo de siempre, que uno decida preguntar a un niño cómo se llama. Los niños tienen cantidades de cosas para indagar. En cambio, en el mundo adulto, hay pocas para ellos y siempre una, la menos original, y que no falla. Desde ese momento, debió comenzar la locura de Clara.

El nombre cayó como una piedra en el patio. En un principio la mujer quedó completamente rígida, como una hermosa muñeca vieja, de esas que no se han vendido y permanecen verticales en sus cajas, cosidas al fondo con hilo elástico. Luego, también con tonos de bazar, comenzaron a revivirle los esmaltes desvaídos y le volvió el fuego negro de los ojos.

–La hija de Pedro Cosme, válgame el cielo –dijo con el aliento sofocado. (Parecía haber hablado desde algún tiempo muerto, con una voz insepulta que tenía temor de escucharse a sí misma). ¿Cómo iba a ser de Dios tu nombre?, pobrecilla mía –agregó como un eco.

La niña había abierto desmesuradamente la boca, los ojos, los mismos ojos, la misma boca de cierto hombre prohibido. De pronto, ya con su propia voz y un rostro recuperado, Clara gritó en el patio:

–Virginia, ven a ver lo que ha ocurrido. Es la hija de Pedro, su deliciosa niña, ven a verla.

La chiquilla se decidió, al fin, a intervenir en la escena. Tragó toda la saliva que se le había formado en aquel proceso sin deglución de su boca abierta, como para decir algo. Pero no logró sino empezar a fabricar otra nueva.

En ese instante, por una de las puertas laterales, apareció una figura indescriptible, delgada, lánguida, con un vestido blanco tocando el suelo, y con el reseco pelo gris cayéndole en la espalda. La afantasmada criatura miró a la niña desde su sitio. Luego, levantando una mano de largo hueso y piel amarillo-azulada, empezó a signarse lenta y repetidas veces.

–¿Es eso la locura –se decidió a preguntar la muchachuela, apretándose al cuerpo de una de las hermanas–, eso que se está haciendo en el rostro?

Para entonces, la sugestiva aparición, como una mariposa vieja y sin polvillo en las alas, comenzó a girar sobre su alto y fino cuerpo, volvió a signarse ante la puerta y desapareció por allí con el mismo misterio con que había salido. Esa ausencia desencadenó el frenesí de las otras. Liberadas de la hermana, se abalanzaron como perros sobre la tierna pieza viva, la llenaron de impetuosas caricias, en una especie de hambre de amor que habían estado cultivando sin saberlo.

* * *

«Sálvamelo, devuélvemelo, devuélvemelo, sálvamelo». La gastada plegaria por Juan refloreció en los labios de la hermana intermedia, atontada sobre el montón de plumas viejas que había sido el pájaro del patio. El dios de la locura o de lo que fuere parecía tener la virtud de restaurarlo todo, y la sufriente mujer lo invocaba mirando hacia arriba, con la ardiente convicción del sitio fijo. Pero la garganta de dos notas estaba más que perdida. El blando cuello del ave, alargado y solitario, colgaba fláccidamente. Su plumaje pardusco y vulgar parecía desmentir la armonía brillante de su estirada vida. «Sálvamelo, devuélvemelo». El tercer día, el animal se estaba descomponiendo. La hermana menor, en un descuido de la otra, cavó un hoyo, entre las violetas y lo enterró. No hubo tiempo para darse cuenta de lo que podía significar todo aquel rito. Solo cuando debió arrollar el cuello para que no quedara el pico afuera, tuvo un sacudimiento en las entrañas. Tierra sobre la música, pensó, eso era lo que hacía. Vendrían luego los gusanos, lo hincharían, le darían movimiento como si estuviera vivo… Clara sintió, de pronto, que tenía toda su sangre en el rostro y que le zumbaban los oídos como si fuera en un tren demasiado rápido. Cubrió malamente el despojo y se incorporó, agarrándose de las plantas. Violeta, rígida como una momia en pie, venía hacia la jaula abierta.

Nuevo secuestro. Pelo suelto y vestido blanco para otra mujer de la casa. Con la anemia cerebral que la agarró tras los primeros meses de inapetencia y desgano, el pájaro ya no estaba muerto. Se había fugado, sencillamente. Quedó desde entonces Clara para salir al mundo, para comprar con fino y desesperado tacto, para inquietar aún el aire cataléptico de la casa. Y para besar en la hija de cierto Pedro Cosme la lorma de su locura sumergida.

Otro tipo de estampa: el niño colaborando según su propia modalidad en el nuevo orden de cosas. Desde entonces, había empezado a salir todas las tardes en busca del ave perdida. Llevaba un jaulón viejo y un quitasol de seda verdosa con un volado antiguo en el borde. La engaño –decía a las gentes, mostrando su equipo de caza y guiñando sus ojos dulces de Fígaro lector–. La pobrecilla está loca, cree que se ha fugado el amor hacia el bosque.

Pero aunque el animal no había muerto para Violeta, debió ser ella quien desertase. La anemia de la mujer fue la única forma de pudrir al ave en la tierra. El día que salió de la casa con los pequeños pies en la proa, rígidos y levemente verdosos, hubiera podido comenzar la nada del otro. Pero Juan no abandonó la jaula. Era un traspaso de fe, una especie de religión sedimentando por transferencia. Y, como tal, no podría eludir la continuación del sacrificio.

Empezó cierto verano a crecer el calor desmedidamente. No se oía sino las noticias de lo que estaba ocurriendo. Es claro que no entre las violetas. Que las personas murieran insoladas en las calles, que el agua se agostara bajo el puente, que los animales cayeran de golpe como fulminados, fue algo que el clima sombrío del patio pudo detener desde la puerta, un nuevo fraude por el cual la dicha habría de salvarse siempre en la casa. Fue también en uno de esos días brutales que Juan decidió mantenerse más que firme en su costumbre, ir por el ave. Aprovechaba siempre la hora aplastante que sigue al mediodía, por no interferir con la de su invisible clientela.

Clara, lúcida ella sola entre los dos sobrevivientes, trató de impedir esa vez la salida.

–Deja eso por hoy, Juan, puede dañarte –le dijo con dureza. La pobre hermana –agregó suspirando– creía que el pájaro no había muerto, y bien estaba engañarla entonces.

–Dios la tenga en su gloria –interrumpió el hombre, con una pizca de religiosidad ofendida.

–Si, Juan, Dios la guarde en su abierto seno –agregó la mujer– pero tú sabes tanto como yo trató luego de aclarar con decidido énfasis que el pájaro estaba tan muerto en su frágil materia como ella. ¿No es cierto, acaso? ¿No recuerdas cuando decidimos juntos engañarla? Dime que no lo has olvidado, Juan, dime que lo tienes todo presente –imploró entrándose en aquellos ojos dilatados que le estaban mirando sin mover las pestañas.

–¡Clara!

Tras la exclamación de sorpresa, el rostro del hombre cobró de pronto un delicado gesto de protección y de ternura. ¿Era que había enloquecido su pobre hermana menor? ¿Cómo podría decirle eso a él, que un día antes había logrado casi echarle mano al ave?

–¿En qué piensas, pequeño?, habla –rogó aún ella.

Juan retuvo por algunos minutos su piadoso silencio. No se atrevía a cometer tal sacrilegio, evidenciarle a Clara su locura.

–No, madrecita –dijo al fin delicadamente– es tu memoria lo que falla. Óyeme, yo no había querido decírtelo. Estaba ayer bajo el puente, preparando la jaula para internarme en el bosque…

–No, Juan, tú no haces eso –lo interrumpió la mujer con angustia.

–Sí, Clara, tomo siempre ese punto para iniciar la búsqueda. (Se quedó unos minutos como flotando en los sueños evadidos). El puente –dijo al fin–. Tú no imaginas lo que sucede allí abajo. Uno habla y la voz no se sabe de quién repite lo mismo, como si se burlara. En un principio yo intenté desenmascarar al hombre, pero no pude. Luego, aun sin encontrarnos, nos hicimos amigos. Le gusta repetir lo que yo hablo, pero tiene una voz más dulce que la mía, y más lejana. Cuando yo recito aquello que dice Dante en el final del canto treinta y tres del Paraíso, él se lo recoge de un tirón y lo suelta en seguida como un alegre demonio. Clara, perdóname –agregó volviendo a sus temores de hacía un momento– he demorado mucho en contártelo. Yo no quería que nadie supiera que tenía ese amigo…

La mujer se le quedó mirando aterrada.

–Juan, te lo suplico, no vayas hoy por él, es un calor irresistible el de afuera –dijo, sintiendo aún en su piel el cosquilleo del erizamiento.

–No, Clara, no puedo dejar a mi hombre un solo día –porfió en argumentar el otro–. Nunca tuve ninguno, tú lo sabes. ¿Y voy a abandonarlo ahora, por una causa tan mezquina? Yo no podría siquiera tragar mi saliva sabiendo que él tiene sed y se ha deglutido toda la suya. No corre ni una gota de agua bajo el puente ¿comprendes? Se ha secado ya la última humedad que estaba guardada entre las piedras del lecho. Es necesario, pues, que yo vaya a hablar allí, sudando y con la garganta seca, para que él comprenda que su amigo también tiene sed, que a ambos los está matando el mismo verano. Tú no sabes, mujercita, lo que es para dos seres que se aman morir bajo el mismo fuego, tú eres inocente y no lo sabes.

–No, Juan, no continúes hablando así –rogó Clara cubriéndose los oídos.

–Y además, querida –prosiguió el otro como quien trata de convencer a un niño–, está lo del pájaro. Escucha, voy a contártelo, hoy tengo necesidad de que lo sepas todo –dijo quitando a la mujer las manos de los oídos y besándole sus palmas–. Hay un árbol junto a la boca del bajo puente. Una de sus ramas atraviesa el círculo, justo en el centro, como si fuera un diámetro. Miro siempre ese retoño y digo: todavía me gustan los árboles. ¿Comprendes lo que significa? Es algo difícil de explicarte. Yo pienso que mientras me gusten los árboles estaré vivo, que la muerte ha de ser que no haya más árboles para nosotros. Imagínate la muerte de nuestra hermana: un estado de vida sin ellos, algo por lo que no podrá verlos con sus ojos de antes.

–Juan –dijo la mujer ya sin fuerzas, sentándose en el suelo– no es de Dios ese pensamiento.

–Tienes razón –agregó el hombre acuclillándose a su lado y bajando la voz hasta la confidencia– pero escúchame. Fue en esa rama de que te hablaba donde él, nuestro prófugo, posó ayer, Clara. No puedo describírtelo. Me miró, quiso venir hacia mí como antes. Te aseguro, querida mía, tenía la misma forma de mirar color violeta de nuestra pobre hermana. Pero me vio, desgracia, me vio abrir la maldita jaula. Entonces, antes de volarse hacia el bosque como una flecha, volvió a cantar aquello que él sabía, tú lo recuerdas (Juan remedó al ave en su concierto de dos notas), y yo ya no podría vivir sin oírlo de nuevo. Es algo que también sabe repetir mi amigo del puente, aun muriéndose de sed con este horrible verano.

–No, Juan, no continúes –imploró Clara– y deja por esta vez todo eso, yo te lo pido en nombre de la que amamos tanto.

Pero él se incorporó, tomó la jaula, el quitasol de seda verde.

Lo trajeron a media tarde, con la muerte encima pesándole como de piedra, esa muerte fulminante de la insolación y el derrame cerebral combinados.

Clara, ella sola para ver la realidad, cayó sin sentido sobre el cuerpo del hombre, de aquel hijo que le había nacido de su virginidad, de su cuerpo y de su alma sin experiencias fundamentales. Pero volvió luego a la superficie con toda su entereza de siempre. Eso no tenía nada de extraño en ella, saludable hasta para comprender la muerte y justificarla. Lo inverosímil fue el caso de Virginia. Ayudó por el resto del día a vencer el «desmayo» del hermano según su rápido dictamen. Habían venido dos monjas a secundarla. Eran unas mujercitas sin edad, que parecían pisar en el aire, con grandes tocas y unas tijeras colgadas en la cintura. El rostro de una de ellas tenía algo de esos camafeos italianos que se valoran por la pequeñez de los rasgos, y Virginia se prometió donar para su orden el que conservaba de la madre.

Ciertamente la rebelaron algo los cirios que habían traído. ¿Pretendían con eso que el niño estuviera muerto en su cama? Pero comenzó luego el arrullo del rezo. La mujer volvió entonces en sí, calma y dulce, a pedir salvación para el pequeño, la salvación que ella esperaba en la tierra, mientras Juan dormía plácidamente.

Al caer el sol, las religiosas se marcharon. Nadie intentó hacer luz en la casa.

«¡El niño, mi niño, el hijo mío que no tuve!». Los gritos enajenados de la mujer detuvieron a los hombres que llegaron por el cadáver a la mañana siguiente. Había ella comprendido al fin que todos estaban confabulados en la estúpida idea de la muerte, y que no solo creían, sino que pretendían hacerla entrar también en eso a última hora, quitarle el derecho a su convicción, a su fe irrebatible.

–Quieren que esté muerto, ya hace horas que lo veo. ¿Pretenden, pues, que esté muerta yo? –gritó con toda su pasión liberada–. Si él es mi entraña y no está vivo ¿es que yo tengo la muerte dentro y no la siento? Toquen mi corazón, aquí, toquen esto –gritó adelantándose y abriendo la ajustada blusa con sus larguísimos dedos–. (Pretenden sujetarla, amordazarla). No, no lo intentarán siquiera –exclamó adelantando aún más el pecho, mostrando por primera vez en su vida el virginal nacimiento de sus senos–. Lo sospechaba, no duden, por esos cirios que han ardido toda la noche sobre su inocente cabeza, esa cabeza dormida y completamente mía en su sueño.

Se dirigió hacia el muerto en un gesto de infinita certidumbre. Juan no parecía dispuesto a ayudarla. Sus ojos, vueltos a otras imágenes, sus mejillas amoratadas y sorbidas de golpe, su boca con otra curva, una especie de mueca cínica, le negaron toda esperanza de asentimiento. La mujer chocó hasta el dolor contra aquella voluntad de hermetismo. Pero pudo reponerse a fuerza de convicción obstinada.

–No, no me lo quitarán –volvió a gritarles– ni amenazándome ustedes con esas tijeras –dijo sobre el rostro de esmalte de la pequeña monja–. ¡Nadie, ni la muerte misma podría ya luchar conmigo!

Parecía morder el aire, para demostrar su propia existencia con los dientes. Puesto que dudaban de que ella viviera, llegaría a morder si era preciso, sería capaz de hacer eso que los muertos no pueden. Sus serenos ojos azules ya no lo eran. Se rompían como cielos de vidrio caliente, enrojecían en las ramillas quebradas que Juan había poematizado cierta noche.

En un momento en que pareció ceder la crisis, intentaron reducirla. Su pelo largo y reseco cobró entonces una especie de halo electrizante. De las manos huesosas se escapaba una amenaza de estrangulamiento.

Juan, callando, parecía haberse reservado su opinión, como si fuera un crítico obstinado, puesto más allá del drama, en un asiento solitario reservado al silencio.

Hubo, al fin, que someter a Virginia a la camisa de fuerza. Solo así pudo sacarse el cadáver de la casa. Pero también tuvieron que arrojar después a su abogada en aquel humillante vestido al revés que le habían ajustado al cuerpo. Se juzgó su locura peligrosa.

No hay nada más obsesionante para el hombre que eso que ha convenido en llamar el paraíso. No tanto porque lo imagine hermoso e interminable. Aunque se persista en decir lo contrario, nadie piensa que pueda existir algo que supere a la tierra, hasta en la precariedad del tránsito. La naturaleza inquietante del paraíso se origina en lo que posee de inconmovible su secreto. Con el de la mujer solitaria, comenzó a ocurrir el mismo fenómeno, la locura de los cuerdos por descubrir lo que nadie ha visto. Había que violar a cualquier precio. Desde que se cerró por dentro aquella puerta, desde que Clara comenzó a alimentarse sin salir al aire, como los roedores, de los que nunca se sabe cómo encuentran vitualla, el mundo no pudo tener ya otro pensamiento. Era una especie de fiebre colectiva, una peste contagiosa, lo de querer robarle su misterio a la mujer, aunque más no fuera que para poner ruido en el silencio. Además, ella era virgen, esa otra soledad incomprensible e incomparable. «Huelan, decía uno, sale tufillo a cadáver. Ha de hacer meses que ha muerto».

Era virgen y estaba muerta. No se sabía bien de qué boca habían salido las palabras. Pero viendo a los demás arrojarse al suelo para aspirar aquel gélido olor que manaba en fino chorro por las rendijas de la puerta, se descubría la cosa. Y hubo que violentar, en nombre de la ley, se comprende.

El ruido de las primeras pisadas losa adentro tuvo la virtud de mantener a raya al conjunto. Pero no bien aquel ruido fue tragado por el patio, el mundo contenido de afuera no pudo aguantar más en su sitio. Se abalanzó con hambre y rabia, con delicia de profanación tenida a freno.

Por un momento, el primero del brutal despojo, pareció que la casa estaba realmente deshabitada. Las famosas violetas habían crecido hasta la lujuria, y miraban las cosas con pavor, viviendo solo en sus ojos, como centinelas con los pies enterrados. Pero de pronto, por una de las puertas laterales del patio, apareció una figura de mujer, mortalmente blanca desde el traje hasta el rostro, y se quedó parada allí mirando la invasión, huidiza y al mismo tiempo quieta, como un pobre pájaro cercado que sabe lo inútil que ha de serle el vuelo. Consumida su exuberancia vital, no era más de lo que podía verse junto a la puerta, un fantasma acorralado por el tiempo. Había podido, no obstante, conservar el fuego antiguo de los ojos y se armó de él para desafiar a la turba del patio, dominándola en un minucioso reconocimiento.

De pronto, y como deslizándose, la mujer se adelantó hacia la masa. Había descubierto a la muchachuela, desfigurada en una adolescencia torpe y granujienta, de la que brotaba una penosa confusión de chica y de mancebo. Todas las cabezas, con un ruido de goznes secos, giraron hacia el sitio del suceso.

–¿Lo sabes, Pedro mío, lo sabes? –dijo al fin acariciando a la chica en la barbilla.

La invasión se sintió excluida de la pregunta. ¿Qué sexos y que años cambiados andaban en el aire? Alguien intentó alejar a la adolescente, tomándola de un brazo. Pero la mirada de la mujer le impidió consumar el rescate. Además, por si aún lo ignoraban, la voz de la locura era el metal de metales que había quedado resonando en el patio, como un concierto de campanas bajo el agua.

–¿Lo sabías, Pedro, lo sabías? –volvió a repetir la amortajadora–. Pedro –continuó dulce y lentamente– tú tenías razón. El día en que el niño murió y en que se apoderaron de Virginia, vinieron a rezar unas monjas, esas que llevan sus tijeras colgadas. Pedro, ese día lo supe todo. Dios no existe, puesto que no sirve para los que se quedan solos.

Los cuellos volvieron a rechinar en conjunto, como si se abrieran y cerraran en abanico. La loca se les estaba excediendo. No sabían ya qué hacer con ella, si meterle un pañuelo entre los dientes o dejarla seguir diciendo aquellas cosas terribles. Terribles, pero que los eximían de entablar su propio juicio al cielo.

–… No sirve, Pedro, o por lo menos no alcanza, y si es así se implora en vano, como tú decías –continuó, dejando perder sus dedos muertos entre los cabellos vivos de la muchacha.

–Clara –logró articular la atribulada criatura, con voz de timbres dudosos.

–Sí, amado, repítelo, vuelve a nombrarme muchas veres. Exactamente así, diciendo solo mi nombre, lo pedías, pedías algo que no pude darte entonces. Bésame, bésame como aquella noche en que te rechacé por Él junto a las violetas… No, espera –rogó uniendo el acto al deseo– deja que sea yo quien tenga tu boca, tu hermosa y dulce boca blasfema, Pedro Cosme.

Un rumor de protesta y amenaza empezó a cundir en el patio. Pero estaban también los que no podían moverse ni articular palabra, y esos contenían tácitamente a los otros.

–… Hazlo tú ahora, como anoche, como siempre –continuó la mujer, tragándose en su quemada salivilla antigua lo que los demás se estaban perdiendo estúpidamente, la maravillosa corporeidad de la locura, su sabor insuperable.

Cuentos completos

Подняться наверх