Читать книгу Cuentos completos - Armonía Somers - Страница 9

Оглавление

Réquiem por Goyo Ribera

El médico olió la muerte infecciosa del individuo y ordenó que no hubiera velatorio. Cuando llegó Martín Bogard, llamado por un cable no sabía de quién, se dio de bruces contra aquello. Dos hombres de la asistencia pública, vestidos de blanco, protegidos con tapabocas de lienzo y guantes de goma, estaban manejando el cuerpo consumido de Goyo Ribera. Sí, porque aunque no pudiera creerse, aquella pequeña cosa sin importancia era Goyo Ribera, al parecer en el último estadio de una metamorfosis regresiva.

Lo metieron rápidamente en un cajón ordinario, con manijas de hojalata. La operación fue en sí tan sencilla como si se pinchara un insecto en el fondo de una cajita de museo. Luego, y siempre con el mismo ritmo vertiginoso, uno de los hombres se quitó el guante de goma, tomó una estilográfica del bolsillo superior, llenó un formulario de una libreta que le tendía el otro individuo, indicó al recién llegado un renglón inferior y le pasó pluma. Martín firmó no sabía qué cosa, como testigo ocasional del hecho. Por costumbre, y por estar idiotizado con todo aquello, agregó bajo su firma de presidente del Tribunal el distintivo de oficio, aunque no viniera al caso. Y asunto concluido con el muerto. Afuera, ya estaba esperando el furgón, también de la misma calidad de la caja, color beneficencia, y de acuerdo al estilo total de la habitación indescriptible donde estaban embalando a un hombre, no se sabía para qué suerte de viaje expreso.

Todo era irreal, nebuloso, inasible. Se respiraba allí dentro la muerte de Goyo Ribera, cierto. Había sido él portador de algo tan formidable, que ese mismo algo inconcreto podía hacer vivir todas las cosas por simple contacto. Su espíritu flotante ya no estaba allí, como si hubiera deshabitado el cuerpo, como si hubiera emigrado sin decir adónde. Pero, aun así, aun viéndose que Goyo debería estar muerto, pues solo en esa forma podía estar muerta su atmósfera, la cosa no alcanzaba para decir o aceptar que estuvieran ocurriendo hechos comunes.

Se veía en un rincón un lecho desordenado, dos sillas, un reloj colgado en el muro. Un reloj. Martín se precipitó en la esfera, desesperadamente, buscando allí algo donde asirse de la muerte de Goyo. Pero el reloj estaba detenido. Las tres. Un día, el último de sus fuerzas, el hombre aquel había dado impulso al mecanismo con sus manos, sus manos en las que quizás ya no restaría sino eso que querían aprisionar, el fantasma huidizo del tiempo. Pero ya ni tanto, ni la proyección de esa voluntad todavía viva para tender el puente.

Los enmascarados, previa orden al hombre que estaba afuera, parecieron entregar el nuevo y siempre vertiginoso derecho de propiedad sobre el muerto. Uno de los individuos, el que había alcanzado el formulario, abrió una valijita misteriosa que tenía en la mano, sacó de allí un frasco rotulado y lo estrelló con fuerza contra la pared del fondo, como cuando se bautiza con champagne un barco. El olor fenicado se adueñó de la pieza donde había cesado la atmósfera de Goyo. Bien podría ser ese olor brutal, pensó Martín, el que lo ayudara a creer en algo, en alguna de esas cosas simples y definitivas que configuran la vigilia corriente. Ya iba a hinchar los pulmones, ya iba a metérselo en el cuerpo, cuando vio que uno de los hombres cerraba la valijita, el otro guardaba la estilográfica, y ambos abandonaban el aire sucio del cuarto.

No, ya no necesita respirar nada. Lo dejan solo, y eso basta. El muerto mismo tendrá que decirle la palabra, aclarar que todo ese proceso se está desenvolviendo alrededor de algo que es su muerte. Y Martín sabe, además, que él también necesita transmitir algo a Goyo, algo de sí, por lo que el otro comprenda que él debe sufrir y no puede, porque todo va demasiado de prisa, y porque él nunca había dado en pensarlo, nunca había educado sus entrañas para que un día pudieran anunciarle esa cosa inaudita: Goyo ha muerto.

Fue precisamente al ir a arrodillarse en el suelo junto a la caja, para explorar aquel silencio, cuando dio en aparecer el tercer enmascarado, el hombre del furgón, que había permanecido en la puerta. Tenía colgada en el rostro esa inconfundible palidez que da el oficio. Y todo él era su rostro. Martín, que aún dudaba de los sucesos de Goyo, hubiera podido certificar que el hombre aquel estaba muerto.

–Vamos –dijo lacónicamente, echando una mirada sobre el único deudo– es la hora.

Agarró de junto a la pared una tapa de madera parecida a una caja de corbatas vista con aumento, y, sin decir palabra, se la echó encima al cadáver. Martín sintió cómo la nariz de Goyo había sido aplastada. Quizás no habría alcanzado a suceder la cosa, pensó para quitarse el temblor de encima. Pero siguió sintiendo con todo su cuerpo cómo la amada nariz, no la de entonces, sino la de antes, de aletas vibrátiles como la de ciertos animales de montaña, había sido aplastada con la tapa. Consumado el hecho, el individuo le señaló una de las manijas, mientras él se prendía de la otra. Entonces Martín decidió ponerse en juego todo entero. Se desabrochó el abrigo, se aflojó los gemelos. Por fin iba a ocurrir la cosa. Ya podría tener a Goyo, algo de él, su peso, que le permitiera creer, sentirlo muerto. Fue a levantar aquello con todo su amor, con toda su vida. Nuevamente frustrado. La caja, con tara y contenido, pesaba tanto como el aire. El justo esfuerzo del otro individuo lo dejó avergonzado, ridículo, más perdido y absurdo que nunca. Así, pues, con esa sensación inacabable de despojo, fue cómo salió el hombre vivo del aire irrespirable de la pieza, y cómo ayudó a colocar el cajón dentro del carro. ¿Qué era todo aquello? ¿A quién le estaban dando el pasaporte negro? Miró el reloj.

Las diez. Era una mañana de niebla. Pero apenas si tuvo el tiempo exacto para saber a qué horas había dudado de los hechos, y con qué telón de fondo. El otro ya estaba en el asiento.

Desde ese instante comenzó el verdadero ritual del caso. Cierto que no había nada que respetar, ni dinero, ni adioses, ni ofrendas, ni fama. Sin embargo, el cochero partió por costumbre a marcha mesurada, como lo hiciera siempre. También iba a paso lento el hombre que había decidido acompañar al muerto. Llevaba los brazos cruzados en la espalda, sosteniendo el sombrero. Ya, ya –pensó–. Ahora, como minutos antes había logrado recordar la nariz, podría evocar, quizás, los ojos. Aquellos ojos maravillosos a los que se acababa siempre entregándolo todo, razón y sinrazón, puesto que eran los ojos incomparables de Goyo. Suerte de suerte, finalmente, que no iba un alma en el cortejo. Eso no era normal, sin duda, pero suerte de anormalidad, se dice uno a veces. ¿Qué importaba que el mundo hubiera sido lo suficientemente estúpido como para no reivindicar en propiedad colectiva esa última presencia terrestre de Goyo Ribera?

Mas fue cuando Martín había decidido tal cosa, ser el hombre contra la corriente, no mirar sino hacia atrás, hacia el revés del tiempo, aquel tiempo de milagro donde aún existía el amor, fue precisamente entonces cuando el del coche empezó a ver claro. Entierro sin séquito, muerto infeccioso, cero de lágrimas, mugre, ácido fénico. Y comenzó una alocada carrera hacia el cementerio, de golpe, como si el diablo le hubiera mojado la nuca con la punta de la lengua. El hombre vivo que iba detrás del muerto –Martín se había olvidado ya hasta de eso, su propio nombre– tuvo un momento de estupor por lo que acababa de ocurrir delante suyo. Se reacciona más fácilmente cuando lo empujan a uno que cuando le sacan de adelante lo que se va siguiendo. Pero lo cierto era que él también había decidido algo, acompañar, precisamente, al muerto, y entonces echó a correr por aquella calleja, de la que jamás hubiera preguntado el destino, y detrás del hombre en cuya nada no había podido asirse todavía. «Goyo, Goyo», quiso gritar por agarrarse de algo, aun del nombre sin cuerpo. Pero estaba visto: todo era como en las pesadillas. No le salió de la garganta nada que se pareciera a nada. Y lo peor era que había quedado en los ojos del muchacho, el de hacía veinticinco años, y que le acababan de robar también la nariz hacía un momento. Fue en ese punto, y por defender la posibilidad de restaurar alguna cosa –ya no le importaría cuál– que Martín Bogard decidió suspender lo que iba haciendo. Tomó resignadamente la acera, donde una mujer y tres chiquillos sucios se le quedaron mirando con la boca abierta, y empezó a hacer a paso normal el camino al cementerio.

La carrera lo había dejado sin aliento y sudando. Sacó el pañuelo para enjugarse. «Debo pensar en otra cosa, se aconsejó, debo pensar en algo que no sea esta muerte. No la entiendo, no me la han dejado vivir todavía. ¿Para qué voy a meditarla, sino para adelantar la que me espera?». Metió la mano en un bolsillo interior. «Siempre se encuentra algo ahí ¿no?» –comenzó por decirle al cobarde que introducía aquella mano–. «Una válvula de escape, ¿cierto?» –agregó cada vez con más ironía hacia sí mismo–. Encontró una guía turística a los Países Bajos. Tenía una cubierta de color azul vivo, en la que se leía algo en caracteres blancos. Ya iba resultando la cosa. Por lo menos él sabía eso ya, dos colores aislados y desentendidos de Goyo, que desapareció de pronto en un recodo y se dejó engullir por la niebla. Intentaba sumergirse en las letras blancas, cuando le saltó a los ojos la ilustración de fondo de la cubierta: una torre con un reloj. Se le echó encima a la esfera, y tuvo que pararse un segundo para meditar en su desgracia. El reloj estaba detenido en las tres, justamente. Goyo, pero no el desconocido que acababa de doblar la calleja, sino el de hacía veinticinco años, cuando estudiaba el Código y componía relojes al mismo tiempo, sacó su frente por detrás de la torre. A Martín se le aflojaron los brazos, los dedos. La guía azul dio una pequeña voltereta y se alejó reptando.

–No, no, esto no es para mí, Martín –dijo mirando la gastada cubierta del libro–. Yo no puedo, no debo. El mundo está falseado con todo esto ¿sabes? Es el invento matando al inventor. Las leyes solo actúan en un sector limitado, no tienen nada que ver con el problema del hombre.

–¿Entonces? –preguntó el otro desoladamente.

–No te digo que no –añadió Goyo, por ternura, con su voz dulce, con su cara delgada y de piel cetrina, con todo eso, tan suyo, transigiendo al mismo tiempo– pero no quiero que sea ahora esto de estudiar derechos que luego se conculcan por nada.

–¿Y más o menos para cuándo?

–Próximamente, Martín, próximamente.

Goyo sacó del bolsillo un misterioso envoltorio en un pañuelo, lo desató como si allí estuviera contenida la semilla del mundo. Pero lo que dio a luz fue solamente un reloj desarmado, una lente y una pinza. Luego lo extendió todo sobre la mesa de la buhardilla, se acomodó en el taburete, se caló el cristal y comenzó a recorrer con un solo ojo las fornituras.

–Y a veces pienso qué ocurriría si se murieran todos los relojeros –dijo de pronto.

Martín agarró en el aire las intenciones. Le conocía esa costumbre de escabullirse para evitar el diálogo molesto, que veía venírsele encima. A veces pasaba horas tonteando, haciendo relatos sin importancia y gastando brocha en el decorado. Luego, en los últimos cinco minutos disponibles, dejaba aparecer el tema central, del que se había estado tironeando en vano.

–Déjate de bromas, Goyo, también podrían morirse todos los sastres –dijo Martín abriendo el Código por la marca– ¿y qué? Claro que no sería lo mismo andar desnudos que vivir sin tiempo.

–¿Vamos a hablar de eso –añadió Goyo con entusiasmo infantil, como si vislumbrara el más prometedor de los temas– vamos a meditarlo?

Pero Martín, por toda respuesta, comenzó a leer, con la voz monocorde de un abejorro, el número del capítulo abierto en la marca, el título, los subtemas.

–No, no –imploró Goyo– ahora no, no estoy en eso. Tú no sabes. Pero mira, te lo diré, la chica ha perdido mucho conmigo, y eso me trae loco.

–Siempre la chica –subrayó Martín con tono irónico–. Lo que la chica se resta, lo que la chica ha perdido. Ya me tienes cansado. No, cansado no –agregó como si estuviera doblando bajo algo– me tienes a punto de reventar con eso. Vamos a ver: ¿qué ha perdido la chica que a ti no se te haya ido también con ella?

Goyo no contestó. Parecía haberse dejado tragar por aquellos diminutos engranajes del tiempo.

–Vamos, dilo –gritó Martín– dilo antes de que muera, antes de que me suceda eso que te anuncié, estallar como un odre repleto.

–Tres años –dijo Goyo pescando un pelito de cuerda con la pinza– eso en primer término.

–También tuyo: –agregó Martín en busca de guerra–. ¿O es que se detuvieron los relojes para tus tres años? Dime, relojero de ocasión, ¿marchaban solo sus relojes de números verdes, de ojos verdes, digo, fríos y verdes?

–No es lo mismo –contestó el muchacho como sumergiéndose en su conciencia–. A ella se le fue algo más que el tiempo. A la mujer se le van siempre otros algos.

–¿La quieres? –preguntó Martín en un corte brusco del tema.

–Yo quiero a todo el mundo. Yo estoy involucrado en toda existencia, eso ya lo sabes –le replicó dulcemente.

Martín dio un golpe brutal sobre la mesa. No, no podría olvidar, ni con otros veinticinco años por medio, la fuerza de aquel golpe y la cara de terror del amigo cuando su arsenal de pequeñeces se extendió como batido por un temblor de tierra.

–Perdóname, Goyo –dijo por fin humildemente, bajando el tono–. No era mi intención consumar tal estrago.

Quiso reunirlo todo como quien junta migas dispersas. Pero Goyo se lo impidió con un ademán delicado. Fue paseando su ojo con lente sobre la diminuta diáspora, y, de a poco, recuperó con la pinza todas las piezas. Tenía un trato especial para el pelito espiralado. Invirtió un vaso y lo colocó debajo cuidadosamente.

–Dime, Goyo, ¿y tu virginidad? –dijo de pronto Martín como saliendo de un agujero.

–¿Qué virginidad? –preguntó a su vez el muchacho arrancándose el cristal y mirando como si aquella pregunta llevara la locura encima.

–La que tú también perdiste al complicarte con ella, al complicar en esa forma tu propio destino.

–¿Pero de qué virginidad estás hablando, Martín, de qué especie de virginidad?, por favor, aclárate.

–¿Y todavía lo preguntas? De la tuya, sí, demonios, de la tuya, de la mía –dijo el otro levantándose con furia– de la que perdemos todos los hombres en cualquier momento, cuando ponemos algo más que el sexo en esa porquería. Ellas la pierden una sola vez, y viven lamentando eso, echándonos en cara hasta la muerte esa inmundicia, que si volvieran a tener ya no sabrían qué hacer con ella. Pero nosotros la perdemos miles de veces, desgracia, miles de veces. Sí, no pretendas discutirlo, porque tú lo sabes más que yo, sabes lo que es volver a la superficie sin una justificación para el espíritu, para la sangre, para todo lo que has puesto en revolución vanamente con eso.

Otro golpe, otra mirada tierna de Goyo para evitar el trabajo de reunir los tornillos, y se hubiera arreglado o aplazado el escándalo. Goyo podía conseguirlo todo con sus ojos, y hasta con su nariz, tan humana, que iban a quebrarle un día cuando lo momificaran en una caja de corbatas. Pero estaba visto: las cosas habían llegado al límite. Ni golpes, ni lectura de código, ni nada. Solo aquella pequeña dogaresa reinando en una conciencia atribulada. Aquella fría, diminuta y perversa criatura, aquella insomne polimorfa, capaz de planificar en una sola noche la arquitectura de un nuevo infierno.

–Sus idas y venidas –masculló Martín– sus evasiones, sus retornos, sus pedazos de cartas, siempre en yo, siempre en ego, quebrándole el cerebro a un pobre hombre, inventándole cada día una tortura nueva.

–Hay algo, Martín –dijo Goyo finalmente con voz calma, como alentado por la caída de tono del diálogo– algo muy interesante que ella me ha propuesto.

–¿Qué cosa, Goyo? Defínete de una vez, lárgalo pronto.

–No, ahora no, no puedo. Quizás dentro de tres días te lo diga.

–¿Y por qué esperar tres días?

–Porque entonces podría ser espontáneo mi deseo de confiarlo y no ahora. Lo cierto es que tú me ahogas, me cierras los caminos. Yo no puedo, Martín, conversar de estas cosas contigo. Un problema de conciencia no es un cuestionario. Yo no sé exactamente lo que es, en cuanto a la forma. Pero no puede de ningún modo consistir en eso tan terrible que tú haces, lo de acorralar a un individuo con la lógica, haciéndole encontrar todos los agujeros tapados con lo mismo, la lógica. Preguntas, más preguntas, y en cada humilde respuesta mía, tu aguijón, tu púa sangrando. No, es terrible, y yo no puedo soportarlo.

A Martín se le ablandaron por un segundo sus arrestos. Pero no quiso dejarse batir tan pronto en retirada.

–¿Y sabes por qué ocurre todo, Goyo? Por tu conciencia, por tu maldita conciencia. Es ella la que me torna brutal contigo, la que me solivianta. Pero voy a decírtelo de una vez por todas, voy a aclararte lo que pienso de tu conciencia. Es el órgano adventicio de tu cobardía. Sí, eso, ni más ni menos. No tienes valor para vivir en pugna con ella. No quieres guerra por dentro, no quieres perros que te despedacen, y eso es todo. Tú, lo que eres tú, Goyo. Me arrancaría los cabellos de un solo tirón, y no me convencería de lo que estoy viendo. Estás completamente determinado, completamente perdido. Y por nada, lo que se dice por nada.

–Siempre la lógica, Martín, tu lógica. Pero la vida es diferente.

–Dime, Goyo, una última cosa –añadió el otro, como claudicando–. Una pregunta, es claro, una maldita pregunta de esas –agregó aún más humildemente, no se sabía si por estar, a su vez, acorralado, o por no perder el último juego–: ¿ha vuelto la chica?

–Sí.

–¿Y dónde está? ¿Nuevamente contigo?

–No pienso responderte, y no hablemos más del caso. Tú y yo no hemos nacido para eso, somos dos planteamientos en colisión para el problema.

–Y bien –gritó Martín, no pudiendo ya atajarse la sangre del rostro– entonces ya está todo dicho, todo aclarado. Y ya no hay más Código a la fuerza, ni más amistad, ni más tú y yo, tampoco. Nada que no sea el esplendor de tu propia runa, de tu derrumbe lento. Pero ni más relojes con las tripas afuera, ¿oyes? ¡Basta ya de relojes!

Recordó nítidamente la última dispersión de las pequeñas piezas. Esa vez había arrojado al suelo el redil, lo había pisoteado brutalmente.

–Martín…

–¡No, ni siquiera en tu boca, ni mi nombre en tu aire! ¡Una sola cosa, esa inmundicia, esa maldita perra fría, acusando, negando, envileciendo!

–Martín –volvió a implorar el otro sin aliento.

–Sí, y principalmente lo último, bien que lo sabes. Tus hijos a medio plasmar tirados al caño de la m… cada tres meses, o cada tres días si pudiera hacerlo. ¿O crees que no sé a dónde va a parar periódicamente tu reloj de oro para pagar esa traición inaudita con tu sangre? Sí, tu formidable sangre, más formidable que todo tú, menospreciada por esa matriz sin vibraciones, por esa alma sin sexo, por esa infrahumana cosa que ya nació perdida. Nunca la vi llorar como una mujer por lo que hacía con lo que no era de ella, que nunca es de ellas completamente. Ya ves que la saliva no me alcanza –agregó en el paroxismo de la ira– y gracias, porque todavía se me quedan otras cosas, las que tú no sabes, las que duermen en su fondo, que yo tampoco sé y que ni ella sospecha de sí misma.

Martín tomó con ambas manos el Código, lo cerró violentamente y salió de la pieza como un enajenado que se acabara de gastar su capital de gritos. Por un segundo dio en pensar ilusoriamente tras la puerta que había cerrado con estrépito: «Viene, abre e intenta decirme que no me sacrifica por tan poca cosa. Me lo dice con los ojos, o con las aletas de la nariz, que han asimilado su lenguaje». Pero Goyo no apareció. Él lo imaginó tirado al suelo recogiendo las piezas miserables, si era posible hasta con la lengua, con el aliento. Tenía que ganar algún dinero, claro estaba. ¿Qué podría importarle el inacabable Código? El Código era un esfuerzo con rendimiento a plazo largo, y él necesitaba comprar leche, pan, horquillas, medias finas. No le importará su propia vida, pensó Martín escaleras abajo (la escalera del infierno ha de ser como esta, con su lamento de hierro frío, y mi destino infernal, vivir sin Goyo Ribera). Pero el mundo se detiene si una criatura igual a tantas no desarrolla su personalidad («crecimiento de personalidad», estaba asimilando el léxico).

Llegó, finalmente, calado de niebla, y sin la guía azul en la mano. Le pareció que el ruido de cierta escalera lo iba envolviendo como una serpiente. Sí, él había vestido ese traje alucinado durante veinticinco años. Un traje de serpientes sonoras. Pero los relojes de Goyo marchaban siempre más rápido. Cuando entró al cementerio, el otro ya se había enterrado a sí mismo. Volvían los hombres de la fajina negra, con las palas al hombro, chanceando a cuenta del muerto.

–¿Le habrá quedado pulpa para los gusanos?

–Nada, creo. Con tabla y todo no pesaba ni para el primer día.

Martín se quedó paralizado, mirándolos.

–¿Se le ofrece? –preguntó uno de ellos de mal talante.

–¿Tiene fuego? –dijo él a su vez, por hablar algo, sacando cigarrillos.

Eso, precisamente, pensó odiándose a sí mismo, pedirles fuego, darles de fumar a los que venían de rematar a Goyo, a los que se le habían adelantado también en ese trance, a los que le acababan de robar la última posibilidad terrestre del muerto. Martín hizo un pequeño rodeo en la neblina. Luego, a puro olfato, enderezó hacia el hoyo recién movido. 3846. Adulto. Los otros vieron cómo el individuo del cigarro se arrodilló en la tumba, tomó de aquella tierra pegajosa entre las manos y empezó a apretarla nerviosamente, como si la estuviera inquiriendo.

–Chiflado –dijo uno– ya me lo parecía.

–No, no te parecía, te parece ahora –agregó el segundo hombre alegremente, lanzando una bocanada de humo y un sinfín de aire de las tripas.

Habían inventado esa forma de despistar el miedo. Reírse y desahogarse de cualquier modo entre las tumbas, como si orillaran canteros de pactas podridas.

Martín, de espaldas, y aunque a cierta distancia, lo recibió todo en la nuca, su sano juicio puesto en duda, la brutal incontinencia del individuo. ¿Pero qué podía importarle ya nada? Había allí una sola cosa cierta, la nueva estafa a su ternura, a su necesidad de Goyo Ribera. Todo aquel fardo de tierra encima, toda aquella opaca y muda costra. Volvió a tomar otro puñado. Una lombriz repleta se le quedó en descubierto. El torcimiento vivo del animal le distrajo un minuto de sus obsesiones. Pero volvió por ellas, no podría ya dejarlas. Si las lágrimas fuesen algo que se oliera de un frasco, pensó, como se huelen las sales, eso que tenía allí dentro terminaría ablandando, disolviendo. El dolor auténtico vendría después, por añadidura, a liquidar el resto. Pero ya no podía ser, ya no había esperanza. Desde una eternidad le estaban robando a Goyo. Minúsculos seres sin importancia atravesados en el camino como arvejas en un tamiz, acontecimientos banales que la historia tendría vergüenza de tomar en cuenta. Durante mucho tiempo él esperó. Goyo no apareció jamás a verle. Tampoco se supo nada de aquella personalidad femenina con derecho al crecimiento, y que, al parecer no había logrado, en veinticinco años transcurridos, justificar su propiedad del mundo. Una segunda lombriz, más plástica que la otra, como una mujer sin piernas y sin brazos desperezándose, volvió a distraerlo. Esa le trajo de nuevo a la superficie aquellos líos periódicos de la mujerzuela. ¿Qué habría seguido enajenando ella para cubrir el gasto? Claro estaba, sin embargo –echó a cuenta del retomado monólogo– que él tampoco había dispuesto en adelante de mucho tiempo. De pronto, y como esos autores que con su primera novela se les obliga a cargar el peso de la fama, él se vio convertido en algo serio, algo que no se detuvo hasta la presidencia de los tribunales. Pero, aun sin tiempo expreso para Goyo, él sabía que el tiempo vital del hombre amado seguía insistiendo, latiendo. En un lugar del mundo Goyo Ribera daba cuerda a un reloj de cualquier marca o estilo. En otro lugar él hacía lo propio con el suyo. Y entonces, por el nexo de aquellos dos sutiles mecanismos en marcha, él se sentía viviendo para el otro ser, iban ambos involucrados en el mismo plan del tiempo, sin reconocerse, como enmascarados.

Tierra de cementerio, lombrices gordas. Martín vio cómo sus uñas se le habían llenado de inmundicia, y, por una fracción de segundo, se avergonzó de su estado.

–No, Goyo, no, yo no tengo asco –dijo de pronto–. Es tu tierra, tu tierra –logró añadir con la lengua aún trabada.

Al fin. Eran las primeras palabras articuladas que lograba ofrendarle al muerto.

–Es tu tierra, tu tierra –continuó aferrándose a la consistencia de la imagen–. Pronto comenzará a hinchar la madera, a desarticularla. Unos cuantos meses de lluvia y la pudre toda, te la quita de encima, se la absorbe. Y entonces puede ya tenerte ahí debajo, en esa intimidad oscura y descompuesta, pero completamente sola sobre tus despojos. Tú, como yo cuando era niño, estarás creyendo ahora que tus huesos van a quedarse blancos, como los de los animales que se han muerto y descarnado en el campo. Pero no, Goyo, tus huesos van a ser una cosa ultrajada de tierra, una pequeña cosa gris, como tu vida, como tu historia, la historia que yo quise salvar y no pude. Pero ella, la tierra, te seguirá teniendo, cada vez con más hambre, cada vez con más fuerza, Goyo, ella te seguirá apretando oscuramente.

Ya, ya. La onda poderosa le estaba subiendo, creciendo. Martín sintió perfectamente dentro de sí cómo aquello le había golpeado el pecho y cómo se aprestaba a inundarle, a tirarle de bruces al suelo, a hacerle vomitar la angustia de tantos años, rematada a última hora por esa cita sin presencia.

Fue en aquel momento metafísico, al borde mismo del réquiem, cuando se oyó el silbido de los hombres. Se habían recostado a un árbol y estaban saboreando, tal un nuevo cigarro, la inusitada escena. Martín se incorporó como con un muelle.

–Perdona, Goyo, estaba visto –musitó desde arriba humildemente. (La tumba le pareció más pequeña, más sin importancia, un simple cantero de huerta). –No me dejan, nunca me dejaron, jamás me permitirán tenerte, Goyo Ribera.

* * *

–Sí, señor, faltan solo nueve minutos. Y son exactamente cuatro horas de viaje.

El seco individuo con olor a itinerarios miró tras la ventanilla, como queriendo, a su vez, él que siempre debía quedarse, preguntar algo. Pero la cara del hombre del billete no daba para más. Era un tipo distinguido, aunque parecía regresar de algún encuentro subterráneo donde hubieran estado succionándole vida. Se cerró tras su misterio y se alejó como había llegado.

«Veo esta sucia estación de ferrocarril, indudablemente. ¿Pero quién podría negarme que está suspendida en una atmósfera sin tiempo, y que este olor especial, estos ruidos de zorras, estos silbidos de los changadores no me están ocurriendo en otra existencia?». Se sentó a esperar aquellos minutos en un banco grasiento. Frente a él había una puertecita con un letrero archileído: Hombres. Al costado de la puerta, otro banco. Una mujer joven y rolliza con un canasto en la falda, y un hombrecito gastado, con su valija inconfundible entre las piernas. La campesina y el viajante, dijo Martín para sí, como quien lee un título ingenuo en el lomo de un libro. Pero él estaba colgado en la atmósfera, él no podía evadirse. La campesina y el viajante, volvió a repetir sin poder deshacerse del estúpido tema. Y de pronto, como una garduña agarrada en el cepo, se encontró con que las cinco palabras lo estaban triturando, que no podría jamás librarse de ellas, que eran el suplicio de última hora, confabulado con el olor de la estación, con el ruido. Sintió toda esa angustia, pero dentro del estómago. Sí, aquel estómago no era, nunca había sido capaz de tanto.

Llegó al lugar del pequeño letrero con el tiempo justo. «Qué desgraciado se siente uno en esto, qué infantil y desgraciado. Yo, un hombre espiritual, que debía estar llorando la muerte de alguien». Pero cuando salió otra vez bajo el letrero, con los ojos fuera de las órbitas y la garganta estrujada por los sucesos, ya no le importaron más el olor, los silbos, la mujer, el viajante. Se sumó al movimiento general, se precipitó en el andén, se puso a contemplar las vías. «Evocan el ruido triste de las escaleras de hierro, con la diferencia de que este lleva a infiernos a ras del suelo». Y pensar que todo podía ser tan fácil dentro de un instante. Pero él ya no tenía esperanza dentro, ya no era un hombre capaz de nada grande, y el tren pudo resoplarle en la cara como a cualquier palurdo que se lo dejase hacer, sencillamente. Lo pescó al vuelo. Vio cómo la mujer del canasto era engullida por un compartimiento de segunda clase y se dejó agarrar a su vez por el suyo, con otro olor, de primera.

«Ha sido mucho esperar, Goyo, ¿no es cierto? Tú lo has visto, no se puede. Pero ya ha llegado la oportunidad definitiva, puesto que todo llega». Hundió su peso total en el pullman, se apretó con fuerza en los costados del asiento. «Toma, si todavía tengo tierra en las uñas. Esto es lo único que he podido arañar de tu muerte, Goyo, pero nadie podría desmentir esta tierra sin negarme a mí mismo. Y sin negarme a mí mismo, nadie podría negarte, Goyo Ribera». El tren comenzó a batir de nuevo como una coctelera llena de historias personales, y arrancó de pronto de un tirón fugando con la mezcla. «Sí, Goyo, tu tierra. Casi pude llorarte allí. Te me robaron, ya lo viste. Pero ahora ya no habrá nadie entre tú y yo, nadie, nadie».

Martín Bogard miró a su alrededor con aire de gran propietario, pero lo que vio en el pequeño departamento le dejó petrificado. «No, Dios mío, el viajante no, líbreme Dios del viajante, de su anecdotario y de sus muestras. Dios me ahorre al viajante». Cerró los ojos como para darle más fuerza mental a la cosa. Fue en aquel sencillo recurso, tan universal, donde encontró el remedio. Se colocó el ticket en el bolsillo superior, con la mitad visible a fin de que nadie osara molestarlo por tales menudencias, y simuló precipitarse en un sueño cerrado, con el mentón en el pecho. Extraño: se le apareció al instante la imagen de María. Hacía demasiado tiempo que dormía al lado de su mujer, y quizás era por eso que había terminado asociándola inconscientemente al acto de cerrar los ojos.

–María, me caso contigo.

–¿Pero cómo, Martín, y tu carrera?

–María, me caso contigo –repitió él automáticamente–. ¿Qué incompatibilidad puede existir entre tú y este exhaustivo Código? Espera, pues, déjame ver primero de qué color tienes los ojos.

Ella se le quedó mirando tontamente. Y como estaba junto a la ventana, eso le favoreció a él su examen cromático.

–Y bien, no son verdes, y basta –dijo.

La mujer se fue a embalar sus pequeñas cosas, y él compró unos cuantos calzoncillos y unos pares de medias. Ella tuvo luego que guisar y ocuparse menudamente de aquellas prendas del muchacho. Pero Martín salió a flote. Aun sin cambiarse nunca de traje pudo lograrlo. Ella siempre le había tenido un poco de miedo. Optó por el silencio y la sonrisa permanente, y resultó bien la cosa. Después él fue escalando algo, algo que no calculaban con exactitud los dos en qué terminaría. Finalmente se desembocó en la fama, y ella tuvo visón y otras zarandajas. Cierto que hoy su pelo rubio ya no tenía los reflejos metálicos de cuando el examen de ojos en la ventana, y que la graciosa curva de la espalda comenzaba a degenerar en giba. Pero era la señora del doctor Martín Bogard, y en eso radicaba lo importante. Además, alguien le había dicho hacía poco que iba a tener una madurez exquisita. Ella estaba agarrada al tiempo de ese verbo para saborear el cumplido.

La señora Bogard tenía unos ademanes lentos, que parecían ser o pretendían ser los de una reina. Cuando había invitados en casa, sus dedos eran distintos a todos los dedos, a los que derramaban pocillos de café o dejaban caer los cubiertos. Claro que si había un niño en la mesa y quedaba una sola confitura en la bandeja, los dedos maravillosos tomaban aquella última posibilidad y se la llevaban a la pequeña boca de la señora Bogard, delicadamente. También esa peculiaridad: no había tenido chicos. Él no sabía por qué. Ese era el único punto negro de su vida.

Martín era de sueño rápido. No nacido, como los desvelados, para reestructurar infiernos. Apenas si se quedaba siempre en el anteproyecto. Dejó, de pronto, abandonados a todos, pero de verdad: a su mujer, al viajante, a su necesidad de despistar al viajante para vivir la muerte de alguien. Y se durmió asexuadamente junto a los dedos de María, que habían borrado del aire la cara del mundo.

* * *

La señora Bogard ordenó que las flores que excedían al salón fueran colocadas a ambos lados de la escalera de entrada, y que se encendiera a toda luz la lámpara del centro. No había podido darse ese lujo en su pobre casamiento, cuando Martín llegó en aquella lejanísima tarde con la cara descompuesta por algo que quizás acabaría de ocurrirle, y le dijo sin lugar a discusiones: María, es necesario que nos casemos. Hacía de eso veinticinco años.

Justamente en tal día histórico, su hombre recibe un telegrama misterioso, piensa la señora Bogard haciendo bajar otro cesto de flores, un telegrama que no le muestra a ella, como siempre, consulta la guía de ferrocarriles, sale sin despedirse de nadie, y fingiendo no recordar qué fecha extraordinaria tiene encima. (–Señora, ¿bajo también estas orquídeas? –No, no, las orquídeas son para la mesilla dorada. «Va a tener una madurez exquisita». La voz de quien le envió aquellas flores para sus bodas de plata le besa los oídos). Es claro que, a pesar del misterioso telegrama y del aparente olvido de la fecha, Martín no puede fallarle, no le ha fallado nunca. Entre Martín y ella ha quedado una vieja promesa, ciertos pendientes que han elegido ambos para ese día. Y los pendientes ya no son simples cosas de las que puede prescindirse. Encienden el deseo de la mujer como dos estrellas que se le vinieran por un hilo.

La señora Bogard acomodó las orquídeas en el jarrón de bohemia. Luego, moviéndose como una reina de aquel mundo de flores que se le había venido encima –ya empezaban a llegar las gentes– se dio a componer la novela del telegrama y del improvisado viaje del marido. («Pendientes señor Bogard vendidos equivocación. Venga rápido atestiguar prioridad cliente»). Martín jamás había perdido un pleito. ¿Iba a ocurrirle justamente eso en aquel día?

* * *

–¿Su equipaje?, doctor.

No había puesto aún el pie en el suelo, no lo había arrojado aún la coctelera totalmente, cuando ya estaban ocupándose de su persona.

–No, no tengo equipaje –dijo Martín con ira–. Rayos, ¿es que siempre habrá que bajar en las estaciones con valijas?

El mozo de cordel se le quedó mirando con la boca abierta.

–Perdóname, Goyo, me he dormido en el ferrocarril –continuó a renglón seguido del incidente hablando solo, abriéndose a codazos el camino– y cuando he arrojado no tengo sueños. Ni siquiera eso, Goyo. Hubiera podido soñar, al menos, continuar con aquello en que quedé cuando empezaste a huir en la calleja con neblina. Me habían quitado tu nariz con la tapa, pero ya estaban logrados tus ojos. Pronto hubiera llegado la frente, y desde allí todo se aclararía. Todo tú eras la frente. Qué frente impresionante. Ya, ya, lo había olvidado. Yo anotaba lo que salía de allí, lo anotaba en un cuaderno de cubiertas negras. ¿Cómo pude haberlo olvidado? Sí, Goyo, ahora te salvas, nos salvamos. Llego a mi bendita casa, donde lo tengo todo bien dispuesto para que nadie se meta en mi vida, y no ceso de revolver hasta que lo encuentre. La sonrisa de bazar de María me abrirá paso, pero sin seguirme. Llorar, que yo pueda llorar, eso sí que no lo creo. Me han estafado el llanto. Pero pasaré las horas sin respirar leyendo lo que fue tuyo, tu poderoso pensamiento, tu locura lúcida, aquellas revisiones y aquellas soluciones para el gran problema del hombre que llenaban tu vida. Hasta que te la robaron. Te la robó la estupidez, una estupidez parecida a la de esos desgraciados que tosen en los teatros, justo en lo más formidable o delicado del diálogo, y cuando uno no puede matarlos, y ellos no saben lo que han hecho.

–Buenas noches, doctor.

–En fin, a mí no me han dado nada, tampoco –contestó Martín al hombre del saludo, otro que se quedó con la boca abierta.

Un automóvil estuvo a punto de atropellarlo en la calle. El individuo del volante se deshizo en improperios. Pero él le sacó el sombrero tiernamente por lo que casi había hecho.

Claro que el episodio del coche acabó por despabilarlo. Dejó de hablar, se puso a rumiar hacia adentro. «Cuando una hembra no le da nada a uno, continuó para sí, también es como si se lo quitara todo. Pero, por lo menos, ella había tenido siempre ese miedo, esa sonrisa. Y, además, ¿qué se pierde en el mundo con la anulación de un hombre cualquiera?».

El doctor Martín Bogard dio en mirarse, en palparse, en someterse a juicio. Pero fue entonces cuando cayó en la visión cabal de su estado. Tenía adherida en las rodilleras del pantalón la pastosa tierra del cementerio. La misma de las uñas, las manos, los zapatos. Tierra de Goyo, pero tierra. Sintió que un mechón de pelo ingobernable le venía cayendo en la frente. Y, además, su rostro. Sin mirarlo, el hombre sabe cómo está su rostro.

–Pero diablos, ¿quién ha muerto en la casa?

Toparse con aquella escalinata iluminada y llena de flores era algo que no entraba en sus cálculos. Empezó a subir desvaídamente, como un espantajo que retornara de un año de intemperie. ¿Quién podía haber muerto allí, justamente cuando él ya no tenía lágrimas? Fue entonces, no bien había dejado atrás la escalera con flores, no bien se había enfrentado a los ojos de asombro de aquella grey de salón, clavados todos en sus rodillas, en su mechón de la frente, en su sombrero estrujado entre las manos sucias, en su cara color tierra, cuando Martín Bogard cayó en la cuenta de ciertos veinticinco años conyugales, de ciertos pendientes olvidados.

No, el techo estaba firme. ¿Por qué habría de caérsele encima? Pero él comenzó a mirarlo codiciosamente, como un enamorado. Luego ni lo quiso. En realidad, él, Martín Bogard, ya estaba muerto. Él era el definitivo muerto sobre el que se pudrirían todas aquellas flores.

Cuentos completos

Подняться наверх