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/ CAPÍTULO 3

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ABSOLUTAMENTE INSOPORTABLE

El deseo de Tarp Henry no se cumplió. El miércoles, cuando volví a Nature, había una carta para mí, escrita con una letra que se parecía a un cerco de alambre de púas. Decía así:

«Señor: recibí su carta, en la que acepta mis puntos de vista, aunque yo no sabía que necesitaban su aceptación ni la de nadie.

»Se arriesga a emplear la palabra “hipótesis” al referirse a mis declaraciones sobre el darwinismo, y me permito llamar su atención sobre lo ofensiva que resulta esa palabra. Sin embargo, deduzco que lo suyo es ignorancia más que malicia, así que paso por alto el asunto.

»Además, usted cita un párrafo de mi conferencia y parece tener dificultad para comprenderlo. Habría pensado que solo una inteligencia infrahumana sería incapaz de entender ese párrafo. Pero si realmente necesita una explicación, lo recibiré, a pesar de lo desagradable que me resultan las visitas. En cuanto a su sugerencia de que yo podría modificar mi opinión, quiero que sepa que no acostumbro a hacerlo.

»Cuando llegue a mi casa, muestre el sobre de esta carta a Austin, mi hombre de confianza, ya que él se ve obligado a tomar toda clase de precauciones para protegerme de esa gentuza entrometida que se autotitula “periodista”.

»Atentamente.

»George Edward Challenger».

Un taxi me llevó al lugar de mi cita. Y un extraño individuo de edad incierta, moreno, extremadamente delgado y vestido con una chaqueta oscura, abrió la puerta. Después, supe que Austin era el chofer, y el mayordomo, cada vez que uno de estos empleados huía dejando el puesto vacante. Me miró de arriba abajo y preguntó:

–¿Lo esperan?

–Tengo una cita –respondí y le mostré el sobre.

Lo seguía por el pasillo, cuando una mujer salió de una habitación y me detuvo.

–Un momento –dijo–. ¿Puedo preguntarle si se ha encontrado antes con mi esposo?

–No, señora, no he tenido ese honor.

–Entonces, le pido disculpas por adelantado. Debo advertirle que es una persona absolutamente insoportable. Si nota que se pone violento, no se detenga a discutir con él y salga enseguida del cuarto. Varias personas resultaron heridas por intentarlo. Después, viene el escándalo público. Supongo que quiere verlo por lo de Sudamérica.

Yo no le podía mentir a una dama y se lo confirmé.

–¡Es el tema más peligroso! Usted no va a creer ni una palabra de lo que escuchará... y no me extraña. Pero no se lo diga, porque eso lo pone furioso. Finja que le cree y saldrá del paso sin problemas. Él está convencido de que eso es verdad. Se lo aseguro porque es el hombre más sincero del mundo. No demore. Y si se pone peligroso, toque el timbre y manténgase a distancia hasta que yo llegue. Suelo controlarlo aun en sus peores momentos.

Después de escuchar estas frases tan alentadoras, Austin me condujo hasta el final del pasillo. Un golpecito en la puerta, un mugido de toro en el interior y, acto seguido, me vi cara a cara con el profesor. Estaba sentado en un sillón giratorio, detrás de una mesa cubierta de libros, mapas y diagramas. Y cuando entré, hizo girar su asiento para quedar frente a mí.

Su aspecto me dejó boquiabierto. Lo que impresionaba era su tamaño... su tamaño y su presencia imponente. La cabeza era enorme, la más grande que he visto en ningún ser humano. Tenía la cara roja y la barba –tan negra que, por momentos, parecía azul– caía deshilachada sobre su pecho. También su cabello era raro, pues sobre la ancha frente se le pegaba una especie de mechón ondulado y largo. Los ojos de un azul grisáceo bajo cejas tupidas y largas resultaban en una mirada directa, penetrante y dominadora. Hombros anchísimos y un pecho con forma de tonel eran las otras partes del cuerpo que sobresalían de la mesa, además de unas manos enormes, cubiertas de vello largo y negro. Todo esto y una voz retumbante, como de bramidos y rugidos, formaron mi primera impresión del famoso profesor Challenger.

–¿Y ahora qué? –preguntó, clavándome la mirada desafiante.

Yo debía seguir simulando por lo menos un rato pues, de lo contrario, la entrevista iba a terminar ahí.

–Le agradezco la gentileza de recibirme –dije, humildemente.

–Ah, usted es el joven que no puede entender lo que está escrito en inglés sencillo… Y aun así, me hace el honor de aprobar mis conclusiones.

–¡Por completo, señor, por completo! –afirmé, con seguridad.

–¡Dios mío! Eso avala mi posición, ¿verdad? Por lo menos es mejor que esos cerdos de Viena, con sus gruñidos ofensivos.

–Se portaron muy mal con usted –coincidí.

–Le aseguro que me arreglo solo para pelear mis batallas y que no necesito su simpatía. Así que abreviemos esta visita, que difícilmente le resulte agradable a usted y que es indescriptiblemente fastidiosa para mí. Si no entendí mal, tiene algunos comentarios sobre mis teorías.

Su franqueza era tan brutal que se hacía difícil alargar la conversación. Pero yo tenía que seguir el juego hasta ganar su confianza. Debía inventar algo.

–¡Vamos! ¡Vamos! –me presionó con su voz retumbante.

–Yo no soy más que un simple estudioso –afirmé, con una sonrisa tonta–. Pero me pareció que usted fue muy severo con las teorías de Weissmann. ¿Acaso las pruebas aportadas desde esa fecha no revelan una tendencia…, una tendencia a confirmar su posición?

–¿Qué pruebas? –me preguntó con una calma amenazadora.

Yo no sabía qué responder, pero seguí intentando:

–Claro, ya sé que no hay ninguna prueba definitiva. Solo me refería a las tendencias científicas modernas.

Se inclinó hacia adelante con gran seriedad y dijo, mientras contaba las preguntas con los dedos:

–Supongo que sabrá que el índice craneano es un factor constante.

–Naturalmente –respondí.

–Y que la telefonía se halla aún sin clasificar.

–Sin duda –confirmé, sin tener la menor idea de lo que decía.

–Y que el plasma es diferente del huevo partenogenético.

–¡Desde luego! –exclamé, entusiasmado por mi audacia.

–Pero, ¿qué prueba todo esto? –preguntó con voz suave y persuasiva.

–Ahí está –murmuré–. ¿Qué prueba?

–¿Quiere que se lo diga? –propuso con voz arrulladora.

–Se lo ruego.

–¡Prueba –rugió– que usted es el mayor impostor de Londres, un periodista rastrero que tiene en su cerebro tan poca ciencia como vergüenza!

Se había puesto de pie de un salto y sus ojos estaban llenos de furia. Incluso en ese momento de tanta tensión, tuve tiempo para asombrarme al descubrir que Challenger era un hombre bajo, ya que su cabeza no sobrepasaba mis hombros. O sea, que era un Hércules a medias, y su tremenda fuerza estaba concentrada en el ancho de su cuerpo, en su cabeza y en su cerebro.

–¡Frases sin sentido! ¡Inventos absurdos! –gritó, inclinado hacia adelante, con los dedos apoyados en la mesa y el rostro casi rozando el mío–. Eso es lo que le estuve diciendo, caballero... ¡Un galimatías científico! ¿Creyó que podía ser más astuto que yo? ¿Con su cerebro del tamaño de una nuez? Ustedes, condenados escritorcitos, piensan que pueden elevar a un hombre con sus elogios y destruirlo con sus críticas. ¡A ese hay que ponerlo por las nubes y a ese otro hay que aplastarlo! ¡Gusanos, los conozco bien! Se creen muy influyentes. Pero yo los pondré en su lugar. Sí, señor, con G. E. Challenger no han podido. Les advertí las consecuencias, pero ya que insisten en venir…. Decidió jugar un juego peligroso y tengo la impresión de que perdió, mi querido señor Malone. Ahora, exijo que pague la deuda.

–Mire –dije, mientras retrocedía y abría la puerta–, si quiere, puede ofenderme, pero todo tiene un límite. No permitiré agresiones.

–¿No? –Avanzó despacio, de un modo amenazador. Pero se detuvo de pronto y puso las manazas en los bolsillos de su chaqueta–. Ya arrojé de esta casa a varios colegas suyos. Usted será el cuarto o el quinto. Cada uno me costó una indemnización de tres libras y quince chelines. Caro, pero necesario. Ahora, no tiene más remedio que seguir el mismo camino.

Continuó avanzando. Yo podría haber escapado, pero habría sido demasiado cobarde. Además, empezaba a sentir una chispa de rabia justiciera.

–No le permitiré que me ponga las manos encima –le advertí.

–Ah, conque no me lo permitirá, ¿eh?

Sus negros bigotazos se elevaron y una mueca de burla puso al descubierto un reluciente colmillo blanco.

–¡No se haga el tonto, profesor! –le grité–. ¿Qué espera conseguir? Peso noventa y cinco kilos, soy tan duro como un clavo y juego de pilar izquierdo. No soy hombre para...

En ese momento, se arrojó sobre mí. Por suerte, yo había abierto la puerta porque, si no, la habríamos perforado. Rodamos por el corredor hechos un ovillo. No sé cómo, en el camino nos enredamos en una silla y nos la llevamos arrastrando. Mi boca se llenó de pelos de su barba; estábamos enganchados por los brazos; nuestros cuerpos, anudados, y la silla metía sus patas por todas partes. Austin, siempre vigilante, había abierto la puerta de calle y allí fuimos a parar, dando un salto mortal, por la escalera de entrada.


La silla se rompió contra la vereda y nosotros rodamos hasta el cordón. El profesor se levantó de un salto, agitando los puños y respirando como un asmático.

–¿Recibió lo suficiente? –jadeó.

–¡Condenado fanfarrón! –grité, mientras me ponía en guardia.

Habríamos seguido la pelea –porque él desbordaba de ganas de pelear– pero, por suerte, fui rescatado de tan abominable situación: un policía estaba a nuestro lado, con su libreta de notas en la mano.

–¿Qué significa todo esto? Debería darles vergüenza –dijo.

Era lo más razonable que había escuchado desde mi llegada a la casa del profesor. El policía insistió, dirigiéndose a mí:

–Vamos a ver, ¿qué pasó?

–Este hombre me atacó –contesté.

–¿Atacó a este muchacho? –le preguntó al profesor.

Challenger respiró con fuerza y no dijo nada.

–No es la primera vez –añadió severamente el policía, sacudiendo la cabeza–. El mes pasado tuvo el mismo problema. Le puso un ojo negro a otro joven. Y usted, ¿mantiene la acusación?

–No, no la mantengo. La culpa fue mía. Me metí en su casa y él me lo advirtió –respondí, más calmado.

El policía cerró su libreta de un golpe y dijo:

–Será mejor que no vuelva a suceder una cosa así. Y ustedes, circulen, vamos, circulen.

Esto último iba dirigido al muchacho de la carnicería, a una joven y a uno o dos vagos que habían formado una rueda a nuestro alrededor. El profesor me miró. En sus ojos brillaba algo de humor.

–¡Venga adentro! –me gritó–. No terminé con usted.

A pesar de su tono amenazante, lo seguí. Austin, que parecía una estatua de madera, cerró la puerta detrás de nosotros.


El mundo perdido

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