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/ CAPÍTULO 5

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¡NO ESTOY DE ACUERDO!

Entre las sacudidas físicas que sufrí en la primera parte de la entrevista con el profesor Challenger y las sacudidas mentales de la segunda parte, cuando salí a la calle yo era un periodista bastante aturdido. Un solo pensamiento ocupaba mi dolorida cabeza: sin duda, el relato de aquel hombre era verdadero y, con él, podría escribir artículos increíbles para La Gaceta, cuando me diera permiso para publicarlos.

Subí a un taxi y me fui a la redacción. McArdle estaba en su puesto.

–¿Cómo le fue? –me preguntó, lleno de curiosidad–. Parece que vuelve de la guerra. No me diga que lo golpeó.

–Al principio, tuvimos algunas diferencias. Después, pudimos charlar. Pero no le saqué nada... quiero decir, nada que pueda publicarse.

–Yo no estoy tan seguro. Usted obtuvo un ojo morado y eso se puede publicar. Si me cuenta qué pasó, escribiré un artículo y mostraré a ese fulano tal como es: un farsante.

–No lo haría, señor.

–¿Y por qué no?

–Porque no es un impostor.

–¡¿Qué?! –gritó McArdle–. ¡No me va a decir que cree en esos cuentos sobre mamuts mastodontes y serpientes de mar gigantes!

–No sé nada de eso. Pero sí creo que descubrió algo.

–¡Entonces, escríbalo!

–Me gustaría, pero todo lo que me dijo fue a condición de que no lo publicara.

Resumí el relato del profesor. McArdle parecía no creer absolutamente nada.

–Bueno, señor Malone –dijo, al fin–, hablemos de la reunión científica de esta noche. Irá y traerá un artículo bien completo. Le reservaré un espacio, para que salga en la edición de mañana.

Esa noche, cené temprano con Tarp Henry y le conté parte de mis aventuras. Me escuchó con una sonrisa de incredulidad y se rio cuando oyó que el profesor me había convencido.

–Mi querido muchacho, en la vida real las cosas no suceden así. La gente no hace descubrimientos enormes y, después, pierde las pruebas. Eso ocurre en las novelas. Ese fulano no es más que un charlatán.

–¿Y el artista americano?

–Nunca existió.

–Vi su cuaderno de dibujos.

–Querrás decir el cuaderno de dibujos de Challenger.

–¿Y las fotografías?

–No había nada en las fotografías. Tú mismo admites que solo viste un pájaro.

–Un pterodáctilo.

–Eso dice él. Y fue él quien te metió en la cabeza la idea del pterodáctilo.

–¿Y los huesos?

–El primero lo sacó de un guiso. El segundo lo improvisó para la ocasión. Se puede falsificar un hueso tan fácilmente como una fotografía.

Comencé a preocuparme. Tal vez me había convencido demasiado rápido. Entonces, tuve una buena idea: lo invité a la reunión.

Tarp Henry me miró pensativo y me anticipó:

–No quiero meterme en una bolsa de gatos. Ese Challenger es un personaje popular y hay muchos que tienen cuentas que arreglar con él. Diría que es el hombre más odiado de Londres. Y si también asisten los estudiantes de medicina, la burla no va a tener fin.

–Antes de juzgarlo, deberías oírlo exponer su caso –le dije, para convencerlo.

–Sí, quizá sea lo justo. Está bien. Cuenta conmigo.

Cuando llegamos al Instituto de Zoología, había mucho más público del que esperábamos: no solo científicos sino también gente común. La actitud de la audiencia era alegre y revoltosa, sobre todo la de los estudiantes de medicina. Coreaban canciones populares –algo extraño antes de una disertación científica– y ya se notaba una tendencia a la burla, que prometía una noche divertida.

Cuando aparecieron sobre el escenario el viejo doctor Meldrum y el profesor Wadley, se oyeron las primeras bromas.

Pero lo más festejado fue la entrada de mi nuevo amigo, el profesor Challenger. Apenas asomó su barba negra por un lado del escenario, estalló un alarido de bienvenida. Entonces, supe que Tarp Henry había acertado y que los estudiantes solo estaban allí porque había corrido el rumor de que el famoso profesor iba a intervenir en el debate. Quizá había algo ofensivo en ese saludo. Pero a mí me pareció, más que una burla hacia alguien antipático, el ruidoso recibimiento a un personaje que los divertía e interesaba a la vez.

Challenger se sonreía con una expresión de desprecio tolerante y aburrido, como haría un hombre bondadoso frente a los ladridos de unos cachorros. Tomó asiento, sacó pecho, se acarició la barba y examinó la sala repleta de gente, con ojos entrecerrados y orgullosos.

Todavía no se había calmado el alboroto provocado por su llegada, cuando ingresaron en el escenario el profesor Murray –presidente del Instituto de Zoología– y el señor Waldron.

El señor Waldron, el famoso conferencista, comenzó a hablar entre un aplauso generalizado. Era un hombre desagradable, muy flaco, de voz áspera y modales agresivos, pero tenía el mérito de saber captar las ideas de los demás y de transmitirlas para que resultaran fáciles de entender. A esto hay que sumarle que convertía en entretenidos los temas más inverosímiles, de modo que, por ejemplo, explicadas por él, las etapas de la formación de un vertebrado se convertían en una exposición realmente divertida.

En esa oportunidad explicó, muy simplificado y en un lenguaje siempre claro, el origen del mundo. Comenzó hablando de una masa inmensa de gas, brillando en los cielos. Luego, describió la solidificación, el enfriamiento, los plegamientos que formaron las montañas y el vapor convirtiéndose en agua, o sea, la lenta preparación del escenario en que iba a aparecer la vida. Después, fue bastante impreciso. Afirmó que era cierto que ningún ser vivo podría haber sobrevivido a la calcinación inicial. Por lo tanto, llegaron más tarde. ¿Se habían formado a partir de los elementos inorgánicos que existían en el globo? Era muy probable. ¿Habrían llegado desde el espacio exterior, transportados por meteoritos? Era menos probable.

El conferencista siguió con el desarrollo del reino animal, comenzando por los moluscos y los débiles seres marinos, para ir subiendo, paso a paso, por los reptiles y los peces, hasta que llegó al canguro rata, un animal que paría ya vivas a sus crías y que, según opinó, era el ancestro directo de todos los mamíferos y de todos los miembros de esa audiencia.

–No, no –se oyó decir a un estudiante de la última fila.

La respuesta de Waldron no se hizo esperar:

–Si el caballerito de la corbata roja que gritó: “No, no”, y que parece creer que fue empollado dentro de un huevo se acerca después de la conferencia, tendré mucho gusto en examinar semejante rareza.

Se oyeron risas. Después de burlarse a gusto de quien lo había interrumpido, Waldron volvió a su descripción del pasado: el desecamiento de los mares, la vida viscosa que se acumuló en sus márgenes, la tendencia de las criaturas marinas a buscar refugio en los fondos barrosos y su enorme desarrollo gracias a la abundancia de alimentos que los esperaba ahí. Y añadió:

–De aquí derivó aquella espantosa familia de saurios que nos sigue atemorizando cuando los vemos en los dibujos pero que, afortunadamente, se extinguió mucho antes de que la humanidad apareciera sobre este planeta.

–¡No estoy de acuerdo! –resonó una voz detrás del conferencista.

Resultaba peligroso interrumpir al señor Waldron, un hombre muy estricto con el orden y con un gran don para el humor ácido. Pero esta intervención imprevista le pareció tan absurda que no supo cómo reaccionar. Era como si un astrónomo fuera atacado por un fanático convencido de que la Tierra es plana. Hizo una breve pausa y, luego, repitió lentamente:

–Se extinguieron antes de la aparición del hombre.

–¡No estoy de acuerdo! –resonó de nuevo la voz.

Waldron, asombrado, miró a los profesores que ocupaban el escenario. Hasta que sus ojos se detuvieron en Challenger, que seguía sentado en su silla, con los ojos cerrados y una expresión divertida, como si se sonriera durante un sueño.

–¡Ah, ya veo! ¡Es mi amigo el profesor Challenger! –exclamó, encogiéndose de hombros, y siguió con su conferencia, como si no necesitara aclarar nada más.

Pero el incidente estaba lejos de haber terminado. Cada vez que se refería al pasado del planeta, inevitablemente decía algo sobre la vida prehistórica ya extinguida. Y cada afirmación de esas provocaba el mugido de toro de Challenger.

El auditorio empezó a preverlo y, antes de que Challenger abriera la boca, cien voces gritaban: “¡No estoy de acuerdo!” y otras les respondían: “¡Orden!” y “¡Qué vergüenza!”.

A pesar de que Waldron era un conferencista experimentado, se distrajo. Dudó, tartamudeó, se enredó en un largo párrafo y, por fin, se dirigió furiosamente contra la causa de sus problemas.

–¡Esto es intolerable! –gritó, lanzando una mirada fulminante hacia Challenger–. Debo pedirle, profesor, que termine con sus interrupciones ignorantes y maleducadas.

Hubo un cuchicheo general y los estudiantes se quedaron quietos, llenos de placer, al ver cómo se peleaban los famosos científicos. Entonces, Challenger se levantó lentamente y respondió:

–Y yo, señor Waldron, debo pedirle que deje de hacer afirmaciones que no concuerdan con los hechos científicos.

Estas palabras desencadenaron una tempestad. “¡Déjenlo hablar!”, “¡Échenlo!”, “¡Juego limpio!” eran las sugerencias que se distinguían entre el griterío.

Challenger volvió a su asiento. Waldron, muy acalorado, continuó con sus observaciones. Al hacer cada afirmación, le lanzaba una mirada venenosa a su adversario, que parecía dormir, con la misma sonrisa amplia y feliz impresa en su cara.

Por fin, terminó la conferencia. Waldron se sentó. El profesor Challenger se levantó y avanzó hasta el borde de la platea.

–Damas y caballeros –comenzó, entre interrupciones del fondo del salón–. Perdón, damas, caballeros y niños. Pido disculpas por no haber nombrado a una parte considerable del público. (Se produjo un tumulto. El profesor, con una mano levantada, movía su enorme cabeza con asentimientos compasivos.) Fui elegido para cerrar este acto con un agradecimiento al señor Waldron por su conferencia tan pintoresca e imaginativa. En ella, hubo puntos con los que no estoy de acuerdo y sentí el deber de señalarlos. Pero es verdad que el señor Waldron cumplió muy bien con su objetivo, que consistía en dar una sencilla explicación de cómo él entiende que fue la historia de nuestro planeta. Las conferencias de divulgación científica son las más fáciles de comprender, pero el señor Waldron –aquí le hizo un guiño de complicidad al conferencista– me disculpará si digo que son inevitablemente superficiales y engañosas, ya que es necesario simplificar todo para que sea comprendido por un auditorio ignorante. (Aplausos irónicos y furiosos gestos de protesta del señor Waldron.)

»Ahora, permítanme pasar a un tema más interesante. (Fuertes y prolongados aplausos.) Con lo que yo, que soy un verdadero investigador, no estoy de acuerdo es con la desaparición de ciertos animales. No hablo como un aficionado ni como un conferencista popular. Soy un científico y debo aferrarme estrictamente a los hechos. Por eso digo que el señor Waldron se equivoca al afirmar que los llamados animales prehistóricos no existen, porque él nunca vio personalmente uno. Todavía viven seres que supuestamente pertenecían al Jurásico, monstruos capaces de devorar a los más grandes y feroces de nuestros mamíferos. (Gritos de “¡Tonterías!”, “¡Demuéstrelo!”, “¡No estoy de acuerdo!”, “¿Cómo lo sabe?”.)

»¿Me preguntan cómo lo sé? Lo sé porque vi algunos de ellos. (Aplausos, tumulto y gritos de “¡Mentiroso!”.) Si alguien se atreve a poner en duda lo que afirmo, tendré mucho gusto en cambiar algunas palabras con él, después de la conferencia. (“¡Mentiroso!”.) ¿Quién dijo eso? Si me acerco al que lo dijo… (Un coro general respondió: “Ven, amor, ven”, interrumpiendo el acto durante unos momentos.) Todos los grandes descubridores se enfrentaron con la misma incredulidad... señal de una generación de idiotas. Cuando se les muestran los grandes hechos, carecen de la intuición y la imaginación que los ayudarían a comprenderlos. Solo saben ensuciar a los hombres que han arriesgado la vida para abrir nuevos campos a la ciencia. (Ovación prolongada y total interrupción.)».

La Asamblea se había convertido en un caos. El alboroto era tan terrorífico que varias señoras se habían ido a toda prisa. Serios e ilustres profesores parecían haberse dejado arrastrar por el ánimo de burla de los estudiantes, y los vi levantar los puños contra el obstinado profesor. El auditorio completo hervía. Challenger dio un paso adelante y levantó las dos manos. Había en ese hombre tanta grandeza que el griterío y el alboroto fueron cediendo de a poco, hasta que todos se callaron para escucharlo.


–No los demoraré demasiado –dijo–. No vale la pena. La verdad es la verdad, y el alboroto de unos cuantos jóvenes tontos y el que hacen sus profesores, tan tontos como ellos, no modifica el asunto. Yo sostengo que abrí un nuevo campo para la ciencia. Ustedes lo niegan. Entonces, se lo probaré. ¿Quieren elegir a alguien para que viaje como su representante y compruebe mis afirmaciones?

El señor Summerlee, veterano profesor de Anatomía Comparada, se puso de pie. Era un hombre alto, delgado y agrio.

–Profesor Challenger –le preguntó–, ¿el descubrimiento al que se refiere es el que realizó hace dos años, durante una excursión al Amazonas?

El profesor Challenger respondió que sí.

–¿Y cómo es posible que haya hecho esos descubrimientos en una región donde otros científicos, en viajes anteriores, no encontraron nada de lo que usted dice?

–Señor Summerlee, tal vez le interese saber que por el río Amazonas se puede llegar a una región de alrededor de doscientos treinta mil kilómetros de extensión, y que no es imposible que, en una región tan amplia, una persona encuentre lo que a otras les pasó inadvertido.

Con una sonrisa ácida, Summerlee le pidió al profesor Challenger que diera la latitud y la longitud de la región en donde se hallaban esos animales prehistóricos.

–Tengo buenas razones para reservarme esa información –respondió Challenger–. Pero puedo dársela, con las precauciones necesarias, a los representantes de la Asamblea elegidos entre la audiencia. ¿Querría participar en dicho comité y comprobar personalmente mi relato?

–Sí, estoy dispuesto –aceptó Summerlee entre grandes aplausos.

–Entonces, le garantizo que le daré lo necesario para que pueda encontrar el camino. Sin embargo, ya que Summerlee va a comprobar mis afirmaciones, sería justo que yo, a mi vez, envíe uno o más acompañantes que lo controlen a él. Les aseguro que allá habrá dificultades y peligros, y que necesitará la compañía de un colega más joven. ¿Puedo pedir voluntarios?

Así surgen los grandes cambios en la vida del hombre. Cuando entré en la sala del Instituto de Zoología, ¿podía imaginar que estaba a punto de iniciar una aventura mucho más descabellada que cualquiera que podría haber soñado? ¿No era esta la oportunidad de la que hablaba Gladys? Ella me habría dicho que fuera y me puse de pie de un salto.

Al mismo tiempo, vi que un hombre delgado, alto, de cabello rojizo, ubicado algunas filas adelante, también se había parado.

–Yo iré, señor presidente –repetí una y otra vez–. Mi nombre es Edward Malone, periodista de La Gaceta, y afirmo que soy un testigo absolutamente libre de prejuicios.

–¿Y usted, señor, cómo se llama? –le preguntó el presidente al hombre alto.

–Soy lord John Roxton. Ya recorrí el Amazonas, conozco toda la región y estoy calificado para esta investigación.

–La reputación de lord Roxton como deportista y viajero es mundialmente conocida –dijo el presidente–. Pero también sería bueno que alguien de la prensa formara parte de la expedición.

–Entonces, propongo que estos dos caballeros acompañen al profesor Summerlee en el viaje –concluyó Challenger.

Así se decidió nuestro destino. Cuando salí del salón, entre gruñidos y aplausos, el coche del profesor Challenger arrancó y yo me quedé pensando en Gladys y en mi futuro.

De pronto, sentí que me tocaban el hombro. Era el hombre alto y delgado que se había ofrecido como voluntario para ser mi compañero en aquella extraña búsqueda.

–¿Es usted el señor Malone, verdad? –me preguntó–. Ya que vamos a compartir esta aventura, ¿sería tan amable de dedicarme media hora? Muero de ganas de decirle dos o tres cosas.


El mundo perdido

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