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/ CAPÍTULO 4
Оглавление¿EL DESCUBRIMIENTO MÁS GRANDIOSO DEL MUNDO?
Apenas se cerró la puerta de calle, la señora Challenger vino hacia nosotros como una flecha. Estaba de un humor terrible.
–¡Eres una bestia, George! –gritó–. Lastimaste a ese joven tan amable.
Parecía una gallina enfurecida haciéndole frente a un bulldog. Él señaló hacia atrás, con su dedo pulgar.
–Ahí está, sano y salvo.
–Le aseguro que todo está bien, señora –la tranquilicé.
–¡Le dejó marcas en la cara, pobrecito! ¡Oh, George, qué bruto eres! En las últimas semanas solo hemos tenido escándalos. Todos empiezan a odiarte y se burlan de ti. No lo soporto más.
–¡La ropa sucia se lava...! –rugió él.
–¡No es ningún secreto! –lo interrumpió ella–. ¿No sabes que toda la cuadra, todo Londres..., todos hablan de ti? Tú, que deberías ser profesor en una gran universidad, con mil alumnos haciéndote reverencias... ¿Dónde está tu dignidad, George?
–Sé buena, Jessie.
–¡Un matón pendenciero y vulgar: en eso te has convertido!
–¡Esto ya es demasiado! ¡Al banquillo de penitencia! –dijo él, de pronto.
Para mi asombro, lo vi levantar por el aire a su esposa y sentarla en un pedestal de mármol que había en un rincón del vestíbulo. Tendría un metro y medio de alto y era tan estrecho que ella apenas conseguía mantener el equilibrio. Es difícil imaginar un espectáculo más absurdo que el de la señora Challenger subida allí, con la cara roja de rabia, los pies balanceándose en el aire y el cuerpo tieso, para evitar una caída.
–¡Déjame bajar! –gritaba.
–Di “por favor”.
–¡Eres un bruto, George! ¡Bájame enseguida!
–Venga a mi despacho, señor Malone.
–La verdad, profesor... –comencé, mirando a la señora.
–Aquí está el señor Malone defendiéndote, Jessie. Di “por favor” y te bajo.
–¡Qué bestia eres! ¡Por favor! ¡Por favor!
La bajó al suelo como si hubiese sido un canario.
–Es necesario que te comportes bien, querida. El señor Malone es un periodista y mañana publicará todo en su periodicucho. Imagínate este titular: “Curiosa historia en la clase alta”. Porque estabas bastante alta sobre ese pedestal, ¿no es cierto? Malone es un devorador de carroña, como todos los de su especie. ¿Qué le pasa, Malone?
–Usted es realmente intolerable –le dije, ofendido.
–¡Se pusieron de acuerdo! –gritó con su voz atronadora, mirando a su mujer y, luego, a mí. Pero, de pronto, cambió el tono y agregó–: Disculpe estos chistes familiares. Le pedí que volviera con un propósito mucho más serio que el de mezclarlo en nuestras pequeñas bromas. Largo de aquí, señora, y no te enojes. Todo lo que dices es verdad. Si te hiciera caso, sería un hombre mucho mejor. Pero ya no sería yo. Hay muchos hombres mejores, querida, pero solo un George Edward Challenger, así que debes sacar de mí lo mejor que puedas.
Después, le dio un sonoro beso, que me desconcertó más que su violencia anterior, y me dijo, con cortesía:
–Y ahora, señor Malone, sígame, por favor.
Volvimos a la habitación que, diez minutos antes, habíamos dejado tan violentamente. El profesor cerró la puerta y me acompañó hasta un sillón.
–Póngase cómodo y escuche atentamente. Si se le llega a ocurrir algún comentario, guárdeselo. En primer lugar, aclaremos lo de su vuelta a mi casa, después de su bien merecida expulsión… –Me miró fijo, como desafiándome a que lo contradijese–. La razón fue su respuesta a ese policía entrometido. Al admitir que usted era el culpable del incidente, demostró tener una inteligencia que me predispuso en su favor. Por desgracia, la subespecie a la que pertenece usted siempre ha estado por debajo de mi horizonte mental. Sin embargo, sus palabras lo elevaron por encima de los periodistas comunes. Por esa razón, le pedí que regresara, para conocerlo más a fondo.
Mientras decía todo esto en voz muy alta, había empujado su sillón giratorio para quedar frente a mí. Allí sentado, parecía inflarse como una enorme rana toro, con la cabeza echada hacia atrás y los ojos medio ocultos bajo sus párpados fruncidos. De pronto, giró para buscar algo entre un montón de papeles que había sobre el escritorio. Al fin, se dio vuelta con un estropeadísimo cuaderno entre las manos.
–Voy a hablarle de Sudamérica –anunció–. Pero nada de lo que le diga debe ser repetido en público, hasta que tenga mi autorización expresa. Y sepa que no hay ninguna probabilidad de que jamás tenga esa autorización. ¿Está claro?
–Eso es muy duro –comenté–. Tal vez si lo cuento con prudencia...
Volvió a colocar el cuaderno sobre la mesa.
–Hemos terminado. Le deseo muy buenos días.
–¡No, no! –exclamé–. Acepto todas las condiciones.
–¿Palabra de honor?
–Palabra de honor.
Me miró y en sus ojos había una expresión de duda.
–¿Y qué sé yo de su honor? –dijo, sonriente.
–¡Se está pasando de la raya, señor! –le advertí, serio–. Nadie me ha insultado así en toda mi vida.
Mi reacción, en lugar de fastidiarlo, pareció interesarle.
–Está bien, Malone. Me prometió que respetará mis confidencias, ¿no es cierto? Le advierto que no le contaré todo, aunque voy a decirle algunas cosas que pueden interesarle. Ya estará enterado de que hace dos años hice un viaje a Sudamérica. Fue una expedición que será famosa en la historia científica.
»Sabrá –aunque tal vez no lo sepa– que las regiones que rodean el río Amazonas están poco exploradas y que muchos de sus afluentes ni figuran en los mapas. Visitaba esa región casi desconocida para estudiar su fauna. Pero mientras estaba allí, me sucedió algo que abrió líneas de investigación completamente nuevas.
»Pasé una noche en una pequeña aldea india –me reservo su nombre y ubicación–. Los indígenas eran cucamas, una tribu amigable pero maltratada. Con señas, me explicaron que alguien necesitaba mis servicios médicos y seguí al jefe hasta una de sus chozas. Cuando entré, el enfermo acababa de morir. Me sorprendí, porque era un hombre blanco, vestido con harapos y muy demacrado. Por lo que entendí, había llegado a la aldea solo, desde los bosques, y los indígenas no lo conocían.
»Examiné el contenido de su mochila. En una tarjeta estaban sus datos: “Maple White. Avenida del Lago, Detroit, Michigan”. El resto de las cosas demostraban que había sido un artista. Encontré algunos dibujos de paisajes, una caja de pinturas, otra con tizas de colores, ese hueso curvo que ve sobre mi tintero y un revólver. En cuanto a objetos personales, o nunca los tuvo o los perdió durante el viaje.
»Iba a alejarme del muerto, cuando noté que algo sobresalía de su chaqueta harapienta. Era este cuaderno de dibujos, que ya estaba tan deteriorado como ahora, porque le aseguro que, desde que lo tengo, lo trato con mucho cuidado. Tome, examínelo».
Se recostó en su sillón mientras me observaba con sus ojos críticos, para tomar nota del efecto que me produciría ese documento.
Abrí el cuaderno con la expectativa de quien va a hacer algún descubrimiento, aunque no imagina cuál. Sin embargo, la primera página solo contenía el retrato de un hombre gordo con una chaqueta verde y el epígrafe “Jimmy Colver en el barco”. Seguían algunas páginas con bocetos de indios y de sus costumbres. Luego, el dibujo de un sacerdote con sombrero de paja, sentado frente a un europeo muy delgado (la inscripción decía: “Almuerzo con Fray Cristófero en Rosario”) y varias páginas más con dibujos de mujeres y niños. Después, comenzaba una serie de dibujos de animales con explicaciones como estas: “Manatí en un banco de arena”, “Tortugas y sus huevos”, “Agutí negro bajo una palmera”. Por último, venía una doble página con dibujos de saurios muy desagradables.
–Son cocodrilos, ¿no? –le pregunté al profesor.
–¡Caimanes, caimanes! En América del Sur no hay cocodrilos.
–Quise decir que no veo nada raro en este cuaderno...
Él se sonrió serenamente y me propuso:
–Mire la página siguiente.
Así lo hice, pero sin encontrar nada interesante. Era el boceto de un paisaje. En primer plano, se veía una pradera que subía y terminaba en una línea de rocas de un color rojizo, que se extendían como un muro. En un punto de ese murallón de piedra, se elevaba una roca aislada, con forma de pirámide, que parecía estar separada del resto por una hendidura. En su cima, crecía un árbol enorme. Una delgada línea verde de vegetación adornaba la cumbre del murallón de rocas. En la página siguiente, había otra acuarela del mismo lugar, pero visto desde mucho más cerca, lo que permitía distinguir los detalles con toda claridad.
–¿Y bien? –me preguntó.
–Sin duda es una formación rara. Pero no sé lo suficiente de geología como para afirmar que es algo extraordinario.
–¿Extraordinario? –repitió–. Es único. Es increíble. Nadie en el mundo soñó jamás con semejante posibilidad.
Di vuelta la página. Entonces sí lancé una exclamación de sorpresa. Era el retrato de la criatura más extraordinaria que había visto en mi vida. La cabeza parecía de un ave, pero el cuerpo correspondía a un lagarto hinchado. La cola tenía unos pinchos orientados hacia arriba y la espalda, curvada, estaba coronada por una especie de sierra. Frente a ese animal, había un absurdo maniquí o un enano que lo miraba fijo.
–¡Y bien, ¿qué opina de eso?! –exclamó el profesor, restregándose las manos con un gesto de triunfo.
–Es monstruoso.
–Pero ¿por qué dibujó un animal semejante?
–La ginebra, me imagino.
–¿Esa es la mejor explicación que se le ocurre?
–¿Y cuál es la suya? –le pregunté.
–Que ese animal existe. Es un dibujo copiado del natural.
Estuve a punto de reírme, pero el recuerdo de los dos rodando hasta la calle me hizo desistir. Por eso dije, como cuando uno le sigue la corriente a un loco:
–Claro, claro... Aunque confieso que esa pequeña figura humana me deja perplejo. Si fuera el retrato de un indio, podríamos demostrar que en América hay pigmeos. Pero parece un europeo.
El profesor resopló como un búfalo irritado y se quejó:
–Usted supera todos los límites. ¡Embotamiento cerebral! ¡Pereza mental!
Ese hombre era demasiado absurdo como para que me molestaran sus insultos. Enojarse era un despilfarro de energía, pues si uno se enojaba con él, debía hacerlo todo el tiempo. Me conformé con hacer una mueca de cansancio, mientras le decía:
–Es que me pareció que el hombre era muy pequeño.
–¡Mire aquí! –gritó, apuntando hacia el dibujo con un dedo semejante a una gran salchicha peluda–. Fíjese en esta planta que está detrás del animal. ¿Creyó que era un repollito de Bruselas? Pues no: es una palmera tagua, que crece hasta quince o veinte metros. ¿No se da cuenta de que Maple White se dibujó a sí mismo, para dar una idea de la altura? En la realidad, no habría podido estar frente a una bestia así y vivir para dibujarlo. Supongamos que él medía más de un metro sesenta…
–¡Santo Cielo! –exclamé–. Entonces usted opina que la bestia era… ¡Vaya! ¡Una bestia de ese tamaño apenas entraría en la estación de Charing Cross!
–Exageraciones aparte, sí, se trata de un ejemplar bien desarrollado –comentó el profesor, complacido.
Las otras hojas del cuaderno no contenían nada más. Por eso le dije:
–¡Supongo que no pueden dejarse de lado todas las investigaciones científicas por un solo dibujo! Un dibujo de un artista vagabundo que quizá lo hizo bajo los efectos de una droga o de la fiebre, o para expresar su imaginación inclinada a lo monstruoso. Usted, que es hombre de ciencia, no puede defender algo así.
Como respuesta, el profesor sacó un libro de su biblioteca y me explicó:
–¡Esta es una excelente monografía escrita por mi prestigioso amigo Ray Lankester! Aquí hay una ilustración que va a interesarle. Le leo el epígrafe: “Probable aspecto del estegosaurio, dinosaurio del Jurásico. Cada pata posterior es el doble de alta que un hombre de buena estatura”. Y bien, ¿qué deduce de esto?
Cuando vi el dibujo, me sorprendí. Esa reconstrucción de un animal que perteneció a un mundo ya muerto tenía un enorme parecido con el dibujo de Maple White.
–Es notable –observé–. Pero podría ser una coincidencia. O quizá el artista había visto este dibujo y se le quedó grabado en la memoria.
–Muy bien –contestó el profesor, comprensivamente–. Dejémoslo así. Ahora le ruego que observe este hueso.
Me dio el hueso que había descrito al enumerar las posesiones del muerto. Tenía unos quince centímetros de largo, era más grueso que mi pulgar y conservaba algunos restos de cartílago seco en uno de sus extremos.
–¿A qué animal conocido pertenece? –me preguntó.
Lo examiné con cuidado, tratando de recordar lo que alguna vez había estudiado.
–Podría ser una clavícula humana muy gruesa –respondí.
Mi compañero hizo un gesto de desaprobación y me corrigió:
–La clavícula es un hueso curvo y este es recto. En su superficie, hay unas estrías que demuestran que ahí hacía juego un tendón. Y eso sería imposible si se tratara de una clavícula.
–Entonces, confieso que no sé.
–No me extraña, pues supongo que ni todo el personal de un museo de ciencias sería capaz de reconocerlo. –Después, sacó de una cajita un huesito del tamaño de un poroto y agregó–: Este hueso humano es semejante al que usted tiene en la mano. Comparándolos, se dará una idea del tamaño del animal. Y por los restos de cartílago que todavía conserva, deducirá que no perteneció a un ejemplar fósil, sino reciente. ¿Qué me dice?
–Que pudo ser de un elefante.
Saltó en su asiento, como si le hubiera dado un ataque, y gritó:
–¡No! ¡No hable de elefantes en Sudamérica!
–Bueno, o de cualquier otro animal grande que haya en Sudamérica. Un tapir, por ejemplo.
–Joven, puede estar seguro de que conozco lo básico de mi oficio. Este hueso no es ni de un tapir ni de ningún otro ejemplar conocido. Pertenece a un animal muy grande, muy fuerte y muy feroz, que existe ahora en la Tierra, pero que la ciencia aún no ha visto. ¿Sigue sin convencerse?
–Pero estoy muy interesado –acepté.
–Entonces, me quedan esperanzas. Tengo la sensación de que, en alguna parte, usted esconde algo de inteligencia. La buscaré hasta que aparezca. Sigamos con el relato. Como se imaginará, no podía irme del Amazonas sin investigar el asunto. Averigüé desde qué dirección había llegado el viajero muerto. Las leyendas indias podrían haberme bastado como guía, porque descubrí que, en todas las tribus ribereñas, corrían rumores sobre la existencia de una tierra extraña. Habrá oído hablar de Curupuri.
–Jamás.
–Curupuri es el espíritu de los bosques: un ser terrible, malévolo y que hay que evitar. Nadie puede describirlo pero, a lo largo de todo el Amazonas, su nombre es sinónimo de terror. Y todas las tribus coinciden en la dirección en que vive Curupuri. Desde esa misma zona había llegado Maple White. Algo terrible se escondía por ahí y debía averiguar qué era.
–¿Y qué hizo?
Toda mi insolencia había desaparecido. Aquel hombre imponía atención y respeto.
–Los indígenas no querían ni mencionar el tema. Los convencí utilizando un poco de persuasión, unos regalos y, debo admitir, ayudado por algunas amenazas, y logré que dos de ellos me sirvieran de guías. Después de muchas aventuras y de recorrer una distancia que no mencionaré, en una dirección que también me reservo, llegamos a una región que nadie, fuera del infortunado Maple White, describió ni visitó nunca. Mire esto. –Me alcanzó una fotografía partida por la mitad–. Su mal estado se debe a que, cuando volvíamos río abajo, la lancha se dio vuelta y la caja de las películas sin revelar se rompió. Casi todas se arruinaron. Esta es una de las que se salvó parcialmente. Dijeron que están trucadas. No estoy de humor para discutir ese asunto.
La fotografía estaba muy descolorida. Era un paisaje y, a medida que fui descifrando los detalles, identifiqué una larga hilera de rocas que, vista a la distancia, parecía un murallón. En primer plano se divisaba una llanura cubierta de árboles.
–Parece el mismo lugar de la pintura del cuaderno –dije.
–Es el mismo lugar –afirmó el profesor–. Ahí encontré rastros del campamento de Maple White. Y ahora mire esta.
Era una foto del mismo escenario, pero tomada desde más cerca. Aunque también estaba muy deteriorada, se distinguía claramente la roca aislada en forma de pirámide: algo así como un peñasco, con el árbol arriba.
–No me queda la menor duda –aseguré.
–Vaya, progresamos un poco –comentó el profesor–. Y ahora, haga el favor de mirar en la cima de ese peñasco. ¿Qué ve?
–Un árbol enorme.
–¿Y encima del árbol?
–Un pájaro muy grande.
Me alcanzó una lupa.
–Sí –continué, mirando a través del lente–, un gran pájaro está posado sobre el árbol. Parece que tiene un pico de buen tamaño. Diría que es un pelícano.
–No puedo felicitarlo por su vista –se quejó el profesor–. No es un pelícano ni otro pájaro. Quizá le interese saber que maté de un tiro a ese curioso ejemplar. Esa fue la única prueba indiscutible que pude traer.
–¿Entonces, lo tiene?
–Lo tenía. Por desgracia, se perdió en el mismo accidente de la lancha que arruinó mis fotografías. Intenté sujetarlo cuando desaparecía bajo el agua y me quedé con un pedazo del ala en la mano. Aquí lo tiene.
Sacó de un cajón algo que me pareció la parte superior del ala de un gran murciélago. Era un hueso curvo, de treinta centímetros de largo, con una tela membranosa por debajo.
–¡Un murciélago monstruosamente grande! –exclamé.
–Nada de eso –dijo el profesor, serio–. ¿Acaso no sabe que el ala de un pájaro equivale al antebrazo humano, mientras que el ala del murciélago está formada por tres dedos alargados, unidos por membranas? Claramente, este hueso no es de un antebrazo. Y como puede ver, esta es una membrana única que cuelga de un único hueso, así que tampoco puede pertenecer a un murciélago. Entonces, si no era un pájaro ni un murciélago, ¿qué era?
Mi escasa provisión de conocimientos estaba agotada.
–De verdad, no sé –le respondí.
El profesor abrió el libro que me había mostrado antes y dijo, señalando la ilustración de un extraordinario monstruo volador:
–Aquí tiene una excelente reproducción del pterodáctilo, un reptil volador del período jurásico. En la página siguiente, hay un diagrama del mecanismo de su ala. Tenga la amabilidad de compararlo con el hueso que tiene en su mano.
Mientras miraba, me convencí. La acumulación de pruebas era irresistible. El dibujo, las fotografías, el relato y, ahora, ese hueso: la evidencia era total. Y lo dije con emoción, porque sentía que el profesor era un hombre incomprendido.
–¡Esto es lo más grande que oí jamás! –exclamé–. ¡Usted ha descubierto un mundo perdido! Lamento haber dudado. Pero cuando recibo una prueba, sé aceptarla.
El profesor ronroneaba de satisfacción.
–¿Y después, qué hizo? –le pregunté, ansioso.
–Era la estación de las lluvias y mis provisiones estaban por acabarse. Exploré una parte de ese inmenso murallón, pero no encontré un lugar por donde subir. El promontorio sobre el que había visto el pterodáctilo era más accesible. Como soy alpinista, me las arreglé para escalar hasta mitad de camino. Desde esa altura pude darme una idea de la meseta que se extendía en la cima de la otra formación rocosa. Parecía muy extensa. Abajo, la región es pantanosa, llena de matorrales, serpientes, insectos, y le sirve de protección natural a este extraño lugar.
–¿Notó alguna otra señal de vida?
–Ninguna. Pero durante la semana que acampamos al pie del murallón, escuchamos ruidos muy extraños que llegaban desde lo alto.
–¿Y el animal del cuaderno de Maple White? ¿Cómo explica que haya podido dibujarlo?
–Lo que supongo es que consiguió subir a la cima y ahí lo vio. Esto significa que existe un camino hasta arriba. También sabemos que debe ser muy dificultoso llegar ya que, de otro modo, los dinosaurios habrían bajado e invadido los territorios cercanos.
–Pero ¿cómo llegaron ellos hasta allí?
–En ese lugar debe haber ocurrido, en una época muy lejana, una erupción volcánica que produjo un enorme levantamiento. Un área se elevó en bloque, con todos sus seres vivos adentro, y quedó separada del resto del continente por precipicios perpendiculares. ¿Cuáles fueron las consecuencias? Que allí, las leyes de la naturaleza quedaron suspendidas. Los obstáculos que influyen en la lucha por la existencia en el resto del mundo ahí quedaron neutralizados o alterados. Viven seres que, de otra manera, habrían desaparecido. Observará que tanto el pterodáctilo como el estegosaurio pertenecen al período jurásico. Sobrevivieron gracias a esas condiciones accidentales y particulares.
–Esta prueba es indiscutible. Solo tiene que presentarla a las autoridades científicas.
–Eso es lo que, ingenuamente, imaginé –dijo el profesor, con amargura–. Pero no fue así. Cada vez que lo intenté, me encontré con la incredulidad, nacida de la estupidez o de los celos. No acostumbro tratar de demostrar un hecho, cuando se duda de mi palabra. Por eso, no volví a exhibir las pruebas que tengo y que confirman mi hallazgo. Ya ni quiero hablar de este tema.
»Sin embargo, esta noche me propongo dominar mis emociones. –Me alcanzó una tarjeta que estaba sobre su escritorio–. El señor Percival Waldron, un científico con bastante reputación entre el público general, dará una conferencia en el Instituto de Zoología sobre el tema: “El archivo de las edades”. Aprovecharé esta oportunidad para hacer, con infinito tacto y delicadeza, unas pocas observaciones que quizá despierten el interés de la concurrencia y hagan que algunos aprendan algo. Nada polémico. Apenas una advertencia de que hay muchas cosas desconocidas en la Tierra. Voy a contener mis impulsos y veremos si, con esta actitud, logro resultados más favorables.
–¿Puedo asistir? –pregunté deseoso.
–¡Claro que sí! –contestó cordialmente. Su amabilidad resultaba tan impresionante como su violencia–. Será reconfortante saber que tengo un aliado en la sala, por más ignorante que sea. Intuyo que habrá mucho público, porque Waldron, aunque es un charlatán, es muy popular. Y bien, señor Malone, ya le dediqué más tiempo del que me había propuesto. Espero verlo esta noche en la conferencia. Y recuerde que no debe publicar nada de lo que le conté.
–Pero el jefe de redacción de mi periódico querrá saber el resultado de la entrevista.
–Dígale lo que le parezca. Por ejemplo, que si me envía otro intruso, iré yo a visitarlo con un látigo. Pero recuerde que se comprometió a no publicar nada de esto.