Читать книгу Víctimas y verdugos en Shoah de C. Lanzmann - Arturo Lozano Aguilar - Страница 14

Оглавление

CAPÍTULO I

GENEALOGÍA DE LA REPRESENTACIÓN DE LA VÍCTIMA JUDÍA

INMEDIATA POSGUERRA (1945-1960)

La invisibilidad de la víctima judía

El asesinato de alrededor de seis millones de judíos por el régimen nazi era un hecho conocido y aceptado pocos meses después del fin de la Segunda Guerra Mundial (Judt, 2005: 84), por lo que su escasa visibilidad en aquellos momentos no podía deberse al desconocimiento, sino a que las potencias vencedoras promovieron unos discursos atentos a sus intereses, los cuales casaban mal con la singularidad del exterminio. En los cargos presentados en Núremberg contra los grandes criminales de guerra, la acusación por la novedosa etiqueta de crímenes contra la humanidad recayó en el fiscal francés François de Menthon. Que los fiscales de las principales potencias –Reino Unido, Unión Soviética y Estados Unidos– se ocupasen de otros cargos contra los criminales nazis, así como la nula referencia del fiscal francés a las deportaciones o exterminio de los judíos,1 explicita la intrascendencia penal concedida al programa exterminador nazi en Núremberg (Wieviorka y Lindeperg, 2008: 24-25). Resulta revelador2 de la aceptación de este conocimiento y de la infravaloración del plan genocida nacionalsocialista que Rudolf Hoess, comandante de Auschwitz entre 1940 y 1943, fuera citado a declarar en Núremberg como testigo de la defensa de Ernst Kaltenbruner, segundo en el escalafón SS detrás de Heinrich Himmler.3 El colofón de esta escasez de consecuencias penales por la aniquilación de los judíos europeos lo encontramos en un juzgado del Fráncfort de 1955 con la declaración de inocencia del Dr. Peters, director general de la compañía que proveía del Zyklon-B a las SS, sustentada en las «insuficientes» pruebas de que dicho gas fuera utilizado para el asesinato de los deportados en las cámaras de Auschwitz.

Las víctimas judías eran incluidas en el cómputo total y acomodadas al relato de cada una de las potencias vencedoras. En ningún caso era reconocida su especificidad como consecuencia de una política racista, ya que dicho argumento resultaba muy poco rentable para los distintos discursos articulados sobre especificidades locales. Los países ocupados por los nazis las contabilizaron entre sus víctimas –aun cuando muchas de ellas no gozasen de estatuto de ciudadanos con plenos derechos por la política antisemita4 anterior a la guerra– y fueron integradas en un relato de sufrimiento nacional o resistencia heroica al invasor.

La inclusión de las víctimas judías en los cómputos nacionales no fue fruto de la posguerra, sino que ya las primeras informaciones sobre las matanzas se adaptaron al molde nacional más conveniente a la coyuntura, primero a la propaganda bélica5 y, posteriormente, a la propaganda política de la Guerra Fría. El Holocausto empezó a principios de julio de 1941 en la Unión Soviética, con los fusilamientos indiscriminados de todos los judíos,6 mujeres y niños incluidos, y las primeras informaciones llegaron pocos días después a las autoridades soviéticas. Contrariamente a lo aceptado durante años, estas fueron difundidas ampliamente en prensa, radio y noticiarios cinematográficos. El 24 de agosto, el famoso actor y director teatral del teatro yidis de Moscú, Solomon Mijoels, leyó un discurso en la radio estatal dirigido a los judíos del mundo. Dicho discurso sería publicado ampliamente por la prensa y la lectura radiofónica sería filmada e incluida en el noticiario cinematográfico soviético Soiuzkinozhurnal, del 30 de agosto. El análisis de Jeremy Hicks de esta primera noticia sobre el Holocausto nos ofrece la pauta que marcaría la adaptabilidad del acontecimiento a las narraciones nacionales:

En su discurso, Mijoels describió a los judíos soviéticos como resistentes, vinculando tal condición a la influencia de la cultura soviética. Pero la insistencia en su identidad judía fue todavía mayor que en su activa resistencia. Este énfasis dual sugiere que su discurso no solo se dirigía al mundo judío internacional, sino también a los judíos soviéticos. De hecho, esta tensión entre estos dos públicos caracterizó las acciones emprendidas por Mijoels y otros durante la guerra, especialmente tras la formación del Comité Judío Antifascista, en febrero de 1942. Una muestra bien temprana de este conflicto la encontramos en el estreno de la filmación de su discurso, cuyo montaje solo hizo un llamamiento a la comunidad judía internacional de oposición y resistencia contra el nazismo y evitó la inquietante apelación a los judíos soviéticos para resistir en tanto que judíos (Hicks, 2012a: 45).

Un proyecto editorial refleja como ningún otro ejemplo las tensiones, la divulgación internacional y el enmudecimiento total en la inmediata posguerra de las víctimas judías en la Unión Soviética. Los intentos del Comité Judío Antifascista (CJA) por destacar la singularidad del exterminio de los judíos, la cierta tolerancia inicial con que fueron vistos y aprovechados desde Moscú y la posterior y brutal negativa a cualquier disensión de la unidad nacional y política promovida por los órganos de propaganda oficiales son los cabos que explican el embrollado proceso de publicación de El libro negro.7

La idea original de dicho libro pertenece a Albert Einstein y al Comité de Escritores Judíos de Estados Unidos, quienes a finales de 1942, alarmados por las noticias que llegaban de la aniquilación nazi de la población judía europea, se dirigieron al CJA con la propuesta de una recopilación de materiales y testimonios de las matanzas realizadas en el territorio soviético invadido por el ejército alemán. La propuesta no tuvo respuesta hasta la gira por Estados Unidos de Solomon Mijoels, presidente del CJA, en el verano de 1943. La aprobación necesitó de la autorización de Moscú, pues el Comité estaba subordinado al Buró Soviético de Información y todas las cuestiones de cierta trascendencia debían ser previamente aprobadas por la Dirección de Propaganda y Agitación del Comité Central del Partido Comunista Panruso.

Desde sus primeros pasos, el destino del proyecto quedaba supeditado a los intereses que la política estalinista ponía en juego en el tablero nacional e internacional. Este acuerdo no implicaba que hubiese una publicación del libro en la URSS, sino simplemente que el CJA fuera autorizado a recopilar los materiales y a colaborar con los editores norteamericanos. Las tareas recayeron en la Comisión Literaria del CJA, dirigida por Ilyá Ehrenburg. Un informe de septiembre de 1944 de Ehrenburg especifica que

el libro contendrá los relatos de los judíos que consiguieron sobrevivir, los testigos de los crímenes, las órdenes emitidas por los alemanes, los diarios y declaraciones de los verdugos, las notas y diarios de quienes consiguieron esconderse. No se trata de publicar una colección de informes o actas, sino de recoger los vivos testimonios que mostrarán la hondura de la tragedia (Ehrenburg y Grossman, 2011: 14).

Quedaba claro que su proyecto no se limitaba a la recopilación de documentos solicitada desde Estados Unidos y que el informe a las altas instancias pretendía obtener el apoyo para su publicación en ruso. Surgían así dos proyectos, el norteamericano, que pretendía recoger todas las atrocidades cometidas contra los judíos en Europa, y cuyos materiales provistos por el comité solo harían referencia a las acaecidas en suelo soviético, y el de Ehrenburg, que solo recogía los crímenes que tuvieron por escenario la Unión Soviética, pero que iría acompañado por dos volúmenes más, dedicados a los judíos que lucharon en el Ejército Rojo y en las guerrillas antifascistas, respectivamente.

Sin duda, el esfuerzo bélico titánico que se libraba era propicio para establecer vínculos internacionales y fomentar la resistencia contra el invasor, incluso a costa de resaltar grupos específicos poco acordes con la homogeneidad nacional y política deseada en Moscú. En esta coyuntura, el CJA llegó a un acuerdo con el Consejo Mundial Judío para que cada una de las partes se ocupara de la recopilación e intercambio de materiales con vistas a la publicación en distintas lenguas. El interés de la cúpula política soviética en el proyecto residía en su carácter plurinacional y sería el causante de la ruptura entre la Comisión Literaria presidida por Ehrenburg, comprometida con la publicación nacional de los testimonios que destacaban la especificidad judía, y el CJA.

En octubre de 1944 el CJA envió, sin conocimiento previo de la Comisión Literaria, 552 páginas del material recopilado en la URSS a un comité editorial internacional, presidido por Nahum Goldmann y B. Z. Goldberg, por exigencia del embajador soviético en los Estados Unidos, A. Gromyko. La cuestión fue zanjada el 28 de mayo de 1945 con la creación de un nuevo comité editorial compuesto por miembros del CJA y el Buró Soviético de información. Apartado Ehrenburg, fue Vasili Grossman, quien había trabajado con anterioridad en el libro, el encargado por el nuevo comité de continuar con los trabajos y unificar en un solo libro los dos proyectos, el documental y el literario.

La publicación del libro parecía próxima y se enviaron copias del manuscrito a numerosos países, pero todo se detuvo en el primer invierno de posguerra. La razón no fue otra que el avance de la edición norteamericana de los documentos enviados, cuyo prólogo, escrito por Albert Einstein, e introducción motivaron la negativa del CJA a compartir la coedición. Los motivos del desencuentro eran la inconveniencia de la petición de mecanismos internacionales para defender a las minorías nacionales dentro de los países, la reivindicación del pueblo judío de haber sido porcentualmente el más castigado por el nazismo y la exigencia judía de ser tratados como una nación en el panorama de posguerra. Pese a este primer tropiezo, el CJA confiaba en tener muy pronto la impresión de El libro negro en ruso, incluso Mijoels soñaba con una edición en yidis.

Antes de materializar ese sueño, se acometió una revisión del texto en la que se suprimieron los pasajes en los que «los autores señalaban la autoconciencia de los judíos y las digresiones que buscaban subrayar las características propias del pueblo judío» (Ehrenburg y Grossman, 2011: 29). El libro ya estaba en imprenta en noviembre de 1946 y el Presídium del CJA envió una carta con el ruego de agilizar la publicación a Zhdánov, secretario del Comité Central del Partido Comunista, quien solicitó una copia íntegra del libro y delegó en la Dirección de Propaganda y Agitación la redacción de un informe.

Redactado por F. F. Alexándrov el 3 de febrero de 1947 concluía improcedente la publicación del libro. Su primer argumento en contra fue el envío de copias del manuscrito a diversos países sin autorización del Negociado de Propaganda, de especial gravedad se consideraba la cesión del manuscrito a los Estados Unidos,8 pero nuestro interés se centra en el ataque al contenido del libro:

Más adelante Alexándrov comenta el texto de El libro negro y considera que «ofrece una imagen engañosa del verdadero carácter del fascismo», porque genera la impresión de que «el único objetivo del ataque de los alemanes a la URSS fue el exterminio de los judíos». Tras anotar una minuciosa relación de testimonios recogidos en el libro de judíos que escaparon de la muerte haciéndose pasar por rusos, ucranianos, etc., Alexándrov llega a una paradójica conclusión: El libro negro constituía una falsificación de la historia, en tanto ocultaba los crímenes perpetrados por los nazis contra ciudadanos de otras nacionalidades (Ehrenburg y Grossman, 2011: 26).

Un intersticio entre las distintas instancias que debían aprobar la publicación permitió, pese al informe negativo, proseguir los trabajos de impresión hasta el 7 de octubre de 1947. El certificado emitido por la Dirección de Propaganda y Agitación del Comité Central del Partido Comunista Panruso decía lo siguiente: «La Dirección de Propaganda ha examinado el contenido de El libro negro y ha detectado la presencia en él de graves errores políticos. La Dirección de Propaganda no ha aprobado la publicación del libro en 1947. Por lo tanto, el libro no puede ser impreso» (Ehrenburg y Grossman, 2011: 27-28). El 15 de noviembre de 1947 la imprenta puso a disposición del CJA los pliegos ya impresos. El libro no vería la luz en su versión rusa hasta la década de los noventa,9 pero todavía continuaría siendo el hilo de una represión creciente de la especificidad judía. Por orden directa de Stalin, Solomon Mijoels fue asesinado en Minsk en enero de 1948; a finales de ese mismo año se disolvió el Comité Judío Antifascista y fueron arrestados algunos de sus miembros más distinguidos; las condenas a muerte llegarían tras los juicios de agosto de 1952. La mención de El libro negro antecedería a muchas de estas sentencias, según el testimonio de Ehrenburg (Ehrenburg y Grossman, 2011: 28).

Si la línea oficial soviética optó por el acallamiento de testimonios y documentos sobre las especificidades de la víctima judía, la descarada manipulación fue el método seguido para que las imágenes de las víctimas ilustrasen su propaganda. El encuentro de las cámaras con las víctimas no supuso el reconocimiento de la característica diferenciadora del genocidio.10

La primera filmación en recoger el Holocausto fue proyectada el 23 de diciembre de 1941, en la edición 114 de Soiuzkinozhurnal,11 y se trata del noticiario dedicado a la primera ciudad liberada por los soviéticos. El 29 de noviembre de 1941, una contraofensiva del Ejército Rojo recuperó Rostov, ciudad de medio millón de habitantes entre los que se contaba un número significativo de judíos. El noticiario comienza con los titulares de la reconquista de Rostov, imágenes de batalla, de los generales soviéticos victoriosos, de los restos de las tropas alemanas y la entrada en la ciudad de los tanques y la infantería soviéticos. Tras esta típica representación de la victoria, un cartel, «En Rostov», da paso a las imágenes de las ruinas de la ciudad y una voz superpuesta introduce el tema: «Las bandas fascistas se enseñorearon de Rostov durante ocho días. Durante ocho días quemaron y saquearon la ciudad. Violaron y mataron a pacíficos ciudadanos» (Hicks, 2012b: 49). Evidentemente, la mayoría de los pacíficos ciudadanos asesinados fueron el centenar de judíos fusilados sin mención alguna de los motivos racistas que los condenaron. Esta fue la línea editorial de la asimilación de todas las víctimas judías al martirio de la población soviética. Incluso las imágenes de las fosas comunes descubiertas en Dobritski Yar y Babi Yar en Ucrania, donde fueron exterminados miles de judíos por los Eisantzgruppen, fueron interpretadas por la voz del narrador como el ensañamiento de los fascistas con los ciudadanos soviéticos.

En su avance por el norte, los soviéticos liberaron todos los campos de exterminio –situados en lo que entonces los nazis denominaron «Gobierno General» y que hoy es el este de la actual Polonia– y un gran número de campos de concentración. El 24 de julio de 1944, el Ejército Rojo liberó el campo de concentración y exterminio de Majdanek, en las afueras de Lublin. Las cámaras no tardarían en llegar para filmar el encuentro con una realidad que superaba las atrocidades filmadas anteriormente y cuyos indicios daban cuenta del asesinato industrial de los judíos en los campos de exterminio establecidos en Polonia. Dos fueron los equipos que filmaron en Majdanek. El primero en llegar fue un equipo polaco dirigido por Aleksander Ford; el segundo, el soviético dirigido por Roman Karmen. Las imágenes filmadas por los dos equipos serían enviadas a Moscú para realizar dos montajes diferentes, Vernichtungslager Majdanek. Cmentarzysko Europy (‘Campo de exterminio de Majdanek. Cementerio de Europa’), dirigido por Aleksander Ford y estrenado en Polonia, y una versión soviética titulada Majdanek, obra de la montadora I. Setkina. Según Hicks (2012a: 165), en los catorce rollos de metraje no montado por Ford y Setkina se encuentran frecuentes afirmaciones, especialmente de los SS capturados, acerca de la identidad judía de las víctimas. Sin embargo, en el metraje montado en las dos películas no se encuentra ni una sola referencia a esta condición.12

El análisis de Stuart Liebman de Vernichtungslager Majdanek. Cmentarzysko Europy, estrenada en el otoño de 1944 y la primera película sobre el Holocausto en los centros de exterminio (Liebman, 2006), y de Swastyka i Szubienica (‘Esvástica y patíbulo’, Kazimierz Czyński, 1945) (Liebman, 2012), dirigidas a la población polaca en los meses siguientes al descubrimiento de las atrocidades de los campos –cuyo sincretismo religioso-político resulta inexplicable sin atender a las intenciones soviéticas de no despertar recelos entre las clases populares polacas que querían ganarse para su posicionamiento geopolítico de posguerra–, muestra cómo las víctimas judías fueron sepultadas bajo una cruz y utilizadas por una ideología emergente en la que el verdugo alemán se convertía en el denominador común de un proyecto de futuro, a saber, el bloque soviético de la Guerra Fría.

Hasta que a finales de los años cuarenta la política estalinista concluyese que cualquier mínima mención a la condición judía de las víctimas era prueba de un complot internacionalista que debía ser purgado, en la Europa del este se produjeron un puñado de películas que reflejaron la suerte de los judíos, aunque siempre conjugada con condicionantes locales y políticos que diluyeron su especificidad:

Una lista selectiva de films debiera incluir: Die Mörder sind unter uns (Wolfgang Staudte, 1946); Ehe im Schatten (Kurt Maetzig, 1947); Ostatni etap (Wanda Jakubowska, 1948); Ulica Graniczna (Aleksander Ford, 1948); and Valahol Europaban (Géza von Radvanyi, 1948). Con una distribución mucho más restringida está Lang ist der Weg (Herbert Fredersdorf y Marek Goldstein, 1949), producción independiente realizada en la zona occidental de la Alemania ocupada. La última película en yidis rodada en Polonia, Unzere Kinder (Natan Gross y Shmuel Goskind, 1949), debe ser añadida a esta lista, aunque fuera prohibida en las salas polacas y solo pudiera ser proyectada en Israel tras la emigración de sus directores en 1950… También debe ser mencionada la película soviética Nepokorennye (Mark Donskoi, 1945). También fueron realizados y proyectados un considerable número de documentales13 (Láníček y Liebman).14

Tampoco las imágenes tomadas desde el lado occidental permitieron que la inmensa mayoría de cadáveres mostrasen sus señas de identidad particulares. En su marcha hacia Berlín, los ejércitos aliados occidentales fueron liberando los campos de concentración a su paso y filmaron los restos y a los supervivientes encontrados. Las imágenes, de una crudeza insoportable, resultaron adecuadas para la plasmación de la barbarie allí cometida, pero las operaciones discursivas, a través del montaje y la voz del narrador, que de ellas se hicieron se conformaron a los intereses del momento de las distintas potencias.

En Francia, deportación racial y política, campos de concentración y exterminio se fundieron en un único imaginario en la inmediata posguerra, siendo el deportado político resistente el representante por excelencia de la víctima de la barbarie nazi. Consecuentemente, sería el campo de concentración de Buchenwald, y no los campos de exterminio, el que proporcionaría sus características particulares para la genérica etiqueta «L’univers concentrationnaire».15 Con sus bien organizados comités de presos comunistas, materializaba el ideario del resistente deportado.16 Se imponía un imaginario heroico que silenciaba la colaboración y la resignada aceptación de los invasores nazis. En la pugna de noticiarios de distinto signo político en la inmediata posguerra podemos encontrar deportados políticos, resistentes heroicos, pero no deportados judíos ni noticia específica sobre el genocidio. Estos últimos no eran rentables a ninguna de las familias políticas francesas que se atribuían la liberación del yugo alemán y pugnaban por el poder vacante, al tiempo que la colaboración de los poderes franceses en la deportación de los judíos, en la zona ocupada y en Vichy, junto con la indiferencia generalizada de la población ante la suerte de estos, suponían una carga de profundidad contra el mito nacional de enfrentamiento a la barbarie invasora (Drame, 1996; Lindeperg, 2000: 155-209).

El modelo difundido en Estados Unidos y Reino Unido se forjó con las imágenes de la liberación de los campos occidentales. Las dantescas imágenes filmadas por los camarógrafos que acompañaban a los ejércitos aliados occidentales en su descubrimiento de los campos culminaron en el campo de Bergen-Belsen, filmado por operadores británicos. Las montañas de cadáveres, las gigantescas fosas comunes improvisadas ante el riesgo de epidemias y el estado de los supervivientes superaron con creces las primeras imágenes estadounidenses de la liberación de un campo de concentración, Ordhruf, cuyo shock motivó una postura conjunta del Alto Mando aliado en abril de 1945 para dar la mayor exhibición posible a dichas imágenes. Se dispuso todo un programa de difusión que se apoyaba en lo que entonces se denominó una «pedagogía del horror» (Lozano, 2007). Las imágenes pretendían dar ajustada cuenta de la barbarie nazi, debían servir como prueba documental para aquellos que dudasen de los relatos orales o escritos y apoyatura de las tareas fiscales en los juicios de posguerra, pero también suponían un arma fundamental en la política de desnazificación prevista para la inminente ocupación de Alemania.17 El modelo se asentaba en la truculencia de la imagen y en un discurso humanitarista sobre la barbarie, sin hacer mención alguna a la condición judía de la mayoría de víctimas que aparecían en la pantalla. Los campos liberados eran los occidentales, donde no se llevó a cabo el programa exterminador, pero, sin embargo, fue aquí donde acabaron la inmensa mayoría de supervivientes judíos al ser arrastrados por los guardias nazis en su apresurada retirada frente al Ejército Rojo. Tampoco parecía muy acorde con esta «pedagogía del horror» incidir en la especificidad de las víctimas, tanto por la centralidad del tema judío en los discursos de la Alemania nazi como por el latente antisemitismo en los países occidentales.18 Su estrategia respondía a un modelo más elemental: la representación cinematográfica debía ser lo menos manipulada posible para que no cupiese la menor duda sobre la filmación neutra de las escenas descubiertas en los campos, la violencia plasmada en la imagen debía conmover por sí misma y las víctimas debían resultar cercanas al espectador, ninguna especificidad se debía interponer entre estas y un público concernido por ellas.

Primeras formulaciones de la víctima judía

Afirmación de la identidad judía, cuestionamiento de la víctima

No conocemos ningún estudio sobre la representación de los campos de concentración en las películas exhibidas en la Palestina de la inmediata posguerra ni en el reciente Estado de Israel creado en 1948. Es lógico suponer que esta no diferiría demasiado de la ofrecida en Reino Unido y, si cabe, en su protectorado extremaría el silenciamiento del protagonismo judío para no desestabilizar más el inestable equilibrio de la zona. Sin embargo, tanto por la centralidad absoluta de la condición judía del nuevo Estado, como por la fragilidad política, económica, social y demográfica de la región que impediría una difusión normalizada de las producciones cinematográficas, cabe rastrear la memoria del Holocausto en formas más institucionales y no tan sutiles e indirectas como pudiera ser la representación cinematográfica de los campos de concentración.

Aunque algunas investigaciones (Ofer, 2000) hayan incidido en el vigor de la memoria del Holocausto en Israel durante su primera década, cuestionando la opinión generalizada19 de la conflictiva relación del nuevo Estado con la memoria de la catástrofe de los judíos europeos, creemos que estas aportaciones deben ser matizadas. Más allá del censo de iniciativas privadas o públicas que rememoraron la destrucción de la Diáspora,20 es la atención a los matices la que clarifica la problemática inclusión de la memoria del genocidio en los discursos fundadores de Israel. Obviamente, en estas latitudes la cuestión no es la omisión de la especificidad judía de las víctimas del genocidio perpetrado por los nazis, sino la problemática condición de víctima.

Ya en 1942, con la llegada de las primeras noticias sobre el exterminio de los judíos, la percepción del presidente de la Agencia Judía en Palestina, David Ben Gurion, resultó reveladora de la actitud inicial de los judíos asentados en el protectorado británico frente a la destrucción de las comunidades europeas: «… consideraba que un duelo público resultaba inútil y –puesto que se dirigía a una Europa que los colonos habían dejado atrás– muy poco sionista por naturaleza» (Hilberg, 1994: 269).

En fecha tan temprana entendía que el Yishuv, judíos asentados en Israel, nada podía hacer por la Diáspora y que su futuro como pueblo pasaba por la consecución de un estado propio. Este pragmatismo impedía necesariamente una fácil asimilación de la destrucción de la población judía europea a los discursos forjadores del nuevo estado. Buena prueba de ello fue el juicio contra Malkiel Gruenwald en 1954-1955. La denuncia contra este escritor poco conocido partía del Gobierno israelí, que lo acusaba de calumnias contra el doctor Israel (Rudolf) Kasztner. Kasztner, alto funcionario israelí, jefe de seguridad del gabinete del primer ministro y candidato al Parlamento israelí por el Partido Laborista (Mapai), había participado como enviado de un comité de ayuda judía en las negociaciones con los nazis para salvar a los judíos húngaros en 1944. Fracasadas las negociaciones, y para no dejar al «ciego azar» la selección de aquellos que podían salvarse, el doctor Kasztner eligió a los 1.684 judíos «más prominentes», mientras que 476.000 judíos fueron enviados a las cámaras de gas de Auschwitz (Arendt, 1999: 180-181). Sus avales a algunos antiguos nazis con los que negoció en aquellos días ante los tribunales de posguerra arrojaban todavía más sombras. La sentencia que absolvió al escritor, en la que el juez Halevi declaró que «Kasztner había vendido su alma al diablo», fue recurrida por el Gobierno y trasladada a la Corte Suprema, que falló en 1958. El final de Kasztner en marzo de 1957, tiroteado en la puerta de su casa, y la caída del Gobierno, tras solicitar el recurso de la sentencia en primera instancia, dan cumplida cuenta del efecto desestabilizador del legado de las víctimas, más que de su potencial cohesivo en el forjado del nuevo estado.

La relación de Israel con el Holocausto en estos primeros años es profundamente ambivalente. Por una parte, existía un reconocimiento de que el nuevo Estado mantenía una considerable deuda con el Holocausto,21 pero, por otra parte, el exterminio de los judíos era considerado como la consecuencia inevitable de la errónea decisión de la Diáspora que, al rechazar la vía sionista, quedó expuesta a las persecuciones en sus países de acogida.

Analicemos los dos gestos más nítidos e institucionales de conmemoración anterior a los años sesenta. Nos referimos a la celebración del «Día del recuerdo» (Yom Hashoah) y al debate parlamentario que constituyó legalmente al Yad Vashem22 en abril de 1951 y 1953, respectivamente.

El 12 de abril de 1951 una solemne proclamación en la Knesset, el Parlamento israelí, declaró el 27 del hebreo mes de Nissan como el Día del recuerdo. La elección de la fecha para el recuerdo del Holocausto en el mes de abril ya nos pone sobre la pista de qué se ensalzaba en este recuerdo: la insurrección del gueto de Varsovia. Ocurrida durante los meses de abril y mayo de 1943, resultaba el acontecimiento de mayor sintonía con la realidad del nuevo Estado. Si cabía alguna duda, la denominación oficial de la jornada, «Día del recuerdo del Holocausto y de la insurrección del gueto», la disipaba. Poco importaba la excepcionalidad del suceso23 en el marco de un genocidio que acabó con más de cinco millones de personas y mucho su potencial simbólico para el ideario sionista, según el cual, el nuevo judío, Sabra, rompía con el judío tradicional de la Diáspora. Pero las ventajas de la fecha para la integración del recuerdo en el discurso del nuevo Estado no se agotaban en el ideal heroico del gueto, puesto que la jornada precedía en pocos días a la celebración del Día de la Independencia (Yom Ha’atzmaut). Las jornadas conmemorativas recordaban la destrucción, pero giraban en torno al heroísmo y, por su disposición en el calendario, ofrecían una secuencia narrativa en la que el renacimiento del pueblo judío en el nuevo Estado de Israel culminaba e interpretaba los acontecimientos relevantes de la historia judía reciente.24

La legislación que creó el Yad Vashem25 en 1953, también en abril, expone en primer lugar la responsabilidad de recordar a los muertos y las comunidades destruidas, pero se extiende en mayor medida sobre la necesidad de recordar el heroísmo judío. El coprotagonismo se da en la misma designación, «Autoridad para el recuerdo de los mártires y héroes del Holocausto», pero, entre sus nueve objetivos encomendados, tres conciernen a la destrucción judía, cinco recuerdan el heroísmo, la valentía y la entereza judíos y uno hace referencia a la actuación de los Justos, gentiles cuya intervención salvó vidas judías. En palabras de Tim Cole: «… en los primeros días de la construcción del Estado, “el país quería héroes” e “historias de gloria”, por lo que el discurso oficial del “Holocausto” que se concretó en el Yad Vashem privilegiaba el encuentro con el “heroísmo”, incluso por encima del encuentro con el “martirio”» (1999: 129).

Consecuencia lógica de esta concepción es la preeminencia en las primeras fases del Yad Vashem del gueto de Varsovia frente a Auschwitz, de la resistencia frente a la destrucción:

… esto explica nuestro encuentro inicial con el heroísmo en el Yad Vashem. El emplazamiento refleja el discurso oficial sobre el pasado del Holocausto. Caminando por la plaza del gueto de Varsovia al inicio de la visita llegamos frente «al muro del recuerdo» donde una reproducción de la escultura de Nathan Rapaport «El levantamiento del gueto» está situada ligeramente a la izquierda del relieve «La última marcha». Nuestros ojos se desplazan desde la derecha hasta la izquierda, desde el relieve incrustado en el muro de ladrillo rojo hasta la mucho más dominante escultura, desde las deportaciones hasta las escenas de la resistencia del gueto (ibíd.: 124).

El protagonismo del heroísmo sobre la destrucción da cuenta del problemático injerto de las víctimas de la Diáspora en el relato sionista del nuevo Estado, de las necesidades del momento fundacional. Se atisba ya la floración de las víctimas,26 pero la fructífera cosecha llegará algunos años más tarde.

Víctima redentora y universal

A mediados de los años cincuenta surgió en un nuevo contexto, la industria mediática, una figura llamada a capitalizar la representación de la víctima judía en la cultura popular internacional. Su representación fue, en principio, ajena a toda polémica, el modelo resultó incontrovertible y la figura que la encarnó, desde aquella fecha hasta la actualidad, no es otra que Ana Frank. Los cuadernos que escribió Annelies Marie Frank, entre el 12 de junio de 1942 y el 1 de agosto de 1944, son el material que sería posteriormente publicado bajo el título de El diario de Ana Frank. Para evitar la deportación, Ana Frank pasó a la clandestinidad el 9 de julio de 1942, viviendo oculta en la buhardilla de unos almacenes de Ámsterdam, junto con su padre, madre, hermana mayor y cuatro personas más. Tras ser descubiertos y detenidos el 4 de agosto de 1944, Ana fue enviada a Auschwitz, vía Westerbork, para morir de tifus, junto a su hermana, en marzo de 1945 en el campo de Bergen-Belsen. El único superviviente del grupo sería su padre, Otto Frank, quien a su vuelta recibiría los escritos de manos de Miep Gies, protectora de los escondidos. El diario tiene una forma epistolar dirigida a una imaginaria amiga íntima llamada Kitty. En la primavera de 1944, tras escuchar un discurso del ministro holandés de Educación en el exilio sobre la importancia de los escritos que testimoniasen el sufrimiento padecido bajo la ocupación nazi y la firme voluntad de publicarlos tras la guerra, Ana comenzó la revisión de lo escrito hasta entonces. Al tiempo que continuaba con su diario original, suprimió, corrigió y añadió fragmentos al texto anterior, proponiendo el título de La casa de atrás. La primera publicación del diario se produjo en 1947 en una editorial holandesa. El texto publicado era una tercera versión debida al criterio de su padre a partir de las versiones primera y segunda, abreviada y corregida por la propia Ana. La versión paterna eliminó los temas sexuales y los párrafos y formulaciones del diario más hirientes con su madre y resto de compañeros de encierro. Esta edición es la que se difundió universalmente hasta que, tras la muerte de Otto Frank en 1980, el Fondo Ana Frank decidió publicar una nueva versión. La nueva edición, obra de Mirjam Pressler, partió de la versión paterna y fue ampliada en una cuarta parte con fragmentos de la primera y segunda versión de Ana Frank.

El proceso de entronización de Ana Frank como la primera víctima judía en los años cincuenta culminó con la película titulada The Diary of Anne Frank (‘El diario de Ana Frank’), dirigida por George Stevens en 1959. Antes de entrar en el análisis de esta primera individualización de la víctima, es preciso referir la experiencia previa del director, George Stevens, en la representación de las víctimas de la barbarie concentracionaria. En el verano de 1944 Stevens dirigía una pequeña unidad de camarógrafos que acompañaba a los ejércitos aliados en su avance hacia Alemania. La primavera del año siguiente, cuando las grandes batallas ya habían finalizado, las cámaras descubrieron los campos de concentración. Esas imágenes, de las que ya hablamos anteriormente y que conformaron la «pedagogía del horror», no solo fueron filmadas parcialmente por él,27 sino que posteriormente se encargó de montar, con las películas registradas por los operadores norteamericanos, más algunas cedidas por británicos y rusos, el documental titulado Nazi Concentration Camps, que fue proyectado en el juicio de Núremberg contra los principales verdugos nazis. No resulta nada aventurado afirmar que en la inmediata posguerra nadie tuvo un conocimiento más amplio de todo el imaginario truculento de la liberación que el director estadounidense. Con este bagaje28 acometió la adaptación cinematográfica de El diario de Ana Frank, primer largometraje hollywoodiense que trató la persecución de los judíos y gozó de los beneplácitos de la Academia con tres Óscar y cinco nominaciones.

Lo más interesante y revelador de cómo fue introducida la representación del exterminio de los judíos en la cultura cinematográfica hollywoodiense es el enorme abismo entre las imágenes radicales de la liberación de los campos y la realización de una película que abordaba ese mismo tema desde dentro de la industria y consiguió un enorme reconocimiento. La paradoja extrema resulta de que ambos lados del abismo fueran balizados por el mismo director.29

Para explicar este desfase entre ambas representaciones es preciso tener muy presente que el exterminio de los judíos no tuvo protagonismo en ninguna agenda pública ni académica hasta la década de los sesenta. La irrelevancia mediática del exterminio de los judíos no fue, sin embargo, un impedimento para que la primera edición estadounidense de El diario de Ana Frank en 1952 vendiese 100.000 ejemplares el primer año. Este éxito se vio amplificado por el estreno en Broadway, el 5 de octubre de 1955, de la obra de teatro basada en el diario. La escritura de dicha obra corrió a cargo de Albert y Frances Hackett, quienes también escribieron el guion cinematográfico para la Twentieth-Century Fox que dirigiría George Stevens.

A poco que se conozca el diario de Ana Frank se entenderá el porqué de esta aparente excepcionalidad. El diario es una de las obras más fácilmente digeribles y asépticas dentro del género conocido como literatura del Holocausto. Su manuscrito muestra la agudeza y bondad de una niña de 13 años en plena maduración y su diario es testigo de las conflictivas relaciones dentro del encierro, de su descubrimiento del amor y sus dudas sobre la sexualidad.30 Será representativo del exterminio por el final de la protagonista y por mostrar el miedo y la ansiedad de los judíos en las primeras etapas del asedio nazi, pero el diario deja fuera de sus páginas la violencia e iniquidad extrema que van desde la deportación hasta el exterminio, pasando por el espacio concentracionario. Así pues, la expresión máxima de la violencia y el sinsentido de la brutalidad nazi no tienen cabida en un relato centrado en las relaciones entre los escondidos. La muerte de la protagonista sirve de cierre melodramático a una narración que se refugia en la vida interior, pasiones y dudas de un personaje con el que el público se identifica a la perfección; pero no evidencia el asesinato de millones de judíos como resultado de un plan genocida.

El diario de Ana Frank, al igual que las imágenes surgidas de la liberación de los campos, no aportó información específica sobre el exterminio sistemático de los judíos europeos y sí insistió, de manera complementaria, en la denuncia de la monstruosidad nazi y la legitimidad de la causa aliada. Mientras las imágenes salidas del espacio concentracionario en la primavera de 1945 incidían en su carácter fehaciente de prueba mostrada al mundo de la manera más neutra posible y en lo cuantitativo del crimen, el segundo conmovía por la destrucción de tanta bondad.

Por tanto, para la exitosa integración de esta víctima judía en la cultura norteamericana de los años cincuenta parecía necesario evitar o minimizar dos aspectos fundamentales del exterminio de los judíos: la característica étnica del genocidio y la necesaria deshumanización de una violencia que aniquiló a millones de seres humanos. Analicemos, pues, cómo son representados estos dos aspectos en El diario de Ana Frank.

Si hay una frase que se ha convertido en la síntesis de la obra de Ana Frank, esta es, sin duda, «A pesar de todo, sigo creyendo que la gente es buena en el fondo de su corazón».31 Con distintas versiones según la traducción o la adaptación, este ha sido el mensaje rescatado del diario, lo que, francamente, parece poco apropiado para constituirse en representativo del exterminio de los judíos. Cuando en 1954 Garson Kanin, quien sería director de la representación teatral, ofreció a Lilliam Hellman la adaptación para la escena teatral del diario, esta lo declinó porque, aunque ya adivinaba las posibilidades de la obra como referencia futura, se consideraba incapaz de proponer una lectura que no fuera deprimente en exceso. Sería ella quien sugiriera a sus amigos Frances Goodrich y Albert Hackett para la adaptación teatral, y a tenor de los resultados acertó plenamente.

Algunas de las pocas entradas en el diario original referidas al Holocausto, como la del 9 de octubre de 1942 en la que habla de la deportación de los judíos de Holanda, de su asunción del asesinato de estos y de las noticias de la radio británica sobre el gaseamiento de los judíos, fueron eliminadas de la adaptación teatral (Cole, 1999: 33-34). Con esta separación efectiva del diario del contexto del Holocausto, ya fue posible ofrecer una versión teatral y cinematográfica con un final que no fuera excesivamente sombrío.32 La figura de un anciano y abatido Otto Frank de vuelta al apartamento secreto en el que se refugiaron y el hallazgo del diario sirven de pórtico para la obra de teatro y la película; el final de ambas, con la frase síntesis de Ana sobre la bondad innata de la gente, consuela y llena de esperanza al hundido padre. Ni qué decir tiene que la figura del único superviviente, adorado padre de la víctima y conmovido por la magnanimidad de esta, es quien encarna el trayecto redencionista que el espectador de las versiones teatrales33 y la adaptación cinematográfica ha de seguir.

Que esta era la lectura conveniente para una industria cultural de los años cincuenta encargada de popularizar a Ana Frank queda patente en el final alternativo que planteó George Stevens para su película. La versión cinematográfica, adaptación bastante fiel de la obra teatral, presentó en un screening test en San Francisco un final en el que Ana Frank, con el traje rayado de los internos de los campos de concentración, se tambaleaba en una neblina miasmática.34 Este final no complació ni al público ni a la 20th Century Fox, que consideraba el film, a pesar de todo, esperanzador. El final definitivo de la película redundaría en el mensaje optimista que estaba adquiriendo Ana Frank en la cultura popular. Las palabras de Otto Frank, «durante dos años vivimos en el miedo; desde ahora en adelante viviremos en la esperanza», sobre una imagen de un cielo tachonado con alguna nube y pájaros volando, nos hablan sobre la ansiada libertad final de Ana.

El éxito global de la figura de Ana Frank en tan temprana época se debe a su adaptación al ideario redencionista, como ya hemos visto, pero también a la fácil identificación de un público, no especialmente receptivo a la identidad judía, con la víctima. Ana Frank pertenecía a una familia alemana judía y burguesa perfectamente asimilada al mundo occidental y no a las comunidades judías tradicionales del este de Europa. Incluso en el mundo judío occidental, el diario de Ana Frank resulta uno de los menos marcados por su judeidad.35 Las creencias religiosas de Ana y su familia no les impedían llevar una vida plenamente occidental, su ambiente nada tenía que ver con el sionismo y su diario está escrito en holandés, no en hebreo o yidis. El mundo plasmado en sus palabras permitía una lectura universal y no restringida a su identidad judía, las interpretaciones que se hicieron de él tampoco estarían en desacuerdo con su ambiente familiar. En palabras de su padre y albacea: «… mi punto de vista era que había que intentar que el mensaje de Ana llegase al mayor número de personas posible, aunque algunos lo creyeran sacrílego y no quisieran que la mayor parte del público pudiera comprenderlo».36

Las versiones teatrales y cinematográficas diluirían más todavía las contadas referencias a la identidad judía de los escondidos, universalizando así el mensaje portador del diario a costa de deshistorizarlo.37 Así, por ejemplo, durante la celebración de la Janucá en el encierro, los personajes de la obra teatral optarían por la traducción al inglés de la canción original en hebreo. Entender que este borrado étnico obedece a razones conspiratorias38 es obviar el peso de la coyuntura en la que fue adaptada la figura de Ana Frank. Prueba de esta adaptación a la realidad estadounidense de los años cincuenta son las palabras del director del Jewish Film Advisory Committee, John Stone, sobre el guion cinematográfico:

… este guion es mejor todavía que la obra teatral. Le ha dado a la historia un significado mucho más «universal» e interés. Fácilmente podía haber sido adaptada como una tragedia judía ya pasada con un tratamiento mucho más pobre creativa y emocionalmente –incluso una especie de muro judío de las lamentaciones o considerada como mera propaganda (Cole, 1999: 32).

Ana Frank no fue promovida como víctima de la catástrofe judía porque sencillamente en aquellos años el Holocausto resultaba insignificante en la cultura norteamericana. Ana Frank fue convertida en la portavoz de otras causas, entre las que no cabe olvidar el McCarthysmo39 o la batalla de los ambientes progresistas contra la segregación racial en los estados sureños. El mensaje liberal de Broadway convirtió a Ana Frank, en palabras de Judith E. Doneson, en:

Un símbolo y una metáfora de los acontecimientos de los Estados Unidos de 1950. No somos los únicos que sufren, dice Ana, unas veces le toca a una raza, otras veces a otra. La persecución de los judíos y su final muestran lo que puede suceder cuando prevalece el racismo, una advertencia para el público americano en su relación con los negros (Cole, 1999: 33).

En la discusión recogida en el diario entre Ana y Peter, en la que este último expresa que la única razón de su encierro cabe encontrarla en su identidad judía, Ana le responde que no son los únicos judíos en sufrir por este motivo y que, a lo largo de la historia, muchos otros judíos han padecido. La versión de Broadway sustituía la referencia a la historia judía por un mensaje universalista en el que Ana replicaba que no son los únicos en sufrir y que unas veces le tocaba a un pueblo, otras veces a otra raza y, otras, a otros. Garson Kanin, director de la representación teatral y quien se atribuyó esta sustitución, lo argumentó de la siguiente manera:

… Mucha gente ha sufrido por ser inglés, francés, alemán, italiano, etíope, musulmán, negro y así muchos más. No sé cómo podría señalar esto, pero a mí me parece de la máxima importancia.

El hecho de que en esta obra el símbolo de la persecución y la opresión sean los judíos es accidental, y Ana, con esta afirmación, reduce su magnífica estatura. Aquí es Peter quien se muestra como el joven ultrajado porque es perseguido en tanto que judío, y Ana, juiciosa, le contesta que las minorías han sido oprimidas a lo largo de la historia. En otras palabras, en este momento, la obra tiene la oportunidad de expandir su mensaje hasta el infinito (Cole, 1999: 31-32).

El pensamiento liberal mayoritario en Broadway y Hollywood convirtió a Ana Frank en el referente moral con el que hacer frente a los problemas internos de la segunda mitad de los años cincuenta en Estados Unidos. A partir del diario de una víctima, en el que el Holocausto era más el contexto que el tema central, la representación teatral y cinematográfica introdujo a Ana Frank en el panteón de las víctimas universales, no por ser representativa de la reciente destrucción de casi seis millones de judíos, sino por su adaptabilidad a las formas melodramáticas de la cultura popular y por el fácil borrado de su especificidad que le permitió encarnar a muchas y muy diferentes víctimas.

EL SURGIMIENTO DE LA VÍCTIMA JUDÍA (1961)

El juicio contra Adolf Eichmann

A las 4:00 p.m. del 23 de mayo de 1960 el primer ministro israelí, David Ben Gurion, anunció en el Parlamento israelí, Knesset, la captura de Adolf Eichmann, uno de los principales responsables del genocidio de los judíos europeos. En aquel momento, Eichmann ya se encontraba en Israel y el primer ministro afirmó que en breve se abriría juicio contra él. El anuncio dejó estupefacto al mundo y conmocionó a todo Israel. Se vivieron días de unidad nacional como no se recordaban desde la declaración de la independencia en 1948 (Wieviorka y Lindeperg, 2012: 70), la radio se colapsó con llamadas de supervivientes y testimonios, todos los titulares y editoriales de los periódicos trataron el tema. Si la sola noticia provocó el shock emocional esperado, ahora se iniciaba un largo proceso que debía gestionarse para alcanzar los fines deseados. Los objetivos quedaban claramente expuestos en las palabras de David Ben Gurion:

Veo cómo lo importante de la captura de Adolf Eichmann y su enjuiciamiento en Israel, no [reside] en la operación brillante y la capacidad impresionante de los hombres de los servicios de seguridad, sino en el acto virtuoso que tuvieron la oportunidad de ejecutar, y por el cual en una corte de justicia israelí se revelará todo el tema del Holocausto. Para que lo sepa y lo recuerde la juventud que creció y se educó en el país después del Holocausto y que solamente un eco débil de los horrores históricos [...] llegó hasta ahora a sus oídos, y para que lo sepa también la opinión pública en el mundo [...].40

Dejemos a un lado las palabras que aluden a la eficiencia de sus servicios secretos y la rentabilidad del juicio en la política exterior israelí,41 para centrarnos en el carácter pedagógico destacado por el primer ministro. Se trata, según su declaración, de que los jóvenes conozcan el Holocausto,42 del que apenas habían oído hablar, pero, como hemos analizado en el apartado anterior, la escasa relevancia de la tragedia de los judíos europeos no se restringía a los más jóvenes, sino que era consecuencia de la intrascendencia social, política y cultural del tema en los años anteriores. Efectivamente, a partir de este momento, la destrucción de la Diáspora europea se tornará en el acontecimiento nodal en Israel y un tema capital en Occidente.

El juicio contra Eichmann y toda su repercusión resituó el Holocausto, pasando de la marginalidad de la inmediata posguerra43 a la centralidad que adquiriría en esta década. Si los juicios de Núremberg habían dibujado la nueva Europa y habían pretendido cerrar la lectura de las potencias vencedoras sobre la Segunda Guerra Mundial y el régimen nazi, el juicio contra Eichmann se convirtió en el «Núremberg» judío. Los genéricos crímenes de guerra, crímenes contra la paz y crímenes contra la humanidad de Núremberg, interpretados por unos aliados escasamente interesados en resaltar la especificidad de los crímenes raciales, darían paso en Jerusalén a la exclusividad del Holocausto; el tribunal israelí solo se ocuparía de la singularidad del genocidio, entendido como acontecimiento independiente de la Segunda Guerra Mundial.

Los procedimientos para el secuestro y traslado de Eichmann desde Buenos Aires a Jerusalén serían cuestionados por numerosas voces críticas, pero pocos dudarían de la legitimidad del Estado de Israel para juzgar al acusado. Israel ya había concedido la nacionalidad israelí a todas las víctimas del exterminio nazi, gran parte de los supervivientes habían emigrado a Israel y el joven Estado tomaba bajo su tutela todos los asuntos referidos a los judíos. Hasta la muy crítica con todo el juicio contra Eichmann, Hannah Arendt, en respuesta a la opinión de su amigo Karl Jaspers sobre la conveniencia de la celebración del juicio en Alemania, se mostraría partidaria de la jurisdicción israelí para juzgarlo:

El proceso debe tener lugar en el país en el que residen las partes perjudicadas y todos aquellos que sobrevivieron. Dices que Israel entonces todavía no existía. Pero se puede decir que fue por causa de estas víctimas que Palestina se convirtió en Israel… Además, Eichmann fue responsable de los judíos única y exclusivamente… La nación o el Estado al que pertenecen las víctimas tiene jurisdicción (Felman, 2001: 206).

Así pues, eran las víctimas y su identidad judía, no el territorio sobre el que se cometieron los delitos o la nacionalidad del culpable, lo que delimitaba la jurisdicción sobre el exterminio en el caso Eichmann.

El juicio poco tenía que dirimir sobre la culpabilidad del acusado. Los años transcurridos, las investigaciones, los interrogatorios, los testimonios, etc. habían establecido de manera inequívoca su protagonismo en la «Solución Final».44 Aunque la percepción posterior del juicio vendría marcada por el libro escrito por Hannah Arendt en 1962, Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad del mal, hay que tener presente que en el Israel de aquella época el proceso, más que un encuentro con el culpable, resultó la atalaya mediática para que las palabras de las víctimas relatasen el Holocausto. Fueron sus testimonios los que modelaron la imaginación pública, no el relato ni la imagen de Adolf Eichmann. Superflua la sentencia y las pruebas que la justificaran, la importancia del juicio recaía en el proceso mismo y su difusión.

La preparación del proceso excedió las cuestiones legales y todos los elementos necesarios para su mediatización fueron atendidos.45 El juicio debía celebrarse en Jerusalén y su alcalde se comprometió a finalizar en la mayor brevedad posible la construcción de la Casa del Pueblo (Beit Ha’am), dotada de una sala de espectáculos capaz de acoger a 750 personas, y transformarla en un tribunal con 474 plazas reservadas para periodistas nacionales e internacionales. Los corresponsales recibían todos los días las actas del proceso poligrafiadas en hebreo, alemán, inglés y francés y un resumen en yidis. Para ellos se habilitó una sala de prensa con télex, teléfonos y un circuito cerrado de televisión que permitía seguir el proceso íntegro. La grabación televisiva del proceso se debió a la iniciativa de un productor norteamericano, Milton Fruchtman, quien planteó al Gobierno israelí la posibilidad del formato televisivo para registrar todo el proceso, a pesar de que la televisión no hubiese llegado todavía a Israel. La grabación en vídeo y su distribución diaria a las televisiones internacionales tenían como clientes prioritarias las grandes networks norteamericanas: ABC, NBS y CBS. La dirección de la grabación televisiva de todo el proceso recayó en Leo Hurwitz, uno de los principales documentalistas de la izquierda americana con gran experiencia televisiva.46 La radio nacional, la «Voz de Israel», obtuvo los derechos para grabar la totalidad del proceso y lo retransmitió ampliamente.

Construido el escenario y garantizada la difusión del proceso, la puesta en escena judicial, dentro de los límites establecidos por la ley, fue obra del fiscal, Gideon Hausner.

En el interior de este marco preestablecido, Gideon Hausner impuso su propia concepción del proceso que es, a su vez, una puesta en escena y una construcción de la trama. El primer elemento era la naturaleza de la historia que el fiscal deseaba contar. Su elección no se limitó a los hechos relacionados directamente con el acusado, sino que reconstruyó la historia completa del genocidio, desde la llegada al poder de Hitler hasta la capitulación alemana. El segundo elemento fue la elección de quién contaría la historia, dicho de otra manera, sobre qué «elementos» se apoyaría la historia. Hausner tenía plena conciencia del tedio provocado por las extensísimas presentaciones de documentos en Núremberg, por lo que eligió ceder el protagonismo a los testigos citados tras un auténtico casting… (Wieviorka y Lindeperg, 2012: 73).

Esta primacía del testimonio en el juicio contra Eichmann es lo que ha llevado a Annete Wieviorka a considerarlo el hito clave en el advenimiento del testigo en su ya clásico L’Ère du témoin (1998). Conviene señalar aquí una ambigüedad respecto a la condición de los testigos que fueron llamados al estrado. Las víctimas eran los seis millones de judíos asesinados por el régimen nazi y su representación legal y moral recaía en el Estado de Israel,47 pero la mayoría de los testimonios conducidos a declarar participaban, en principio, de la doble condición de víctimas y testigos. En la teoría procesal los testigos aportan pruebas de la culpabilidad o inocencia del acusado. Sin embargo, la mayor parte de testigos que declararon en el juicio pocas evidencias podían aportar acerca de la actuación individual de un Eichmann que, por su elevadísima posición en la maquinaria aniquiladora, tuvo una relación muy escasa con las víctimas que la padecieron.48 La acusación presentó a 121 testigos,49 cuyos relatos debían concretar el padecimiento del pueblo judío, no la actuación del reo.50 A través de las palabras de los supervivientes, de sus vivencias y de sus testimonios de lo visto, el fiscal, Gideon Hausner, focalizó el proceso en la difusión de las experiencias de las víctimas-testigo. Ante la imposibilidad de rendir justicia a seis millones de asesinados en un solo hombre y con la ayuda de los testimonios de los supervivientes, el juicio sirvió para la reparación moral de las víctimas. Estas pasaron de una vergonzosa ocultación en los años precedentes a una exposición como figura incuestionable y central de la nueva cultura del Holocausto, consecuencia de la aceptación israelí del legado de la destrucción de la Diáspora.

Esta focalización sobre la víctima no cuestionó la ejemplaridad heroica de los resistentes, pero sí restringió su monopolio memorístico. No olvidemos que el recuerdo estaba marcado por las figuras heroicas y que la simple primacía de la víctima ya implicaba una reescritura importante de la memoria oficial. Durante el juicio, el fiscal preguntaba invariablemente a todos los testigos al final de su testimonio «¿Por qué no se rebeló usted?»,51 corolario del discurso oficial que se había mostrado poco comprensivo con las víctimas. Por supuesto, fueron testigos del juicio «Antek» Zuckermann, Tzvia Lubetkin −supervivientes de la insurrección del gueto de Varsovia− y otros que dieron cuenta de intentonas semejantes en Vilna y Kovno. Ninguno de estos testimonios guardaba relación alguna con el acusado, pero sí servían para cubrir la cuota de heroísmo en un proceso dominado por las víctimas. Incluso las palabras en la sala de Zuckermann, «cuando no se puede evitar la muerte, siempre vale la pena luchar para salvar el honor», tendían un puente con las víctimas. La resistencia armada no se legitimaba por su efectividad en el daño causado al enemigo, sino por la preservación de la dignidad y ¡quién podía negársela a víctimas de una inhumanidad inaudita! La cruel frase de conducidos «como corderos al matadero»52 era contestada por una muy laxa concepción de la resistencia.

Las víctimas judías deben aparecer bajo una luz heroica. Según esta visión, los judíos resisten, numerosos, y de múltiples formas. Arnos Lustige, por ejemplo, alarga la lista de resistentes al incluir a los soldados judíos de los ejércitos aliados, y hasta los judíos alistados en las Brigadas Internacionales… Con mayor frecuencia, se redefine la noción de resistencia para englobar las actividades de auxilio –alimentar u hospitalizar a la población de los guetos–, incluso si fueron los plenipotenciarios alemanes quienes autorizaban estas iniciativas en el contexto de su política de mantenimiento de los guetos antes del inicio de las deportaciones (Hilberg, 1996: 127).

Si el crimen perseguía el exterminio de todo un pueblo, si consiguió exterminar alrededor de seis millones, si todos los que fueron presentados como testigos, aun habiendo sobrevivido, también debían ser concebidos como víctimas y si la condición de víctima ya no cargaba con la despectiva consideración de la inmediata posguerra, no resulta extraño que la etiqueta de víctima se extendiese a todo judío.

Voces críticas

Que las víctimas, por su condición, merecieran una reparación y que el público, muy especialmente el israelí, sintiera una empatía infinita hacia ellas motivó una entronización moral. La primacía de la víctima en los nuevos tiempos también le otorgó una consideración epistemológica nueva y, especialmente a través de los relatos y experiencias de los supervivientes, se convertiría en una de las principales vías de conocimiento de los hechos del pasado. Las opiniones divergentes a estos excesos generarían polémicas imposibles de comprender sin atender a las exaltadas adhesiones del presente con las víctimas.

En 1961, por fin, Raul Hilberg podía ver impresa su obra, The Destruction of European Jews. La obra fue, y sigue siendo, la referencia histórica sobre el Holocausto. Con más de un millar de páginas y con el estudio de una documentación ingente, el libro ofrece una descripción detalladísima del proceso de destrucción de los judíos europeos, desde la llegada de Hitler al poder en 1933 hasta el final de la guerra. Que tal obra vagase durante varios años por los despachos de editores sin que nadie apreciara su importancia demuestra, más que la falta de olfato de los agentes literarios, la generalizada percepción pesimista de la rentabilidad económica de un libro cuya temática interesaba a un público excesivamente restringido. Ahora bien, que la publicación del libro fuese rechazada por el Yad Vashem no resulta atribuible a su desinterés, sino a su firme oposición a la perspectiva de la obra. El 24 de agosto de 1958 Raul Hilberg recibía una carta en la que el director de la institución, el doctor J. Melkman, le transmitía las razones por las que los miembros del comité científico habían descartado la publicación de su obra:

Su obra se funda casi exclusivamente sobre la autoridad de las fuentes alemanas y no utiliza fuentes primarias escritas en otras lenguas, propias de los Estados ocupados o el yidis y el hebreo.

Los historiadores judíos de nuestro instituto han emitido reservas sobre las conclusiones históricas que usted formula respecto a los periodos anteriores, y sobre su evaluación de la resistencia judía (activa y pasiva) durante la ocupación nazi (Hilberg, 1996: 105).

Como escribe el propio Hilberg, el mismo membrete, donde quedaba patente en el nombre oficial53 de la institución la importancia de la resistencia judía, y la «evaluación de la resistencia (activa y ¡pasiva!)» reafirman nuestros argumentos anteriores sobre la preeminencia del ideario heroico, poco conforme a la realidad, en el recuerdo del Holocausto. Pero, detengámonos en la primera razón esgrimida: las fuentes para la escritura de su historia. En su periodo de formación, cuando se apasionó por el estudio de la burocracia y asistía a sus clases de Derecho y Administración pública,54 el historiador en ciernes descubrió su enfoque:

Ya había decidido centrarme en los ejecutores alemanes. La destrucción de los judíos era una realidad alemana. Había sido puesta en marcha por verdugos alemanes, en una cultura alemana. Estaba convencido, y esto fue así desde el principio mismo de mi investigación, que era imposible aprehender la auténtica dimensión del hecho histórico si no se comprendían los mecanismos de los actos de los ejecutores. Es el ejecutor quien posee la visión de conjunto. Solo él es el elemento determinante. Es a través de sus ojos que debía mirar el acontecimiento, desde su génesis hasta su punto álgido. La certeza de que la perspectiva del ejecutor ofrecía la primera pista a seguir se convirtió para mí en una doctrina de la que no me separé nunca (Hilberg, 1996: 55).

La perspectiva histórica de Hilberg no encajaba en el acercamiento histórico promovido por la institución oficial israelí ocupada de la investigación y la documentación del genocidio nazi. No cabe ninguna duda acerca de la legitimidad de levantar acta de las comunidades destruidas ni del interés de los relatos de las víctimas para completar la narración histórica, pero tampoco albergamos dudas sobre la autoridad de los verdugos para proporcionar los documentos de sus objetivos y procedimientos que expliquen los acontecimientos. La científicamente injustificada posición del Yad Vashem precedería en algunos años a la focalización del proceso contra Adolf Eichmann en las víctimas, pero ambas perspectivas forman un continuo en la interpretación israelí de la destrucción de la Diáspora europea. Si el juicio se convirtió en un acontecimiento con claros intereses pedagógicos, el recurso a las víctimas para contar el Holocausto se explicaba por las virtudes morales y melodramáticas que suplían con creces sus restricciones epistemológicas. Se inauguraba un tiempo en el que, excepción hecha del ámbito académico, la víctima-testigo se acabaría convirtiendo en la narradora del Holocausto.

Independientemente del enfoque metodológico y de la muy distinta apreciación de la resistencia de los judíos, la obra de Hilberg contenía la semilla de una gran polémica que solo estallaría al ser recogida por una figura de enorme relevancia en el panorama intelectual de aquellos años, Hannah Arendt. El propio historiador fue tempranamente consciente de los aspectos inasumibles de su obra por los custodios del Holocausto. En un primer trabajo, anterior a la redacción de su tesis doctoral que daría lugar al libro, presentado al profesor Franz Neumann, Hilberg se topó tempranamente con la incorrección política de algunas de sus evidencias documentadas:

También esta vez asintió [Neumann]. Tras haber leído mi ensayo de doscientas páginas, solo emitió una objeción sobre un apartado de la conclusión. Afirmaba que, en el plano administrativo, los alemanes habían contado con los judíos para ejecutar sus órdenes, que los judíos habían cooperado en su propia destrucción. Neumann no me dijo que los hechos contradijesen esta conclusión, ni me reprochó la insuficiencia de mis investigaciones. Él declaró simplemente: «Demasiado fuerte para aceptarlo, córtelo» (Hilberg, 1996: 61-62).

Víctimas y verdugos en Shoah de C. Lanzmann

Подняться наверх