Читать книгу ¿Sabes lo que pasa cuando dices que me quieres? - Arwen Grey - Страница 6
Capítulo 2
Índice: en este número…
ОглавлениеReuben se removió en su silla mientras trataba de tomar todas las notas posibles, al mismo tiempo que intentaba no dar la imagen, totalmente cierta, por otra parte, de que no entendía nada de lo que se contaba en esa sala.
Al entrar casi había suspirado de alivio al ver que se trataba de una sala de reuniones normal, con una cafetera, un hervidor eléctrico, algo para picar, sillas alrededor de una mesa llena de papeles y carpetas a rebosar. Hasta ahí todo era como en el resto de redacciones donde había trabajado, solo que con una apabullante abundancia de tonos blancos y luz estridente. Lo que ya no lo era tanto era la gente que lo miraba como si fuera un infiltrado.
A Victoria ya la conocía. Le dio un vuelco el corazón al ver que lo miraba, aunque solo fuera para olvidarlo al instante. Timothy lo dejó también en cuanto se encontró rodeado de sus iguales, solo junto a la puerta y mirando a su alrededor como el niño nuevo de clase.
Nadie más se presentó, siguieron hablando como si ni siquiera hubieran notado su presencia. Al principio lo agradeció. No mucho después se sintió avergonzado y al final irritado. ¿Acaso no sabían quién era? ¡Era su nuevo compañero! ¿No deberían fingir que era bienvenido?
—Buenos días, señores. ¿Qué tenemos? —preguntó, como había hecho cada mañana al entrar en salas de reuniones como esa en sus anteriores puestos.
Pero si quería causar miradas de reconocimiento o siquiera de sorpresa, fracasó estrepitosamente. Solo Tim (en adelante sería Tim para él, con campanas sonando en su cabeza o no) se dignó alzar la vista de lo que hacía para ignorarlo unas décimas de segundo después.
Ahogando un gruñido de frustración, Reuben traspasó el umbral, decidido a actuar como lo que era, el único redactor de aquella revista que vivía en el mundo real y que escribiría sobre cosas que les importaban a las personas normales.
Estaba a punto de sentarse en la silla libre, que era la que presidía la mesa cuando, entonces sí, se escuchó un grito unísono y aterrador, que lo dejó paralizado con el trasero rozando el asiento.
—¡Ahí no!
—Es la silla de Lola —se dignó explicarle una mujer de edad indefinida, como congelada entre los treinta y los cuarenta años, de sonrisa dulce—. No le gusta que nadie se siente ahí.
Reuben se irguió, sintiéndose el centro de todas las miradas por primera vez desde que había llegado. Desde luego, su aterrizaje estaba siendo de todo menos tranquilo.
—Puedes sentarte ahí, Reuben —dijo Tim, señalando una silla plegable colocada contra la pared, bien lejos de la directora y editora, y de la acción, dejando en evidencia que nadie consideraba que tuviera ningún derecho a estar ahí.
Hizo un esfuerzo por sonreír e hizo un gesto magnánimo en dirección al asistente de Lola, mientras se acercaba a la silla señalada, la abría, la arrastraba, haciendo que las patas chirriasen contra el suelo, y la colocaba junto a la que había estado a punto de usar, desplazándola.
Todos los presentes lo miraron como si no pudieran creer lo que acababan de ver.
Podían mirarlo como quisieran, pero lo habían contratado diciéndole que tendría un estatus especial en la revista y que sería un colaborador cercano a la jefatura. En ningún momento se lo había creído. Había escuchado eso mismo un montón de veces y jamás había sido verdad, pero por ver esas caras merecía la pena hacer un alarde de fuerza. Por lo pronto, se sentaría al lado de la señora Godrick, le pesara a quien le pesara.
—En fin, trabajemos —declaró Reuben, uniendo las manos ante la barbilla, fingiendo una serenidad que no sentía en absoluto.
Una a una, todas las miradas se desplazaron de su cara y su inapropiada corbata hasta las carpetas llenas de documentos y fotos que tenían ante ellos. Reuben, que no tenía carpeta, sacó una libreta y un bolígrafo de un bolsillo interior de la chaqueta y comenzó a apuntar todo aquello que le pareció interesante, así como dudas que preguntaría más adelante a la mujer rubia de edad indefinida que le había hablado antes, que parecía la más simpática de todos en aquel lugar. Pocos minutos después, sudaba tinta para seguir el ritmo de las charlas. No era solo que hablaran rápido, además lo hacían en idiomas extraños.
—Todo ese artículo es tan demodé que no me extrañaría que Aristóteles Onassis se levantase de su tumba para posar para tus fotos —dijo con acidez un caballero con cabellos plateados e impecable pajarita con lunares blancos sobre fondo azul marino—. Además, sería lo más moderno de todo el conjunto.
Victoria se retorció en su silla, haciendo asomar una ligera arruga de disgusto a su perfecto rostro.
—Querrás decir que es vintage, querido Ambrose. Demodé es tu aroma a polvo de talco.
Ambrose emitió una risa sarcástica que hizo que Reuben sintiera simpatía por lo que fuera que había escrito Victoria. ¿Qué podía saber ese carcamal de moda y elegancia si vestía como un mamarracho?
—A todo lo que huele a naftalina de la abuela lo llaman vintage ahora.
—Seguro que tú de naftalina sabes un poco…
Ambrose no pareció afectado por la puñalada, sino que miró a la joven casi con cariño.
Reuben se preguntó si todas esas reuniones eran así o solo había llegado en el mejor momento.
¿Sería de mala educación salir para comprobar el correo electrónico? Esa sala podía ser muy moderna, pero la cobertura telefónica era horrible. Se aburría entre tanto duelo dialéctico en el que no le dejaban meter baza.
Apuntó con aire diligente un par de nuevas palabras en su libreta: demodé y, sobre todo, vintage. Si la habían usado tantas veces, debía de ser importante. No estaba seguro de cómo se escribían, pero lo comprobaría en cuanto saliera de allí y tuviera acceso a Internet.
A esas horas ya debería haber recibido alguna respuesta a los currículums que había enviado. Estaba claro que aquel no era su lugar.
Justo cuando estaba a punto de disculparse para salir, alguien más entró en la sala, maldiciendo por lo bajo.
Una nube de tejido azul brillante y dorado pasó junto a él, arrastró una silla y se dejó caer en el asiento, justo a su lado, sin disculparse por interrumpir.
—¿Eso que llevas es un chándal?
La mujer que llevaba la prenda deportiva se giró hacia Victoria, que la miraba de arriba abajo, a medio camino entre la estupefacción y el dolor.
—Es un Stella McCartney. Madonna tiene uno igual.
La boca perfecta de Victoria se estiró apenas en una sonrisa de desprecio.
—Eso no quiere decir que no sea horrible.
La recién llegada colocó la cabeza sobre la mano y miró a su crítica con ironía. Al hacerlo, una coleta larga y pesada cayó sobre el brazo de Reuben, que lo apartó con nerviosismo, como si cualquier contacto con una persona que le llevara la contraria a su adorada Victoria pudiera ser considerado por esta como una traición.
—Puedes decírselo a ella la próxima vez que la veas.
—Joanne, tarde otra vez. Que sea la última, sabes muy bien que, en este momento, tal y como van las cosas, no me importaría prescindir de un sueldo.
Todos se giraron hacia Lola, que acababa de entrar, acaparando toda la atención al instante. El silencio que se hizo fue tan pesado que Reuben escuchó el tictac del reloj que le habían regalado cuando ganó el Premio al Mejor Reportaje Deportivo del Año en 2015.
Joanne tuvo la decencia de avergonzarse, aunque muy pronto se repuso, sobre todo al notar a su lado la presencia de alguien desconocido y todavía peor vestido que ella.
—¿Y tú quién eres?
En otras circunstancias, a Reuben le habría hecho gracia la situación, porque ella era la única que se había dado cuenta de que ni siquiera le habían dejado presentarse, pero en ese momento lo único que quería era pasar desapercibido. O salir corriendo para no volver. Lo que doliera menos a su orgullo.
Se giró hacia ella, dispuesto a responder, y se encontró con que ella se había acercado tanto que tenía su rostro casi pegado al suyo. De cerca, sus ojos pintados con unas sombras tan estrafalarias como los tonos de su ropa, eran grandes y curiosos, de un verde oscuro que, estaba seguro, solo se podía apreciar a una distancia tan corta. Además, su boca pintada con un brillo de un rosa tan profundo que casi dolía verlo, tenía una forma extraña, como si estuviera del revés, con el labio inferior un poco más grueso que el superior, dándole un aspecto enfurruñado.
No era guapa, ni fea, o tal vez sí, era imposible saberlo con aquella cantidad de maquillaje.
—Soy… —comenzó a decir, pero lo interrumpió un carraspeo proveniente de Lola, que miró lo que hasta ese momento había sido su lugar incontestable y se sentó sin decir una palabra acerca de la silla que ahora había junto a la suya.
Con ese solo gesto, el ambiente general se relajó al instante. Reuben pensó, de un modo demasiado inocente, que Lola le había abierto las puertas de la revista de par en par y que ya nadie cuestionaría su presencia en esa sala, e incluso en ese lugar de la mesa.
—Chicos, os presento a nuestro nuevo redactor de deportes, o lo más parecido a una sección de deportes que podemos tener en una revista de moda —dijo, sin levantar la vista hacia los demás, como era evidente que era su costumbre—. En la encuesta que hicimos, y que nos costó un riñón, por cierto, la gente nos expresó su absurdo deseo de tener una sección donde ponerse en forma y mostrar las nuevas técnicas de eso… cómo se llama… como sea… Por eso decidí traer a alguien experto en deportes. Pregunté por ahí quién podría hacerlo y me recomendaron a Reuben. —Lola dio una palmada y señaló a Reuben, como si los deseos de los lectores fueran bobadas y todos se rieron con ella. Por unos segundos, se sintió como un memo allí, sentado, mientras todos lo miraban casi con lástima. Esa mujer lo hacía sonar como que lo había comprado de rebajas—. Seguro que él encuentra cosas que contar a esa gente preocupada por la licra y las mallas. Es nuevo en nuestro sector, pero estoy segura de que tiene muchas ganas de empaparse del ambiente de Oh! La mode…, ¿verdad, querido? —terminó, alzando la vista hacia él, con una sonrisa que Reuben consideró a medio camino entre la burla y el ánimo.
Reuben entrecerró los ojos y se preguntó si alguna vez se había sentido tan insultado, pero supuso que, teniendo en cuenta que llevaba tres meses sin trabajo y que tenía que comer y pagar su casa, quedaría feo levantarse y mandarlos a todos al carajo.
Se ajustó aquella corbata que todos odiaban, sonrió y se levantó.
—Estoy encantado de estar en… —de pronto pensó que sus conocimientos de la lengua francesa solo lo dejarían en ridículo si trataba de pronunciar el nombre de la revista tal y como ella lo había hecho. Afianzó su sonrisa, de un modo que sabía que sus hoyuelos se profundizaban, generando un aura de simpatía instantánea en sus interlocutores— en este maravilloso lugar. Estoy seguro de que vamos a trabajar mucho para sacar la revista adelante.
Al instante notó que el viejo truco de los hoyuelos no había funcionado. Las miradas se habían apartado de él con incomodidad, dejándolo con una sensación de abandono total. Al parecer, Tim no era el único que no lo quería allí.
—Espero que los vídeos se te den mejor, muchacho —dijo el tal Ambrose, con un tono cruel que no disimuló en ningún instante.
—¿Vídeos?
—Veamos, ¿qué tenemos para el mes que viene? —preguntó Lola, cortando toda posible reacción a sus palabras, si es que iba a haberla, tal vez fingiendo que no había notado el aura hostil de sus trabajadores hacia el nuevo redactor.
Si ya había pensado que aquello sería un infierno, Reuben supo que se había metido en la boca del averno cuando se enteró de en qué consistía su labor exactamente, y comprendió por qué Lola no se lo había querido decir a solas. Vídeos. En su cabeza, podía verse grabando estupideces, poniendo acento de tipo del centro de Londres, vestido con ropas de diseño, con mechas rubias y patrocinando bebidas energéticas.
¿Sección de deportes? ¡Ja!
Maldita vieja revenida y seca.
Ah, pero aquello no quedaría así. Llamaría a George, que le había ofrecido aquel puesto como si se tratase de la mismísima panacea y le… le… Dios, ni siquiera se le ocurría qué sonaba peor que decirle que lo hiciera él mismo, joder.
Y ni siquiera podía escapar de esa maldita sala de reuniones, sino que tenía que estar ahí, escuchando miles de bobadas sobre trapos y cremas antiacné y remedios para las arrugas, sin entender ni la décima parte de lo que decían. Por suerte, nadie esperaba ninguna aportación por su parte. Aliviado al saberse ignorado, retomó su libreta y, durante dos horas eternas, se limitó a tomar notas y más notas con letra apenas legible. Cualquier cosa con tal de no volver a sentir la mirada de franco menosprecio de Victoria sobre él.
—Ni hablar. Otra vez no.
Joanne se levantó de golpe, haciendo que las patas de su silla rechinaran contra el brillante suelo de linóleo que imitaba el mármol con bastante acierto. Vio cómo todos apretaban las mandíbulas en un gesto de franco desagrado, pero le dio igual. Se apartó la molesta coleta de un manotazo y plantó las manos en la mesa.
—Ya perdí dos páginas en el número pasado. Y ahora me quieres quitar cinco. ¡Cinco! ¿Cómo quieres que haga una sección entera con solo cuatro páginas? Tendría que eliminar al menos diez fotos para poder comprimir toda la información en ese espacio.
Lola colocó sus palmas juntas ante el rostro y observó a la persona que osaba enfrentarse a ella.
—Podría serte sincera y decir que nadie notaría la ausencia de tu sección. Ni la de Victoria, ni la de Ambrose, ni ninguna —añadió, para suavizar sus palabras, aunque Joanne había acusado el golpe de tal manera que había vuelto a sentarse, abatida—. He recortado todas las secciones para poder dar cabida a las nuevas, aunque cada uno solo sea capaz de ver el enorme daño que he infligido a su orgullo.
Joanne adelantó la mandíbula y miró al nuevo redactor de la sección de deportes, que no había dicho una sola palabra en toda la reunión. Si no había ido a trabajar, no sabía qué diablos pintaba allí. Sin duda, llamaba la atención. Vestía un traje de baratillo, de un color de esos que no combinaban absolutamente con nada que no fuera blanco o negro, y mal, además. Y luego llevaba una corbata que podría haber usado su padre en los años 70. Su pelo de color arena mojada necesitaba un buen corte y tenía los ojos oscuros y asustados de un niño que está pasando el peor examen de toda su vida. En general, los cachorros abandonados le daban pena, pero en ese momento ella también necesitaba ayuda, y ella misma era su prioridad, así que lo lamentaba por el nuevo.
—Necesito ese espacio.
Reuben notó por primera vez que era a él a quien le hablaba. Dejó de escribir y miró a Lola, que no dijo una sola palabra.
Joanne sonrió al verlo tan desconcertado. Ese hombre podía ser muy bueno allí de donde venía, pero estaba perdido desde el mismo instante en que había cruzado el umbral de la revista.
—Cuéntame por qué debería recortar mi sección para darte mis páginas —dijo él de pronto, sorprendiéndola. Tenía el aire de alguien que no tiene ni idea de lo que está hablando y, de repente, suelta la solución perfecta a un problema matemático—. ¿Es la más popular, la más leída, la que más influencia tiene, la más copiada? Solo en ese caso renunciaré a mi espacio por ti.
Joanne sintió que la rabia la obligaba a enmudecer. ¿Cómo defender su trabajo de años, la sección que le quitaba horas de vida y de sueño, la que la obligaba a hacer cosas impensables? Y todo ante alguien que no tenía ni idea de lo que suponía llevarlo a cabo cada mes, un año tras otro. Desde que había llegado a ese lugar, hacía cinco años, había pasado por todas las fases posibles en un puesto de trabajo, desde la ilusión, pasando por la rutina, al desencanto. Ahora solo quería hacer algo digno, al menos, ya que no le permitían hacer nada nuevo ni personal. Pero ¿cómo podía hacerlo si no tenía espacio para ello?
Y encima lo decía con esa tranquilidad, como si fuera la cosa más normal del mundo.
Reuben se levantó y dejó su libreta a un lado. Comenzó a caminar por la sala de reuniones, sabiendo muy bien que era el centro de atención desde el instante en que había hablado. Había pasado de ser un convidado de piedra a ser el centro de todas las miradas. Cierto que sus miradas no eran amables, sino más bien de desconcierto, pero al fin le prestaban atención.
—Veamos, usted —dijo, señalando a Ambrose— se encarga de la sección de belleza y salud. ¿Cree que es indispensable?
Ambrose Price se llevó una mano a la pajarita, ya impecable, y lo miró, como si no supiera muy bien qué se proponía. Joanne sabía muy bien que ese era un gesto destinado a ocultar su nerviosismo, aunque él siempre procuraba mostrarse impávido.
—No me hagas hablar, jovencito. Lo que vendemos en esta revista es tan vacío que a veces creo que deberían encerrarnos por estafa.
—¡Ambrose! —exclamó Victoria, negando con la cabeza, haciendo que su cabello oscuro perdiese su perfecta forma por unos instantes—. No puedes estar hablando en serio. Nuestros lectores nos buscan para tener una guía en la que basarse a la hora de saber vestir con estilo en ocasiones especiales, al menos en mi sección. Aunque no me preguntes qué buscan al leer a Miss Trapos, porque jamás lo entenderé —añadió, con una mirada ácida en dirección a Joanne.
—Ya habló lady Perfecta, que, según se rumorea, duerme en un ataúd de cristal —replicó Joanne con una sonrisa sin humor.
Reuben se detuvo y contempló la lluvia de reproches con asombro, como si no pudiera imaginar que en esa sala aquello era algo habitual. Joanne casi sintió compasión de él, al ver que levantaba las manos para instaurar la paz.
—Pues yo creo que todas las secciones son maravillosas e indispensables para cualquiera con buen gusto.
Todos se giraron hacia Enna McBride, sorprendidos. Esa mujer rubia y callada que acababa de llegar para encargarse de las nuevas secciones de hogar y familia, más pegadas «al mundo real», como decía Lola, era tan tímida que a veces olvidaban su presencia. De hecho, nadie sabía muy bien qué era lo que iba a hacer en su sección, pero alguien tan dulce solo podía hacer algo entrañable y familiar. Según decían, provenía del mundo de las redes sociales y los blogs, pero todos fingían no tener ni idea de qué era todo aquello, así que la ignoraban con todas sus fuerzas, aunque ella no parecía tenerles ningún rencor por ello y sonreía siempre con una dulzura que empezaba a resultar incómoda.
Un par de aplausos secos interrumpieron la escena. Lola, sentada en su silla, los contemplaba con serena frialdad. Parecía cansada y un poco aburrida, pero en absoluto acabada, como decían las malas lenguas.
—Bonito espectáculo. Espero que estés encantada, querida —dijo, dirigiéndose a Joanne, que se sintió avergonzada al instante por su infantil arrebato—, pero supongo que sabes que no podemos permitirnos esto ahora mismo. Reuben no puede decidir si renuncia o no a su sección para cedérsela a nadie. Él es un redactor como los demás y tendrá suerte si no le recorto páginas como a todos. Además, recordad que, además de lo que escribáis, tendréis que grabar algún tipo de contenido para las redes sociales y que tendrá que vender una imagen fresca y acorde con el espíritu de la revista y de la sección que representáis. Eso es lo que nos piden los lectores y, por desgracia, es lo que tenemos que hacer para sobrevivir. ¡No matéis al mensajero! —exclamó, levantando las manos—. No tengo que deciros que, si queremos seguir adelante, todos, y quiero decir todos —añadió, mirándolos uno a uno—, tendremos que aprender a sacrificar cosas que creíamos intocables, ya sea el número de páginas o espacios privilegiados. Incluso nuestra vida privada.
—¡Pero, Lola! —exclamó Victoria, que se había dado por aludida con sus últimas palabras.
La expresión de la directora se cerró de golpe al sentirse cuestionada. Comenzó a recoger sus cosas sin decir una sola palabra y se puso en pie.
—Hasta hace muy poco yo tenía la última palabra en esta sala —dijo, con mirada altiva, aunque voz ligeramente temblorosa—. Si creéis que tenéis una solución mejor, tal vez sea hora de que vosotros mismos la llevéis a cabo.
—Todo esto es ridículo —masculló Ambrose, pasándose una mano por el cabello plateado. Se lo veía incómodo e incapaz de mantener las manos quietas. Cuando acabó de atusarse el pelo, volvió a comprobar el lazo de la pajarita, aunque lo dejó en cuanto se dio cuenta de lo que estaba haciendo.
—No, no lo es —dijo Enna, levantándose y poniéndose junto a Lola. Le pasó una mano por el hombro, acercándola a sí, haciendo evidente que la poderosa Lola no le llegaba más que hasta el hombro—. Lola tiene razón, tenemos que ser un equipo para salir de la crisis en la que estamos. ¡Vamos, chicos, podemos conseguirlo!
Lola miró la mano que la sostenía con algo cercano a la repugnancia, pero Enna no se dio por enterada, como no fuera para acercarla más a sí.
Joanne la miró, asombrada ante tanto optimismo. No podía haber nadie tan positivo en el mundo. Si la situación no fuera terrible, sería digna de una comedia.
Sin embargo, a su alrededor pudo ver que el resto se rendía a su sencillez y su sonrisa inquebrantable. Incluso el nuevo redactor parecía tranquilo por primera vez desde que había llegado.
Miró a Victoria, que no parecía tan satisfecha como su sonrisa podía dar a entender. La conocía, y sabía que no cedería con tanta facilidad ni sus páginas ni sus ventajas como favorita en la revista. Incluso dudaba de que hiciera esos vídeos que le pedían. No, no la princesa de la revista, la mismísima lady Perfecta, que meaba Chanel Nº5. Ambrose tampoco se lo pondría fácil a Lola, por mucho que el viejo periodista siempre dijera que odiaba su trabajo, la revista, y todo lo que significaba.
En cuanto a ella, su sección sobre moda urbana había sido su vida durante los últimos cinco años, y no estaba dispuesta a rendirse sin luchar.
Tenía que haber una forma de salvar la revista sin cambiar su espíritu. Que los lectores pidieran algo en masa, no tenía que significar por fuerza que tuvieran razón.