Читать книгу ¿Sabes lo que pasa cuando dices que me quieres? - Arwen Grey - Страница 7

Capítulo 3

¿Nuevo en la oficina?: no dejes que nadie huela tu miedo

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La reunión acabó en cuanto Lola afianzó su poder sobre todos los presentes, dejando bien claro que, si era dura, era por el bien de los demás, como si de una madre o un dictador se tratase.

Abatidos y sabiéndose derrotados, los miembros de la revista dejaron uno a uno la sala, sin intercambiar palabra entre ellos. A solas de repente, Reuben se encontró con que no sabía qué hacer. Tenía notas que analizar y, sobre todo, un suelo sobre el que aterrizar, pero para eso tenía que averiguar antes dónde se suponía que iba a trabajar.

Volvió a atravesar el frío y desolador pasillo, esta vez en sentido inverso, hasta la recepción, donde había varias puertas sin rotular. Una, la más grande e impresionante, era la de Lola, así que la descartó al instante. Tim, que se había sentado tras un escritorio de aspecto moderno e incómodo, lo ignoró deliberadamente, a pesar de que, estaba muy seguro de ello, sabía lo que necesitaba.

Dio un par de vueltas por el vestíbulo, fingiendo no estar acechando detrás de cada puerta que se abría, hasta que Tim levantó uno de sus dedos finos y de aspecto huesudo y le señaló el pasillo por el que había venido.

—Pregunta por ahí, alguien te asignará una mesa y un ordenador. No esperes olor a rancio ni a testosterona, esto es una redacción moderna y limpia. De este siglo, digamos.

—Gracias, Tim.

Solo entonces salió el asistente de su apatía, mirándolo con los ojos entrecerrados y llenos de cruel ironía.

—Te crees muy gracioso, pero no durarás más que el anterior, que venía de sucesos. Lola pensó que tendría un lugar entre nosotros, y él también se creía listo e imprescindible, pero salió de aquí con el rabo entre las piernas.

Reuben sintió que, por primera vez, algo le estimulaba desde que había llegado. Les demostraría a aquellos estirados que podía levantar aquella revista llena de superficialidad de la nada y convertirla en algo que una persona inteligente podía leer sin sentir arcadas.

—Seguro que lo asustasteis en la primera y acogedora reunión de trabajo —replicó Reuben, con una sonrisa llena de encantadores hoyuelos que hizo rechinar los dientes al asistente perfecto—. Pero tranquilo, yo no me asusto con tanta facilidad, fui corresponsal de la sección de tiro de martillo femenina en los principios de mi carrera y una vez intentaron usarme de blanco. Cuando me fui, lloramos todos de pena. Si sobreviví a eso, esto será coser y cantar.

Pudo ver cómo un nervio palpitaba en uno de los párpados de Tim, mientras fingía no escuchar nada de lo que decía. Volvió a lo que fuera que estaba haciendo y lo ignoró hasta que Reuben decidió seguir por el pasillo en busca de alguien que lo ayudara.

—Bonito discurso, pero prepárate para el grupo de alimañas más terrible desde que existe la palabra escrita.

Reuben frunció el ceño al ver a un hombre vestido con una camisa como recién salida del tinte y una corbata negra aflojada con elegancia, todo ello completado con un traje que parecía salido del ropero de Beckham. Su corte de pelo demostraba que era del tipo que es capaz de perder dos horas de su vida hasta que cada mechón queda despeinado de la manera perfecta. Y esa persona estaba acechando tras él, casi oliendo su champú, esperando a que se alejara de Tim para saltar sobre su espalda. Nunca había tenido fobia por el contacto, pero le molestó de igual manera. ¿Acaso allí nadie lo respetaba?

—No pueden ser tan terribles —masculló, acercándose y rozándole con el hombro para pasar, dejándole claro que aquel era su territorio y que debía dejarle paso franco.

El desconocido se dio por aludido y lo siguió con una sonrisa divertida, al parecer, nada impresionado por su despliegue de carácter.

—Soy Donald Bergen, oficialmente el corrector de esta publicación de cuarta categoría, pero también me encargo de otras cosas, como el consultorio sentimental, o lo hacía hasta que ha llegado la rubia que siempre sonríe como si el mundo fuera bonito y estuviera lleno de globos, o el horóscopo. Ojo, porque si te descuidas, Lola te pondrá a crear crucigramas.

Reuben emitió una sonrisa cascada y se paró al llegar a una intersección entre dos corredores. Miró hacia ambos lados. Odiaba la idea de preguntarle a aquel sabelotodo, pero él le ahorró el dilema cuando le señaló el de la izquierda y luego lo acompañó hacia un cubículo que parecía una caja blanca vacía, salvo por un ordenador bastante nuevo y una silla de aspecto incómodo. Si no fuera porque tenía una puerta y cuatro paredes, aquello parecería una caja de zapatos. Probó la silla, pero se tuvo que levantar al instante. Compraría una nueva si no quería dejarse su sueldo en masajes.

—Reuben Barton, el nuevo redactor de deportes. Me han dicho que llevaré algo que se llama Muévete, pero no tengo ni idea de lo que es. Ojalá lo supiera, porque…

Donald levantó una mano para interrumpirle, como si su verborrea lo aburriese.

—Ya sé quién eres, lo sabe todo el mundo aquí, desde los periodistas, pasando por los fotógrafos, hasta el personal de limpieza. Dicen que te has atrevido a cuestionar a las estrellas —añadió con una cierta incredulidad—. Déjame que te dé un consejo…

Esta vez fue Reuben el que levantó una mano. Desde que había llegado, todo el mundo había hecho lo imposible por hacerle sentir que no pertenecía a ese lugar y que no tenía ni idea de nada, pero nadie iba a enseñarle cómo hacer lo que llevaba casi media vida haciendo.

—Te lo agradezco, pero tengo mucho trabajo.

Donald no se tomó a mal su desplante, sino que echó la cabeza atrás y rio, haciendo que Reuben se sintiera todavía más molesto.

—Dentro de una semana vendrás tú mismo a por mis consejos. Pero podré esperar hasta entonces para decirte «te lo dije». Soy una persona paciente.

Desde su incómoda silla, Reuben vio marchar al corrector y redactor de horóscopos fingiendo una indiferencia absoluta. Sin embargo, sus palabras habían despertado el recuerdo de lo que había visto y escuchado en la sala de reuniones: envidias, viejas rencillas y, no quería pensarlo, pero incluso un aura de maldad.

Pero no todo podía ser tan horrible.

Victoria, sin ir más lejos. Nadie con un aspecto tan angelical podía ser mala persona. Sobre los demás, se reservaba su opinión hasta poder conocerlos más a fondo, pero sobre Victoria no tenía ninguna duda: ella era un ángel lleno de amor.

A los pocos días de haber llegado, decidió que su cubículo estaba desangelado. Era tan… blanco. Acostumbrado a trabajar rodeado de sus cosas, en redacciones llenas de voces y gente por todas partes, Reuben sintió que necesitaba compañía, aunque fuera la de un helecho. Así que a la semana se presentó con una enorme maceta y una mochila llena de estúpidos artículos personales que sabía que lo harían sentirse como en casa, aunque sabía muy bien que aquello no era ni una redacción normal, ni un lugar donde supieran lo que significaba trabajar en equipo.

Rodeado de sus cosas, se sintió más esperanzado de conseguirlo. Aunque no quisiera reconocerlo, el primer día allí había sido lo más cercano a una pesadilla que había vivido jamás. Los demás tampoco habían sido mejores, pero al menos se había ido haciendo a la idea de que tendría que quedarse, porque su buzón de entrada de correo electrónico seguía tan vacío como durante los tres últimos meses.

Aceptar aquel puesto había sido un error, pero necesitaba algo hasta que recibiera la respuesta de su anterior jefe, que sabía que necesitaba a alguien para cubrir un puesto en la sección de deporte local. Era ridículo para alguien con su trayectoria, pero los deportes de cualquier tipo eran lo suyo, aunque tuviera que patearse los barrios y los pueblos del extrarradio. Sabía que, una vez de regreso en su vieja redacción, iría escalando hasta recuperar su puesto, del que le habían echado, con miles de disculpas, cuando el diario había perdido suscriptores y lectores en su formato de papel y habían tenido que despedir a parte de la plantilla. Aquel era su ámbito natural y en ningún lugar se sentiría jamás tan realizado como allí, aunque fuera escribiendo sobre yoga en la tercera edad.

Pero, mientras tanto, tendría que aprender a sobrellevar a aquel grupo de lunáticos lo mejor que supiera.

Su día a día, lo supo ya desde la primera jornada, consistía en reuniones llenas de gritos e insultos, donde cada cual defendía su pequeña parcela como si se tratase del boletín donde se publicaba el presupuesto general del país, seguida de una pequeña charla con Lola sobre lo que ella consideraba que era la mejor estrategia para acercar Oh! La mode… al mundo real, que él no acababa de ver clara, porque lo cierto era que Lola tenía muy poca idea acerca de cómo vivía la gente común y corriente, fuera de las pasarelas y las pantallas de cine, y ni siquiera todas las pantallas.

Tal vez él no supiera nada de eso último, pero sí tenía claro que no se conseguía llegar al público general mostrando las vidas inútiles de millonarios y tratando de vender productos que jamás podrían estar al alcance de la mayoría.

Y sabía bien que mucha gente miraba esos escaparates tratando de huir de una realidad triste y gris, pero se negaba a pensar que a alguien le llenase todo aquel… vacío.

Sin embargo, si pensó que los primeros días habían sido duros, lo complicado fue cuando entregó el artículo que había escrito para el número de ese mes, que hizo fruncir los labios de Lola antes de apartarlo a un lado con desprecio.

—¿Y qué hay del vídeo?

—¿Vídeo?

Reuben reconocía que no había vuelto a pensar en el asunto desde la primera reunión. Mientras los demás cuchicheaban y se peleaban por formatos, ideas, minutos y plataformas, él no había pensado en ello y ni siquiera se había planteado qué hacer.

Él no era reportero de televisión. Él escribía y listo. De hecho, solo había tenido una experiencia en cámara y había sido un desastre. Un balón le había golpeado la cabeza durante un partido durante la retransmisión de un partido de primera la única vez que había hecho un reportaje para una televisión local y se lo habían tenido que llevar en ambulancia al hospital con una conmoción. Su madre siempre le decía que había estado muy bien, pero si a uno no le apoyaba ni su madre, estaba perdido.

Lola hizo aquel gesto, o más bien, ausencia de él, que hacía que Reuben se preocupase. Lo miraba por debajo del flequillo y permanecía inmóvil y en silencio durante un minuto, o un millón, y él sentía que le había fallado.

—Pasaré por alto que tu reportaje no vale para nada en una revista como la nuestra, pero podría valer si lo acompañamos por un vídeo adecuado.

—¿Cómo que no vale? Son dos mil palabras, como me pediste, y habla de…

Lola emitió una sonrisa minúscula y echó mano de su libreta morada, y Reuben sintió que lo que estaba diciendo iba muriendo poco a poco en su boca. Probablemente ella tendría un nombre complicado para denominar aquel color, pero él solo sabía que, cada vez que hacía eso, le daba casi más miedo que cuando no se movía.

—Veamos, querido —dijo, abriendo la libreta—. Te pedí un reportaje de dos mil palabras, en efecto, que es lo que has entregado, pero el resto de lo que te dije te entró por una oreja y te salió por la otra. ¿Hablas de las nuevas disciplinas para cuidarse? Las nuevas modas en los gimnasios, los nuevos deportes, lo que hace la gente guapa para estar todavía más guapa… Ya sabes. Porque eso es lo que te pedí. Y tú no dices ni una sola palabra de ello.

Reuben no sabía si Lola bromeaba o no, pero no se atrevió a sonreír, por si acaso. Era cierto que habían hablado de todo aquello, pero a Reuben le había parecido una idiotez y había decidido escribir acerca de un viejo estadio que habían derruido en su barrio de siempre para construir unos pisos de lujo. Aquello sí era una buena historia y digna de publicarse.

Lejos de llorar de pena, los vecinos habían convertido aquello en una fiesta y habían compartido comida y bebida mientras contaban las viejas anécdotas acerca de lo mucho que habían disfrutado en aquel viejo estadio con olor a polvo. Incluso había habido fotógrafos y periodistas que habían venido a inmortalizar aquel momento. Y habían acabado llorando, por supuesto, porque para ellos era lo más cercano a algo histórico que habían vivido, pero también había sido una oportunidad para hacer algo juntos.

Pura poesía.

Ese reportaje ganaría un premio un día.

—Zumba, Pilates, CrossFit, BodyPump, TRX, Aquagym, Aquadynamic, Adaptiv…

A medida que Lola iba hablando, Reuben sentía que los oídos le zumbaban. No entendía una sola palabra de lo que decía. ¿Hablaba de deporte o de comida japonesa?

El desconcierto debió de notarse en su rostro, porque Lola lo miró con una sonrisa llena de lástima y, juraría, de malicia.

—Ya veo. Cuando hablamos de deportes, para ti solo cuentan el fútbol, el baloncesto y… —Lola movió las manos como si tratara de recordar alguno más— lo que sea. Pues la gente de este siglo conoce alguno más, querido, y quiere que los informemos sobre ellos y, además, que les digamos qué deben llevar puesto para realizarlos y estar guapos mientras sudan.

—¿En serio?

Reuben sintió que había encogido medio metro en un instante, como si fuera un hombre de la Edad Media y le estuvieran hablando de ir a la luna.

—Voy a apuntarte a mi gimnasio y te voy a poner en contacto con mi entrenadora personal, Gretchen. Ella te enseñará todo lo que debes saber sobre las nuevas disciplinas.

Reuben trató de sonreír, pero no lo consiguió. Ir a un gimnasio a hacer pesas no era hacer deporte.

Sin embargo, aunque odiaba la idea, no se atrevió a negarse. Necesitaba ese trabajo por el momento.

—Será un placer.

Si Lola notó el tono irónico en su voz, no lo demostró. La verdad era que tenía un aire divertido que era bastante preocupante.

—Te llamará a lo largo del día. Estate pendiente, porque no le gusta que la dejen tirada. Entenderás pronto que con Gretchen la disciplina es lo más importante.

Reuben asintió y se levantó. A esas alturas, Lola ya no lo miraba, señal de que lo había despachado.

En un estado cercano a la rabia, volvió a su cubículo y miró a su helecho, que no hizo nada por calmar sus nervios. Era lo que tenían los helechos, que tenían poca facilidad de palabra.

Donald se lo había advertido y no había querido escucharlo, pero ahora sabía que se había quedado muy corto en sus advertencias. Aquella gente era lo peor.

El primero en presentarse en su despacho para ver cómo le iba, y si ya estaba dispuesto a hacer las maletas con el rabo entre las piernas, había sido Ambrose Price, con su sempiterno traje de tweed, su pajarita, y un aire de curiosa superioridad que no podía, o no quería, ocultar.

—Supongo que nos entenderemos, ya que ambos somos… ya sabes… caballeros —fueron sus primeras palabras nada más sentarse en la silla que Reuben le había ofrecido—. Por cierto, ¿qué es eso?

Reuben se giró y vio que lo que señalaba con tanta sorpresa era su helecho, que había comenzado a perder algunas hojas, al mismo ritmo que su dueño perdía el ánimo.

—Un helecho.

—No pensé que fueras a quedarte tanto tiempo como para traer mascotas al trabajo, pero, si es así, será mejor que entiendas algo: sin mis artículos vendiendo esa bazofia cosmética a mujeres incapaces de aceptar su edad o su fealdad, esta revista estará acabada antes de un año. Necesito espacio y supongo que lo entenderás, muchacho.

Reuben se recostó en su silla, anotando en su agenda mental que su siguiente adquisición debía ser una silla nueva. Había estado tan desanimado con todo lo que ocurría cada día en ese maldito lugar, confiando en secreto que no tendría que comprarla porque alguien llamaría para rescatarlo de aquel infierno, y ese en concreto esperando la llamada de la tal Gretchen, que no había vuelto a pensar en ello.

Ambrose Price parecía satisfecho después de su discurso, seguro de que otro hombre vería las cosas como él. Desde su propio asiento, observaba todo a su alrededor, como si nunca lo hubiera visto antes.

A Reuben le molestó esa aura de seguridad, sobre todo porque, a pesar de que sabía que tenía razón, no iba a darle lo que quería. Y no porque considerase que el hecho de llamarle muchacho fuera una falta de respeto hacia él como compañero, y como hombre ya mayorcito, sino porque no podía. Para empezar, porque ya había quedado claro en su primera reunión que no podía cederle sus páginas a nadie, por importante que creyera que era su trabajo. Además, a pesar de que Lola había menospreciado su artículo, él todavía pensaba que era bueno e iba a luchar por él con uñas y dientes.

Por no hablar de que darle la razón a Ambrose Price podía dar que hablar en la revista. Ambrose era un hombre, y él era un hombre. Y el resto del personal en su mayoría era femenino. Con solo cerrar los ojos podía escuchar los reproches sobre su machismo y favoritismo hacia los de su sexo.

En definitiva, tenía muchos motivos para no acceder, se dijo, y el menor de ellos era que todo lo que decía le parecía bazofia. ¿De verdad pensaba que hablar de cremas para los granos era más importante que cualquier otra cosa? Se reiría si no tuviera la espalda hecha polvo.

Pero no podía decirle a él todo eso. Algo le decía que no lo comprendería, así que hizo algo que no debería haber hecho: le dio largas.

—Lo pensaré —dijo, con una sonrisa que no prometía nada.

Fue suficiente para Ambrose. Reuben pudo ver cómo resplandecía de satisfacción por su triunfo. Su rostro brillaba con un placer casi sexual mientras se colocaba la pajarita ya perfectamente anudada.

—Sabía que nos entenderíamos.

Cuando se levantó y dejó el despacho, Reuben sintió que había cometido un error al darle aunque fuera la mínima esperanza de conseguir lo que quería. Tenía la sensación de que Ambrose no se tomaría bien un no.

—¿No tienes otra corbata?

Reuben, que había pasado la última media hora revisando sus distintas cuentas de correo electrónico en busca de una inexistente respuesta a alguna de las peticiones de trabajo que había enviado, levantó la mirada para encontrarse la magnífica visión de Victoria Saint-Field sentada frente a él.

Hacía días que la esperaba y, cuando al fin había llegado, lo había pillado de improviso y descuidado.

Se miró la corbata con leones rampantes con curiosidad, preguntándose qué tenía de malo.

—Tengo varias iguales —respondió, con una sonrisa que no encontró su reflejo en la de ella. Al menos no al principio—. Son de mi equipo. El de mi barrio…

Se calló al ver que ella no lo escuchaba. Miraba hacia algún lugar por encima de su hombro, como si él no le interesara en realidad.

—Creo que Ambrose habló contigo.

Ahora sí sonreía. Y esa sonrisa hacía que su rostro perdiera esa cierta dureza que la caracterizaba.

Él se encogió de hombros, temiendo comprometerse. Lo que no le había podido dar a Ambrose Price, no se lo podía dar a ella, por mucho que fuera el amor de su vida. Y ella lo entendería cuando estuvieran juntos, rodeados de niños preciosos con su pelo claro y los ojos azules de mamá.

Victoria no esperó su respuesta. Se puso en pie y se colocó junto a la ventana, dejando que la fría luz la bañara. Sin duda sabía que su belleza lo afectaba, porque su mirada era fija e insistente, como si tratara de hacerle admitir que ella tenía razón.

—Diga lo que diga esa vieja gloria, la sección de alta costura es la que todavía nos mantiene en el mundo de la moda. Sin ella, no somos nada. —Su sonrisa se profundizó, haciendo que Reuben sintiera una inquietante sensación en el pecho. Trataba de manipularlo con tanto descaro que le produjo una impresión a medio camino entre el regocijo y la fascinación—. Tal vez no sepas nada de todo esto —añadió, mirándolo de arriba abajo con cierto desprecio—, pero, como nuevo miembro del equipo, tendrás que admitir la opinión de una experta y creer que digo la verdad.

Molesto, Reuben se levantó también, y se colocó a su lado, evidenciando así la abismal diferencia entre los estilos de ambos. Mientras ella era elegante y sofisticada, él presentaba un aspecto arrugado y barato. Ella llevaba un peinado de diseño, escogido para hacer resaltar cada rasgo de su rostro. Nada en ella estaba elegido al azar. Y él, en cambio, no recordaba la última vez que se había hecho un corte de pelo que no hubiera conllevado una maquinilla y diez minutos sacados entre dos entrevistas o un par de cervezas en el pub.

Lo cierto era que todo en esa charla era un insulto hacia su persona, y aun así no podía evitar sentirse como un idiota enamorado, como si tuviera quince años y estuviera delante de la chica más guapa de clase, que hubiera condescendido en hablarle al fin, aunque fuera para pedirle que se tirase en el suelo para pasarle por encima para no mancharse los zapatitos con barro.

—Pero ahora recuerdo que ni siquiera nos han presentado formalmente. Victoria Saint-Field, sección de alta costura.

Reuben miró su mano fina y elegante y se preguntó si debía besarla, y si quedaría demasiado evidente que estaba colado por ella si lo hacía. Al final se limitó a tomarla y a sacudirla, midiendo la energía, temiendo comprometerse si la sostenía durante mucho tiempo o parecer indiferente si el apretón era demasiado breve. Para esas cosas, como para casi todo lo demás, trabajar con hombres era mucho más sencillo.

—Reuben Barton, deportes. Creo.

Ella sonrió, como si lo que había dicho fuera un chiste gracioso. A él le pareció encantadora por su forma de disimular que no se reía de él y de sus torpezas.

—Encantada, Reuben Barton, deportes —respondió Victoria, apoyando una cadera delgada en la pared, en una postura incómoda pero estéticamente hermosa que potenciaba la forma sinuosa de su cuerpo y la delgadez de sus miembros—. Estaré encantada de ayudarte en todo lo que necesites. Ya sé que vienes de un ámbito muy distinto a este.

Algo hizo clic en la cabeza de Reuben. No supo si fue su tono o su sonrisa, tal vez la forma en que evitaba mirarlo directamente. Sus ojos azul oscuro se dirigían siempre o a su corbata, a la botonadura de su chaqueta o a sus zapatos, pero nunca lo miraban a él.

—Tengo la sensación, aunque tal vez me engaño, de que creéis que soy idiota por venir de deportes.

La sonrisa llena de aplomo de Victoria se evaporó como por ensalmo. Una pequeña arruga, apenas visible, hizo que su ceño perfecto se arrugase.

—Reuben, eso no es cierto… —dijo, con un tono de maestra infantil que regaña a su alumno.

Él miró la mano que ella había colocado en su brazo. Si lo que pretendía con ese gesto era calmarlo, no lo estaba consiguiendo.

—¿A qué vienen estas visitas individuales? Sabéis que cualquier decisión acerca del número de páginas o sobre mi presencia aquí la toma Lola, y me temo que ya es demasiado tarde para intentar cambiarlo. Si pensáis que mi presencia aquí os va a quitar… no sé cómo decirlo… gramurrrr… tendréis que aguantarme una temporada.

Victoria perdió la poca calidez que le quedaba en el semblante:

—Se dice glamour —respondió, con gesto tenso, incapaz de perdonar un pecado semejante contra el lenguaje. Parecía que se había cansado ya de parecer amable, aunque todavía mantenía un cierto asomo de sonrisa en los labios—. Pero, Reuben, por favor, no creas que no te apreciamos. Es solo que hay cosas que, sencillamente, no cuadran, y tienes que admitirlo.

Reuben negó con la cabeza, con una sonrisa burlona, más hacia la situación y hacia sí mismo que otra cosa. Había pasado de ser ese ignorante personaje que estaba de paso, a pensar que, quizás, merecía la pena el esfuerzo de demostrar que podía hacerlo, solo por restregárselo a esa gente. Era un gran paso en su carrera.

—Me temo que acudís a la persona equivocada. Yo no puedo ayudaros. Y ahora, si me disculpas, estoy esperando una llamada, y tengo que encargar un equipo deportivo completo a cuenta de la revista —dijo con lo que pretendió ser un tono conciliador, pese a todo. Al fin y al cabo, esa mujer era el amor de su vida.

Victoria se alejó al instante, convertida otra vez en una diosa de mármol.

—No durarás mucho aquí con esa actitud.

Reuben rio. No recordaba cuántas veces le habían dicho ya las mismas palabras en poco tiempo. Sin embargo, no podía culpar a Victoria por querer sobresalir por encima del resto de sus compañeros. La ambición no era mala en sí misma, y la comprendía. Él mismo había sido ambicioso y había luchado por sus sueños en otro tiempo. Su actitud la hacía, si acaso, todavía más atractiva a sus ojos.

¿Sabes lo que pasa cuando dices que me quieres?

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