Читать книгу Merci Maman - Asunción Moreno - Страница 15

Оглавление

Son las 7:30 de la mañana. Me levanto envuelta en pereza. Las sábanas invitan al descanso durante un ratito más. Salto de la cama feliz porque fuera están esperándome las dos o tres mejores horas del día. Preparo el desayuno de forma automática. Un ritual aprendido y que practico sin reflexionar. Pulso el botón de la tetera, bajo la manilla de la tostadora y abro en dos el limón. Lo exprimo y bebo el zumo que extraigo de su interior mezclado con agua templada.

Leo las noticias en el móvil de forma rápida. Apenas me ha llevado cinco minutos ponerme al día. Como de costumbre me he detenido en la sección de esquelas. Esta vez no hay nadie conocido.

Me doy cuenta de que estoy viva. Preparo mi segundo café matinal. Lo coloco a la derecha de mi escritorio para beberlo poco a poco mientras escribo. Él se convertirá en mi acompañante fiel. A pesar de mi aspecto desaliñado, vivo las horas siguientes con la alegría en mi rostro, consciente de que van a ser las mejores del día.

Ha amanecido en la ciudad. Las luces de la calle ya se han apagado. Hoy es miércoles y hay mercadillo en la plaza próxima a mi casa. Es la cita extra para que sus habitantes se acerquen a los puestos de fruta y verduras a hacer la compra semanal. Cada vez hay menos gente que merodea por los puestos de comida. Las amas y los amos de casa trabajan a estas horas y dejan las compras semanales para los centros comerciales. Se ha perdido este ejercicio de adquirir al hortelano sus propios productos.

La sociedad ha cambiado.

Las costumbres también.

Es febrero. En el exterior hace frío. Las temperaturas no invitan a madrugar. Los jubilados de mi barrio salen tarde de casa. No tienen prisa por levantarse. El mercadillo está hasta la 13:00. No hay razón para abandonar la cama antes de las diez de la mañana.

Mi madre no tenía como costumbre hacer la comprar de verduras y legumbres en estos puestos. Huevos, chorizo y bacalao era la cesta de su compra. Últimamente ni eso. ¿Para qué?, solía decir. Ya no hay diferencia de precio. Así que con esa disculpa pasaba más tiempo entre las sábanas de franela que abrigaban su cuerpo. Las necesidades fisiológicas de la perrita de la casa eran las que le marcaban los ritmos de su hogar.

Ella nunca madrugaba. La medicación que tomaba para dormir era potente y aunque ella siempre comentaba que no dormía, la realidad era otra. Sus ronquidos se oían desde mi casa. Éramos vecinas además de madre e hija.

Le conocía todos sus sonidos y a través de ellos conocía todos sus movimientos. El sonido de la persiana, la cisterna del baño, el microondas, la televisión. Sonidos que prueban que un hogar está vivo. Cuando comenzaba a escucharlos sabía que ella se había levantado. Las mejores horas del día se habían acabado para mí.

La intranquilidad regresaba a mis emociones.

Adiós sosiego.

Mis padres compraron esta casa situada encima del piso familiar donde vivíamos. Cuando la adquirieron, el cáncer de mi padre había dado la cara.

Tal vez en su inconsciente imaginó un futuro para su mujer.

Tal vez así ella no estaría sola cuando él faltara.

Tal vez siempre fue consciente de que él no sobreviviría a aquella dolencia.

De esta forma he vivido mis años de pareja. Pendiente de los pasos de mi madre. Los días en los que no escuchaba la persiana de la ventana de la cocina subir a la hora habitual, me inquietaba. Trataba de quitarle importancia a los diez minutos de más que se quedaba en la cama. No podía dejar de pensar que tal vez le hubiera pasado algo.

La angustia comenzaba y, para calmarla, yo no entendía otra manera de hacerlo que coger las llaves de su casa y bajar los 20 peldaños que separan la suya de la mía. En ese tramo respiraba profundo y luego ponía la llave en la cerradura de su hogar. Ronquidos con fuerza se oían nada más abrir la puerta y mi agitada respiración recuperaba su ritmo normal.

Entonces despertaba y me decía:

—¿Eres tú?

—Sí, tranquila, sigue dormida.

—Llevo un rato despierta, pero se está tan a gusto…

Siempre me contestaba lo mismo.

Disfrutaba de estar en la cama sin prisas. Era un hecho que le producía un gran sentimiento de culpa y que intentaba justificar diciendo que no tenía quehaceres. «Dormir en exceso no era propio de una mujer de su época».

Cuando ella despertaba, mis horas de ocio llegaban a su fin. No podía seguir concentrada en aquello que me requería una atención extra. Mi cabeza ya estaba en modo alerta hasta que se acostaba a las doce de la noche. A esa hora se repetían las mismas acciones. Todo eran rutinas que ella no se saltaba. Su infusión doble bien caliente con las pastillas.

Cuando, por su enfermedad, su estado de ánimo se quebraba, mis espacios, mis momentos de confort, de tranquilidad y de sosiego se quedaban en el cajón de los deseos. La alarma y el piloto quedaban encendidos durante todo el día sin apenas descanso; algo a lo que terminé acostumbrándome, pero que no añoro.

Entonces su rutina carecía de horarios, de actividad. Incluso el aseo diario y el desayuno se convertían en actividades difícilmente practicables.

Necesitaba distanciarme de ella para respirar. Cerraba la puerta de su casa y volvía a la mía buscando sosiego. Pero no ver lo que hacía me producía inquietud y alteraba mis nervios.

Me pasaba el día y la noche pendiente de sus actos, de sus acciones carentes de sentido que en ocasiones le llevaban a intentar acabar rápidamente con todo aquello que le atormentaba.

Han sido años de alerta constante. Como si en cualquier momento, aunque se respirara paz, fuera a estallar la bomba atómica. Nunca recuperé el sosiego de un hogar, incluso cuando mejor estaba psicológicamente. Retirar el estado de alerta de mi cerebro no me resultaba fácil. En cualquier sonido me parecía percibir algún peligro. Ahora que ya no está en casa, duermo bien. Desde entonces me acompaña la calma.

Recuerdo perfectamente cuando mis padres compraron este hogar. Retumban en mi cabeza mensajes que nunca oí de su boca pero que tal vez en su cabeza existían: «Cuidad de vuestra madre». Dondequiera que esté mi padre, deseo que esté satisfecho de cómo lo hemos hecho y que perdone nuestra incapacidad de continuar ocupándonos de ella en este hogar donde él pensó que su esposa pasaría el resto de sus días.

Ahora, después de casi 30 años, puedo decir que vivo en paz. Me suenan duras estas palabras escritas a golpe de teclado, pero el sosiego del que ahora disfruto es superior a la pena que en su momento pude sentir por asumir que su enfermedad no tenía cura.

El mercadillo de los miércoles sigue en activo y pocos son los jubilados que se acercan para la compra semanal. Algunos de ellos ya no viven en sus hogares porque, como mi madre, les resulta imposible. Sus rutinas ahora son otras.

Seguro que en el puesto donde mi madre compraba los huevos semanalmente se preguntarán qué ha sido de ella.

Merci Maman

Подняться наверх