Читать книгу Praga en el corazón - Atenea Acevedo - Страница 10

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Aquel cuarentón labioso y casado sería el primer hombre en el que vería la síntesis de una época que me habría gustado vivir y de los millones de páginas que anhelaba leer. Me agarré del aire y me dejé llevar como una cometa huérfana. La enfermedad duró un sustancioso año de fiebres, curiosidad creativa, opresión en el pecho, búsqueda incesante, ojos llorosos, pulsión por acariciar las hojas de los libros y enunciar, a voz en cuello, palabras escritas solo para nosotros.

Mi cuerpo parecía demasiado pequeño para albergar a mi alma cuando estaba con él, desoladoramente enorme cuando nos separábamos. Una ocasional resaca se filtraba por el breve tejido entre el esternón y el nacimiento de las costillas, una paciente congoja dispuesta a arrasarme a la menor distracción. Llegué a pensarme y a mirarlo todo a través de sus ojos. Textos propios y ajenos, películas, obras de arte, obras de teatro, conciertos, atardeceres, penumbras, atuendos, comidas, ritmos y pausas. Todo, hasta aquel mediodía en el que, oculta tras un ventanal, vi sus manos recorrer con premura otras piernas y prensarse de otros cabellos. Recuperé mis ojos y los llené de lágrimas. Mastiqué despacio y me tragué el secreto de esta locura, la necesidad de saber qué tenía ella que yo había perdido. Nunca lloré tanto, nunca fui tan feliz y a la vez tan desdichada, nunca estuve más asustada y triste, nunca fui más valiente ni se manifestó tan clara la maravilla de tener todo el tiempo del mundo para curarme de él y no pudrirme de dolor, aunque todo el tiempo del mundo no alcanzara para curarse de la sombra de los celos y la sospecha.

Barrí los jirones de piel revueltos con trozos de vidrios de colores. Entrelacé las estrellas con el crujir de las flores muertas hasta dejar de extrañar su mirada inquisidora. Un poeta en el barrio vecino decía querer borrar a su musa, pero conservar su lengua. No quiero ser poeta. Tampoco quiero la boca ni los brazos torpes de aquel parteaguas. Quiero una voz capaz de tramar una cuerda que llegue hasta esa que ya no soy y, a golpe de susurros, teja un paracaídas.

Praga en el corazón

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