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LA HUERTA

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El primer elemento es la huerta que rodea la ciudad de Valencia y otras ciudades de su área metropolitana. Se han escrito ya ríos de tinta al respecto y el lector interesado puede encontrar en la bibliografía de referencia algunos trabajos de obligada consulta. Eso nos permite ser breves. De los tres elementos geográficos del entorno de nuestro sistema urbano, la huerta es, como se suele decir, la hermana pobre por excelencia. Sería un error lamentable caer en cualquier trampa nostálgica. Las relaciones entre la ciudad y la huerta que la envolvía nunca han sido precisamente idílicas. Sólo por hacer memoria, recuerde el lector la huelga de arrendatarios por San Juan de 1874, que acabó con los dirigentes desterrados en Mahón. O la huelga dels fematers. O los conflictos de los consumos y del matute a principios del siglo XX. O las razias de los jóvenes blasquistas que pretendían hacer de la ciudad una república urbana ideal enfrentada a un mundo rural clerical y hostil.

Por lo tanto, olvidémonos del idilio a pesar de la manipulación persistentemente hecha, primero desde los Jocs Florals, después desde la Exposición Regional de 1909 (aunque Josep Vicent Boira ha defendido que aquella exposición no se puede leer en clave agrarista) y más tarde, bajo el franquismo que usó y abusó de todos los mitos de la «feraz huerta». Mejor leer lo que nuestro Zola, Blasco Ibáñez, nos dejó como herencia literaria.

Idilios aparte, hasta mediados de los años cincuenta del siglo pasado, la ciudad y la huerta tenían vínculos económicos y sociales muy estrechos y la extensión cultivada de huerta era aún muy considerable. Vivir de la huerta nunca ha sido un regalo de Dios, pero la importancia de la extensión cultivada y de la población que se dedicaba a ello hacía que este enclave excepcional desde el punto de vista antropológico, cultural y paisajístico (al que podríamos añadir el microcosmos de la Albufera) se mantuviera en un estado de conservación aceptable (aunque fuera a costa del sudor y el hambre de muchas familias). El Plan General de 1946 –del que habla extensamente Joan Añón en este mismo libro– había tomado la decisión de crecer con un modelo policéntrico que respetaba las grandes bolsas de huerta intersticiales.

El problema de la huerta comenzó a partir del plan de estabilización de 1959 y del impulso industrializador y urbanizador que se inició a principios de los sesenta, proceso que transformó radicalmente la economía y el territorio en el breve plazo de quince años. En la España de los planes de desarrollo y del seiscientos y en la Valencia de Rincón de Arellano, reconvertir la huerta en terrenos urbanos o industriales era una tentación demasiado fuerte. Aunque el especulativo Plan de 1966 (la adaptación del Plan de 1946 al flamante Plan Sur) insistiese en la estrategia de crecer hacia el oeste, en terrenos de secano para preservar la huerta. Aunque a principios de los setenta se justificara el proyecto de la new town de Vilanova (dichosamente fracasado) como una forma de liberar de la presión a la huerta de Valencia. Parole, parole. No sólo comenzó a menguar la superficie de huerta cultivada sino que, ante la absoluta ausencia de alcantarillado, se utilizó la densa red de acequias como cloacas, degradando rápidamente la calidad de las aguas.

Con el «desarrollo», a la huerta le salió otra enfermedad grave: la rápida sustitución de cultivos de huerta por naranjos. La explicación es conocida y sencilla. Con nula innovación tecnológica (salvo el cambio del haca por la muleta mecánica), rápido envejecimiento de la población ocupada, minifundismo palmario y relación de precios desfavorable, vivir de la huerta era cada vez más difícil. En cambio, si se sustituía la huerta por naranjales se podría recurrir al trabajo a tiempo parcial y a la contratación externa. La propiedad de naranjos se hizo compatible con el trabajo en la industria o los servicios. La huerta se redujo drásticamente no sólo por la urbanización y la industrialización, sino también por la sustitución de cultivos.

La crisis del período 1978-1984 aligeró algo la presión aunque la sustitución continuó y continúa en la actualidad. Con el factor agravante de que entre 1986 y 1991 y entre 1998 y 2007 hemos asistido a dos períodos de expansión urbanística descontrolada (sobre todo el último) que han provocado la venta masiva de terrenos de huerta a la promoción inmobiliaria. De esta venta no se puede ni se debe hacer responsables a los propietarios. A los precios a los que se pagaba la fanecà d´horta (y eso ya pasaba entre 1960 y 1977), el propietario-labrador o el propietario se enfrentaba a un dilema fácil de resolver: lo que puedo sacar con la venta es mucho más que los rendimientos que se podrían obtener en veinte o treinta generaciones. Ergo...

That’s the problem, en apretada síntesis. La reducción de la superficie cultivada y la degradación progresiva del espacio de la huerta ha estado, eso sí, siempre acompañada de solemnes declaraciones de buena voluntad (queda muy feo admitir la condena a muerte de uno de los símbolos de la nuestra «identidad»). Incluso se ha aprobado recientemente el Plan de Acción Territorial de la huerta, que permite figuraciones espectaculares de lo que «podría ser». Lástima que carezca de dotación presupuestaria y que, por tanto, esté condenado a convertirse en papel mojado. La defensa de la huerta continúa (Salvem l’horta), pero la lucha es muy desigual y la estrategia del no pasarán no siempre funciona.

En la actualidad, cincuenta años después de la riada que cambió el curso de la historia de nuestra ciudad, el tema de la huerta está encima de la mesa, y la solución, verde, muy verde. En el fondo, además de un problema político y económico y de intereses, subsiste una cuestión cultural: ¿queremos conservar –con todos los cambios necesarios– la huerta como espacio irrenunciable?, ¿cuánto estamos dispuestos a pagar? La crisis inmobiliaria nos va a dar la oportunidad de exigir –en éste y en otros temas– el retorno de la política, de la política que no del oportunismo, el vuelo gallináceo y el paso de pollo trabado. Hay soluciones técnicas y financieras: los huertos urbanos, los programas de la Unión Europea... Lo que no está claro que esté a nuestra disposición ni a nuestro alcance es un liderazgo claro en la materia ni un recomendable consenso social. Uno de los tres rasgos geográficos que podríamos denominar «ontológicos», es decir, definidores del ser o de la esencia de la ciudad, tiene los días contados.

Valencia, 1957-2007

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