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ОглавлениеBARUCH SPINOZA, LA RAZÓN DE LA ALEGRÍA
Baruch Spinoza es un clásico indiscutible del pensamiento occidental, aunque pertenece al grupo de los que aparecen en segundo plano, esos que ejercen una influencia soterrada y merecen el respeto incluso de sus detractores. Si todos los grandes tienen algo que los hace únicos, aquí importa ver cuál es el «estilo» de un filósofo en verdad coherente e insobornable (como lo demuestra su propia vida), directo en el empeño emancipador y amigo de la desnudez en el discurso. Esto le hace parecer en ocasiones difícil y «duro»,1 pero es que se trata de alguien que no aceptaba distracciones, consuelos ni componendas, y que estaba dispuesto a jugarse la vida por usar la razón en libertad, esto es, por defender la tolerancia y oponerse de lleno al fanatismo de las minorías y a la ubicua superstición de la mayoría.2 El delirio, la ignorancia y el miedo van de la mano —nos dice—, pero hay que dirigir la crítica filosófica contra sus cristalizaciones: el «prejuicio finalista» (supuesto orden de la naturaleza) y la «moralización» que se superpone al ser de las cosas para tergiversarlo. El resultado es el «antropomorfismo» que subyace a la cosmovisión habitual, a menudo utilizado en su vertiente político-religiosa para manipular y dominar a los individuos, y al que denunció desde una óptica naturalista.
El tópico que califica al judío holandés Spinoza como racionalista imbuido del espíritu científico de la Modernidad y adelantado de la Ilustración es cierto, pero aún es más conveniente verlo como defensor de la autonomía personal y como pensador de la vida frente a la muerte: «El hombre libre […] en nada piensa menos que en la muerte, sino que su sabiduría es una meditación de de la vida» (E4P67). Lejos de evadirse o claudicar, esta posición afirma la potencia de la vida en sus diversos aspectos como lo único real y como antídoto contra el temor. Habrá que abordar la entraña del discurso, en particular su capacidad para trenzar distintas vías de conocimiento (hay tres tipos) y de convivencia (los regímenes y organizaciones políticas), todo orientado a sumar fuerzas en lugar de restarlas. Descartados por igual el pesimismo y la utopía, surge aquí una actitud reformista en cierto modo paradójica: la que sostiene un posibilismo práctico muy exigente a la hora de transformar la existencia personal y la sociedad, pero curiosamente asentado en el reconocimiento teórico de la «necesidad» de las cosas. Claro que lo decisivo es qué se entiende aquí por necesidad y si equivale o no al consabido «fatalismo». Habrá que verlo.
Antes de entrar en detalles, quede constancia de que la «fe en la razón» que anima a Spinoza va mucho más allá de la mera confianza en el progreso, pues se trata de una racionalidad entendida como lo mejor del ser humano y que es fin en sí misma, por tanto no instrumental, e imprescindible para gobernar la vida con acierto en todos los ámbitos: es la capacidad autosuficiente para entender y debatir, dictaminar y proponer, sin someterse a autoridades ajenas ni caer por ello en la rigidez que los desengañados ojos posmodernos denuncian en ella. Aquí hay margen para el pluralismo, y Spinoza puede ser visto con alguna base —según el ángulo adoptado— como ateo y místico, materialista e idealista, defensor de un Estado fuerte y promotor de la democracia, determinista y liberador, maestro de la especulación metafísica que no olvida lo cotidiano… Todo ello habla de la vitalidad y de la riqueza de un pensamiento no reduccionista ni unilateral, donde hay más complementariedad que antagonismo de facetas, en aras de la sinergia que combate el círculo vicioso de la ignorancia y la alienación. Y además pone particular empeño en combinar los aspectos contemplativos y los activos, porque ambos son imprescindibles y se retroalimentan.
Es lícito decir que estas notas, en el fondo y en la forma, prestan vigencia a su pensamiento y acaso ayuden a lidiar los desafíos actuales, no sólo en los términos de una sabiduría privada más o menos perenne, sino desde el compromiso público ante problemas recurrentes. Spinoza, como cualquier filósofo genuino, intentó responder a las necesidades de su tiempo, que de hecho no son tan ajenas al nuestro: en aquel momento de cambios se iniciaron los grandes viajes y colonizaciones que permitieron hablar de la primera «globalización» del planeta; además, las guerras de religión que devastaron Europa plantearon la urgencia de separar Estado e Iglesia y abrir las puertas políticas a la tolerancia, de donde resultó un proceso de gradual secularización, asunto en el que también incidió la ciencia físico-matemática y su revolución cosmológica, que contribuyeron decisivamente a la distinción clara entre fe y razón. Por otra parte, ya entonces había —como refleja Spinoza— una aguda conciencia de las relaciones sutiles entre libertad y seguridad, así como de los derechos y deberes de nuevo cuño que corresponden al ciudadano, y se reflexionaba sobre la articulación política de lo local, lo nacional y las alianzas supranacionales. Es obvio que en el siglo XVII aún era pronto para recelar del desfase entre progreso moral y material, amén de los otros muchos asuntos que aparecieron después, pero algunas analogías con nuestro mundo son evidentes.
Sería interesante proyectar esa luz histórica —también con sus enseñanzas filosóficas— sobre las colusiones actuales de religión y política que desandan la Modernidad, o sobre la renovada visión apocalíptica (crisis social, económica y ecológica, terrorismo, etc.) que alimenta el miedo y la sumisión, aderezada con el llamado «choque de civilizaciones» y el relativismo cultural extremo… Por no hablar de que en Spinoza hay también elementos para analizar la confusión entre lo real y lo imaginario (en cierto modo lo virtual de hoy); para pensar en perspectiva psicológica profunda (por su énfasis en el deseo y en el esclarecimiento de los motivos inconscientes), así como para adentrarse en la llamada «inteligencia emocional» (la relación idea-afecto es nuclear en su sistema); o para oponerse de su mano a los estados de excepción jurídica, como la tortura, que hoy parecen volver a legitimarse… por poner algunos ejemplos relevantes. Pero no se trata de convertirlo en un visionario dispensador de soluciones, sino de atender con cuidado a quien tiene algo que enseñar, por de pronto respecto a cierta perspectiva sobre las cosas y a una conciencia de los límites, es decir, una forma de mirar y de ver —lo cual encaja perfectamente, dicho sea de paso, con su profesión de pulidor de lentes—. Hay buenas razones, en fin, para acercarse a un pensador sobrio, sustancioso e influyente, ayer y hoy. Los pasos que se dan aquí para ello son los siguientes: una semblanza biográfica que muestre su temple vital; una guía de lectura e interpretación con algunas claves fundamentales; una presentación específica de las obras reunidas en esta edición; una breve cronología; un glosario de términos fundamentales, y la selección bibliográfica que permita ampliar conocimientos.
VIDA
Orígenes
Baruch Spinoza nació en Amsterdam el 24 de noviembre de 1632, en el seno de una familia judía cuyos antepasados procedían de Portugal y quizás antes de España. Como es sabido, muchos judíos huyeron de la persecución inquisitorial en la península Ibérica, pero también algunos emigraron por motivos económicos, especialmente aquellos que recalaron en las prósperas siete Provincias Unidas (Holanda, Zelanda, Utrech, Frisia, Overijssel, Groningen y Gelderland), que se habían independizado unilateralmente de España en virtud del Tratado de Utrech de 1579. Y es que el país ofrecía las mejores condiciones de tolerancia político-religiosa de Europa a los exiliados y perseguidos, pero también notables oportunidades a los emprendedores de toda condición. Por un lado, el artículo 13 de dicho tratado aseguraba la libertad religiosa (aunque prohibía cualquier culto público que no fuera el protestante oficial) y concedía a los extranjeros la posibilidad de organizarse con cierta autonomía en materia de costumbres y cultura. Así lo aprovecharon los judíos, pero la nacionalidad, con la correspondiente plenitud de derechos, sólo les fue reconocida en 1657. Por otro lado, Holanda era a mediados del siglo XVII la primera potencia comercial del mundo —baste decir que bajo su bandera navegaba la mitad de todos los mercantes— y la comunidad hebrea, con la de Amsterdam3 a la cabeza (unos cuatro mil de una población total que superaba los cien mil), desempeñaba un papel de importancia creciente, sobre todo en los negocios establecidos con el sur del continente y con América, dados sus contactos previos. Luego puede afirmarse que había una relación de beneficio mutuo entre la tierra de asilo y los allí acogidos, en este caso los expertos comerciantes, médicos, impresores o industriales del tabaco y de la seda… judíos. La incipiente economía capitalista estimulaba la movilidad y el intercambio en diversos aspectos, lo que se traducía en la aceptación gradual de quienes aportaban riqueza, de acuerdo con la plausible hipótesis de que compartir intereses es una buena vía para remover algunos prejuicios y facilitar la convivencia pacífica.
La familia de Spinoza se dedicó con relativa fortuna a la actividad comercial, pero la empresa creada por su padre Miguel pasó por serios problemas. Es interesante recordar que Baruch (Bento en portugués, que era la lengua común en su comunidad) trabajó en ella durante unos años junto a su hermano Gabriel, lo que da prueba de la formación mundana y pragmática, no sólo teórica, del futuro filósofo. Pero conviene asomarse un poco más a los parentescos para concretar vínculos y circunstancias: Miguel d’Espinoza, hombre solvente y de prestigio en la comunidad, contrajo segundas nupcias con Hannah Déborah, de cuya unión nacieron Miriam en 1629, Isaac hacia 1631 y Baruch en 1632, año en que asimismo vieron la luz en el país el gran pintor Johannes Vermeer o el inventor del microscopio Anton van Leeuwenhoek, además de John Locke y Samuel Pufendorf allende las fronteras holandesas. A los hermanos citados se unió después Rebeca, aunque no está claro si fue hija de Hannah o de Esther, quien fuera la tercera esposa de Miguel tras enviudar éste por segunda vez. Esta última crió al pequeño Baruch desde los seis años, pues su madre había muerto en 1638, fecha que inauguró una sucesión de pérdidas familiares: sus hermanos Isaac y Miriam fallecieron en 1649 y 1651; la madrastra, en 1653, y el padre, al año siguiente. La muerte de éste, con quien hay pruebas de que mantuvo una excelente relación (vid. por ejemplo, Ep 17), marcó la ruptura definitiva de los lazos del filósofo con su vida anterior.
A la vista de tal concentración de desdichas, es inevitable conjeturar que la soledad y el dolor marcaron determinadas épocas de su crecimiento, lo que sin duda pesó en un carácter que nos aparece un tanto retraído y distante en sus escritos, aunque fuerte y seguro. Si a esto se añaden las deudas que heredó y la exigencia de un mundo laboral muy competitivo, puede concluirse que nos hallamos ante alguien tal vez endurecido y acostumbrado a valerse por sí mismo, tanto más cuanto que rompió lazos con casi todos a raíz de su excomunión en 1656 y que vivió solo e itinerante el resto de su vida, lo que acaso le impulsó a buscar en la razón el único arraigo sólido y duradero, algo en consonancia, por otra parte, con su «ardiente deseo de saber» que no se saciaba con las enseñanzas convencionales, así como con su decidido «afán de encontrar la verdad» (ocupación que a veces lo mantenía encerrado en casa durante semanas), según cuenta su primer biógrafo.4 Esta búsqueda intelectual es un ingrediente definitivo en el proceso de fundamentación como persona de alguien necesitado de certeza y estabilidad como todos, pero más consciente de ello y mucho más exigente en las metas que la mayoría, proceso que parece culminar en la unión con lo absoluto que expresa su filosofía como logro final.
Educación y estudios
Para llegar a eso hay que reparar antes en la educación de este hombre moreno, delgado y de estatura media, y después encajarlo en el contexto holandés por el que tanto se interesó. Se sabe que cursó los estudios propios de la tradición judía (Tora y Talmud) hasta los catorce o quince años, que probablemente se introdujo en la exégesis racional de la Escritura de la mano del reputado maestro Saúl Levi Morteira, así como en los comentarios medievales de Maimónides, Gersónides, Ibn Ezra…, dentro de un aprendizaje ortodoxo. A ello hay que añadir el conocimiento de la literatura clásica y de la española de la época (según muestra su biblioteca), pues el castellano era la lengua culta en su ambiente. Pero no debe olvidarse el contacto con otras interpretaciones innovadoras de la Escritura dentro del judaísmo, como la combativa lectura histórico-mesiánica de Menasseh ben Israel y el desacralizador estudio de la tradición de Isaac de la Pereyre (Praeadamitae, 1655). A partir de ahí, un carácter inquisitivo y de viva inteligencia como el suyo no podía por menos que indagar más allá de las respuestas al uso, y así lo expresa otro de sus biógrafos:
Las letras hebreas […]. Este tipo de estudios […] no era capaz de llenar a un espíritu brillante como el suyo. Aún no tenía quince años cuando ya planteaba problemas que los más doctos entre los judíos resolvían con dificultad […]. Tomó, pues, la resolución de no consultar más que consigo mismo, pero sin ahorrar ningún esfuerzo para llegar a descubrirla [la verdad]. Había que tener un espíritu grande y sumamente fuerte para concebir, con menos de veinte años, tan importante proyecto.5
Spinoza maduró sus decisiones vitales con mayor dificultad aún de la que cabe suponer en todo camino hacia la independencia, lo que incluía presiones de los más cercanos en una comunidad tan cerrada, pero también otras influencias y contactos plurales como los que cabe atribuir a su trabajo. El caso es que una vez tomadas sus decisiones, fue radical y consecuente hasta el fin.
Es necesario detenerse en las presencias más notables en su formación, tales como la de Franciscus van den Enden, prestigioso y erudito profesor de origen francés, ex jesuita y padre de familia numerosa, activista político cosmopolita, republicano y sin duda portador de ideas tan generosas como subversivas. No sólo enseñó al joven judío ávido de conocer la lengua latina, el pensamiento antiguo y los rudimentos de la nueva ciencia, sino que también pudo reforzar en él una posición democrática próxima al moderno estado de derecho, tal como la presentaba en su obra Proposiciones políticas libres (1648): defensa de las libertades fundamentales, igualdad ante la ley, separación de política y religión, ejercicio del voto, respeto a la privacidad y piedad personales, etc. Es fácil suponer que Spinoza se acercó con él, entre otros, a las obras de Platón, Aristóteles, Cicerón, Séneca, Tácito o Tito Livio, pero también a las de Giordano Bruno, Michel de Montaigne, Nicolás Maquiavelo, Thomas Hobbes o Galileo Galilei y, obviamente, René Descartes.6 Semejante síntesis de clasicismo y novedad, de ciencia y humanidades, de tradición y crítica, no podía caer en mejores manos para ser asimilada con provecho. Hay motivos para afirmar, en fin, que Van den Enden completó su educación, especialmente en sentido político, y agudizó la capacidad de análisis de las circunstancias históricas, lo que trasciende el contenido de los meros libros.7 Algo parecido cabe pensar de su probable relación con los hermanos Van der Hove (también llamados De la Court) y con Adriaan Koerbagh (muerto en prisión en 1669), correligionarios en las luchas antiteológicas y promotores de la libertad política republicana. Es seguro que con sus obras se influyeron unos a otros en su vía común hacia la democracia constitucional y el laicismo, haciendo de la metafísica y la política estrechas aliadas.
Sin embargo, la trayectoria también parecía trazada desde dentro de la heterodoxia judía: es preciso citar el caso notorio de Uriel da Costa, quien unos años antes de nacer Spinoza había escandalizado a la comunidad con el enfoque estrictamente racional de los temas religiosos, lo que le llevó a negar la inmortalidad del alma y los premios o castigos ultraterrenos. Su libro Examen de las tradiciones farisaicas (1624) cuestiona el origen divino y la génesis histórica de la ley mosaica, para reclamar un naturalismo obviamente incompatible con la superstición y las convenciones habituales, luego sacralizadas a fin de dominar las conciencias y las conductas. Uriel recibió repetidos castigos religiosos y legales, pactó una reconciliación de la que dio marcha atrás y finalmente se suicidó en 1640, poco después de publicar su autobiografía Exemplar humanae vitae (Espejo de una vida humana). Esta personalidad trágica marcó un hito, pues quiso romper con los dogmas por medio de un racionalismo crítico que pagó caro y, a pesar de las tremendas presiones a que fue sometido, acabó su vida con la denuncia de sus perseguidores y reivindicando los argumentos del derrotado que no ha sido «vencido». Podría decirse, no obstante, que fue ejemplar al menos en un doble sentido que a buen seguro asumió el filósofo que entonces era todavía un niño: no claudicar ante la dura represión, pero tampoco olvidar la prudencia y menos aún dejarse conducir a la desesperación y a la muerte.
En la misma línea de apostasía hay que referirse al médico Juan de Prado, amigo muy cercano a Spinoza nacido en Andalucía en 1612 y huido de la Inquisición como tantos otros de procedencia ibérica que fueron llamados «marranos» (en cuanto falsos conversos al catolicismo). Es célebre el informe de esos policías de la fe que atribuye a ambos —mediante el testimonio de testigos— el rechazo a la revelación judaica, la tesis de la unidad mortal de cuerpo y alma y el concepto de un Dios «sólo filosofal».8 Parece lógico pensar, por tanto, en una fuerte relación de camaradería entre quienes van a contracorriente, unidos en el escepticismo frente a la religión y en el desarraigo, pero esto no debe llevar a creer en una influencia determinante del español sobre el holandés, ya que éste no parece alguien precisamente dócil. De hecho, aunque fueron excomulgados casi a la vez, Prado se retractó y emigró a Amberes en 1660 para evitar males mayores, mientras que Spinoza arrostró las consecuencias sin dar su brazo a torcer. En cualquier caso, estos ejemplos sirven para mostrar los límites de la tolerancia en el país, a la vez que la existencia de un caldo de cultivo para la disidencia y el librepensamiento dentro de una sociedad en ebullición ideológica. Spinoza supo extraer el jugo a ese ambiente9 para generar su propio discurso sistemático y original, pero construido en diálogo con todas esas corrientes.
La penúltima de tales corrientes estaba formada por el conjunto de grupos religiosos minoritarios e informales, si no rebeldes (cuáqueros, menonitas, replicantes, socinianos…, agrupados bajo el nombre de «colegiantes» por sus reuniones periódicas o «colegios»), que enseñaban una vivencia de la fe libre y personal. Lejos de aceptar jerarquías, dogmas, mandatos o ritos, estos creyentes dispares coincidían en poner el acento en las obras en lugar de las doctrinas, así como en el amor y la entrega sincera a Dios y a los demás, la paz interior y el encuentro directo con la palabra de Cristo, sin autoridad clerical de por medio.10 La razón era una herramienta imprescindible para ellos en este acercamiento comprensivo a la Escritura, pues no se trataba de un emotivismo pueril, sino de separar lo importante de lo accesorio para madurar la fe. Algunos de los grandes amigos de Spinoza pertenecieron a este ámbito (Jarig Jelles, Simon de Vries, Pieter Balling…), y él mismo quizá se impregnó en su compañía dialogante de un afán de crecimiento interior que, en lugar de disociar, unificaba la experiencia espiritual y la racional. Todo lo cual no significa amalgamarlos en un mismo impulso religioso sin divergencias, sino apuntar al fermento compartido de quienes por encima de otras consideraciones valoran la libertad personal frente a la imposición de cualquier ortodoxia. Cabe apreciar en esta breve panorámica de influencias una suma de fuerzas intelectuales, éticas, religiosas y políticas que van en la misma dirección emancipadora, cuyo precipitado humano en los casos citados es la amistad, tan importante para el autor holandés a lo largo de su vida: «pienso que, entre amigos, todas las cosas, sobre todo las espirituales, deben ser comunes» (Ep 2; también en la muy posterior Ep 44). Haciéndose eco de lo mejor de la tradición grecolatina, la amistad auténtica era considerada por él gran virtud de los sabios.
Por último, hay que hablar del cartesianismo como la gran innovación filosófica que, de acuerdo con el tópico, da paso a una nueva etapa intelectual en alianza con la ciencia y con las aspiraciones sociales y políticas de cambio. Recuérdese que Descartes encontró asilo durante mucho tiempo (1629-1649) en Holanda, y aunque su pensamiento fue considerado peligroso y luego prohibido, alcanzó allí gran predicamento y difusión. Como es sabido, el pensador francés presentó un nuevo método: partiendo de la duda metódica, desembocó en el «pienso luego existo» como certeza primera, proceso que pretendía asegurar la autonomía para la razón que se afirmaba universal y sin cortapisas,11 lo que le permitió homologar cualquier conocimiento sobre la realidad. Sin embargo, sólo por dar un ejemplo de que no todo era homogéneo y de que se abrían grietas en el nuevo edificio metafísico, Descartes separó cuerpo y alma por completo, en el marco más amplio de la escisión general entre extensión y pensamiento, y atribuyó un férreo determinismo mecánico a lo primero y el imperio de la voluntad libre a lo segundo… En definitiva, estaba obligado a recurrir, de una u otra forma, a la incomprensible infinitud de Dios y a su garantía «personal» de que todo encaja (cf. Principios de filosofía, I, 19 y 24-26), de modo que así el proceso intelectual escaparía al engaño y a las inesperadas limitaciones del entendimiento, amén de buscar en la gracia y en la voluntad amorosa de Dios el oportuno consuelo moral y una esperanza salvífica.12
No es posible entrar en detalles, pero en cuanto a la lectura que hizo Spinoza del asunto podría decirse que el maestro francés prometía más de lo que daba, con ser esto mucho, y que el discípulo salió al paso de lo que consideraba insuficiente o contradictorio, como ya se adivinaba en la temprana exposición y comentario de aquel que tituló Principios de filosofía de Descartes, con el apéndice Pensamientos metafísicos (1663). Estos escritos le dieron cierta fama y reconocimiento e iniciaron el camino de un progresivo distanciamiento en quien pretendía hacer efectiva la autonomía de la razón y deseaba aplicar la verdad matemática a todos los terrenos, pues son naturales por igual y no cabe hacer divisiones en los principios que por definición son universales. Por resumirlo en una fórmula que adelanta lo que luego se verá, la inmanencia metafísica se corresponde, en el pensador judío, con una suerte de inmanencia o autonomía epistémica, de modo que asegura un vínculo con certidumbre suficiente entre el ser y el pensar racional (lo que no significa que la razón abarque todo cuanto existe o que esto sea racional), a diferencia de lo que ocurre cuando el conocimiento se apoya finalmente en el misterio de un Dios trascendente, creador y personal.
Los cartesianos insistieron precisamente en esas diferencias y reprobaron a Spinoza para librarse de la crítica amenazante que se cernía sobre él, mientras que éste en la Ep 68 se refería a esos «estúpidos», que antes parecían simpatizantes y ahora le denigraban, asustados por la persecución de «los teólogos» que le acechaban por doquier. Y no es que fuera alguien provocador y desafiante —su divisa personal caute indicaba bien a las claras el propósito de prudencia y cautela—, sino que buscaba alejarse de tanta hipocresía y mantener la coherencia entre vida y pensamiento. Tema, por cierto, que no sólo es crucial para entender la idiosincrasia personal, sino también la génesis y la estructura del discurso, así como los fines intelectuales de cada filósofo, al margen de la valoración externa que luego se realice. Quiere decirse que unir el plano vital y el especulativo a todos los efectos (por supuesto, sin caer en el psicologismo) aporta luz sobre la entraña misma de la posición filosófica. Algo de esto ocurrió —y fue muy bien acogido por sus coetáneos— cuando el propio Descartes asoció íntimamente en el Discurso del método su peripecia biográfica con la búsqueda libre de la verdad. Spinoza se inspiró en ello sin duda al principio del Tractatus de Intellectus Emendatione (TIE) (Tratado de la reforma del entendimiento) para hablar de sus inquietudes y dificultades, así como de su compromiso existencial con el camino emprendido, inseparable ya de sus experiencias y sentimientos:
Después que la experiencia me había enseñado que todas las cosas que suceden con frecuencia en la vida ordinaria son vanas y fútiles, como veía que todas aquellas que eran para mí causa y objeto de temor, no contenían en sí mismas ni bien ni mal alguno, a no ser en cuanto que mi ánimo era afectado por ellas, me decidí, finalmente, a investigar si existía algo que fuera un bien verdadero y capaz de comunicarse […] algo que, hallado y poseído, me hiciera gozar eternamente de una alegría continua y suprema.13
No hay imperativos externos o ascéticos, sino un aprendizaje vital y la máxima ambición por encontrar algo definitivo y gratificante por completo, algo que no se halla en el dinero, el placer o la gloria cuando son considerados fines y no medios, que es lo que son en el mejor de los casos (TIE 4). La conclusión es que lograr esa alegría exige la entrega sin reservas al proyecto emprendido y —según certifica la Ep 37— hay que adoptar un «plan de vida» acorde que permita llevar a cabo la investigación que se anhela, por lo que, en cierto modo, ésa es la condición de posibilidad del resto: cambiar la rutina y organizar la existencia en función de lo prioritario. No basta un acercamiento sólo teórico a las cuestiones, sino que hace falta un giro radical en el fondo y en la forma del campo de la experiencia personal. Nótese bien que son la «meditación asidua» (TIE 7) y la gradual transformación interior (TIE 11) los hitos que realmente marcan la pauta, y la propia vivencia es la prueba más fiable que avala la verdad «eficiente» de lo pensado. El reverso de los conceptos de la razón son los cambios interiores que los encarnan, y viceversa, de tal forma que lo decisivo es construir un estilo habitual de vida (TTP 5). He aquí cómo culmina un proceso de formación que no sea sólo erudito, retórico o superficial.
Aparte de las diferencias particulares, hay algo común en quienes emprenden la difícil andadura de una renovación general del pensamiento, incomprendida desde fuera y a menudo solitaria, como se ve en los grandes hombres que en el umbral de la Modernidad sueñan con crear un mundo mejor para todos: quieren descubrir las cosas por sí mismos, desde cierta reserva autodidacta que se opone a la tradición; les obsesiona el conocimiento de la naturaleza y no se conforman con menos que alcanzar la perfección humana; pretenden —a la luz de la razón y del nuevo saber científico— «curar» el entendimiento y reorganizar la vida social mediante el desarrollo de la medicina, la educación y la técnica (TIE 15-17). Hay, además, una preocupación por unir tolerancia y prosperidad en un plano colectivo, así como por ejercer el pleno autocontrol de la vida en un plano íntimo, de manera que el progreso ha de ser material y espiritual de consuno, en aras de una «salvación» generalizada. Claro que también se trasluce en ello una necesidad profunda de seguridad intelectual y afectiva que les permita hacer frente a sus carencias y temores secretos o, en términos objetivos, a los desafíos que plantea, por ejemplo, el descubrimiento de un universo ilimitado y la consiguiente pérdida de referencias cosmológicas, por no hablar de otras convulsiones históricas, religiosas y morales. Parece, incluso, que algunos de estos grandes innovadores pagaron el precio emocional de cierto malestar por alejarse de la vida común en pos de la verdad inmutable;14 aunque deba recordarse que siguieron caminos diversos, entre otras cosas fundamentales, respecto a la confianza en sus propias fuerzas y su autonomía.
Un pensador consecuente
Para examinar el temple vital de Spinoza es conveniente recuperar el hilo cronológico en el momento de la anunciada excomunión, fechada el 27 de julio de 1656. El conflicto era inevitable a tenor de lo visto y no puede sorprender la expulsión de la Sinagoga, pero sí el que, a diferencia de otros casos, fuera definitiva y sin arreglo posible, como queda patente en la singular violencia del documento oficial del acto que nos ha llegado.15 Hay elementos en él para suponer que el filósofo no se avino a ningún arreglo ni fingimiento y que aparecía entonces ante la comunidad como un contradictor absoluto de los principios en que ésta se asentaba. Por eso es mucho más correcto hablar de abandono voluntario, seguramente explicado por Spinoza en una Apología de su postura escrita en ese momento y que se ha perdido. También hay noticias sin confirmar respecto a que fue víctima de un intento de asesinato, aunque no está claro, de ser verdad, si fue por asunto de celos o por su rebeldía recalcitrante. Lo cierto es que antes de cumplir veintiséis años asumió esta ruptura pública, con las consecuencias prácticas del aislamiento y el vituperio, lo que supuso dejar casa, familia y trabajo.
Por otra parte, ésta fue la proclamación formal a los ojos del mundo de su supuesto ateísmo, una descalificación en la época nada cómoda de sobrellevar, por más que él la rechazara —fuera por prudencia o por convicción—, sin mucho éxito, en varias ocasiones. No es asunto para dilucidar ahora, porque son muchos los matices; baste decir que hubo distintas interpretaciones al respecto: de entrada, la mayoría lo tomó como un sujeto abominable y absolutamente inmoral que negaba los pilares de la fe y de la sociedad, mientras que algunos eruditos moderados —como el famoso Pierre Bayle— lo desaprobaron como «ateo de sistema», pero reconocieron la sinceridad y la coherencia de su postura e incluso su honradez personal. Para otros más cercanos —como su amigo Jarig Jelles—, lo que le animaba era la búsqueda de una «religión racional» depurada de las adherencias supersticiosas que la contaminaban y degradaban.16 En cualquier caso, su posición era audaz y compleja, lejos de fáciles etiquetas, como confirmó la publicación del denso Tratado teológico-político catorce años después, algo que no es fácil de entender con simplezas morales o ideológicas, y eso le acarreó no pocos sinsabores.
Algún tiempo después Spinoza decidió trasladarse, y el resto de su vida residió en otras ciudades: Rijnsburg (de 1661 a 1663), Voorburg (de 1663 a 1670) y La Haya (de 1670 a 1677), siempre como inquilino y sin relación de pareja que se le conozca. Con pocos recursos económicos y sin propiedad alguna, el repudiado estaba lejos de sentirse una víctima y se ganaba la vida puliendo lentes para microscopios, telescopios o gafas en la soledad de su cuarto. Un gran inconveniente de ello era que le obligaba a inhalar el polvo de vidrio, que contribuyó a debilitar la ya delicada salud de sus pulmones, afectados por la tuberculosis desde los veinte años —según Johannes Colerus, quien insiste en su constitución enfermiza—. Hay testimonios cualificados, como los de Christiaan Huygens y Gottfried Leibniz, que hablan de su maestría y de su reputación en el oficio, con la ventaja añadida de que éste le permitía desarrollar su pasión por observar la naturaleza en diferentes escalas, lo que tal vez tenga que ver con la noción central en su física de la «composición» de los cuerpos en niveles sucesivos. No son menos dignas de atención la autonomía personal que este trabajo le permitía, la paciente habilidad requerida y su carácter aplicado, a medio camino entre lo manual y lo intelectual, pero siempre cerca de la ciencia. Es obvio, por lo demás, que Spinoza era consciente del deterioro de su salud, y así lo recogen sus cartas (entre otras, Ep 28, 58 y 83), donde habla de las fiebres y malestares varios que combatía con sangrías y dieta, aunque queda la duda sobre la información que pudiera tener respecto al daño específico derivado de su profesión. Debió de resultar difícil convivir con la amenaza constante de la enfermedad (acaso heredada de su madre), pero tenía claro que nadie puede elegir su cuerpo ni su mente y que hay que jugar las cartas que a uno le han tocado en el reparto «causal» de las cosas, aunque en ocasiones sea muy duro (Ep 78). Quizá por eso mantuvo un vigoroso interés por la vida que iba más allá de la mera compensación por la falta de salud, lo que le sitúa en la estela de otros ilustres enfermos —desde Epicuro hasta Friedrich Nietzsche— que, lejos de amedrentarse, afirmaron la expansión vital como eje de su pensamiento.
Tampoco estaba dispuesto a cambiar este estilo anónimo y reconcentrado de hacer las cosas por otras opciones más vistosas, según lo prueba su rechazo a una oferta recibida en 1673 para enseñar en Heidelberg como profesor ordinario de filosofía, donde se le ofrecía una «vida digna» del cargo, a condición de no abusar de una ya «amplia libertad de filosofar» y de no «perturbar la religión públicamente establecida» (Ep 47). La respuesta fue la de quien no vende su independencia por el dinero o el estatus: puesto que «nunca he deseado ejercer públicamente la enseñanza […] dejaré de promover la filosofía si quiero dedicarme a la educación de la juventud. Pienso, además, que no sé dentro de qué límites debe mantenerse esa libertad de filosofar»; y concluye que prefiere la tranquilidad en vez de las controversias de que ha sido objeto, aun llevando una «vida privada y solitaria», y de las que siempre ha huido (Ep 48). Tras haberlo pensado detenidamente, según dice, las prioridades estaban claras: por un lado, filosofar antes que enseñar, pues ambas cosas pueden resultar incompatibles y desde luego no son lo mismo; por otro, la libertad de pensamiento antes que las conveniencias político-religiosas y las tutelas amistosas, que a veces son las peores. Spinoza fue coherente una vez más con unos principios que, sin el orgullo pedante de algunos que presumen de su elevado retiro, no son más que el fruto de lo que creía correcto en general y beneficioso para él en particular. Educar a otros era una manera crucial de compartir la vida y la sabiduría (E4A9) y, de hecho, ya mantenía relaciones en cierto modo docentes con sus amigos, como también consta en las cartas, pero esa propuesta no le parecía la adecuada, sin que en ningún momento se trasluciera por ello desdén hacia la enseñanza.
En otro orden de cosas, tenía contactos muy dispares y cabe suponer que le gustaba estar bien informado, especialmente de los asuntos públicos, lo que encajaría con los posibles vínculos políticos que se le atribuyen. Pero antes de entrar en ese asunto específico conviene reparar en la variedad de sus corresponsales (ubicados en diferentes lugares de Europa) y en la intensidad de los intercambios epistolares, ya se trate de médicos o de comerciantes, profesores o políticos, teólogos o científicos…, sean afines o enfrentados a él por algún motivo. Lo importante es que les unía su disposición a esgrimir y cruzar argumentos en distintos terrenos, a veces en la vanguardia del saber, y en algunos casos cualificados con el genuino empeño de aprender antes que por tener razón a toda costa. En otros, sin embargo, el respeto habitual cedía el paso a la impaciencia cuando no se daba la buena fe que permitiera una comunicación verdadera, lo que le hizo exclamar en un momento dado: «dejo que cada cual viva según su buen parecer y quienes así lo deseen, que mueran por su bien, mientras que a mí me sea lícito vivir para la verdad» (Ep 30). La responsabilidad es de cada uno.
De nuevo se trata de elegir, pues la discrepancia es inevitable cuando todos manejan —incluido Spinoza— un concepto de verdad un tanto monolítico y lo hacen dentro de un contexto histórico de acalorados debates. La única exigencia del filósofo es que no se imponga por la fuerza el fanatismo intolerante ni se postergue e incluso se desprecie a la razón, que es para él la herramienta principal de interlocución (en contra de lo que pretenden los que apelan a la autoridad de lo irracional), de manera que lo que marque la diferencia sea la calidad de los argumentos. Pero no es tan iluso como para pensar que puedan zanjarse las disputas cuando están cargadas de pasiones, a menudo mezcladas con muchos intereses y harto expresivas de las flaquezas humanas que observa con frialdad. De hecho, puede decirse —en términos generales— que hay pocos hombres buenos (TP 6/6) y que la inmensa mayoría se mueve por la gloria (TTP 16), el egoísmo (TP 7/4), el odio y la envidia (E5P55S1). Spinoza no era precisamente un ingenuo idealista, pero tampoco respaldaba el frecuente pesimismo antropológico que justifica la represión —cargada, además, de buena conciencia— y la desconfianza absoluta, como habrá ocasión de ver, sino que militaba en una posición tan realista como transformadora.
Un personaje carismático, equilibrado y sobrio
Una vez expuestos los datos principales sobre el contexto, la formación y las relaciones de un personaje tan respetado como odiado, es conveniente observar más de cerca su carácter personal, del que ya se han mostrado indicios reveladores. Los testimonios de sus conocidos hablan de un notable atractivo y carisma: en primer lugar, se dice que era pulcro en el atuendo y la higiene, lo que hacía su presencia agradable, para destacar después su talante generoso y bien-humorado, a lo que se añade el vigor intelectual sin petulancia que Lucas ejemplifica en que era claro y persuasivo en sus conversaciones, lleno de «buen sentido» y justeza a la hora de explicar algo mediante una comparación. Para resumirlo: «En cuanto al espíritu, lo tenía grande y penetrante, y era de un humor totalmente complaciente. Tan bien sabía sazonar la broma que los más delicados y los más severos hallaban en ella un particular encanto».17 Da la sensación de que son rasgos veraces y bien empastados porque no se quiere deslumbrar, sino componer un retrato humano con notas tan sencillas como esenciales, sea la inteligencia afilada que no corta, el desprendimiento de lo que no sobra, la bonhomía y la inclinación a la risa… Parece que Spinoza cuidaba mucho su trato con los demás y era propenso a la cordialidad, como alguien que valora la armonía y compensa el trabajo solitario con unas buenas relaciones que incluyan bromas y anécdotas.
Desde una mayor distancia en el tiempo y la perspectiva de un fiel cristiano, Colerus refrenda esa imagen equilibrada cuando alaba la sobriedad general de su vida, ajena a cualquier dispendio o al abuso de la ayuda económica que recibía de sus amigos (que pudo haber sido mucho mayor de quererlo así), y luego añade su afición por el dibujo y la pintura, por el tabaco de pipa que le gustaba fumar y por la charla intrascendente con sus vecinos.18 Se cita además su pasatiempo de enfrentar arañas entre sí o de poner a éstas a la caza de moscas en su tela: aparte de la diferencia de sensibilidad al respecto entre su época y la nuestra, parece haber algo de la cruel inocencia de los niños en estos juegos o, en todo caso, el remedo del duro curso natural de las cosas sin caer en disfraces morales o estéticos. En conjunto, debe concluirse que Spinoza no destacó por ningún rasgo singularmente llamativo ni buscaba la menor notoriedad pública. Por el contrario, podría decirse que practicaba una frugalidad deliberada, el anonimato que no renuncia a ser influyente y la contención personal en todos los ámbitos, amén de un convencionalismo externo adaptado a las circunstancias, lo que incluye dar sencillos consejos para la gente sencilla —por ejemplo, exhortaba a sus hospederos a ser pacientes y devotos, y a los niños, a obedecer—, de tal manera que se facilite la vida corriente y se asegure la convivencia pacífica. Esto le permitía una mayor concentración y la libertad interior, por lo que rebasó los límites establecidos y plantó batalla en los asuntos para él capitales. Le bastaba con tener lo suficiente y no era amigo de las quejas, según se colige, toda vez que la disciplina personal que practicaba estaba al servicio de una empresa que desbordaba con mucho la vida mundana y no admitía precio ni ahorro de esfuerzo.
Este talante parece encajar con una caracterización filosófica global: no era el desengañado pesimista del Barroco ni prefiguraba el genio trágico y sublime del Romanticismo, al igual que tampoco aplaudía la épica triunfadora que llamaba la atención de algunos renacentistas. Lo suyo era mucho más sobrio, en efecto, como buen fajador intelectual que no gustaba del sobresalto ni del exceso, sin olvidar, empero, el esfuerzo titánico de quienes buscan un pleno autodominio, lo que a veces puede generar cierto desdoblamiento y tensión entre la mente y los impulsos, o tal vez alguna indiferencia y menor intensidad en las emociones, salvo que se haya logrado la sabiduría que deja fluir las cosas y las encauza sin esfuerzo. Resulta difícil aquilatar el resultado en este caso, pero hay pistas valiosas:
En todas sus acciones tenía por objetivo la virtud. Pero, como no se hacía de ella una imagen horrible, a imitación de los estoicos, no era enemigo de los placeres honestos. Es verdad que los del espíritu constituían el principal objetivo de su estudio y que los del cuerpo le interesaban poco. No obstante […] tomaba [las distracciones] como un objeto indiferente, sin que perturbaran la tranquilidad de su alma, que prefería a todas las cosas imaginables.19
Hay una mezcla peculiar de goce y disciplina que habrá que indagar al exponer su ética, pero de momento no está lejos de un aserto perenne: el desapego hacia las cosas libera de ataduras y la paz interior lo compensa todo (como enseñaron precisamente los estoicos y muchos sabios orientales desde enfoques diversos), a la par que se paga con una distancia más o menos amable respecto al mundo. Da la impresión, sin embargo, de que el temperamento de Spinoza era más volcánico de lo que él mismo quería y que necesitaba embridarlo una y otra vez, lo que evita el peligro de hieratismo y lo humaniza más. Es obvio, por otra parte, que no tratamos con un libertino, ni en el sentido histórico ni en el coloquial de la palabra, pues esa actitud sería para él torpe e irracional a la hora de disfrutar de un verdadero hedonismo.
Spinoza rechazó asimismo el encomio del sufrimiento y la pesadumbre, no menos que cualquier atmósfera penitencial o de resignación lacrimosa, y propuso una alternativa clara en la que se implica personalmente:
Nada, ciertamente, sino una sombría y triste superstición, prohíbe deleitarse. Pues, ¿por qué ha de ser más decoroso saciar el hambre y la sed, que desechar la melancolía? Tal es mi norma y tal es mi convicción. Ninguna divinidad, ni nadie sino un envidioso, puede deleitarse con mi impotencia y mi desgracia, ni computaremos como virtud las lágrimas, los sollozos, el miedo y otras cosas semejantes que son signos de un ánimo impotente; sino que, al contrario, cuanto mayor es la alegría por la que somos afectados, tanto mayor es la perfección a la que pasamos, esto es, tanto más nos es necesario participar de la naturaleza divina. (E4P45S.)
La clave estriba en que la alegría encarna la virtud misma (no hay una sin la otra) y que la plenitud de la existencia se asocia a una inteligencia risueña, lo que constituye el camino hacia la máxima cualificación y el meollo de su ética. No se insistirá lo bastante sobre la importancia decisiva de este punto. El contexto menciona después que el placer bien dosificado de alimentos, bebidas, perfumes, plantas, ornato, música, deporte, teatro y cosas semejantes favorece el desarrollo del cuerpo y de la mente, por lo que disfrutarlo es tan propio de los sabios como del sentido común. Lo deleznable es el puritanismo, a menudo revestido de la abyección y la falsa moral que dicen ligarse a la religión, cuando en verdad se está muy próximo a la soberbia (E4A22); es decir, el mismo comportamiento que se complace en «criticar a los hombres y reprobar sus vicios más bien que enseñarles las virtudes y quebrantar sus ánimos en vez de fortificarlos», con lo que genera gran molestia y discordia (E4A13). No hace falta subrayar que esta crítica al resentimiento y a la hipocresía es un precedente de la que ejercerá Nietzsche, pero la elección vital de Spinoza recae en una jovialidad más tranquila, la que confía y acepta el curso profundo de las cosas —según expresa en la Ep 21—, que para nada supone adoptar una actitud pasiva, sino más bien al revés: convertir el gozo en expresión de sintonía con el universo desde la fuerza y la lucidez.
El interés por la política
El penúltimo tema a tratar se refiere al peso constante en su vida de los asuntos políticos, los cuales, sumados a los presumibles contactos que tuvo con personalidades bien situadas, pudieron influir en su traslado final a La Haya, capital de la República. La vida retirada no significa en él desprecio por lo público, y la biografía de Sebastian Kortholt le atribuye gran perspicacia política y cierto papel de consejero, pero hay que tener en cuenta que ello se enmarca en una actitud filosófica amplia, entendida como instrumento orientado al bienestar general y a la «guerra a la superstición», no como estricta militancia, pues al no estar comprometido con ningún partido, «no debía tributo a ninguno», matiza Lucas.20 Sea como fuere, sus ideales republicanos y la defensa de la libertad en un Estado tolerante, fuerte y próspero le acercaron a uno de los grandes grupos de poder en liza: el parlamentarismo de la burguesía liberal y sus políticas en favor de la paz respecto a otras potencias, la expansión comercial como pilar económico y la descentralización como forma de organizar el territorio (en los ámbitos local, provincial y estatal), además de su afinidad con la moderación religiosa que encarnaban los llamados «replicantes» o arminianos. Naturalmente, el bando rival —el monárquico organizado en torno a la familia Orange— sostenía lo contrario: autoritarismo centralista vinculado a la nobleza terrateniente del interior, defensa del nacionalismo militar y del rigorismo teológico calvinista (moral puritana, culto oficial, cargos elegidos entre los practicantes ortodoxos, etc.).
Huelga decir que este boceto es sólo indicativo y que para una mayor profundización se precisarían infinidad de detalles, tantos como las vicisitudes históricas habidas, las alianzas ocasionales entre los grupos y las alternancias en el poder de ambos bloques, y ello sin olvidar la gran influencia de las coyunturas internacionales, en particular las presiones ejercidas por España, Francia e Inglaterra, con las cuales nunca pudo mantenerse una relación estable dada la lucha en curso por la hegemonía continental. En cualquier caso, la balanza del poder interno se inclinó más veces hacia el lado reaccionario y terminó desbaratando las ilusiones de muchos con la caída de los liberales en 1672. Pero la clara toma de partido de Spinoza es la de quien intenta proteger primero los progresos sociales logrados, sin quedarse ahí, y con la intención de profundizar más tarde en ellos. De hecho, hay una considerable distancia entre el régimen oligárquico burgués en el que vivió su madurez y la propuesta que hizo de un Estado democrático como el mejor de los posibles, como veremos al hablar de su pensamiento político.
A Jan de Wit, su supuesto protector y jefe del partido republicano que ejerció el poder entre 1653 y 1672, no hay que suponerle un progresismo excesivo, sino que de hecho era la mejor de las opciones.21 Es cierto que practicó un estilo constitucionalista respetuoso con las libertades y los derechos públicos, en algún sentido próximo a una visión más que federal, pero su pragmatismo y la defensa de los intereses de la clase dominante ponían límites claros a la defensa de los ideales igualitarios, y otro tanto cabe decir respecto a la distribución de la riqueza o a la participación política de la mayoría de los ciudadanos. Quizá no haya que pedir al gran estadista mucho más de lo que podía ofrecer en ese momento histórico, esto es, el respeto a la ley y la separación de Iglesia y Estado, cosa que ya basta para unirlo a Spinoza en sentido relativo, hasta el punto de que sus enemigos asociaban por completo a los dos en sus diatribas. Libertad de conciencia, seguridad jurídica y secularización progresiva son aspectos muy apreciables, por más que el filósofo quiera llegar más lejos en la racionalización de la vida pública, de modo que —especialmente en política— debería aplicarse su máxima de que siempre hay que elegir el «mal menor» cuando no queda más remedio, aunque sin renunciar nunca a la búsqueda de lo mejor.
Para terminar este punto, es preciso recordar el episodio que el propio autor relató a Leibniz —quien así lo cuenta— a propósito del linchamiento, por parte de la multitud, de los hermanos De Witt en 1672, cuando el país estaba inmerso en una grave crisis a causa de la invasión francesa: «Me dijo que, el día del asesinato de los señores De Witt, había estado a punto de salir de noche y colocar en algún sitio, cercano al lugar, un cartel con la inscripción ultimi barbarorum (los últimos de los bárbaros). Pero su hospedero le había cerrado la puerta para impedirle salir, ya que se habría expuesto a ser descuartizado».22 Aquí se resume su carácter valiente, traducido en la actitud —confirmada en otros momentos— de asumir riesgos para expresar su postura, lo que hace creíble este hecho. Spinoza no es de los que se callan, pase lo que pase, o de los que sólo hablan para obtener algún tipo de beneficio. Y el mensaje es inequívoco: la civilización la simbolizan los políticos asesinados a manos de los bárbaros, que aquí son la masa ciega y enloquecida, más los que puedan estar detrás manejando los hilos. Luego el enemigo de la razón es la violencia que no sólo mata personas, sino que vulnera un orden institucional dialogante e integrador. Aunque sin olvidar que eso ha ocurrido porque éste no ha sido lo suficientemente sólido, por eso su Tratado político —inacabado al morir— proponía ante todo una mejor representación proporcional y la participación del mayor número posible de ciudadanos, con sus potencias particulares bien articuladas, además de los contrapesos y los controles internos correspondientes.
El filósofo aprendía de la historia y ofrecía respuestas viables que rectificaban errores y mejoraban las cosas, en las que conjuntaba teoría racional, experiencia y pragmatismo. De hecho, en sus escritos políticos se recurre a todo ello de manera convergente, amén de poner múltiples ejemplos históricos que lo avalen y de explicar cómo la experiencia permite concretar los mandatos genéricos de la razón, particularizar y tocar tierra (Ep 10, TTP 7, Adn 111). Por otro lado, el modelo de sabio que nos brinda es el de quien alcanza la excelencia en privado pero necesita compartirlo con otros para ser feliz, luego tiene que ayudar a dirigirlos hacia el conocimiento para concordar con ellos en lo posible (TIE 8), además de mostrar así gratitud y vocación de servicio hacia la sociedad que le ha facilitado ese logro interno con las ventajas de la civilización. Todo gira en torno al establecimiento de concordancias en los diversos planos en aras del beneficio mutuo, de ahí que uno de los criterios valorativos de lo que es bueno o malo responda a si hay o no tal connaturalidad (E4P30, 31), es decir, ensalza lo que une y no lo que separa. En última instancia, su propuesta o mensaje básico para lograr salud física y mental se resume en tres objetivos que bien pueden generalizarse: conocer las cosas por sus causas primeras, gobernar las pasiones y establecer el hábito de la virtud, y vivir con seguridad y un cuerpo sano (TTP 3). Lo primero permite orientarse en el mundo sin engaños, lo segundo ser dueño de la propia vida y lo tercero compartir las ventajas indudables de la sociedad humana.
Spinoza y Leibniz
Para condensar el retrato de quien hasta el último momento cumplió con el deber cívico, en un período de especial vulnerabilidad personal por la derrota de sus amigos, nada mejor que contrastar su figura con la de un genio de su talla como el recién citado Leibniz. Ambos se conocieron en 1676 y tuvieron ocasión de conversar algunas horas sobre sus comunes intereses metafísicos y políticos, pero encarnaban actitudes dispares, lo que hace más reveladora la comparación al ver que son
[…] completamente opuestos por temperamento y ambiciones, así como por sus concepciones del papel del filósofo en la sociedad. Leibniz, activo de mil maneras y comunicativo, organizador, amante del poder, codicioso, era un palaciego y un político, un hombre de conocimientos enciclopédicos y de méritos múltiples […]. Por el contrario, Spinoza estaba aislado, era inaccesible, nada mundano y autosuficiente, toda su vida estuvo estrictamente concentrada en la construcción de un sistema metafísico único y en la inferencia, a partir de él, de implicaciones morales […]. Tuvo reputación de ser un hombre de gran cortesía y amenidad, y parece haber sido querido y respetado por sus vecinos; sin duda no fue severo, frío ni amigo de censurar.23
Los rasgos personales no determinan una filosofía, pero sin duda la condicionan en aspectos esenciales, algo que trasciende la mera lectura ideológica y se adentra en una matriz psíquica que lo impregna todo, lo que hace más necesario, por cierto, contar con las diversas personalidades y tipos filosóficos para sumar fuerzas explicativas ante una realidad demasiado compleja e inaprensible desde una sola perspectiva. No se trata de elegir a uno contra otro, sino de anotar rasgos y estilos. Dicho esto, añadamos que el holandés no huía ni se ocultaba hasta ser inaccesible: simplemente se apartaba de los focos por cautela, quizá para no quemarse (en los varios sentidos de la palabra), y porque no le gustaba el «escaparate», sino el trabajo solitario y contundente que no acepta presiones.
En cuanto a los contenidos filosóficos que los distancian, era opinión extendida —y Leibniz la hace suya— que Spinoza incurría en un panteísmo inmoral que niega la providencia divina y la libertad de elección, así como los premios y castigos consiguientes. El autor alemán remonta este imperio de la necesidad que cercenaría cualquier opción moral a Descartes y a Hobbes, aunque es el pensador judío quien lo lleva a su culminación. Y concluye su denuncia con estas palabras: «Creo yo que tanto para la religión como para la piedad importa efectivamente que esta filosofía sea castigada despojándola de los errores que en ella están mezclados con la verdad».24 Al margen del hecho lamentable de llamar al castigo, sea éste la prohibición o algo peor, hay que convenir en que tal crítica señala el núcleo de la cuestión, ya que lo intolerable —literalmente— para este discurso es que Spinoza elimina el hipotético «sentido» inherente a lo real y el gran consuelo derivado de él, con sus secuelas de justicia final, protección divina y seguridad psicológica. Para decirlo con pocas palabras, la piedra de toque consiste en pronunciarse sobre si hay un orden moral en el mundo, acorde con la libertad de acatarlo o no, a su vez cargado todo ello de consecuencias prácticas; o si eso es fruto en el mejor caso de una creencia ingenua y en el peor de un antropomorfismo superficial e interesado: ambas elecciones son incompatibles con la legalidad física, luego deberían ser superadas con una noción de libertad diferente y una ética puramente humana. El tema es delicado y recurrente, por lo que aquí sólo lo planteamos y nos limitamos a decir que consiste en la decisión de vivir o no «a la intemperie» metafísica, con todas las implicaciones que ello supone para aquilatar una filosofía.
Pero lo que sí tiene cabida en una exposición histórico-biográfica es la forma en que esas posturas se plasman o no en la defensa del «orden establecido», también llamado más prosaicamente «orden público», y ahí es donde Leibniz apuesta sin dudarlo por las buenas costumbres y la policía.25 Al final, las sesudas especulaciones, entre otras muchas cosas, también incluyen esto. Spinoza, en cambio, no pide ni mucho menos la revolución, pero sí una mejor organización social en libertad y, desde luego, no demanda castigos para los que considera supersticiosos e irracionales, sino más bien educación y respeto a la pluralidad de convicciones. Para semejante empresa no invoca una confirmación o ayuda sobrenatural que le parece absurda, sino el esfuerzo y la suma de los recursos humanos (cognoscitivos, éticos y políticos) en los que confía, por falibles o limitados que resulten. Lo interesante, al margen de gustos y talantes, es que esta propuesta humanista y decididamente reformadora va a ser articulada con un cuidado e inteligencia singulares, buscando el equilibrio justo entre lo deseable y lo posible, tanto en el ámbito privado como en el público. Y es que si la actitud y las declaraciones de principios son importantes, más aún lo es su desarrollo.
De vuelta al curso biográfico de su vida, hay que insistir en que ni el acoso padecido en los últimos años ni una salud cada día más deteriorada quebraron su ánimo. Las noticias al respecto permiten afirmar que nunca se amilanó ante la adversidad y que soportó sin quejas el curso de los acontecimientos, hasta que le llegó la muerte hacia las tres de la tarde del domingo 21 de febrero de 1677,26 acompañado por su médico y amigo Meyer. Quizá se adelantó algo el desenlace, pero en modo alguno era imprevisto, y dentro del estoicismo que sus biógrafos destacan hay que incluir el hecho de que el filósofo dejó preparado el dinero necesario para el vino que beberían sus amigos en el funeral.27 «Genio y figura…» Su coherencia personal hasta el fin habla, si no de la verdad transformadora de su filosofía, sí al menos de que no sólo no retrocedió en las ideas —cosa que otros habrían llamado prudencia—, sino que profundizó en su llamada a favor de la alegría reflexiva y de la libertad política. Y todo ello desde una confianza que poco tiene que ver con la mera esperanza…, porque «creer» siempre ha sido más fácil que «saber», y él se interesaba por lo segundo.
PENSAMIENTO
Más interesante que elaborar un resumen de contenidos, fácilmente disponible, es ofrecer una guía de lectura basada en ciertas líneas de fuerza que articulan el resto. Se trata de un corte transversal en el sistema que permite enhebrar algunos principios, nociones y mecanismos de pensamiento nucleares y pone de relieve un modelo de fondo que subyace a todo el discurso. Spinoza entendía que la razón tenía validez universal e indudable —en la línea inaugurada por Descartes y Galileo, pero quizá llevada más lejos—, lo que permitía unificar el saber y generar conceptos a partir de una misma matriz. Y esa «luz natural»28 se expresa en las «nociones comunes» que son los «fundamentos de nuestro raciocinio» (E2P40S1 y 2), en la medida en que captan lo que es común a muchas cosas y proporcionan así un marco de referencia para guiarse con seguridad ante lo plural: establecen relaciones y, por extensión, proporcionan conocimiento de las «concordancias, diferencias y oposiciones» (E2P29S). Sin detenernos ahora en la epistemología, basta tomar esta idea capital de la «conexión» y por analogía con ella referirse a una especie de «meta-nociones comunes» o claves de interpretación que emergen de su filosofía y la vertebran. Obviamente, las aquí propuestas no son las únicas posibles y comportan un criterio discutible como cualquier otro, pero tal vez sean lo bastante amplias en su alcance como para ofrecer una visión de conjunto.
Un marco previo
Antes de entrar en ello, es preciso realizar cuatro observaciones para facilitar las cosas y preparar la densidad del asunto.
En primer lugar, lo que podría llamarse el patrón conceptual adecuado para seguir el discurso es la relación todo-partes, que bien puede aplicarse a los vínculos ontológicos del continuo sustancia-atributos-modos, y especialmente a la teoría del individuo compuesto que sirve para explicar el mundo físico, como se verá. Debe aclararse, sin embargo, que se trata de dos enfoques respectivos de esa relación: el primero es de tipo intensional y alude a que un todo está constituido por distintas dimensiones o campos de realidad y por diferentes grados de ser, desde una mirada interna; y el segundo o extensional distingue identidades singulares o partes, que son las que entran en relaciones —en cierto sentido externas— de composición, para articularse en niveles crecientes de realidad. En última instancia, salvo Dios, el resto de lo existente es un todo y una parte según la perspectiva adoptada (Ep 32), por lo mismo que tiene una doble identidad «ecológica» hacia dentro y hacia fuera. Nunca hay mera suma o agregación, sino que se busca reformular el tema perenne de la unidad y de la multiplicidad para hacer valer ambas, recíprocas y simultáneas, a su vez con un sesgo más cualitativo para lo intensional y más cuantitativo para lo extensional. Pero en el bien entendido de que el anverso unificador y el reverso distributivo son complementarios y se refieren a lo mismo, es decir, un recurso formal de ida y vuelta que conecta a la vez que diferencia los contenidos de lo real.
En segundo lugar, se observa un predominio de la «fisicidad» acorde con el paradigma de pensamiento científico que nace en la época moderna. Esto significa un apego por el conocimiento matemático aplicado al dinamismo del ser, una vez definido éste por fuerzas y relaciones causales eficientes (no finales), susceptibles de ser observadas y medidas. Y eso es hacer una lectura física de la realidad e instaurar una nueva disciplina, sin caer por ello en el «fisicalismo». Lo curioso es que se adopta el mismo punto de vista para los afectos humanos, que no son otra cosa que fuerzas y reacciones derivadas de los contactos:
considero los afectos humanos y sus propiedades de la misma manera que las demás cosas naturales. Y, ciertamente, los afectos humanos si no indican la potencia humana indican al menos la potencia y el arte de la Naturaleza, así como muchas otras cosas que admiramos y en cuya contemplación nos deleitamos. (E4P57S.)
El enfoque naturalista trata lo ideal y lo emocional de la misma forma que lo corpóreo, esto es, como instancias empíricas asequibles a la razón y procesadas objetivamente, casi iguales que las llamadas cualidades primarias objetivas (tamaño, peso, figura, movimiento…), según la distinción que se remonta al menos a Demócrito. A lo que se opone esta consideración no es tanto a las cualidades secundarias subjetivas —que no dejan de ser a su modo experienciales—, sino a las difusas cualidades ocultas, de corte espiritual, no empíricas y a veces sobrenaturales, misteriosas e incognoscibles por definición. Se recupera así la tradición que también desde los presocráticos ha insistido en la apoyatura física de toda filosofía y en la necesidad de ver lo real como algo homologable y sin escisiones: el mundo es a estos efectos lo visible, es decir, lo accesible al conocimiento cierto, en vez de ser tratado como simple apariencia gobernada por un trasfondo invisible. O, si se prefiere, lo profundo sube a la superficie y actúa mostrándose sin más.
Nada de eso implica caer en un reduccionismo materialista de corto aliento, para desmentir lo cual basta mencionar que la realidad —Spinoza la nombra Deus sive Natura (Dios o Naturaleza)— está conformada por infinitas dimensiones (atributos), de las cuales sólo conocemos el pensamiento y la extensión, que a su vez están en pie de igualdad. Cierto que hay una gigantesca parte de la realidad desconocida (semejante al nóumeno kantiano), pero obedece a las mismas leyes que el resto (fenoménico) porque pertenece a la misma naturaleza, aunque bajo formas de ser opacas. Quizás esta paradoja es el precio por afirmar «lo absoluto», que de suyo es indeterminable… De momento, por si quedan dudas sobre la etiqueta simple de materialismo, añade el autor en la Ep 73 —para salir al paso de las críticas recibidas por el Tratado teológico-político— que, en efecto, hay inmanencia y todas las cosas «están en Dios y se mueven en Dios, como dijo Pablo», pero que Dios y la Naturaleza no son «una y la misma cosa» si ésta se entiende como «cierta masa o materia corpórea». Dar por bueno esto último sería un empobrecimiento incompatible con una realidad que incluye toda la riqueza posible de dimensiones, seres, cosas y aspectos, hasta la sobreabundancia, y que además escapa no sólo a nuestro control, sino en cierta medida a nuestros conceptos.
Podría concluirse que lo que llamamos fisicismo es una inmersión en la «carne» del mundo, a diferencia de un puro sobrevuelo especulativo, donde el contacto se impone a la acción a distancia, bien sea en sentido literal (según la célebre polémica cosmológica que enfrentó a cartesianos y newtonianos a propósito de cuál era el soporte físico de la atracción gravitatoria), o en sentido metafórico más general (todo es en definitiva tangible). Dicho con otras palabras, hay una denotación y una connotación de inmanencia, homogeneidad y solidez, opuesta a la trascendencia y la división cualitativa de los seres, tema que luego se desarrollará. Pero esto no significa adelgazar el grosor de lo real, pues ahí caben todas las formas de expresión de la naturaleza, incluidas las propias de una de sus partes que es el ser humano, lo que da lugar a los registros orgánicos y anímicos, simbólicos y sociales… que constituyen su particular forma natural de ser. Se trata de apreciar los lazos profundos de ese conjunto compacto en el que todo es interdependiente, esos vínculos que permiten decir que en los presupuestos metafísicos hay elementos fundantes para la ética (Ep 27), por lo mismo que —tomando como ejemplo a Salomón— resulta que el conocimiento de Dios (o la Naturaleza, siempre impersonal) contiene una verdadera ética y una política que se deducen de ella (TTP 4). Lo que abunda en que hay principios comunes que operan en los diferentes planos del ser, y entre éstos y las diferentes disciplinas del saber que les corresponden, o, con otras palabras más técnicas, que hay un isomorfismo objetivo y formal entre ser-actuar29 por un lado y pensar por otro, lo que remite a una estructura única de organización de las cosas y de su inteligibilidad.
Sin embargo, en tercer lugar, debe tomarse una precaución muy relevante según la cual la racionalidad que el ser humano ejerce y la lógica interna de las cosas que parece descubrir no pueden extrapolarse a la naturaleza entera en un sentido normativo, dado que no hay un logos cósmico del cual la razón humana participaría (como dijo Heráclito y tantos después), acaso para justificar un flagrante antropomorfismo. El asunto es delicado y un poco ambiguo porque la razón sí es fiable y debe ser respetada, pero sólo es válida respecto a la naturaleza humana y su percepción de las cosas, no respecto a la totalidad independiente del ser… y menos a la hora de valorarlo. Hay que citar un pasaje in extenso:
[…] la naturaleza no se limita en el molde de la razón humana, que sólo atiende a la utilidad verdadera y a la conservación de los hombres, sino a otras infinitas que abrazan el orden de la naturaleza, en que el hombre es una partícula; por su sola necesidad se determinan todos los individuos, de cierto modo, a existir y a obrar. Aquello que nos parece en la naturaleza ridículo, malo o absurdo, consiste solamente en que únicamente en parte conocemos las cosas, y de que todos queremos dirigirlas según los hábitos de nuestra razón, cuando aquello que la razón presenta como malo no es malo respecto al orden y a las leyes de la naturaleza universal, sino sólo respecto a las leyes de nuestra naturaleza. (TTP 16, 10/11.)
Aparte de otras cuestiones, como el tema de la necesidad que se abordará en el próximo apartado, debe subrayarse que las repetidas menciones del orden, las leyes y la coherencia sólo indican que hay una lógica causal, pero no se dice nada más explícito ni en qué consisten esas cosas, pues el conjunto nos desborda con mucho y es en eso incognoscible. Los motivos son claros: por un lado, a la vista de una realidad no caótica, hay que suponer un ajuste y conexión (coherentia) entre el todo y las partes, aunque sus naturalezas y por tanto sus leyes difieran, «de suerte que concuerdan entre sí en la medida de lo posible» (habría un resto diferencial en cada una); por otro lado, ocurre que «la naturaleza del universo» es «absolutamente infinita, sus partes son de mil maneras moduladas por esa naturaleza de poder infinito y son forzadas a sufrir infinitas variaciones» (Ep 32), cuyo conocimiento escapa en gran medida al alcance del entendimiento. Puede colegirse ya, desde otro ángulo y como corolario de gran envergadura y modernidad, que el todo es más que la mera suma de las partes (hay leyes sólo globales) y que éstas tienen rasgos propios irreductibles a esas leyes.
De ahí que haya que sacar algunas consecuencias del texto antes citado: a) al todo de la naturaleza es literalmente inconmensurable con la parte humana, lo sobrepasa cualitativamente (rigen en ambos diferentes órdenes) y cuantitativamente (incluye infinidad de otros individuos con sus correspondientes formas de ser y actuar); b) por lo que nuestras estimaciones son sesgadas y parciales (sean morales o de otro tipo), ya que se fundan exclusivamente en las leyes de la naturaleza humana y en un conocimiento muy limitado del conjunto;30 c) pero a la vez son ciertas desde el punto de vista de la razón y sus «hábitos», e imprescindibles para «la utilidad y conservación» de la naturaleza humana que se guía por ella; d) así que, en conclusión, el conocimiento racional es verdadero, pero no absoluto ni totalizador, sino correlativo a la condición humana y por tanto «perspectivista»,31 siquiera cuando valora. Por chocante que resulte en un racionalista confeso, la tensión entre la certeza universal y los límites mencionados es patente, tanto más cuanto que los juicios de valor también se fundan en la información del entendimiento y el texto no alude a las pasiones que pudieran interferir, sino sólo a la razón. Se trata entonces de poner al ser humano en su justo lugar, lejos por igual del relativismo escéptico y del dogmatismo de la racionalización, lo que introduce una visión autocrítica de extraordinario alcance en el corazón del sistema y es coherente con el rechazo mostrado hacia las trampas del antropocentrismo y del antropomorfismo.
En cuarto y último lugar, para redondear el tema debe subrayarse que el ser humano no es «un imperio dentro de otro imperio» (E3Praef.), dotado de privilegios o lacras de clase alguna, sino que está sometido a las leyes generales del universo, en clara homologación naturalista de todo cuanto existe. Pero a la vez, aplicando la complejidad mencionada antes sobre las relaciones del todo y las partes, tiene características propias, es decir, leyes particulares de su naturaleza (por ejemplo, el recuerdo por asociación o elegir entre dos males el menor), a lo que se añade la peculiaridad de crear leyes en sentido jurídico, establecidas por convención (TTP 4). De manera que hay tres tipos de legalidad: dos naturales (universal y particular) y una cultural que es fruto de la segunda variante, lo que supone combinar lo común al todo, lo diferencial de la parte y lo construido por ésta (que también unifica a un grupo humano), pero sin imitación de ningún orden natural. Importa la interacción constante entre los tres planos, que obliga a integrar lo físico y lo simbólico (a su vez, epistémico, ético y político), sin confundirlos y sin disociarlos. Y es que a la naturaleza humana le compete crear las mediaciones artificiales con las que afrontar la avalancha de la Naturaleza impersonal de la que es una mínima partícula. Desenvolverse con lucidez y resolución en ese complejo entramado de planos es la tarea civilizatoria colectiva y, más en concreto, el rasgo de excelencia que distinguirá a los mejores.
Para desarrollar los temas y las claves de lectura se propone un esquema de tres partes, cada una de las cuales se desdobla en dos vertientes. Primero, la «posición», que es el conjunto de presupuestos básicos desde los que piensa Spinoza, el punto de partida del discurso, la actitud que impregna el resto. Hay, pues, algo de axiomático en ello que será abordado antes desde una vertiente conceptual y después desde otra relativa al sentido implícito en esas nociones y a las consecuencias derivadas. Segundo, la «concepción», que recoge los contenidos más relevantes establecidos a partir de lo anterior, las grandes instancias que explicitan y dan cuerpo al armazón del sistema. Se trata de ver los principales campos de la realidad, con especial énfasis en la constitución de lo humano, pero dentro del marco de una física general. Tercero, la «intención», referida a los propósitos, ideales y valores subyacentes, esto es, a la orientación práctica que moviliza a esta filosofía, así como a los modelos de excelencia propuestos. Y ello tanto en la vertiente ética como en la política, individual y colectiva, pues todo forma un circuito que se retroalimenta. Como es obvio, este diseño tridimensional es genérico y carece de los matices deseables, pero tal vez sirva de mapa para que cada uno emprenda su exploración particular.
Posición
Destilando al máximo el enfoque de Spinoza, cabe decir al menos dos cosas de la posición básica desde la que piensa: que es afirmativa y neutral.
Afirmación
El autor judío, por decirlo del modo más sencillo, observa e incluye en su discurso toda la variedad del ser y no reniega de nada, antes bien al contrario, enfatiza su entidad y consistencia natural, sin carencias ni excepciones. Para ello comienza la exposición de la Ética asegurando su estatuto conceptual —según lo concibe el entendimiento— como algo no contradictorio y fecundo a la hora de explicar la pluralidad del mundo, papel inicial que corresponde a las definiciones y axiomas. Un resumen elemental de ese proceso debe decir: a) que la realidad es «causa de sí» misma y no depende de otra instancia creadora, y por tanto a la definición de su esencia le es inherente la existencia; lo que parece una inversión naturalista del célebre argumento ontológico usado para probar la existencia de Dios (aunque con diferencias), y b) hay que distinguir dos planos de realidad, el de la autonomía que es propia de la «sustancia» (que es en sí y se concibe por sí), incluidos cada uno de los «atributos» que expresan una esencia de ella, y el de los «modos» finitos que son heterónomos, pues dependen de aquélla para ser y concebirse en tanto que son sus manifestaciones (EDef1-4). Después de una secuencia demostrativa es posible afirmar que existe una sustancia constituida por infinitos atributos (esencias) llamada Dios, el ser absolutamente infinito (Def6), esto es, al que pertenece toda realidad. De él puede decirse que es único en sentido cuantitativo, pero infinitamente pluridimensional en sentido cualitativo (E1P10S), lo que habla de su plenitud ontológica que todo lo abarca y sin reducirlo a una identidad homogénea. Pero sólo se conocen dos de esos atributos: la extensión y el pensamiento, cuyos modos respectivos son los cuerpos y las ideas, ya que la mente humana no capta los demás aunque postule su existencia.
Visto desde otro ángulo, el Dios-Naturaleza es el todo cuyas partes (de primer grado) son esos atributos-esencias o múltiples dimensiones (cada una infinita en su género) en las que expresa32 su ser. Son estrictamente correlativas y sin mezcla entre ellas —por lo que se ha llamado paralelismo—, sin jerarquía ni interacción causal, como si fueran los distintos colores en que se descompone la luz a través del prisma de la razón. Ahora bien, en un segundo nivel lo absoluto se re-expresa en el ámbito de la finitud, pues «de la necesidad» de esa naturaleza «se siguen» —porque le son inherentes— infinitas cosas (o partes de segundo grado), cada una de las cuales (llamada modificación) se muestra de infinitos modos (E1P16), que son algo así como sus diferentes caras (una por cada atributo). Como se ve, en ambos planos se trata de conjugar la unidad y la diferencia, lo uno y lo múltiple: el ser absoluto existe en infinitas dimensiones y el individuo finito es también su fruto unitario, en su nivel, constituido de muchas maneras «paralelas» a la vez (E2P7S), que son sus modos o aspectos correlativos. No cabe concebir más riqueza ontológica (el todo plural o heterogéneo), tanto en su densidad como en su variedad distributiva (las partes-modificaciones conformadas cada una por múltiples modos), para afirmarlo sin restricciones.
Conviene puntualizar algunas cuestiones para evitar equívocos: la necesidad mencionada tiene un carácter puramente descriptivo y se refiere a lo que pertenece a la realidad, esto es, todo lo que está incluido en la afirmación de lo absoluto, junto con la miríada de los seres finitos. De manera semejante —conviene adelantarlo— se dirá que la «perfección» de algo es igual a su «realidad» (E2Def6), es decir, que algo es perfecto por ser lo que es, sin compararlo con otra cosa. De nuevo es una descripción ontológica sin juicio valorativo o, si se prefiere, son argumentos de cantidad de realidad sin discriminación cualitativa, de ahí la neutralidad de la que luego se hablará. En otro orden de cosas, del Dios-Naturaleza se dice que es «libre» en cuanto que se autodetermina para ser y obrar sin interferencia posible (E1Def7), precisamente por la necesidad de su propia naturaleza absoluta; y que es «eterno», entendido este predicado como que la existencia está contenida necesariamente en la definición de su naturaleza y es ajena al tiempo (tener duración), según indica E1Def8. Son dos nuevos significados de lo necesario: lo que se cumple por sí solo y sin traba, luego no es opuesto a lo libre, sino a lo compelido u obligado «desde fuera»; y lo que es propio de la definición de algo eterno (esencia absoluta) en tanto que verdad indudable (existencia necesaria).
Hablar en este contexto de la necesidad no es otra cosa que afirmar lo real desde diferentes ángulos, el ser, el actuar y el pensar, que son —respectivamente— las vertientes ontológicas estática y dinámica, y la vertiente lógica. En seguida hay que añadir que una lectura como ésta no admite el fatalismo pero tampoco la voluntariedad, por eso Spinoza atribuye a Dios la «libre necesidad» opuesta al «libre decreto» (Ep 58, también E1P33), lo que significa que es el que es —perfecto— y no puede ser de otra forma. Esto, a su vez, incluye la generación de todos los seres finitos que le son inherentes y que lo expresan de manera instantánea, en orden natural inmutable y sin premeditación. Dicho con otras palabras, libertad es afirmación de sí: expresar la propia naturaleza, que es hacer valer la propia necesidad. Aquí no hay sujeto que decida nada, sino el ser impersonal que se modaliza o particulariza, la efectividad de lo real sin adjetivos, aunque luego se llame de formas imaginarias tales como «gobierno divino», «decreto eterno» o «fortuna» (TTP 3).
Y esto es aplicable también al ser humano en la escala correspondiente a su naturaleza, muy limitada y condicionada, sí, pero también dotada por definición del carácter ejecutivo de todo lo que es y actúa; y además capaz de ser más, de fortalecerse física y mentalmente si es guiada por el conocimiento verdadero. Aquí arranca, por tanto, la tarea ética, que no es sino el esfuerzo alegre por autoafirmarse y crecer en diversos registros, por hacer valer la propia necesidad y saber desenvolverse con soltura en el mar de interacciones que cada uno es y habita. Semejante entramado nos obliga a tratar la causalidad como la modalidad universal del ser: todo individuo finito —no sólo el humano— es causa y efecto a la vez, forma parte de una secuencia múltiple, por eso se dice que todo efecto obedece a una causa (E1Ax3) y que todo ser genera efectos (E1P36). Como no es causa de sí mismo ni es un todo autosuficiente, está sometido a la relación causal que lo explica en su vínculo genético respecto a lo anterior y en su interdependencia con lo posterior —como una parte entre otras partes—, respecto a lo que no es él. Luego «ser» significa «ser causado» y, bajo este punto de vista, estar determinado a ser esto y no aquello; así como conocer es comprender el efecto por su causa (E1Ax4), de ahí la fórmula causa sive ratio o dar razón causal de algo (de su fundamento y singularidad). Hablar de indeterminación o de contingencia supondría negar la existencia efectiva del ente en cuestión, colgarlo en el vacío de lo que no es nada en particular, ayuno de la entidad que nace de la inmersión en el mundo que lo determina a ser y a actuar entre otros seres (E1P28 y P29). Lo ajeno a causas es sencillamente irreal.
Interpretar esto ha ocasionado múltiples malentendidos, como es sabido, pues se confunde determinación con determinismo (en particular de tipo moral) y, en consecuencia, la libertad se identifica con la indiferencia o la ausencia de causas. Spinoza pone en juego unos conceptos elocuentes al respecto: una cosa es la «necesidad libre», que conlleva autonomía (siempre relativa en el caso de la finitud), y otra la «necesidad coaccionada», que surge de la heteronomía o dependencia, pero en ambos casos hay determinación causal, pues lo que uno hace, siente y piensa obedece siempre a factores o motivos diversos (hechos, ideas, afectos…), sean conscientes o no; y creer lo contrario desemboca en la «ficticia libertad humana», basada en la ignorancia de aquello que causa los apetitos humanos y por tanto los supone incondicionados (Ep 58). Sin ánimo de resolver un problema tan peliagudo (que reaparecerá en el apartado sobre la intención), el quid de la cuestión es si hay o no autodeterminación dentro del entramado causal, bien porque se dominan las causas en juego (en la medida de lo posible) o bien porque se conocen y así pueden ser asumidas, haciéndolas propias. La libertad estriba en cualquier caso en ser activos, que es poner en valor la propia naturaleza o necesidad, sea mediante el hecho de interiorizar lúcidamente lo que ocurre (que no es mera resignación, sino profunda aceptación de lo que no depende de uno), o sea mediante la actuación física y mental directa, por decirlo así. Pero en las dos variantes el sujeto es causa y por tanto genera efectos (obras, ideas y emociones) en sí mismo y en el exterior, no es pasivo y dependiente.
En resumen, hay una correspondencia afirmativa entre naturaleza, necesidad, causalidad y libertad, garantizada en el plano de lo infinito y problemática y condicionada en el de lo finito. Pero esta diferenciación no afecta al isomorfismo o correlación universal de tales nociones, que se predican de la sola y única realidad, Dios o la Naturaleza (aunque luego se distinga entre lo naturante y lo naturado; cf. el apartado «Concepción», pág. LIV). A este respecto uniformador, conviene adelantar otras ideas para fijar la posición de inmanencia que a menudo se abarata con el nombre de panteísmo: consta ya que no hay Dios personal, creador y trascendente al modo teológico, sino que se define como «causa inmanente» y no transitiva de las cosas (E1P18), es decir, no sale fuera de sí para engendrar la multiplicidad de lo real que le define per se. En otras palabras, es causa de los entes «en el mismo sentido» en que lo es de sí mismo, puesto que los atributos son formas comunes a él y a los modos (E1P25S y Ep 4), y a eso se denomina «univocidad» de la causa, frente a las nociones tradicionales de eminencia y analogía que situaban a Dios en otro plano, como una realidad distinta y superior. Para decirlo con sencillez, afirmar al Dios-Naturaleza es hacerlo «igualmente» con todas sus expresiones finitas, sin reservas ni distancias, de manera que aquél y éstas son algo así como dos polos de lo mismo (sin confundirse), en el que uno no puede ser sin el otro, y por lo que conocer a las partes o cosas es conocer al todo divino (E5P24), aunque bajo cierto enfoque que no lo agota.
Según esta perspectiva que llamamos «horizontal», en vez de «vertical», de lo absoluto le cuadran los calificativos de completo y acabado en cuanto que no le falta nada, y a eso responden también las llamadas leyes eternas y necesarias de Dios: no han sido dictadas por la libre voluntad de un legislador, sino que surgen del orden fáctico —la concatenación causal— en virtud de la libre necesidad de su naturaleza, pues en Dios esencia, entendimiento y voluntad son lo mismo desde la eternidad (E1P33S2). El ser máximamente perfecto no necesita cambiar ni requiere una conciencia que le haga ser mejor, y desde luego carece de historia (sólo concebible en el plano de la duración) porque es eterno. Pero decir esto del todo no supone que las partes sean estáticas e inertes, sino justo al revés, ya que la naturaleza es potencia absoluta (E1P11S y P34), es decir, pura energía y actividad, el dinamismo magmático plasmado en las mil interacciones modales. He aquí el reverso del ser, su carácter procesual y activo (más patente en el ámbito finito), lo que permite entender ahora la causalidad como movimiento (físico y mental, desde la óptica humana). Lo decisivo es que esa potencia divina se trasfunde directamente —es participada por la vía interna de la inmanencia— a los individuos en diferentes grados (según sea el tipo de ente en cuestión), y eso constituye nada menos que su esencia o conatus (E1P36; E4P4 y E3P6 y 7). Luego las esencias singulares son expresiones de la divinidad y su rasgo básico es la fuerza o el apetito que pugnan por afirmarse en la existencia, crecer o desarrollarse conforme a su naturaleza particular y prevalecer hasta donde llegue su potencia, la cual sólo puede ser negada por un mal encuentro con una fuerza superior externa que antes o después la destruye. Eso es la muerte.
Así, los modos tienen consistencia y sustantividad —no son meros «accidentes» de la sustancia, como decía la tradición—, y además son eficientes, de manera que cada individuo se define por lo que hace (esse est operari) según sus posibilidades naturales, no está clausurado sobre sí. Bien puede hablarse, entonces, de una co-acción de potencias individuales, lo que tanto puede conducir al choque y la coerción como a la composición y la suma de fuerzas. En el caso humano, ese apetito constitutivo se llama «deseo» (cupiditas) en cuanto que hay conciencia del mismo (E3P9S) y puede ser cualificado mediante los diversos aprendizajes, en cuyo caso la cooperación se traduce en un acuerdo social y político para el ejercicio de la libertad. Por cierto que todo ello implica el carácter abierto y relacional —«ecológico» en sentido lato— de cuanto existe, de manera que los seres más flexibles y complejos se regeneran constantemente y en un hombre puede hablarse de continua recreación física, afectiva e intelectual, hasta llegar a concebir la existencia como empresa y proyecto. Esto es lo contrario de la muerte. En resumen, la potencia o esencia activa (essentia actuossa) es la clave para afirmar la realidad en su actividad múltiple y para entender la vida humana como lucha, a menudo agónica y polémica, pero también como afirmación gozosa. Y poco a poco se irá viendo cómo todas estas semillas conceptuales dan fruto.
Neutralidad
La palabra no significa asepsia o falta de compromiso, sino lo contrario: sólo cuando se reconoce el ser en su desnudez, sin prejuicios, es posible descartar miradas parciales y reductoras, lo que a su vez permite pensar el deber-ser moral sin interferencias. Digamos, con otra terminología, que una estructura ontológica bien captada por el pensamiento escapa a las superestructuras ideológicas que con frecuencia la aplastan, sobre todo al añadir suplementos de valor y de sentido postizos, ajenos a la cosa misma, por muy útiles y consoladores que parezcan. Tal es el titánico esfuerzo desmitificador que emprende Spinoza, a sabiendas de que va absolutamente contracorriente: ver las cosas como son —comprender y no juzgar, repite una y otra vez—, aunque a los hombres eso no les guste, pues buscan emociones compensatorias, y prefieran ser engañados (TTP Praef.). Bajo este punto de vista, como otros antes y después, la postura del filósofo puede llamarse positivista, de acuerdo con el fisicismo ya citado y con un modelo de razón fuerte que pretende conocer —al modo matemático— sin apenas mediaciones y sin dar pie a interpretaciones extrínsecas.33 El paso del tiempo y la toma de conciencia de los muchos condicionantes en la labor cognoscitiva, así como de la inevitable interacción hermenéutica entre sujeto, objeto y contexto, muestran que eso no es posible y ni siquiera deseable. Pero menos aún debería darse cierta «volatilización» de las ideas de verdad e incluso de realidad, entre otras cosas por medio de la confusión entre cosa y signo o imagen, ser y valor, hechos y deseos, etc., en función de unos u otros intereses.34 El pensador holandés sale al paso de todo ello desde la óptica naturalista que ansía desenmascarar lo que considera engaño y superstición, en la estela trazada por Demócrito y Epicuro. Afirmar lo real también supone emprender este combate para limpiarlo de adherencias y tergiversaciones.
Spinoza ofrece un compendio excelente de estos asuntos en el Apéndice de la parte primera de la Ética, donde se enfrenta al prejuicio mayor que es el finalismo:
[…] todos los prejuicios que me propongo indicar aquí dependen de uno solo, a saber, de que los hombres suponen comúnmente que todas las cosas naturales obran, como ellos mismos, por un fin y aun, sientan, por cierto, que Dios mismo dirige todas las cosas hacia un fin cierto, pues dicen que Dios ha hecho todas las cosas por el hombre y al hombre para que lo adore a Él.
Los seres humanos proyectan sus intereses y necesidades tanto hacia el Dios que conciben a su imagen y semejanza (no al revés) como hacia la naturaleza que estaría dispuesta para servirles, y lo hacen en función de «su ciego deseo e insaciable avaricia», acabando en la instrumentalización de lo divino y de lo mundano. Luego la perenne idea del pensamiento occidental de que en la naturaleza hay un diseño finalista y un designio providente se convierte en la base de la tergiversación de lo real: las cosas no cuentan por sí mismas, sino por el lugar que ocupan y el papel que desempeñan en el plan cósmico. Es decir, el sentido dado desde fuera suplanta al objeto como tal y la supuesta armonía se impone al orden causal, a lo que se añade una creencia escatológica que domina al conjunto e infecta de utopías falseadoras la organización social. Semejante planteamiento concede gran poder a quienes se erigen en intérpretes de la voluntad de Dios («ese asilo de la ignorancia») y, por tanto, en administradores directos o indirectos de la existencia. Por eso se oponen violentamente al conocimiento racional que les niega autoridad y privilegios, pues se funda en las causas eficientes y no finales, así como en la crítica a las «cualidades ocultas», los milagros y, por extensión, a cualquier «ultramundo» que gobierne a éste. A Spinoza, en fin, no le perdonaron su empeño secularizador y por tanto subversivo, pues el nuevo saber científico era en efecto un contra-poder respecto al vigente.
La refutación, ya iniciada en el apartado anterior, de una voluntad superior que legisle se completa ahora con la idea de que sería absurdo un Dios que produce excepciones en el orden natural y más aún que hace todo con el propósito del bien, sometido a «un modelo» o a «un destino» externo a él (E1P33S2). Además de degradar su realidad absoluta y perfecta por hacerlo moralmente dependiente del supuesto bien, tal desvarío es desmentido a diario por el imperio de las leyes naturales y por el triunfo frecuente de su contrario, la injusticia y la maldad, como recalca en el Apéndice. La moralización, por lo demás, se concreta en las nociones abstractas de Bien y Mal, supuestos principios esenciales ajenos a las cosas mismas, y que sirven para hacer un uso erróneo de la pareja perfección-imperfección
en cuanto referimos los individuos de la Naturaleza a este género, y los comparamos unos con otros […] y no porque les falte algo que sea suyo o porque la Naturaleza haya pecado. En efecto, a la naturaleza de una cosa no le compete nada sino lo que se sigue de la necesidad de la naturaleza de la causa eficiente, y […] sucede necesariamente. (E4Praef.)
El texto conecta con los ingredientes aparecidos al hablar de la «posición» del autor: la realidad o necesidad particular de los seres no permite juzgarlos desde fuera según «modelos ideales» superpuestos y al margen de su génesis causal, sino que deben reconocerse independientes del prejuicio o del capricho humano e irreductibles en su heterogeneidad, por lo que es mucho mejor hablar de «lo bueno y lo malo» dentro de las circunstancias sociales y según criterios o fines convenidos. Entonces la valoración moral o de otra índole es legítima y racional, pues no se basa en la imaginación que compara y desvirtúa al proyectar el apetito humano a las cosas, sino en el marco de referencia que proporciona el «consenso común» del Estado (E4P37S2). Lo cual no quiere decir que sólo haya una moral civil, sin derecho a la libertad de conciencia, sino que: a) se distingue lo natural de lo cultural, y b) se opta por la convivencia reglada dentro de la cual tendrá cabida la experiencia propiamente ética.
El problema es que esta actitud, de entrada «amoral» en cuanto respetuosa con la entidad propia de los seres y las cosas, es tachada de absoluta inmoralidad porque niega que haya un orden natural ya establecido con ese fin piadoso y porque todo lo fía al dictamen de normas y valores sólo humanos. Al parecer, esto resulta monstruoso y poco fiable para sus detractores, quienes no se detienen en la feroz controversia entre las religiones a la hora de interpretar ese supuesto orden moral previo ni en la oculta soberbia del antropomorfismo que lo utiliza a su gusto, aunque se disfrace de obediencia. Para evitar disputas y confusiones, reitera Spinoza,
yo no introduzco a Dios como juez; de ahí que valoro las obras según su propia calidad y no según el poder de quien las efectúa; e igualmente el premio que sigue a la obra se deriva de ella con tanta necesidad como se sigue de la naturaleza del triángulo que debe ser igual a dos ángulos rectos. (Ep 21.)
De nuevo importa una consideración inmanente, en este caso interna al acto mismo (no a la doctrina), de manera que en él va insita la consecuencia inmediata y automática, no surgida por la comparación externa respecto a deberes, premios y castigos. El resultado se evalúa en términos de aumento o descenso de potencia del sujeto, así como en los afectos asociados de alegría o tristeza, tal como los filtra la razón y no el capricho arbitrario, pero de eso se hablará después. Lo que importa ahora no es la sanción ajena, ni la intención nominal ni los prejuicios sociales, sino los efectos positivos o negativos que experimenta cada uno. Así, a la autonomía ontológica de la que se habló antes le corresponde la autonomía ética de los hechos: a los fines subjetivos, sean éstos o aquéllos, declarados, confusos o inconscientes, les enmienda la plana la calidad objetiva de los actos y sus consecuencias privadas y públicas.
Visto en conjunto, este enfoque neutral rechaza igualmente la ilusión optimista y el lamento pesimista, tanto en el plano personal como en el colectivo: del mismo modo que no se acepta una providencia rectora ni una teodicea (la justificación del mal en la historia para salvar la bondad divina), tampoco cabe creer en una decadencia general o en el progreso de corte historicista, es decir, basados ambos en el curso inexorable de las cosas. Así se da la paradoja de que el acusado como filósofo determinista deja margen a los acontecimientos humanos y no se embarca en visiones ideologizadas de imposible comprobación, pues nada está predestinado. Podría concluirse con una idea de Clément Rosset que resume bien esta posición: aquí rige el «principio de realidad suficiente», en virtud del cual no hay que buscar un fundamento o una justificación ajenos a ella, como a menudo se hace para rehuir su «crueldad», es decir, «el carácter único y, por lo tanto, irremediable e inapelable de esa realidad», tantas veces áspera y siempre «cruda».35 Spinoza no condesciende a las ortopedias de sentido externo y asume las cosas sin más, ésa es su «necesidad» no disimulada o edulcorada. De ahí que al final hallamos cierto «campo de juego neutral» para el desenvolvimiento de la vida humana, sin condiciones previas a favor (por ejemplo, un plan de salvación) o en contra (por ejemplo, el pecado original), y sólo queda la facticidad de un mundo en el que todo tiene causas y efectos, donde el ser humano debe crear parcelas propias de significado y bienestar solidario. Las opciones de fondo están delineadas en esta «posición» y cada cual elige la que quiere, claro está, pero a condición de no manipular las posturas.
Concepción
Con el mismo propósito de síntesis, se ofrecen algunos conceptos o, mejor, núcleos temáticos que operan como nudos en la red general del discurso. Hay que mostrar cómo se constituyen las diversas clases de identidades a partir de la relación todo-parte, sea la naturaleza en un plano macroscópico o el ser humano en otro microfísico, así como la figura polivalente del «individuo compuesto» que en cierto sentido media entre ambos. Y esto, a su vez, desde una perspectiva intensional (dimensiones internas, correlaciones o paralelismos) y otra extensional (articulación física, composiciones espaciotemporales). El eje de todo ello es integrar diferentes aspectos, ya que toda realidad es multilateral y polimorfa.
Identidad intensional
Vamos a utilizar parejas de términos de acuerdo con un modelo dual (no dualista), frecuente en el espinozismo, para indicar la bidimensionalidad y/o el desdoblamiento de las instancias en polos opuestos y complementarios. El esquema puede aplicarse a dos líneas de exposición, una de corte más teórico (ontología y antropología) y otra más práctica (epistémica y ética). Se intenta seguir una secuencia iterativa, donde hay cuatro parejas de conceptos y cada una da lugar a la siguiente en bifurcaciones sucesivas que añaden contenidos y matices. Recuérdese que ya han aparecido ejemplos significativos de diferente tipo, tales como la identidad compleja de Dios y la Naturaleza, extensión y pensamiento, esencia y potencia, necesidad y libertad, realidad y perfección…, o el nexo bidireccional de sustancia y modo, causa y efecto, bueno y malo, etc., en sus respectivos contextos.
1. Natura naturans y natura naturata (naturaleza naturante y naturaleza naturada) para la vertiente ontológica: lo naturante es lo que es en sí y se concibe por sí, luego incluye a los atributos de la sustancia y se refiere a Dios en cuanto que es causa libre, mientras que lo naturado se sigue de la necesidad de su naturaleza, o sea, los modos en cuanto que son en Dios y se conciben por él (E1P29S). Se trata finalmente de lo mismo, como ya se dijo, pero al hilo de estos términos36 se introducen algunas distinciones sutiles que ayudan a enriquecer la densidad de lo real: así, puede hablarse de lo originario y su desenvolvimiento, del polo productor y el producido (que no pasivo, pues expresa también potencia), de lo implicado y lo explicado, el todo que se autodetermina y las partes heterodeterminadas… Son aspectos de larga tradición y alcance en los que no cabe detenerse, pero que contribuyen a evitar una lectura «plana», estática y un tanto amorfa del ser.
La otra gran novedad es que en el seno de lo naturado deben añadirse al discurso los «modos infinitos», que no son mediadores entre uno y otro plano, sino claves universales de constitución para las cosas y que además acercan la naturaleza a la experiencia humana. A su vez, se distinguen dos variantes: a) los modos infinitos inmediatos, que son el movimiento y el reposo (M-R) en el atributo de la extensión y el entendimiento infinito en el pensamiento, lo que implica que toda realidad corpórea se estructura según una relación M-R que aglutina sus corpúsculos y que ésta tiene su correlato en una idea especular también compuesta, generada por ese entendimiento impersonal (aspecto formal) que expresa la potencia pensante de Dios, de manera que esa idea es una parte del gran todo llamado idea de Dios (aspecto objetivo), y b) los modos infinitos mediatos que se refunden en la Facies totius universi (o faz del universo), que es la integración de las dimensiones física e inteligible, esto es, las dos caras paralelas que constituyen todas las cosas (véanse para todo ello, en especial, Ep 64, E1P16, E2P3, E5P40S). Este último conjunto encarna algo así como el «mundo» más cercano y también se denomina «individuo compuesto», por cuanto es una gran estructura conformada por individuos singulares que se ensamblan en niveles crecientes de composición. Es interesante que esa articulación en escalas sucesivas de complejidad permita concebir identidades plurales y compuestas en distinto grado, que son un todo y una parte a la vez, según la perspectiva adoptada hacia abajo o hacia arriba. Sólo adelantamos (en el próximo apartado sobre la identidad extensional se comenta el boceto de física) que el Individuo infinito o gran todo permanece inmutable (cantidad constante de M-R e idea única de ideas), mientras que sus partes finitas bullen en continua actividad e intercambio. El resultado es que cada individuo está constituido por una malla de relaciones directas o remotas que le dotan de distintos marcos de referencia, algunos comunes y otros no, dentro de los cuales tiene que existir.
2. Pues bien, cualquier individuo es una pareja cuerpo-idea, lo que en el caso humano —vertiente antropológica— supone que «la idea del cuerpo y el cuerpo, esto es, el alma y el cuerpo, son un solo y mismo individuo» (E2P21S). Doble dimensión, de nuevo, con el matiz importante de que alma es la traducción del término latino mens (en rigor, mente) y no de anima (sentido tradicional), lo que ya indica una aproximación naturalista donde el alma sólo es la percepción de lo que ocurre en el cuerpo, y «el cuerpo humano, tal como lo sentimos, existe» (E2P17S). En este momento de la exposición de Spinoza el cuerpo tiene preferencia para enraizar al sujeto en tierra, por así decir, de manera que veamos surgir una constitución de lo humano que hoy llamaríamos psicofísica y fenomenológica: somos lo que percibimos y la conciencia nace de la experiencia corporal, a la que «cartografía».37 De hecho, una mayor complejidad orgánica posibilita mayor versatilidad en la interacción con el medio, y esto se refleja a su vez en una mayor capacidad mental, como se verá. Pero el punto crucial ahora es captar el origen fisiológico y casi inductivo de la mente, de acuerdo a la siguiente secuencia que resumimos: hay contactos con el entorno de los cuales queda huella corpórea (que es la afección [del latín affectio]) y de ésta se tiene una idea (que es el afecto o affectus) como primer grado de consciencia; y cuando se tiene idea de la idea (de la afección), es decir, idea del afecto, se logra la autoconciencia o reflexión sobre sí. En ese proceso el hilo conductor es la capacidad interna de las ideas para desdoblarse y el eje mediador es la inserción en el mundo, pues sólo el hecho de interactuar con él permite dotar de contenido a la mente a través de la experiencia del cuerpo, en un camino de ida y vuelta cada vez más sofisticado (E2P19, 23 y 29; E3P30). El entorno obliga a la apertura y al dinamismo del individuo, en el marco de las relaciones múltiples que le atraviesan, hasta desembocar en el pensamiento autorreferente. Visto desde otro ángulo, cuerpo y mente están siempre «en situación», involucrados en el tráfago de lo real, y es justamente eso lo que los activa y pone a punto.
3. Los afectos, como se acaba de ver, son el resultado relativamente duradero de ese contacto y el contenido primario de la vida psíquica —vertiente práctica—, en cuanto que expresan en el sujeto el flujo de comunicación entre el adentro y el afuera (primera bipolaridad). Además, implican una doble dimensión, emocional e intelectual:
Los modos de pensar, como el amor, el deseo o cualquier otro de los que se designan con el nombre de afectos del ánimo, no se dan si no se da en el mismo individuo la idea de la cosa amada, deseada, etc. Pero puede darse una idea aunque no se dé ningún otro modo de pensar (E2Ax3).
Es muy sugerente (aunque no todas las ideas conlleven afectividad) un enfoque que anticipa en alguna medida lo que hoy se llama «inteligencia emocional», pues en definitiva se trata de conocer los afectos mediante su idea y así poder gobernarlos.38 Visto desde otro ángulo: «Por afectos entiendo las afecciones del cuerpo por las cuales la potencia de obrar del cuerpo mismo es aumentada o disminuida, favorecida o reprimida, y al mismo tiempo las ideas de estas afecciones» (E3Def3). El énfasis se pone en la experiencia orgánica, de entrada corpórea (no mental como algo ya disociado o puramente intelectual), según la secuencia mundo-afección/ afecto-potencia, de manera que hay una continuidad entre los términos que desemboca en una reacción positiva o negativa respecto a la capacidad de obrar. La clave está en que la idea que expresa al afecto tiene una carga energética, por así decir, no es algo vacío o abstracto, sino que repercute sobre el «deseo» (en su «variable constitución») y lo determina a hacer algo (E3AD), en una u otra dirección, de forma que el alma afirma por esa idea una mayor o menor fuerza de existir del cuerpo y, a su vez, es determinada «a pensar tal cosa más bien que tal otra» (E3AD). Luego hay implicaciones psicofísicas e intelectuales de carácter recíproco, lo que abre el terreno propiamente ético cifrado en cuáles sean y cómo se establezcan esas relaciones.
Eso significa, por otro lado, que Spinoza no disocia razón y afectos (segunda bipolaridad) en tanto que los afectos del ánimo son parejos a la actividad pensante: ésta los genera con las ideas claras o confusas que se hace de lo que ocurre y así modifica el estado de la persona, de manera que a la larga sólo cualifica su vida si aquéllos son dichosos. Por otro lado, tener un tipo u otro de afectos influye para bien o para mal en la aptitud razonadora. Digamos que el nexo es la potencia común que subyace a ambos planos, pues en última instancia razón y afectos se traducen en «fuerzas» (favorables o no), y lo que cambia su signo es que se las comprenda (saber digerir y dirigir los afectos), asunto que a su vez remite a conocer su origen casual. Por eso se afirma que «si podemos, pues, ser causa adecuada de alguna de estas afecciones, entonces entiendo por afecto una acción; de lo contrario, una pasión» (E3Def3). Y esta tercera bipolaridad indica con claridad que la ética consiste en ser más activos que pasivos, esto es, en producir internamente los efectos psicofísicos o, al menos, en entender los que sobrevienen, de tal modo que esas afecciones se transforman en afectos lúcidos. Eso supone que el sujeto sea más o menos independiente y no esté sometido al albur de las circunstancias y de los encuentros con otros individuos, lo que se plasmará en el predominio global de la alegría sobre la tristeza, con todas las especificaciones afectivas de cada caso. Y también influirá el concurso de otros elementos, en especial los sociopolíticos, dado que nadie es autosuficiente y hay formas de dependencia insoslayables que son igualmente benéficas o perjudiciales, por ejemplo en el momento de proporcionar la decisiva educación de los afectos (E3AD27).
4. En otro orden de cosas, hablar como se ha hecho de la causa adecuada nos sitúa ante la vertiente epistémica, pues se trata de aquella «cuyo efecto puede percibirse clara y distintamente por ella misma» (E3Def1). Esta causa, entonces, es la que explica lo sucedido y permite entenderlo por sí sola, de ahí que sea deseable ser causa adecuada de la mayor parte de sucesos en la propia vida, es decir, tener las correspondientes «ideas adecuadas» o verdaderas de las cosas y ser dueño de uno mismo para gobernarse en lo fundamental. El conocimiento es el vehículo para lograrlo, y las nociones comunes son el instrumento de la razón para ubicarse en el mundo: tal como se dijo al iniciar la «concepción», conocer lo común a las cosas permite orientarse y conectarse selectivamente con ellas, sea en el contexto inmediato (discriminar los diferentes grados de comunidad con alguien o algo) o en el remoto (captar el parentesco último de todo lo que existe). Por cierto que, además, eso tranquiliza, pues uno reconoce que es una pequeña parte de algo mucho mayor, que las cosas «necesariamente» le desbordan en bastantes ocasiones y que debe aceptarse «con ánimo tranquilo una y otra cara de la fortuna» (E2P49S). Importa repetirlo, como hace el autor, y así desarrollar lo que podría llamarse cierto «espíritu deportivo» ante la vida, cuyo resultado es la serenidad —después de haberlo intentado todo— ante lo inevitable. Es otra vía, no tan paradójica como parece, de afirmarse dentro del universo y, por consiguiente, de integrar de buen grado la propia potencia en la del absoluto. No se trata del dicho «si no puedes vencerlo, únete a ello», sino de la convicción de hacer lo mejor en cada momento sin claudicar, e incluso, por encima de otras consideraciones, de mostrar confianza en el devenir…39
Es la otra cara de la virtud, sin que haya merma de potencia, aunque bien es cierto que en la vida cotidiana el sujeto intenta actuar por sí e imponer su deseo: «Por virtud y potencia entiendo lo mismo; […] es la esencia misma o la naturaleza del hombre, en cuanto tiene la potestad de hacer ciertas cosas que pueden entenderse por las solas leyes de su naturaleza» (E4Def8). Uno es virtuoso cuando es autónomo y hace valer su naturaleza esencial, y para eso hay que tener algún conocimiento que sirva de guía eficaz, lo que aumenta los isomorfismos ya conocidos entre los diferentes planos: ser causa adecuada, conocer, ser potente y virtuoso son actos equivalentes. Esta línea argumental que enlaza aspectos no se rompe porque no hay interferencias ajenas, en particular de la voluntad, que solía señalarse como el quicio de la virtud. Por eso es tan notable que Spinoza identifique entendimiento y voluntad como una sola y misma cosa, y además caracteriza el resultado no como una facultad abstracta y general, sino como la afirmación o negación inherente a cada una de «las voliciones e ideas singulares [que] son uno y lo mismo» (E2P49D). Lejos del voluntarismo, lo que importa es el peso específico del pensamiento particular (no los universales cognoscitivos ni los deberes morales genéricos) y su correspondiente repercusión en términos de aumento o disminución de potencia. De ahí que añada que una idea no debe equipararse a una imagen o una palabra, como si fuera «una pintura muda» o se pudiese «querer contrariamente a como se siente» con sólo decirlo; por el contrario, tiene efectos intelectuales, emotivos y prácticos inmediatos (E2P49S). Lo decisivo es el anclaje en la experiencia concreta que suprime el supuesto alcance ilimitado de la voluntad —así lo pensaba Descartes con casi toda la tradición— y su papel como guía del entendimiento con fines moralizantes. En cambio, lo único eficiente es el saber y el sentir del momento, a lomos de una potencia también en situación, no el sueño de omnipotencia de una voluntad extrañamente compatible con la negación humillada de las propias fuerzas.
Reaparece, entonces, lo que hemos llamado en un sentido amplio «positivismo», ahora entendido como el hecho de ceñirse a las cosas… aquí y ahora. A partir de este eje vertebrador de la experiencia se desarrolla todo lo demás, incluidas algunas «enseñanzas para la vida» que Spinoza pronto extrae en el mismo lugar, como si esta actitud de fondo bastara para ello. Enseñanzas prácticas tales como obrar por la virtud misma sin esperar recompensa (externa), aceptar los «sucesos de la fortuna» que no están en nuestra mano, favorecer la vida social tolerante, solidaria y en concordia, y promover un modo de gobierno orientado a la libertad en lugar de a la servidumbre (E2P49S). En el final de la segunda parte de la Ética ya es posible ofrecer de modo claro esos dos consejos fundamentales para la intimidad personal y otros dos de cara a la convivencia, como si fueran suficientes para extraer los mayores beneficios del conocimiento adecuado o sirvieran, de no darse éste, para amortiguar los problemas. Ya se ve que no hay tosco fatalismo ni resignación, sino formas de sintonizar con el mundo y actitudes de fondo que son las condiciones para navegar sus muchas corrientes…, lo que las convierte en plataforma que ayuda al aprendizaje propiamente racional y en respuesta posterior a las situaciones donde no llegue éste.
Identidad extensional
Un rasgo muy notable de la visión global de Spinoza es que descarta la simplificación del mecanicismo de corte atomista y del organicismo de corte holista, por más que afirme la causalidad como principio universal y la integración de las partes en un todo. Puede afirmarse que su postura estaría a medio camino de ambos, en una suerte de modelo físico relacional tremendamente fecundo, del que ya se han dado algunos indicios y que ahora conviene rematar. El autor holandés desconfía del aserto que reduce los cuerpos a materia inerte y olvida sus virtualidades, lo que conduce al dualismo más irresoluble —como en Descartes— y a un cierto espiritualismo —como en Leibniz— que complete lo que no alcanza a explicar esa física. De ahí que comience diciendo que todos los individuos «están animados» (animata sunt) en diversos grados (E2P13S), sin que esta tesis caiga en ninguna clase de animismo extranatural, pues sólo responde al imperio de la potencia de la que todos participan en alguna medida y a la dinámica derivada de ello. Por otro lado, hay que insistir en que el boceto de física surge en la Ética cuando el pensador trata el cuerpo humano y sus aptitudes específicas —básicamente de apertura y relación—, para así poder explicar las capacidades del alma que son directamente proporcionales,40 de modo que cuanto mayor es el registro para obrar y padecer de aquél, mayor será también el de ésta. Por eso, entre otras cosas, no hay lugar para la famosa «duda» cartesiana ni la solución del «pienso luego existo»: la previa e irrefutable experiencia orgánica en el mundo es la que permite fundar «después», como un axioma más, que «el hombre piensa» (E2Ax2). Y es que, sin romper ninguna ley universal, la materia animada41 puede alcanzar niveles de extraordinaria complejidad a la hora de explicar la constitución de lo real y del ser humano.
Una vez sentado que el movimiento y el reposo (M-R) constituyen el código binario común a todos los cuerpos —su ley de articulación— y que cada uno tiene su particular combinación definitoria, a la que corresponde un grado singular de potencia, puede decirse que hay cuatro nociones capitales en esta física que ya estaban en el ambiente, pero que con Spinoza adquieren gran alcance: a) la «composición» en virtud de la cual los cuerpos simples se unen en cuerpos de segundo grado y éstos en otros de tercero, etc., de complejidad creciente, según se dijo ya al hablar del individuo infinito; b) lo que supone que esa «proporción» esencial permite el intercambio de los cuerpos, y las modificaciones del tamaño, de la dirección del movimiento y de la figura externa, a la par que permanece el vínculo característico que es su forma intrínseca (E2P13Ax4, 5 y 6); c) esta «conexión» se presenta, por tanto, como una clave flexible dentro de sus límites y no es un dato absoluto, sino una relación constante dentro de la variación, de manera que hay dinamismo y apertura radicales; d) lo que, a su vez, dota de «equilibrio» entre lo centrípeto y lo centrífugo a las partes así unidas, en una especie de simbiosis hacia dentro y posibilidad de lo mismo hacia fuera. Los individuos, en resumen, se componen de cuerpos (E3P13Ax3) y están dotados de una fuerza propia y una ductilidad que los hace muy versátiles.
Este sencillo esquema es más productivo de lo que pueda parecer y se aplica con éxito a otros campos, como habrá ocasión de comentar. De momento, ya sabemos que «la Naturaleza es un solo individuo, cuyas partes, esto es, todos los cuerpos, varían de infinitos modos, sin ninguna mutación del individuo en su totalidad» (E2P13L7), lo que afirma la plenitud de lo plural en lo unitario y viceversa, así como una escala diferenciada de proporciones constitutivas que culminan en una idea de naturaleza entendida como «relación de relaciones». Desde un punto de vista actual, semejante flexibilidad ontológica podría caracterizarse como «ecosistémica»:42 cada individuo es un sistema abierto que integra partes menores hacia dentro y se inserta en otro mayor hacia fuera, atravesados todos ellos —según el grado y el nivel— por flujos de materia (cuerpos menores), energía (potencia) e información (especialmente en el caso humano), lo que les permite interactuar de acuerdo a su proporción interna y a los patrones estables comunes a un grupo, además de reorganizarse a tenor de los cambios y de los choques inevitables. El hombre, en concreto, es un individuo compuesto muy diferenciado internamente, lo que lo hace más apto y más complejo, capaz de una mayor plasticidad y de tener frecuentes intercambios con el medio para regenerarse, a partir de lo cual puede evolucionar como proyecto vital en marcha y tiene la habilidad para transformar cuanto le rodea (E2P13Post), en retroacción permanente de sujeto y mundo. De esta base psicofísica, no se olvide, surgen las demás peculiaridades humanas.
Spinoza va más allá de la idea cartesiana del «hombre máquina» y da pie a dimensiones desconocidas, como cuando dice que nadie sabe «lo que puede el cuerpo» (E3P2S) y enumera casos singulares (sonambulismo, etc.); o cuando plantea la cuestión de cómo interpretar la amnesia, que es un cambio cualitativo de personalidad sin alteración de la proporción M-R (E4P39S). Se intuyen así formas complejas todavía desconocidas y no explicables sólo por la mecánica, cuyo conjunto podría concebirse hoy como un proceso «autopoiético» de desarrollo, en virtud del cual el hombre se auto-eco-constituye y se auto-hetero-determina a través de múltiples actos y relaciones (físicas, emocionales, simbólicas, sociales, políticas). Esto es su alimento de todo tipo, lo que le hace dependiente a la vez que le proporciona recursos para ser independiente, y en cuyo entramado tiene que conducirse con criterio y acierto para crecer como persona, o, al menos, para no sufrir. Por lo demás, esas relaciones son un subconjunto —nótese que cultura y naturaleza se interpenetran a todos los efectos— de la gigantesca red general de encuentros constructivos y destructivos tejida con el hilo de todos los individuos en acción, incesantemente, donde casi nada está prefijado y cualquier cosa se convierte eventualmente en una oportunidad o un peligro.
El otro campo paradigmático para continuar con esta lectura es la vida política en el Estado, pues éste no es otra cosa que un individuo compuesto de grado superior, donde surgen relaciones «ecológicas» específicas. Lo peculiar del tema es la búsqueda de conciliación entre las subjetividades singulares y la objetividad de las instituciones, de modo que la «multitud» esté integrada por individuos que no pierdan su derecho o poder y que, no obstante, se conduzcan «como un solo cuerpo» y «una sola mente» (TP 2/16 y 21, 3/2 y 7; TTP Praef. y 17; Ep 50). Como se ve, aquí rige el modelo psicofísico cuerpo-mente ya tratado, precisamente para extraer el jugo de su complejidad y poder aplicarlo al fin político de la unión equilibrada sin masificación. De hecho, Spinoza distingue un «alma» del Estado entendida como la unidad de poder plasmada en la legalidad (status civilis), según TP 3/1 y 2; 10/9; el «cuerpo» o sociedad (civitas) organizada de sus miembros, con los asuntos públicos colectivos (respublica), según TP 3/1 y 4/2; y lo que podría llamarse la gestión de todo ello, equivalente a la «conducta» humana con su dinámica de acción y de pasión. Reaparece así la visión de un todo multiforme constituido por partes obedientes a la autoridad que las unifica, pero también existe una pluralidad irreductible de personas que aspiran a tener garantía legal de sus libertades. Asimismo, como en la física, se trata de un marco general de fuerzas sometidas a concordancias y oposiciones, donde todos los individuos son sujetos y objetos de poder simultáneamente, y en definitiva tienen que organizar su vida a caballo entre la esfera pública y la privada (TP 3/2, 5, 9 y 12). La política, en fin, es otro juego de conexiones, choques y equilibrios en permanente reconfiguración, dentro de unos cauces establecidos.
Más revelador aún es el uso frecuente de las nociones centrales de composición y proporción: las instituciones deben representar a todos los sectores de la sociedad de manera escrupulosamente proporcional y además deben renovarse mediante elecciones periódicas, todo lo cual está reglado por relaciones casi matemáticas y procedimientos estrictos y detallados (TP 7/18 y 26). Además, las instituciones se componen o articulan en niveles crecientes que van de lo local a lo provincial y de ahí a lo nacional, cuya función es distribuir y contrapesar el poder en aras del consenso y del equilibrio, de ahí que uno de los mejores sistemas sea el federalismo descentralizado (TP 9). Con el mismo espíritu se establece que haya cierta diferenciación entre los sistemas ejecutivo, legislativo y judicial, con diversas fórmulas según el modelo. Spinoza se inspira en la República holandesa de su época, pero los criterios organizativos que diseña según pautas físicas pueden aplicarse a cualquier régimen con las adaptaciones oportunas. Lo importante es que el Estado sea un organismo sano y eficiente, de forma que asegure su conservación y prosperidad guiándose por cierta prudencia racional como cualquier sujeto, para lo que son imprescindibles algunos dispositivos: una buena administración de sus relaciones internas (al modo corpóreo), la libre circulación de informaciones (al modo mental), la capacidad de autodefensa y de comercio (en beneficio de su potencia) y la colaboración establecida en alianzas con otros estados (como base de los intercambios con el entorno), según puede entreverse, por ejemplo, en TP 6/19, 7/8, 11. Lo cierto es que el esquema de articulación y de comportamiento es análogo al de los individuos humanos según un modelo fisiológico de autorregulación, y puede concluirse que la política es concebida como una auténtica física del poder.
Vale la pena destacar que este paradigma concibe cualquier clase de identidad —sea personal o política— como aquella en la que la «forma» (su estructura y organización) se funde con su «proceso» (la constante actividad regenerativa) mediante las múltiples relaciones constitutivas (de proporción y composición) que son siempre dinámicas, de manera que el resultado es la vitalidad mutua del todo y de las partes. No menos interesante, por último, es que estos rasgos pueden hallarse en otros ámbitos que ahora sólo cabe mencionar: las «nociones comunes» con las que opera la razón son, al fin y al cabo, «formas de conectar» cosas dispares mediante la búsqueda de lo común, que a su vez se expresa en diferentes escalas que van desde lo universal (por ejemplo, el M-R que atañe a todos los cuerpos) hasta lo particular (por ejemplo, una íntima concordancia subjetiva), a la vez que se mantiene la distinción de las esencias singulares (que serán objeto específico del conocimiento intuitivo). Esta especie de federación ontoepistémica guarda un claro parecido con lo que ocurre en las federaciones políticas, sea en el plano interno o entre estados: el establecimiento de instituciones comunes no homogeneizadoras. En otro orden de asuntos, la primera caracterización de lo bueno y lo malo se da en función de lo que favorece o perjudica la proporción de M-R que constituye al individuo humano (E4P38 y 39), o se distingue al sabio del necio, dentro de la escala de grados posibles, atendiendo a la proporción de ideas adecuadas e inadecuadas que tengan (E5P20S), pues éstas implican afectos y definen un estilo de vida en conjunto. Luego las dimensiones epistémica, ética y política también están caracterizadas, en alguna medida inicial, por categorías físicas que permiten establecer vínculos internos en cada una y relaciones transversales entre ellas.
Intención
Esta última esfera recoge los objetivos éticos y políticos que se alzan sobre los pilares anteriores, esto es, los ideales que guían la conducta individual y colectiva hacia un modelo de excelencia. La línea maestra común consiste en real-izarse, lo que significa crecer en potencia y conocimiento, fuerza interior y creatividad, desde la alegría que caracteriza al sabio y con la ayuda de la convivencia pacífica, libre y segura en el buen Estado. Siguen algunos trazos básicos de los dos campos.
Intención ética
A partir de la «posición» afirmativa de la propia naturaleza y de la «concepción» de la virtud como potencia autónoma, está claro que la excelencia ética estriba en el autogobierno de los afectos mediante el conocimiento y, por tanto, en que la acción prime sobre la pasión. Antes de entrar en detalles, conviene recordar que no valen los imperativos dogmáticos de ninguna clase, sino más bien la experiencia filtrada por la razón que acopia cuanto le es útil en esa empresa de largo alcance. Por eso quizá se reformulan algunos puntos de partida en un sentido pragmático:
Una idea del hombre que sea como un modelo de la naturaleza humana que contemplamos nos será útil […]. Así, pues, entenderé en lo que sigue por bueno, aquello que sabemos ciertamente que es un medio para acercarnos más y más al modelo […]. Por malo, en cambio, entiendo aquello que sabemos ciertamente que nos impide reproducir ese mismo modelo. Además, diremos que los hombres son más perfectos o menos perfectos, según se aproximen más o menos a ese mismo modelo. (E4Praef.)
Aquí se diseña una estrategia gradual de orientación del comportamiento, para lo que se adopta una mirada por primera vez comparativa —externa a la cosa natural misma— en relación al modelo acordado. Este deliberado cambio de perspectiva hacia el ámbito de la cultura (valores y códigos convencionales) obedece a la importancia de la vida social, pero también al hecho de tener una guía que sirva de referencia en cualquier circunstancia, incluso cuando se duda o no hay conocimiento seguro. De este modo, el ideal libremente asumido por el sujeto, no impuesto desde fuera, es un estímulo permanente que ejerce un poderoso efecto de sugestión: Spinoza dice en el texto citado «tenerlo a la vista» y recurre en otro lugar a técnicas que hoy llamamos de visualización, tales como conservar en la memoria «principios seguros» y aplicarlos continuamente en los casos que se presenten, imaginar posibles peligros y cómo evitarlos o afrontarlos y, en general, fijarse en los aspectos positivos (lo bueno) de cada cosa «para que así seamos siempre determinados a obrar por el afecto de la alegría» (E5P10S). La perspicacia psicológica de este entrenamiento mental y afectivo habla por sí misma y refrenda la variedad de recursos utilizados para lograr la vida buena.
Ahora bien, el modelo o ideal regulativo no puede ser definido caprichosamente, pues ello produciría los efectos opuestos a los deseados y conduciría al enfrentamiento, luego hay que converger hacia lo que consideran bueno para la naturaleza humana «los hombres que viven según la guía de la razón», dado que «obran necesariamente lo que es necesariamente bueno» para todos y se promueve así la concordia y la común utilidad (E4P35). Es importante que el modelo se base en personas que dan muestra real de virtud, ya que —aunque muchas veces «veo lo que es mejor y lo apruebo, pero hago lo que es peor» (E4P17S)— ellos prueban que es posible alcanzar un bien supremo del que todos pueden gozar «porque esto se deduce sin duda de la esencia humana misma en cuanto es definida por la razón» (E4P36). El racionalismo encarnado en ejemplos vivientes supone que es posible conocer y seguir lo mejor para el hombre habitualmente, y así ofrecerlo con certeza universal porque es lo común a todos: sólo hay una naturaleza humana universal, ajena a etnicismos o divisiones sustantivas (TP 5/2). Pero aun así queda abierta la puerta para las adaptaciones y estrategias particulares que cada cual realice según su idiosincrasia y situación, tanto más cuanto que nadie es por completo racional y la sabiduría no está al alcance de la mayoría. Aunque la fe en la razón y en la supuesta unanimidad que genera ha decaído ostensiblemente con el paso del tiempo, no debería menospreciarse la experiencia personal de alguien como Spinoza, semejante en bastantes aspectos a la de otros sabios, fundada en argumentos y en aprendizajes contrastados. Con la muy relevante conclusión de que son los virtuosos los que crean valores con su síntesis viva de acción y contemplación, no es el deber el que crea la virtud, lo que sirve de acicate y guía para todos.
Detenerse en los llamados tres géneros del conocimiento ilustra bien la necesidad de unir racionalidad y experiencia para afrontar los diversos registros vitales: a) la «imaginación» es el tipo de saber confuso, basado en percepciones vagas o de oídas, y transmitido por signos (TIE 19; E2P40S2). El sujeto es pasivo, no tiene contacto directo con las cosas, se limita a heredar informaciones culturales, ficciones, prejuicios, o simplemente le llega de manera fortuita un conocimiento superficial, sin discernimiento ni certeza, variable y que tiende a la generalización (E2P17S; E2P47 y 49; TIE 27, 28, 93). Gran parte del bagaje convencional de cualquiera encaja con esta caracterización, y es innegable que resulta útil en la vida cotidiana como primera vía de orientación en el mundo y de aprendizaje práctico. Además, una vez descartados los elementos claramente fantasiosos, irracionales y supersticiosos, puede ser una herramienta constructiva muy notable si se consigue gobernar la «potencia imaginativa» como paso intermedio hacia la razón, por ejemplo si se pone al servicio del modelo de excelencia recién comentado (E3P12, P13, P28, P53 y P54). De hecho, hay pasiones dichosas que, sin ser bien comprendidas, favorecen —como causa ocasional— el ejercicio de la razón, pues aumentan la potencia cuando alegran el ánimo y predisponen al buen juicio. En una palabra, Spinoza no considera a la imaginación suficiente ni satisfactoria, pero tampoco descarta sus posibles beneficios, incluidos los que facilitan la convivencia de la gente corriente en una sociedad pasional.
La razón o segundo género se funda en las ya conocidas nociones comunes que relacionan cosas diferentes (sean dos, muchas o todas), lo que proporciona un marco de referencia estable —basado en las «propiedades de las cosas» que no varían— para la teoría y la praxis. Es un saber necesario en vez de contingente, lo que permite definirlo como seguro e inmutable, adquirido bajo el aspecto de lo eterno (sub specie aeternitatis), es decir, no ligado a las mudanzas del tiempo (E2P29S, P40S1 y 2, P44). Aquí hay claridad y distinción, como reclamaba Descartes, pero rige más aún la estructura lógica de la verdad fundada en la certeza inherente y en la potencia de pensar (tanto innata como educada) cuando se la deja actuar con autonomía y rigor, lo que genera las ideas adecuadas que son explicaciones genéticas de las cosas. El hombre predominantemente racional sabe, en definitiva, a qué atenerse y está tranquilo, se comprende a sí mismo y al resto de individuos, humanos o no, en el seno de un universo perfecto (E3P49; E4P11; E5P5), lo cual no significa que siempre haya certidumbre, pues se da la paradoja de que en muchas coyunturas no conocemos la concatenación causal de los acontecimientos, por lo que las cosas se nos aparecen como «posibles» y no como necesarias, es decir, ininteligibles en mayor o menor medida, y así es saludable tomarlas —para «uso de la vida»— como algo abierto (TTP 4). Es importante tener la capacidad de optar entonces por lo probable o lo verosímil, apegarse al modelo de excelencia elegido y reaccionar ante la inevitable perplejidad tan bien como se pueda, para lo cual serán de gran ayuda los aprendizajes previos y el temple de ánimo.
Y es que saber desenvolverse con soltura en cualquier circunstancia y encajar los sinsabores es índice no trivial de sabiduría. Poco a poco todo ello impregna el deseo (la esencia humana), que se va haciendo reflexivo y sereno, proclive al gozo, orientado a la utilidad y la felicidad, más allá de la mera autoconservación que es su ley primera (E4P21, P23, P24), con la consiguiente calidad de los afectos. Aún falta la «intuición» o tercer género de conocimiento, el más poderoso por sus efectos transformadores y también el más escaso, si bien es propiciado por la razón cuando ésta se hace habitual, aunque la desborda como si se produjera un salto de nivel. Si la imaginación capta una parte del individuo como algo aislado y la razón conoce una dimensión común a muchos, pero no la totalidad de lo singular, la intuición consiste en aprehender la esencia individual por completo e inscribirla sin mediaciones discursivas en Dios o la naturaleza, esto es, comprenderla como expresión particular y directa de lo divino (E2P40S, P47S). Desempeña aquí un papel, claro está, el binomio clásico de la implicación y la explicación, de manera que la cosa intuida implica y explica lo divino con gran intensidad. No es fácil calibrar el sentido exacto de la posición espinoziana al respecto, pues describe este alto saber en el último tramo de la Ética con términos superlativos de cierta resonancia mística, lo que incluye además la experiencia máximamente dichosa del «amor intelectual de Dios» y la unión que depara (E5P27, P32, P33, P36S). Sea como fuere, el autor deja claro que existe esta cualificación y no limita el alcance de su plenitud, por infrecuente que sea, a la vez que exhorta siempre al cultivo más asequible de la razón y aconseja atenerse a sus dictámenes éticos (E5P41). Con otras palabras, lo que propone es un conocimiento metarracional, nunca irracional y mucho menos antirracional.
Como ya se ha dicho, los afectos son la otra cara del proceso cognoscitivo y expresan la vertiente emocional del tipo de vida. Spinoza lleva a cabo un detallado y agudo estudio de éstos en la tercera parte de la obra, considerándolos como cualquier otro objeto, algo que debe ser entendido y no ridiculizado, «igual que si fuese cuestión de líneas, superficies o cuerpos» (E3Praef.). Hay una gran variedad que procede de las afecciones entre el deseo o naturaleza individual y cada uno de los muchos objetos posibles, situaciones, etc., lo que da lugar a múltiples combinaciones afectivas, pero una vez más deben encontrarse las «propiedades comunes de los afectos y del alma» (E3P56), es decir, los resortes y las características generales que permiten condensarlos en las 48 definiciones que se ofrecen en el Apéndice de esa parte. Ya consta que el deseo o esencia de alguien está determinado a hacer algo en virtud de una afección, que es un aspecto innato o adquirido de su variable constitución, de manera que le dan contenido «todos los esfuerzos, impulsos, apetitos y voliciones del hombre […] y no raramente tan opuestos unos a otros, que el hombre es arrastrado en diversos sentidos y no sabe hacia dónde inclinarse» (E3AD). Dada esta plasticidad psicofísica y los muchos encuentros posibles —lo que bien puede llamarse el deseo y la «ecología de los afectos»—, es frecuente verse arrastrado como por una ola (E3P59S) o padecer la mera reactividad ante los estímulos y finalmente el malestar, de ahí la importancia clarificadora del saber y el gobierno activo de ellos. Es cierto que las cosas son buenas porque las apetecemos, y no al revés (E3P9S), pero esta autonomía del deseo no conduce a legitimar el capricho, sino a la obligación de querer lo mejor. Por otro lado, eso sólo es posible en la medida en que las ideas adecuadas de la razón generan afectos positivos, ya que el conocimiento verdadero del bien y del mal por sí solo no basta y se requieren «fuerzas mayores» para desplazar lo negativo y serenar el espíritu (E4P14). La teoría es eficaz, en fin, en la medida en que da lugar a energías afectivas útiles para la vida.
En el mismo contexto, el pensador judío describe las dos grandes vías de expresión del deseo: la tristeza (que es el paso a una menor potencia o perfección) y la alegría (que es el paso a una mayor), donde lo importante es «el acto de pasar» (E3AD2 y 3), el tránsito relativo de subir o bajar. La dinámica de la existencia en sus múltiples avatares se plasma luego en los muchos afectos concretos que se derivan de estos principales (junto con el deseo), pero vaya por delante que, en igualdad de circunstancias, el deseo que surge de la alegría es más fuerte que el que surge de la tristeza por ser doblemente potente y afirmativo (E4P18). Los ligados a la tristeza corresponden a la vida presidida por la imaginación, como es fácil suponer, cuando el sujeto fluctúa al albur de las circunstancias y no es dueño de sí, o bien produce en su interior afectos dañinos por error, compulsión, desidia, etc. Quizá los más característicos y engañosos de este abanico perjudicial sean las parejas «esperanza-miedo» y «amor-odio», en tanto que están presentes en otros muchos afectos y no se es consciente de que con ellos uno depende de causas externas, a menudo confusas e inconstantes, amén de provocar reacciones con frecuencia desproporcionadas (E3AD12 y 13, 6 y 7). El gran problema es que esta servidumbre llena de altibajos y frustraciones es considerada normal por la mayoría, sin reparar en que en la mayor parte de los casos el sujeto es pasivo y fluctuante. El conflicto cotidiano, pequeño o grande, se convierte en la norma en vez de en la excepción, por lo que no se consigue encauzar lo suficiente hacia el bienestar las cada vez más desgastadas energías.
Por el contrario, los afectos de la alegría nacen del saber racional y de la intuición que iluminan la experiencia, moderan los excesos y pacifican el ánimo, siempre al servicio de la fuerza interior que se abre camino en todos los aspectos de la vida. No es fácil lograr ese equilibrio, y hay que contar siempre con la existencia de problemas, pero la tendencia —todo es cuestión de grados y proporciones— es favorable a la expansividad y a la «satisfacción de sí mismo» (Def25), que podría ser la base afectiva de esta tipología. Su culminación afirmadora acaso esté en la «fortaleza» que se desdobla en «firmeza» respecto a uno mismo (con éxito en el logro de una lúcida autoconservación) y en «generosidad» respecto a los otros (cuyo mejor fruto es la amistad), según condensa E3P59S. Así, hay autoestima e independencia de juicio, desprendimiento y nobleza, lo que asegura una vida que se enriquece sin cesar y está preparada también para afrontar la adversidad. La persona fuerte —se añade en otro lugar— no odia ni se irrita, no envidia ni se ensoberbece, no desprecia ni se indigna, sino que apetece para los demás el mismo bien que desea para sí, y además sabe que todo aquello que le repugna en el orden necesario de la naturaleza divina «nace de que concibe las cosas mismas desordenada, mutilada y confusamente; y por esta causa se esfuerza ante todo en concebir las cosas como son en sí mismas y en alejar los obstáculos que impiden el conocimiento verdadero» (E4P73S). Como se ve, incluso en la caracterización de lo mejor del hombre, Spinoza vuelve a la actitud primera de reconocer que la razón humana es parcial y limitada al valorar el orden necesario de lo absoluto y subraya que el mayor afán es ver las cosas tal como son, apartando los afectos que lo impiden o distorsionan. Por otro lado, la intuición aporta la experiencia radical de unión amorosa con lo divino, comoquiera que se entienda, donde ya no hay disonancia alguna entre el todo y las partes, sino pleno acuerdo y dicha absoluta (E5P25-27, 33-36). En resumen, en esta ética hallamos una fecunda complementariedad entre poder, saber y gozar, de manera que la virtud integra esas tres facetas en una persona alegre y resolutiva.
Intención política
Ha quedado claro en varios momentos el gran peso que se concede a la esfera social y política, pues la interdependencia es evidente y sólo una praxis solidaria permite aliviar los conflictos y mejorar las condiciones generales de la vida. Por eso Spinoza retoma la idea clásica de que el hombre es político por naturaleza (TP 6/1) y deja atrás la lucha «salvaje» que a todos perjudica para fundar el «estado civil» donde se rige por las mismas leyes y acata valores compartidos, de manera que el Estado tiene el monopolio de la violencia y ejerce la coacción necesaria, pero también concede el derecho de ciudadanía y garantiza la convivencia pacífica (E4P37S2). Luego es en este marco convencional —creado por los seres humanos a su escala y según sus criterios— donde la razón alcanza su esplendor, tanto porque este tipo de vida presidido por la ayuda mutua facilita su logro a más personas, como porque en el seno del artificio colectivo es ejercida con más plenitud y recursos. En otras palabras, la vida social y la racionalidad se retroalimentan y favorecen mutuamente, dado que ambas convergen en la búsqueda y disfrute de lo común bajo distintas perspectivas. De ahí que quien se guía por la razón —esto remata el retrato del hombre fuerte del apartado anterior— «es más libre en el Estado» que en soledad, pues la sujeción voluntaria a reglas promueve su más segura conservación y el mejor desarrollo de sus capacidades (E4P73S). Veamos cómo se concreta esta declaración de intenciones.
De entrada, hay unas condiciones básicas para la libertad: es el «consenso común» el que legisla jurídica y moralmente, sin que haya moral o derecho naturales al modo tradicional, de forma que toda soberanía —también en este campo— reside en los individuos que ceden su poder a la institución colectiva (no a un sujeto en particular) y crean de nueva planta el Estado y sus principios rectores. Este proceso no responde sólo ni fundamentalmente al miedo, como dijo Hobbes,43 sino a la búsqueda de la máxima utilidad y concordancia por lo que son en sí mismas, ya que el hombre, en vez de un lobo, «es para el hombre un dios» (E4P35S) y cuanto impide la amistad es deshonroso (E4P37S1). Spinoza no es un sentimental ni un utópico, como ya se dijo, sino un «realista» que pretende construir sobre bases sólidas y pragmáticas, pero eso no le hace quedarse en un simple utilitarismo. Los antagonismos y las pasiones nunca desaparecen, precisamente por ello es urgente darles cauce (las pasiones como «sentimiento común» son las primeras fuerzas que unen a los humanos, según TP 6/1) y moderarlos en el Estado, de manera que triunfe la unión «como un solo cuerpo que es gobernado por una sola mente», donde sirvan de guía la justicia, la confianza y la honestidad que la razón enseña a los mejores (E4P18S). Dicho en términos coloquiales, tan mala es la ingenuidad de las «palomas» como el astuto cinismo de los «halcones», y lo que luego queda es un gradual perfeccionamiento.
Ya se ha adelantado que el propósito de fondo es lograr un círculo virtuoso entre racionalidad y política:
la razón enseña a ejercer la piedad, y enseña a ser de espíritu tranquilo y bueno, lo que solamente puede suceder en un estado, y además, puesto que no puede suceder que una multitud sea guiada como por una sola mente, como se requiere en un estado, a no ser que el estado tenga derechos que hayan sido instituidos por prescripción de la razón. (TP 2/21.)
El eje de esa alianza consiste en que la vida pública significa colaboración y respeto elementales, según dicta la razón, algo sólo posible en el Estado, pero es ella misma la que indica cuáles son sus formas de organización estables y eficaces, de modo que los derechos sean la base de la unidad antes que la mera imposición. Además, el hombre racional y libre no sólo no choca con eso, sino que se afirma a sí mismo en la «voluntad de todos» que es el Estado, y éste a su vez será tanto más «poderoso y […] más independiente» cuanto más se guíe por la razón (TP 3/5, 6 y 7). Lo interesante es que sólo este camino de obediencia racional a la ley proporciona auténtica y efectiva libertad,44 pues el sabio necesita compartir sus afectos e ideas con los demás (TIE 8) y el hombre común quiere satisfacer otras necesidades, pero también ser tratado como ciudadano y no como súbdito. Importa, una vez más, articular los deseos o esencias individuales y sus respectivos comportamientos con el uso de la fuerza cuando sea precisa, pero más aún con estímulos y recompensas que animen a la disposición constructiva de la mayoría.
Spinoza se aplica a ello y no lo concibe como una concesión o un simple intento de aplacar las malas pasiones, sino convencido de que es lo mejor para todos y cada uno en los diversos registros de la vida. En este sentido, diseña un modelo basado en la participación política del mayor número posible de ciudadanos bajo cualquier régimen (como insiste, por ejemplo, en el TTP 5), aunque su culminación sea la democracia, y pretende establecer mecanismos concretos para ello a la manera física ya tratada. Semejante enfoque, por lo demás, no puede conformarse con la idea de una «libertad negativa» —según los célebres conceptos del liberalismo posterior— cifrada en la no interferencia del Estado ni de otros sujetos en la voluntad individual, sino que defiende una «libertad positiva» fundada en el ejercicio común de los derechos y deberes reglados en las instituciones, según la vieja tradición republicana. Naturalmente, lo que subyace es una concepción diferente de las relaciones entre lo público y lo privado: para el pensador holandés están íntimamente unidos y un plano alimenta al otro, hasta el punto de que no puede haber desarrollo personal sin asumir activamente esa dimensión política, del mismo modo que la cosa pública no puede funcionar bien sin la participación decidida de los ciudadanos.
Por otro lado, Spinoza concede gran relevancia al equilibrio dinámico entre libertad y seguridad, pues tampoco aquí cabe una sin la otra, lo que le aleja otra vez de Hobbes y su idea de que la seguridad siempre compensa los abusos del poder (Leviatán, 2, 18). Es cierto que el Estado ha de ser fuerte, compacto y carente de divisiones internas (TP 3/4) para cumplir sus obligaciones en aras de la paz y la prosperidad, lo mismo que la obediencia a la ley es imperativa y que el miedo es también una herramienta política para salvaguardar la seguridad (TP 3/3, 4/4), pues los hombres pueden ser temibles y la masa desbocada deviene peligrosa. Pero eso no justifica la opresión ni —como se añade en esos mismos pasajes— negar el derecho de cada cual a juzgar por sí mismo, de forma que hay que contar con «el amor a la libertad» que surge una vez se la conoce y promover un poder colegiado que prime la esperanza sobre el miedo y el consentimiento sobre la pura obediencia (TTP 5). La racionalidad política está al servicio de la expansión libre si no quiere traicionarse: mientras que el miedo permite apoderarse de las personas en cuerpo y alma (TP 2/10), la «multitud libre» busca en cambio «cultivar la vida» en torno a la paz, la fortaleza y la virtud (TP 5/4, 5 y 6). Y es que, como siempre, lo positivo se afirma sobre lo negativo en todos los ámbitos, en consonancia con los presupuestos ontológicos de la potencia y los valores éticos de la acción. No es mero voluntarismo, sino la conciencia clara de que vale la pena asumir riesgos para poner en marcha las capacidades de los sujetos, que a la larga son mucho más eficaces para apuntalar la estabilidad colectiva.
Evitar graves sobresaltos políticos es, por tanto, condición necesaria pero no suficiente de la libertad, un medio y no un fin en sí mismo. Es más, vivir con genuina seguridad y sin miedo van de la mano (TTP 16, 191) o no vale la pena el precio pagado por aquélla, como habría que recordar hoy día. He aquí una síntesis definitiva:
De los fundamentos del estado […] se deduce evidentemente que su fin último no es dominar a los hombres ni acallarlos por el miedo o sujetarlos al derecho de otro, sino por el contrario, libertar del miedo a cada uno para que, en tanto que sea posible, viva con seguridad […]. Repito que no es el fin del estado convertir a los hombres de seres racionales en bestias o en autómatas, sino por el contrario, que su espíritu y su cuerpo se desenvuelvan en todas sus funciones y hagan libre uso de la razón sin rivalizar por el odio […]. El fin del estado es, pues, verdaderamente la libertad. (TTP 20.)
La manipulación, el odio y el miedo suelen ir juntos, mientras que el buen Estado se legitima por lo contrario. La sinergia de libertad y seguridad favorece el proceso, claro está, pero eso no ocurre por generación espontánea, sino que hay prioridades inexcusables, como la de promover específicamente el ejercicio de la razón libre —según indica el texto—, de tal modo que el debate público pudiera inducir cambios (dentro de la ley y dirigidos por la autoridad, según TTP 20 y TP 4/6) cuando sean razonables y deseados por la mayoría. Spinoza no admite todavía una oposición política activa dentro del sistema por temor a las divisiones violentas, pero deja establecido que la emancipación sólo es posible donde la potencia natural, la libertad ética y el derecho positivo forman un continuo sin fracturas. Aunque sean muchas las dificultades, no se conforma con menos.
Cabe hablar con propiedad —desde otra perspectiva— de la función educativa e incluso terapéutica del Estado respecto a las pasiones y los afanes de sus miembros, ventajas que éstos nunca obtendrían con la vida asilvestrada que algunos proponen como antídoto contra la corrupción de los asuntos humanos que con tanto morbo fustigan. Pero la buena intención no basta, por eso todas las cautelas son pocas y hay que establecer una administración que no dependa de la bondad de los dirigentes, sin llegar a confundir lo subjetivo con lo objetivo: «pues la libertad o la fuerza del espíritu es una virtud privada; pero la virtud de un estado es la seguridad» (TP 1/6). No cabe bajar la guardia ni dejar de poner cada cosa en su sitio para no fracasar en lo colectivo, lo cual significa que, además de los mecanismos institucionales, deben tomarse medidas sagaces para vincular a quienes gobiernan con el bien común, tales como hacer que las ganancias de éstos dependan de la paz en lugar de la guerra (TP 8/24 y 31). Los grandes principios, como se ve, se acompañan de medidas concretas de fiscalización y cuidado por los detalles que hacen funcionar los contrapesos, asunto en el que insiste el autor una y otra vez: además del mentado reparto de poderes y de la descentralización, de las elecciones regulares a los cargos y las exigencias procedimentales diversas (véase el apartado sobre la «Identidad extensional» del Estado, pág. LX), se propone la rotación de las ciudades que son sede de organismos públicos importantes (TP 9/3-7) y, en general, bajar de lo abstracto a lo particular, pues «en cualquier estado se pueden imaginar otras [medidas] congruentes con la naturaleza del lugar y la índole de la gente, y en él vigilarse principalmente que los súbditos cumplan su deber más bien espontáneamente que coaccionados por la ley» (TP 10/7). Las medidas de presión son subordinadas a los estímulos, en efecto, pero en cuestiones de organización es poco lo que debe quedar al azar.
La arquitectura institucional, en fin, se aleja del protagonismo genial del príncipe, según Maquiavelo, del férreo y monolítico Leviatán de Hobbes o del arbitrismo moralizante de la tradición cristiana, por dar algunos ejemplos. Y esto es palpable, sobre todo, cuando Spinoza apuesta por la democracia en pleno siglo XVII, apoyado al menos en dos buenos argumentos: es el régimen «más natural y [el que más se aproxima] a la libertad que la naturaleza concede a todos los hombres» (TTP 16) y además conserva la «libertad común» desde la igualdad (TP 10/8). Es difícil expresar mejor el reconocimiento de la subjetividad individual y a la par la exigencia de alguna nivelación en el grupo, sin que una cosa aplaste a la otra. Para que el equilibrio vuelva a ser posible, de nuevo hay que recurrir a la ajustada organización del Estado como sostén y añadir con énfasis que la democracia parece el mejor sistema para encarnar las virtudes de compleja flexibilidad y regeneración interna que fueron atribuidas al individuo compuesto estatal. Lejos de la demofobia habitual, la lógica del discurso establece que distribuir el poder y la información entre la multitud (TP 7/27) es una forma de favorecer la libertad, nada más y nada menos, amén de que el hombre racional nunca renuncia a su derecho hasta el punto de consentir ser tratado como «ganado» (TP 7/25), lo que bien puede ocurrir en el absolutismo hobbesiano del que se desmarca Spinoza (Ep 50). Dicho con otras palabras, hay un contrato entre los ciudadanos y el Estado que debe cumplirse por ambas partes (TP 4/5), y si el poder establecido infiere más daño que beneficio es pertinente la disolución revolucionaria de aquel acuerdo (TP 4/6 y TTP 16). En claro contraste y para evitar los posibles abusos, la democracia es el modelo de Estado más potente o «absoluto» (que es otra cosa), en tanto que «es aquel que la multitud toda detenta» (TP 8/3) y así permite sumar sus fuerzas, acercándose una vez más a la mejor integración posible del todo y de las partes. La muerte impidió al autor holandés hacer una exposición completa, pero no se puede pedir mayor lucidez en el proyecto.
Epílogo
Spinoza es el pensador de las relaciones que se componen, pues busca ante todo establecer proporciones que vinculen instancias, federar intereses y desembocar siempre en lo común. Para ello hay que partir de una concepción física compleja (que no complicada) y sutil, capaz de aplicar pautas transversales a campos distintos, pero sin caer en el reduccionismo. Y además hace falta un espíritu tolerante, multilateral y posibilista, dispuesto a sumar fuerzas en todos los órdenes en lugar de restarlas. De ahí que, cuando no se alcanza la certeza de la razón, haya que contar con la «certeza moral» ante lo no demostrable (TTP 15) y prestar obligada atención a lo que sólo es «verosímil» (Ep 56) pero ayuda a la acción, además de atender a lo que podría llamarse la «certeza social» que nace de agudizar los talentos humanos «consultando, escuchando, y disputando, y, mientras intenta todos los medios, finalmente encuentra aquellos que quiere, que todos aprueban» (TP 9/14). La certidumbre racional es prioritaria en la teoría, pero la moral y la que nace del consenso parecen no menos imprescindibles en la praxis cotidiana. Tres clases de certeza conjugadas que, por otro lado, son coherentes con otros pilares del discurso: la verdad, la utilidad y la amistad, igualmente centrales en distintos contextos y mezcladas en grados diversos a la hora de componer el cuadro general de esta filosofía. Para todo ello hacen falta ideas adecuadas, pero también esa actitud de ensayo y error, el reconocimiento de la falibilidad en el plano «microfísico», la transacción política y la estrategia de vivir «como si» fuera posible elegir siempre lo mejor, una vez encaminados con una «sugestión» positiva. El resultado es una racionalidad segura de sí que adopta el punto de vista de lo eterno, pero capaz de ampliarse con esos otros recursos según lo demande la ocasión y afirmar el presente, que es su reverso. En definitiva, Spinoza aconseja lo que hemos llamado cierto «espíritu deportivo» para afrontar lo que venga con serenidad…, que vendrá.
OBRAS DE ESTA EDICIÓN
Antes de entrar en las obras de Spinoza que se incluyen en esta edición, conviene referirse con brevedad al resto de su creación filosófica. En 1663 publicó los Principios de la filosofía de Descartes (sus partes se dedican a la Metafísica, la Física y la Astronomía), con el apéndice Pensamientos metafísicos, lo que le hizo alcanzar cierta notoriedad como fidedigno expositor y buen comentarista de la más revolucionaria filosofía de la época. Pero ya en esos años había iniciado la redacción de un opúsculo inacabado e inédito sobre cuestiones metodológicas y epistémicas en general, en torno a la idea verdadera y a cómo dirigir la potencia del intelecto (más una sustanciosa referencia autobiográfica al inicio), conocido como Tratado de la reforma del entendimiento.45 No es momento de entrar en su contenido, de importancia indudable, ni en las razones por las que no se completó, y lo mismo cabe decir sobre un texto anterior tampoco publicado (probablemente escrito para la discusión con sus amigos entre 1656-1661), cuyo nombre es Tratado breve (traducido de la versión holandesa que nos ha llegado, Korte Verhandeling), donde Spinoza expone una primera concepción de su sistema en dos partes relativas a Dios y el hombre.46 Son todas ellas obras primerizas y preparatorias, en absoluto desdeñables, pero sin la madurez y la completitud de las posteriores que aquí nos ocupan. Hay que añadir, además, un Compendio de gramática de la lengua hebrea,47 escrito en sus últimos años, lo que confirma el interés que tenía por formalizar la lengua y, por extensión, la cultura de sus antepasados, aunque nunca fuera proclive a encerrarse en sus tradiciones. Mención aparte merecen las cartas conservadas (cincuenta escritas por su mano y treinta y ocho de sus corresponsales) reunidas en la Correspondencia, testimonio muy relevante de un intercambio intelectual con hombres dispares, como ya se dijo en el apartado biográfico, así como de múltiples noticias personales, históricas y sociales que cubren gran parte de su existencia.48 Por último, hay que decir que tras su muerte toda su obra fue publicada por sus amigos (1678) bajo el título de Opera posthuma, traducida a la vez al holandés como Nagelate Schriften y prohibida ese mismo año por las razones ya esbozadas y que se verán mejor a continuación, pues no hay nada de acomodaticio ni convencional en ella.
Ética
La Ética puede considerarse el núcleo del pensamiento de Spinoza, porque en ella convergen las obras anteriores y de ahí parten las posteriores, por lo que sirve para vertebrar y relacionar a las demás, sin menoscabo de sus desarrollos originales. De hecho, una de sus cualidades es invitar a nuevas reflexiones aquí sólo sembradas, en especial de tipo político, y proveer el utillaje necesario para su construcción. Este protagonismo obedece, además, a varias razones de diferente índole: en primer lugar, es un texto que el autor fue madurando y reescribiendo durante más de una década (entre 1663 y 1675), como da a entender su correspondencia (véanse Ep 8-10, 12, 28, 62, 68), y si no lo publicó fue por temor a las duras represalias que cabía esperar. Ese tiempo estuvo lleno de sucesos biográficos y políticos relevantes, de intercambios con amigos y otros corresponsales que demandaban argumentos precisos, de interrupciones varias y atención compartida con otros escritos…, todo lo cual queda filtrado y decantado en una exposición sistemática que se nutre de esas circunstancias y temas. Spinoza fue capaz de tejer la malla conceptual que hilvana al resto de contenidos para evitar la dispersión, a la vez que permite verterlos en registros diferentes y autónomos.
Así queda patente, en segundo lugar, en su estructura interna dividida en cinco partes. La inicial, titulada «De Dios», sienta los cimientos metafísicos del conjunto mediante la autofundamentación y unicidad de la sustancia de infinitos atributos, esto es, de la realidad. En otras palabras, la gracia está en que se propone una teoría de lo que existe de manera amplia, fecunda y no contradictoria en la forma, por lo que toda otra consideración posterior queda enraizada aquí. Este armazón es presentado como un dispositivo impersonal y dinámico que se desenvuelve solo y va a dar mucho juego, sea en sentido antropológico, ético, psicológico o político, pues carece de restricciones ideológicas previas que obliguen a llevarlo en una sola dirección. En la noción de Dios (o Naturaleza) hay una doble apertura crítica muy sugerente, más allá de tal o cual duda formalista sobre el rigor de la deducción: apertura del sistema «por arriba» hacia las infinitas dimensiones (de las cuales sólo conocemos la extensión y el pensamiento) de lo real y «por abajo» hacia la extraordinaria variedad de los seres finitos y sus interacciones. Algo así como decir que la realidad siempre resulta desbordante, incluso para el más concienzudo esfuerzo intelectual. Además, quedan delineadas una serie de directrices teóricas transversales (afirmación del ser en todas sus expresiones, primado de la potencia, causalidad unívoca que asegura la inteligibilidad…) propias del inmanentismo, así como unas consecuencias prácticas (neutralidad axiológica, naturalismo…) que desnudan a los seres y a las cosas de toda moralización y que están muy bien recogidas en el Apéndice.
La segunda parte, titulada «De la naturaleza y del origen del alma», traza un boceto de antropología sin olvidar que el ser humano sólo es una ínfima parte, entre otras, del todo y que no escapa a su imperio. Lo interesante es que la presentación de la mente (así debe entenderse la prioridad general del término mens sobre el de anima) depende de una adecuada explicación física del cuerpo y de sus relaciones con el mundo, pues no cabe suponer una conciencia colgada del vacío o escindida de la carne. El individuo es una entidad psicofísica integrada y está siempre en situación, inmerso en las cosas, y esto, a su vez, permite plantear las variantes posibles de comercio material, intelectual y afectivo con el medio en todos los terrenos, de modo que la imaginación y la razón se entienden como las dos grandes vías de dirigirlo. Por eso conviene tomarlas como «causas eficientes», internas y externas (no como facultades abstractas y genéricas), generadoras de precisos efectos de toda índole que dan lugar a distintos estilos de vida, según predomine una o la otra.
La tercera parte, titulada «Del origen y de la naturaleza de los afectos», aborda los mecanismos epistémicos y las emociones que explican la conducta, bien sea en forma de «acción» autónoma o de «pasión» reactiva. La proliferación de afectos ahí descrita con mirada de entomólogo corresponde entonces, respectivamente, a la alegría o la tristeza, que son las matrices básicas de todos ellos y los polos hacia los que se orienta el deseo consciente (o esencia humana).
La cuarta parte, llamada «De la servidumbre humana o de las fuerzas de los afectos», se centra más en las pasiones que rigen a la mayoría e introduce una lectura ética que gira en torno a la contraposición de lo bueno y lo malo, según que haya aumento o disminución de la potencia del sujeto en esos avatares. Así se entiende la virtud, que es el resultado de esa oscilación, concebida como fin en sí misma y ajena a premios y castigos, pues el juego de las fuerzas afectivas que mueven al deseo determina ya la dicha o la desgracia de la persona.
La quinta y última parte, «De la potencia del entendimiento o de la libertad humana», ofrece un compendio de recursos estratégicos varios, aunque predominen los cognoscitivos, claro está, válidos para gobernar esos afectos y lograr una libertad como genuina autodeterminación. Proceso de aprendizaje racional que desemboca en el salto a la intuición directa de las cosas y a la intimidad amorosa con lo divino, donde se alcanza la máxima comprensión y plenitud. Digamos que así se cierra coherentemente el círculo iniciado con la descripción conceptual de la realidad en la primera parte, aunque ahora en este otro plano de la experiencia.
En tercer lugar, la Ética es una obra ejecutada con gran rigor metodológico, siguiendo el modelo geométrico que inauguró Euclides, es decir, una deducción progresiva mediante axiomas, definiciones y demostraciones que se encadenan en proposiciones sucesivas. Esta pretensión de verdad matemática se muestra acorde con el cientifismo de la época y sin duda presenta algunos desajustes vista desde hoy, amén de la paradójica imposibilidad de conocer por completo lo real en tanto que es «absoluto»,49 pero el engranaje teórico del conjunto es admirable en su sobriedad, su exactitud y su ambición. Este auténtico monumento intelectual exige un cierto esfuerzo al lector, dada su arquitectura abstracta a veces tachada de frialdad, y no hay que ocultar algo que es normal ante cualquier proyecto de este calibre. Ahora bien, quien se pertreche con paciente decisión y no se deje detener por los obstáculos iniciales, hallará recompensas abundantes y un ardor secreto que calienta e incluso quema. Es más: como en toda gran obra, hay diferentes niveles de exposición y de lectura, de modo que, además del cuerpo central formalizado surgen directos y claros los prefacios, apéndices y escolios, donde se hace un alto en el camino para condensar lo dicho de forma más asequible y matizar las cosas. No debe pensarse, sin embargo, que sólo los oasis importan cuando la travesía está llena de aventuras y desafíos, o, mejor dicho, cuando la desnudez del desierto es la otra cara de una jungla llena de vida para quien se adentra en ella.
En cuarto lugar, esta obra no se agota fácilmente porque incluye dimensiones plurales que pueden coexistir sin violencia, y por eso cabe hablar —bajo diferentes perspectivas— de ateísmo y de mística, de materialismo e idealismo, etc., como ya se ha dicho al empezar este estudio introductorio. Lo decisivo, no obstante, es que por debajo de esa pluralidad se apela, por un lado, a la vivencia personal del autor que parece refrendarlo y, por otro, a la reflexión que ofrece al lector sobre la constitución psicofísica de todo ser humano y su inserción en el mundo. Spinoza no sólo habla de especulaciones más o menos afortunadas o de certezas apodícticas de la razón, sino del vasto abanico de las experiencias y las emociones humanas, lo que permite adivinar una brillante fenomenología tras su método impersonal. Se ha visto cómo entre la divinidad de la parte primera, que es descripción lógica de lo real, y la otra de la quinta, que es comprensión íntima, hay una sinuosa peripecia llena de zozobras pasionales y de bastantes remedios correctores. Lo interesante es que son respuestas no voluntaristas, sino contrastadas por la razón y la experiencia acumulada en diversos planos personales y colectivos, a los que se aplica una óptica gradualista y perseverante. Se trata de ver un continuo de estados y de aspectos de la vida, donde lo psicosomático se une a lo imaginativo, y esto a lo racional e intuitivo, del mismo modo que lo perceptivo se conecta con lo emocional y lo intelectual. Luego no hay una ética basada en un orden natural dado ni en una identidad sustancial e invariable, sino en la fuerza interior de un sujeto que se va configurando día a día en virtud de su flexibilidad para combinar recursos, capaz de extraer lo mejor de cada situación.
Tratado teológico-político
El Tractatus Theologico-politicus vio la luz en 1670 de forma anónima y con la referencia de un falso impresor, pero muchos que no podían tolerar su atrevimiento y agudeza pronto se lo atribuyeron a Spinoza, de modo que la campaña de descalificaciones condujo a su prohibición en 1674, aunque el autor ya se había negado antes a una traducción al holandés que hubiera hecho la obra más accesible. Y es que la libertad de conciencia y de expresión que él reclama como eje central del libro tenía límites bastante más estrechos en ese momento con la victoria de la reacción política, después de las muchas tensiones habidas en un país en ebullición por la reforma religiosa y la división ideológica entre el republicanismo liberal burgués y el confesional autoritarismo monárquico, así como por el apogeo cultural y económico. Sin embargo, la difusión del texto fue muy rápida por toda Europa y contribuyó a combatir en Holanda —como pretendía expresamente— a las fuerzas que se negaban a aceptar los cambios sociales en curso. En una palabra, Spinoza toma postura a favor del republicanismo y defiende la preeminencia del Estado sobre la Iglesia (TTP 19) en todos los asuntos públicos, dentro del marco más amplio de la separación entre razón y fe (TTP 14 y 15), lo que además conlleva una exégesis laica de los textos bíblicos. Pero hay que examinar estas cuestiones más despacio.
Con el trasfondo de las guerras de religión que ensangrentaron Europa en la primera mitad del siglo XVII, entreveradas con la lucha por la hegemonía de las potencias emergentes frente a una España que declina, esta posición secularizadora busca situar a la libertad en el centro del escenario político y aparece cargada de implicaciones. Spinoza, de manera concreta, sale al paso del peligro que acecha al tolerante modelo de convivencia holandés:
Habiendo alcanzado la rara felicidad de vivir en una república en que cada uno dispone de libertad perfecta para pensar y adorar a Dios como le plazca, y donde nada hay más querido a todos, ni más dulce, que la libertad, he creído hacer una buena obra, y de alguna utilidad, tal vez, enseñando que la libertad de pensar, no tan sólo puede conciliarse con la paz y salvación del estado, sino que no puede destruirse sin destruir al mismo tiempo esa paz del estado y la piedad misma. He aquí lo principal que yo he deseado establecer en este tratado. (TTP Praef.)
No se puede ser más claro en la tesis: sin libertad no hay forma de comprobar la sinceridad en lo religioso ni puede darse contento pacífico de la población en lo político, luego aquélla es fundamental para asentar el Estado sobre bases seguras a largo plazo, en contra de las pretensiones uniformadoras de quienes ven división y anarquía inmediata. Spinoza es —según la conocida expresión de Erich Fromm— de los que no temen a la libertad, y sabe que para lograrla en este caso debe combatir «los prejuicios de los teólogos», así como oponer la «libertad de filosofar y de expresar lo que pensamos […] a la excesiva autoridad y petulancia de los predicadores» (Ep 30).
Y no estaba solo en ello, sino que esta obra se une a las de otros autores (los hermanos De la Court, Meyer, Constans, Koerbagh…) que apoyan el gobierno republicano de Jan de Witt, pero con la peculiaridad de ir más allá de la mera coyuntura para relacionar la política con las raíces religiosas que alimentaban el debate, asunto, por lo demás, al que ya había prestado mucha atención y sobre el que tenía una sólida formación desde tiempo atrás (como muestra la apología escrita al abandonar la Sinagoga, el inicio de traducción del Pentateuco y diversas cartas).50 Para el pensador judío hay un lazo íntimo entre política y religión en cualquier época, si bien el período que le tocó vivir era paradigmático al respecto y en él valía aún más la pena hacer un estudio bíblico, pues de aquellos vínculos nacen buena parte de los elementos que conforman la conciencia ordinaria de la gente y también muchas instituciones públicas. Conviene, por tanto, ver este libro desde diversos ángulos: aparte de intuir las experiencias biográficas del propio autor y de responder a la situación política del país, hay un afán por elaborar una denuncia de las mistificaciones y usos interesados de la Escritura para conseguir riqueza y poder, luego resulta decisivo desenmascarar los mecanismos de manipulación basados en el miedo y en el ansia de la mayoría por obtener seguridad (psicológica, salvífica, etc.). Semejante tarea sólo puede realizarse mediante una investigación libre y racional que delimite los textos veterotestamentarios, pero más aún con la instauración de un marco tolerante y pluralista de convivencia, al cual sirve aquel estudio y esta denuncia, dado que siempre habrá diferencias irreductibles entre los hombres que deben ser respetadas.51
Si la filosofía de Spinoza pretende ser una síntesis del lenguaje eterno de la razón y del compromiso histórico del presente, la obra comentada proporciona algunos ejemplos más que destacables de ello, en torno a los cuales se vertebran el resto de contenidos. En primer lugar se manifiesta el paradójico y terrible hecho de que son muchos los que buscan la propia esclavitud, engañados por una religión que manipula su miedo para ejercer así control y dominio, dentro del marco más amplio de la alianza política entre el trono y el altar.52 Recuérdese que la crítica se dirige hacia los usos públicos del poder político-religioso, no hacia las creencias privadas, y en ese ámbito es obligada la beligerancia anticlerical a favor de la libertad. Pero no impera —en segundo lugar— el resentimiento, sino el análisis mediante un «método» científico de análisis de la Escritura, convertida en un objeto como cualquier otro de estudio, lo que sin duda contribuirá a su desmitificación. Spinoza es un precursor de la exégesis moderna de reconocido mérito, pues efectúa averiguaciones históricas, filológicas, culturales, de autoría y transmisión de los libros, etc., lo que asegura una correcta sistematización de sus contenidos (TTP 7). De este modo pretende rescatar el sentido literal de los textos, libres de adherencias interesadas y de interpretaciones arbitrarias, lo que desemboca en toda una «genealogía» de éstos (TTP 8-11) que bien podría suscribir Nietzsche. Esta suerte de examen con luz y taquígrafos reduce al mínimo las mediaciones espurias para que la razón trabaje con las cosas mismas, a fin de eliminar las tergiversaciones de superficie y disminuir siquiera los temores de fondo.
En tercer lugar, sin embargo, debe aclararse que tal proyecto de ilustración no es ingenuo ni utópico, ya que parte del supuesto de que la gente corriente no puede acceder a esos conocimientos y, aunque pudiera, muchos seguirían atrapados en esas redes profundas del consuelo y el castigo. Cosa, por otro lado, que no es un problema insuperable —y aquí Spinoza se suma a los pragmáticos que potencian el papel educativo y pacificador de la religión— si la fe es sincera y se atiene a las enseñanzas genuinas de los profetas (TTP 1-3), por lo cual cabe aceptar con «certeza moral» los preceptos básicos de la caridad y la obediencia, aunque la razón no pueda asegurar que eso baste para salvarse (TTP 15, 185 y 187). Es claro que no es lo mismo creer en la salvación al modo convencional que como la comprende racionalmente el sabio, pero lo cierto es que en la segunda página recién mencionada se añade que para organizar bien la vida cotidiana hay que aceptar como verdades cosas dudosas y que muchas acciones son «sumamente inciertas y sujetas al azar». De nuevo parece que importan más los resultados prácticos que las creencias, de modo que todos encuentren acomodo. Spinoza, en fin, tiende puentes hacia la religiosidad honesta, una vez depurada de supersticiones y subterfugios (TTP 4-6), para recuperar su mensaje ético en aras del bien común (TTP 13). Y no hay que ver en ello condescendencia, sino el ejercicio tolerante y antidogmático que la propia razón exige. Por último, es en el plano político donde se remata el asunto, toda vez que cada uno —a diferencia de la rigidez y de la opresión del antiguo Estado hebreo (TTP 17 y 18)— tiene derecho a la libertad de conciencia y a religarse con lo divino según su criterio personal. Ahora bien, hay una religión civil común que a todos vincula, pues el Estado está por encima de cualquier instancia eclesial y se autodetermina como mejor le parece para conseguir el objetivo mayor de la libertad (TTP 19 y 20). Podría concluirse diciendo que Spinoza marca un hito en el proceso histórico de racionalización de la religión, a la que respeta como fenómeno moral e íntimo, pero no permite que se mezcle con la ciencia ni con el gobierno de la cosa pública para evitar confusiones y perjuicios a todos.
Tratado político
Esta obra densa —e inacabada en 1677, año de la muerte del autor— es más que una teoría política general, pues con ella responde Spinoza a la caída del proyecto liberal republicano en 1672 y el triunfo de la monarquía autoritaria de los Orange. Una vez más, se trata de aprender de la experiencia histórica para enriquecer las reflexiones de la razón y evitar así los errores (en este caso la escasez del número de representantes políticos de toda la sociedad) en futuras constituciones. El resultado —en la línea «realista» ya conocida que inauguran Maquiavelo y Hobbes— es una propuesta sumamente detallada de organización de los tres regímenes básicos, previa aclaración de los fundamentos y principios del poder político (TTP 1-5). Sin insistir en elementos que constan en el apartado sobre la «Intención», las claves que enmarcan el tema son las siguientes: el ser humano teme la soledad y es político por naturaleza (TP 6/1), como ya sentó la tradición, luego puede decirse que la sociedad es algo también natural (TP 4/4). Y de ahí surge una cesión de la fuerza que cada uno tiene por naturaleza a las instituciones (no a alguien en especial), mediante el pacto que instaura un orden civil y unos valores éticos. Aconsejados los individuos por la experiencia y por la razón, saben que el acuerdo y la vida reglada proporcionan muchos más beneficios a todos que inconvenientes, al revés de lo que sucede con el enfrentamiento, y se ponen a la tarea de diseñar derechos y deberes compartidos. Es inevitable que a esta convicción se añada la fuerza de la coacción que asegura el respeto a la ley, pero el fin último sigue siendo sumar los poderes particulares de modo que el conjunto sea mucho más fuerte (TP 2/13), ya que sólo un Estado así puede garantizar el ejercicio de una libertad positiva por parte de los ciudadanos. Luego aquella cesión no se hace sólo para evitar los efectos negativos del choque de los deseos particulares, sino más bien para lograr los positivos de la composición política de muchos.
Lo que había sido planteado en la Ética y desarrollado genéricamente en el Tratado teológico-político, ahora es sistematizado como mecanismo imprescindible para organizar la vida en todos los registros, ya que sin Estado no es posible canalizar las pasiones ni facilitar el tránsito hacia la virtud. Esta utilidad máxima de la política, que sirve de manera decisiva para transmutar buena parte de la violencia en paz y bien común, explica que Spinoza le dedique aproximadamente un tercio de las páginas que escribió.53 Sólo dentro del marco social y civil cabe humanizarse por completo, esto es, desarrollar las posibilidades de un ser ya antes potente, pero en bruto, y alcanzar así alguna dicha. Por eso la potencia natural de pensar y actuar debe ser orientada y pulida mediante una coordinación eficaz de los sujetos que filtre lo dañino y promueva lo mejor de cada cual, toda vez que el fin del Estado es «la paz y seguridad de la vida» y que «los hombres no nacen civiles, sino que se hacen» (TP 5/2). Aprovechar esa plasticidad y guiarla racionalmente en la vida pública, por un lado, y articular los intereses y fuerzas de los grupos sociales, por otro, son los temas de esta obra, pero entendidos no como una discusión abstracta de principios y más o menos bienintencionada, sino como algo cuidadosamente analizado y dispuesto para ser viable.
Por eso comienza el tratado con una dura crítica a los discursos utópicos y reivindica la experiencia de los políticos frente al ideal de los filósofos, que a veces resulta peligroso por ser rígido o hipócrita por imponer una actitud moralizante a todas luces imposible. Al contrario, la política exige zambullirse en las realizaciones prácticas, con atención a los detalles de la administración, además de no olvidar la mirada «neutral» —ni edificante ni condenatoria— sobre los afectos humanos que se quieren moderar y conciliar. Semejante toma de tierra sitúa el debate en el ámbito de las existencias, con sus interacciones físicas, afectivas, materiales y simbólicas, no en el de las esencias imaginadas que niegan lo efectivamente real. Esto no significa que el fin justifique los medios en un sentido inmoral o amoral, sino que unos medios bien articulados institucionalmente son los únicos que permiten hablar con rigor de unos fines para conseguir, pues otra cosa es palabrería vana que no conduce a nada. Spinoza es muy consciente de la complementariedad no siempre fácil entre libertad y seguridad, así como del componente represivo de todo Estado, pero sostiene no sólo que éste es el mal menor para el hombre racional (TP 3/6), sino que es el único cauce para salvaguardar la verdadera autonomía (sui iuris) de las personas. Y de esto va la cosa, de que cada ciudadano decida sus opciones de vida —dentro del marco legal— según lo que le permita su saber y su poder individual.
Hay que sustituir, entonces, el viejo iusnaturalismo de las leyes dadas de antemano (impresas en la naturaleza o en la mente) por una construcción puramente humana de carácter jurídico (TP 2/22), que puede llamarse con propiedad «artificial» en cuanto que es fruto de la cultura. Y esto sólo es posible en la medida en que se reúne la potencia natural de la multitud para conducirla como «un solo cuerpo que es gobernado por una sola mente», sin perder los sujetos su entidad particular (TP 3/2 y 8). En esta transferencia —no absoluta— de poderes consiste la base real y la legitimidad del Estado, fundado así en la soberanía popular y a la cual aporta él una dirección unificada, creando un círculo fecundo entre ambos planos. Cumplir con diligencia el papel que le corresponde como pacificador y promotor del bienestar colectivo, sin alienación de los particulares, es lo que garantiza su estabilidad y duración, pues contará con el apoyo del pueblo al que sirve. Lo que importa es lograr la seguridad del Estado como un todo en aras de la utilidad y libertad de sus partes o ciudadanos, cosas que a su vez dependen en gran medida de la «sola dirección de aquel que tiene el mando supremo» (TP 4/2). De hecho, la obra se centra después en la conjunción de estos grandes aspectos: la calidad del edificio institucional favorece la calidad de la administración al introducir mediaciones objetivas que están por encima de la índole subjetiva de los gobernantes, y todo ello contribuye a mejorar la calidad de vida, material y moral, de las personas.
De ahí el estudio pormenorizado (TP 6-11) de los regímenes monárquico, aristocrático y democrático, siempre dirigido a equilibrar el poder mediante los contrapesos (relativa división de poderes) y los controles internos del sistema (de fiscalización y procedimiento), así como mediante su distribución territorial, de modo que haya un reparto de poder en el conjunto pero sin diluirlo en facciones. Se ha visto ya en otros apartados que el Estado es concebido en términos de un «individuo compuesto» según principios físicos, capaz de operar con firmeza a la par que con flexibilidad, pero además al modo de un cuerpo que, como cualquier otro, también necesita regenerarse continuamente (TP 10/1) para tener buena «salud». Spinoza afina mucho para lograr ese punto justo de «autorregulación» casi fisiológica, la misma que permite combinar presión y soltura mediante múltiples proporciones y composiciones de instancias que representen la pluralidad social. Esta síntesis harto compleja de lo unitario y lo diferencial supone contar con la participación del mayor número posible de ciudadanos, por lo que se cuida mucho la reglamentación de los procesos electorales y se propone dar información suficiente a la gente sobre las grandes cuestiones públicas, en contra del omnipresente «secreto de estado», amén de evitar las situaciones excepcionales como la guerra o la tortura, por poner unos ejemplos de interés. El enemigo a batir es toda forma de tiranía expresa o encubierta, y, en consecuencia, Spinoza niega protagonismo a las grandes personalidades o a los grupos de presión, de manera que la expresión del poder más cualificada —por multilateral— es la democracia.
En definitiva, la razón elabora un marco de convivencia en el que coexista lo individual y lo colectivo en sus diferentes facetas públicas y privadas, dotadas en cuanto sea posible de libertad. Quizá por eso la política es la última palabra a la hora de promover el desenvolvimiento de las esencias particulares, que no es otra cosa que el desarrollo vital de las personas, bien sea porque ayuda a satisfacer necesidades básicas, orienta y promueve el conocimiento o filtra y engrana los afectos (TP 5/2 y 3). En todo caso, debe quedar claro que la razón por sí sola no basta para sostener esa preciada construcción social y requiere el empuje del «común afecto de los hombres» (TP 10/9), es decir, la movilización adecuada de sus energías, de sus pasiones e intereses. La idea de lo común vuelve a ser central (como lo es en el conocimiento), en la medida en que sólo una pauta cooperativa puede desencadenar un proceso general de mejoras:54 así de sencillo y de difícil a la vez. Como se ve, el desarrollo de la propia razón reclama apoyo inter-subjetivo y éste implica cierta concordancia afectiva, por lo que también puede decirse que la política es la gestión de las pasiones y de esa ayuda mutua, organizada mucho mejor con la guía de la razón…, luego las diversas instancias se retroalimentan y fortalecen entre sí. Lo complejo del enfoque estriba en que hay antagonismo y complementariedad entre razón universal, afectos particulares y organización institucional, del mismo modo que los hay entre los distintos individuos y el Estado como gran sujeto, pero esa tensión dinámica es la sustancia de la política y el desafío perenne para cualquier proyecto de emancipación.
1 El famoso método geométrico es una ardua formalización al servicio del rigor intelectual en la búsqueda de la verdad, cueste lo que cueste descubrirla… y aceptarla.
2 «La causa verdadera de la superstición que la conserva y que la mantiene es, pues, el miedo […] todos estos objetos de falsa adoración no son sino fantasmas, hijos de un alma tímida que la tristeza arroja al delirio […] resulta que todos los hombres están sujetos a ella naturalmente […] variable e inconstante como todos los caprichos del alma humana y todos sus movimientos impetuosos, y en fin, que sólo la esperanza, el odio, la cólera y el fraude pueden hacerla subsistir; pues que no procede de la razón, sino de las pasiones más fuertes» (TTP Praef.).
3 Cf. H. Méchoulan, Amsterdam au temps de Spinoza. Argent et liberté, París, PUF, 1990.
4 J. Jelles, «Prefacio de la Opera posthuma», en A. Domínguez (comp.), 1995, pág. 46 y sigs. En este libro el compilador reúne, además, todo tipo de documentos e informaciones de interés sobre el filósofo.
5 Lucas, «Vida de Spinoza», en A. Domínguez (comp.), 1995, pág. 147.
6 Es ilustrativo asomarse a su biblioteca personal, que tenía 159 obras catalogadas a su muerte y que, además de a buena parte de los mencionados, incluye a Euclides, Kepler, Vieta, Maimónides, León Hebreo, san Agustín, Petrarca, Calvino, Grocio, Quevedo, Cervantes, Góngora, Gracián, Moro…, por dar una muestra de sus variados intereses (cf. A. Domínguez [comp.], 1995, pág. 203 y sigs.).
7 Cf . S. Nadler, 2004, pág. 164. Esta magnífica biografía abunda en las similitudes teóricas entre ambos, en el ambiente republicano y en los importantes contactos —como los citados— que el viejo agitador del espíritu francés bien pudo prestar a su discípulo judío.
8 Cf. A. Domínguez (comp.), 1995, pág. 188 y sigs. Para ampliar la relación, vid. el clásico estudio de I. S. Revah, Spinoza et Juan de Prado, París-La Haye, Mouton, 1959.
9 Cf. Y. Yovel, 1995.
10 Cf. el trabajo pionero de K. O. Meinsma, Spinoza et son cercle, París, Vrin, 1983 (reed.).
11 Cf. Discurso del método II [ed. Adam y Tannery, en adelante AT], París, Vrin, 1964 y sigs., vol. VI, pág. 21; reglas, IV, AT, X, 373.
12 Cf. Meditaciones metafísicas, IV, AT, VII, pág. 56 y sigs.; A Mersenne (6-5-1630), AT, I, pág. 149.
13 Tratado de la reforma del entendimiento [trad. de Atilano Domínguez], Madrid, Alianza, 1988, pág. 75.
14 Son interesantes y discutibles las referencias biográficas y psicológicas al respecto de B. A. Scharfstein, Los filósofos y sus vidas, Madrid, Cátedra, 1984, págs. 144 y 146 y sigs., para Descartes; pág. 157 y sigs., para Pascal; pág. 164 para Spinoza; pág. 167 para Locke; pág. 178 y sigs., y 181 y sigs., para Leibniz, y pág. 206 para Hume.
15 Cf. A. Domínguez (comp.), 1995, pág. 186 y sigs.
16 Ibid., pág. 195 y sigs., pág. 81 y sigs., y pág. 71, respectivamente.
17 Lucas, «Vida de Spinoza», en A. Domínguez (comp.), 1995, pág. 169, y antes en pág. 161 y sigs. y 167.
18 Cf. «Biografía de Spinoza», en A. Domínguez (comp.), 1995, págs. 111, 110 y 114, respectivamente.
19 Lucas, 1995, pág. 165 y sigs. Por su lado, Colerus asegura que «Nadie lo vio nunca demasiado triste o demasiado alegre. Era capaz de controlar o no exteriorizar, según convenía, su cólera y su disgusto», ibid., pág. 113. ¿Tenía algún temor a dejarse llevar y perderse?
20 S. Kortholt, en A. Domínguez (comp.), 1995, pág. 93; para Lucas, 1995, pág. 164 y sig.
21 Es revelador al respecto el análisis de S. Nadler, 2004, pág. 348 y sigs., y 352.
22 A. Domínguez (comp.), 1995, pág. 199.
23 S. Hampshire, 1982, pág. 167 y sig.
24 A. Domínguez (comp.), 1995, pág. 229. Algo semejante afirma Colerus, cf. pág. 126.
25 En palabras de G. Deleuze (1984), pág. 19: «Spinoza pertenece a esa casta de pensadores privados que invierten los valores y filosofan a martillazos, y no a la de los profesores públicos (quienes conforme al elogio de Leibniz, no afectan a los sentimientos establecidos, al orden de la Moral y la Policía)».
26 Cf. S. Nadler, 2004, págs. 434 y 469.
27 Cf. A. Domínguez (comp.), 1995, pág. 136.
28 Esta expresión tradicional es llamada por el autor holandés vis nativa (fuerza innata) del entendimiento o «poder de entender» (TIE 31 y 37).
29 Habrá ocasión de ver que no se incurre en la llamada falacia naturalista que deduce el deber (plano moral) del ser (plano ontológico), porque a caballo de ambos está el querer.
30 Las cosas se perciben «de forma parcial e inexacta y no concuerdan con nuestra mentalidad filosófica» (Ep 30). No se olvide, además, el trasfondo del reciente heliocentrismo que ha desbaratado toda una cosmovisión.
31 Como insiste Spinoza en el capítulo XVI del TTP, el hombre sólo tiene un punto de vista sobre la realidad, es decir, una perspectiva limitada (aunque sea verdadera), no absoluta como si estuviera fuera de ella. Lo cual es particularmente cierto a la hora de valorar las cosas.
32 Para profundizar mucho y bien en la importancia extraordinaria de este término, cf. G. Deleuze, 1975.
33 En términos lógicos podría decirse que la sintaxis formal bastaría supuestamente para eliminar la pluralidad semántica, pero al menos desde Nietzsche sabemos que no hay hecho sin interpretación y desde Gödel consta que ningún lenguaje formal es autosuficiente, por dar dos pinceladas al respecto. Ahora bien, no debe confundirse lo que hemos llamado fisicismo con el fisicalismo reduccionista.
34 De modo análogo a como hoy parecen confundirse lo real y lo virtual, hechos y ficciones, información, propaganda y opinión…, hasta cotas antes desconocidas. Pero ése es otro tema.
35 C. Rosset, El principio de crueldad, Valencia, Pre-textos, 1994, págs. 17 y 22, respectivamente.
36 Se remontan a Averroes (Acerca del cielo y el mundo, I, 1) y están presentes —directa o indirectamente— en Escoto Eriúgena, Eckhardt, Nicolás de Cusa, Giordano Bruno, Francis Bacon, Schopenhauer, Schelling, etcétera.
37 En este sentido, el reputado neurofisiólogo Antonio Damasio aprecia en Spinoza un precedente de asombrosa perspicacia, tal como examina en su libro En busca de Spinoza, Barcelona, Crítica, 2005.
38 Hay una completa aproximación al tema desde muchas perspectivas en E. Fernández García y M. L. de la Cámara (eds.), 2007.
39 Lo mejor del amor fati (amor al destino) bien entendido de autores tan distintos como los estoicos o Nietzsche pasaría por aquí.
40 En la Parte Quinta de la Ética ocurrirá lo inverso, cuando el alma adquiera protagonismo y sea considerada en su «duración […] sin relación al cuerpo» (E5P20S). El equilibrio es exquisito y todo obedece al tema tratado en cada momento, así como a la didáctica de la exposición.
41 Utilizo este vocablo para recordar la noción epicúrea de la «carne viva» (sárx), no muy alejada de aquí por su inspiración atomista ajena al principio vitalista de la psyché.
42 He desarrollado este enfoque, incluido lo que sigue, en L. Espinosa Rubio, 1995.
43 Cf. Leviatán, 1, 13 sobre el «estado de guerra» natural y el protagonismo del temor, así como la tesis de que miedo y libertad son «coherentes» en 2, 21.
44 A diferencia de lo sostenido por Hobbes, que rechaza toda obediencia voluntaria (Tratado sobre el Ciudadano, I, 2, 10).
45 Hay una excelente edición, con abundantes informaciones y notas, de las tres obras citadas en un solo volumen a cargo de Atilano Domínguez (1988).
46 El mismo estudioso y traductor, A. Domínguez, lo ha editado con la misma riqueza de datos en Alianza, 1990, y el añadido de unos apéndices sobre los que no hay seguridad de que fueran escritos por Spinoza.
47 Hay una excelente edición a cargo de G. González Diéguez, 2005.
48 Vid. las ediciones de A. Domínguez, 1988, y de J. D. Sánchez Estop, 1988.
49 Tal y como ha señalado Vidal Peña, el traductor de la versión publicada por Tecnos, en su «Introducción» a la Ética, 2007, y en su estudio El materialismo de Spinoza, 1974.
50 Cf. A. Domínguez en su «Introducción histórica» al tratado, 2003 (2.a ed.), págs. 14 y 21.
51 «Siendo desigual el espíritu de los hombres, encontrando éste la verdad en opiniones en que aquél no conviene, de manera que el uno sólo encuentra motivo de burla en lo que mueve la piedad del otro, deduzco, finalmente, en la consecuencia de que es preciso dejar a cada uno la libertad de su juicio y el poder de entender los principios de la religión como le plazca, juzgando sólo de la piedad o la impiedad de cada uno según sus actos. Así será posible a todos obedecer a Dios con un alma libre y pura, y así sólo la justicia y la caridad tendrán alto precio» (TTP Praef., 28).
52 «El gran secreto del régimen monárquico y su interés principal consisten en engañar a los hombres y en disfrazar con el hermoso nombre de religión el miedo con que los esclavizan, de tal modo que creen combatir por su salvación cuando combaten por su servidumbre» (TTP Praef., 10).
53 Cf. A. Domínguez, «Introducción» a su edición del Tratado político, 2004, págs. 9, 22 y 27.
54 Como se ha repetido: Los hombres no pueden cultivar la razón sin ayuda mutua (TTP 16).