Читать книгу El color de la decisión - Beatriz Navarro Soto - Страница 6

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Pasaron algo más de dos semanas desde aquel encuentro en la playa. Laura y Bárbara se llamaban y veían continuamente. Los cinco años de diferencia las situaban en etapas distintas de la vida, pero a su juicio, aquello solo enriquecía la amistad. Laura a sus veinticuatro años, estaba terminando la universidad y su única responsabilidad, en ese momento, era preparar su examen de título. En tanto, Bárbara a los veintinueve, motivada por ser dueña de su tiempo, se había arriesgado a formar su empresa. Aunque antes de dejar la comodidad de una remuneración mensual, se aseguró de comprar un departamento en Santiago Centro, el cual arrendaba, y se dedicó a reunir el dinero suficiente para adquirir un auto que no era un lujo, pero le servía para trasladarse. No tenía deuda educacional, pues con ayuda de su madre y de trabajos esporádicos, había pagado desde el primer año de universidad el crédito que le permitió estudiar diseño. Su gran ambición en esta etapa de su vida era tener la solvencia económica para mantenerse y poder disponer de tiempo para dedicarlo a actividades de su agrado.

A pesar del poco tiempo que se conocían, Laura y Bárbara ya contaban con una rutina que las había acercado más como amigas. Se reunían tres veces por semana, de preferencia en la mañana, para trotar. A regañadientes Laura aceptaba, aunque terminaba el ejercicio caminando. Dependiendo de la disponibilidad de tiempo que tuvieran después del trote, acordaban recorrer los alrededores de la ciudad con Laura como guía. Y, siendo este el caso, finalizaban la jornada bebiendo cerveza en el departamento que Bárbara arrendaba en la parte trasera de una casona ubicada a diez minutos del centro de la ciudad. El departamento se situaba en un segundo piso, y contaba con una escalera que daba a un patio independiente de la casa principal.

Un domingo en la mañana, mientras corrían, Laura le hizo un gesto a Bárbara para descansar y de paso preguntarle:

—¿Te gustaría ir a almorzar hoy a mi departamento?

Ambas mantenían la respiración acelerada, pero Bárbara dio un suspiro antes de responder.

—¿Va a estar tu hermano?

—Lo más probable, es su departamento.

Comenzaron a caminar.

—Entonces no. Lo he visto una sola vez y creo que no nos caímos muy bien. —Rieron.

—Pero ese día había tenido una mala noche en el hospital —justificó Laura—. Y si a eso le agregas que yo venía llegando a las diez de la mañana con una mujer con la que se puso a discutir. —Laura hizo un ademán para que comprendiera—. Normalmente es simpático con mis amigas. Además, él me dijo que te invitara para comenzar de nuevo.

—¿En serio? —le preguntó sorprendida, pero luego desestimó el gesto—. Puede ser que esté justificado su comportamiento, el mío no sé cómo lo justificaste porque yo no puedo. —Rieron—. El tema es que prefiero mantenerme alejada de hombres como tu hermano.

—¿A qué te refieres con eso?

—Seguro te lo han dicho antes, pero tienes un hermano muy guapo. —Meditó lo que había dicho y miró a Laura con los ojos entornados—. Si le dices eso te dejaré como mentirosa.

—No te preocupes. Nunca me has comentado sobre tus relaciones anteriores.

Bárbara consideró contarle la historia de su última relación, pero decidió que no era el momento.

—Digamos que prefiero evitar a los hombres como él por ahora. ¿Seguimos por quince minutos más?

Laura puso una expresión de cansancio, pero Bárbara la instó a que continuaran.

El miércoles, Bárbara acudiría a una reunión con un posible cliente. El Rincón era un bar, que según le comentaron, muy conocido tanto por la atención que brindaba como por la reputación de su dueño. Al parecer era un hombre menor de cuarenta años, guapo, mujeriego y, para él, el bar lo era todo. Un conocido le había dado el dato de la remodelación que le harían al lugar, y Bárbara había logrado concertar una entrevista.

Llegó un poco retrasada a la hora dispuesta, aunque no había nadie para recibirla. Mientras esperaba a que alguien apareciera, observó el salón con una decena de mesas de madera repartidas en el centro; al costado derecho de la entrada principal se encontraba la barra de madera rústica; y al costado izquierdo había cinco boxes con butacones dispuestos de forma íntima para grupos más grandes. En el rincón izquierdo, al fondo, se podía divisar un sector de karaoke que tenía acceso a una escalera de fierro en forma de caracol que conducía a un salón privado en el segundo piso. El bar estaba iluminado con letreros de neón, lo cual agregaba color al lugar y a sus murallas decoradas con imágenes de grupos de rock. Imaginó cómo darle un aspecto más vanguardista a aquel espacio. Sacó su equipo fotográfico para tomar algunas imágenes que le permitirían presentar un fotomontaje con la propuesta del diseño, todo esto, en el caso hipotético de que quisieran sus servicios.

Se llamaba Cristóbal Araya y sus fuentes habían estado en lo correcto. Era muy apuesto; 1.80 de estatura; de contextura delgada con buena musculatura, pero sin excesos. El pelo desarreglado color miel le daba un aspecto de músico country. Los ojos tenían un color grisáceo y la nariz era un tanto dispareja debido a una curva sutil en la punta que se adaptaba a la composición de su rostro. Los labios gruesos estaban rodeados por una barba del mismo color del cabello. Tenía apariencia despreocupada y eso le daba el semblante de chico malo. Se quedaron observando mientras él se acercaba. Bárbara no titubeó ante la mirada y esto produjo más ansiedad en Cristóbal por conocerla. Era una mujer que, a simple vista, medía 1.70 de estatura, delgada, pero con sus curvas definidas. Tenía el look relajado y simple, pero de muy buen gusto. Llevaba pantalones negros ajustados que permitían apreciar su silueta; una polera blanca y una chaqueta de corte a la cadera que combinaba con sus botines color mostaza. Pero los labios habían sido todo un descubrimiento para él. Eran del grosor que lo volvía loco por lo carnudamente perfectos. Cristóbal decidió que quería probarlos.

Finalmente, ella rio ante su insistente mirada a sus labios, por lo que hizo un gesto con el dedo, dirigiéndolo desde su boca a sus ojos.

—Me siento como una pechugona con escote sobresaliente —le confesó.

—Un par de senos grandes nunca están demás, pero los labios —los miró fijamente—, ese rasgo me encanta en una mujer y los tuyos me fascinaron. —Se acercó seductoramente a saludarla—. Tal vez podrías dejarme probarlos un poco —ella hizo un gesto con la boca para desestimar lo que estaba pidiendo—. Y si te animas, podría morderlos en el proceso.

Ella lanzó una carcajada.

—Definitivamente no me animo. ¿Qué tal si hablamos de trabajo?

—Tenías pinta de ser más juguetona.

—Las apariencias engañan.

Cristóbal se acercó a Bárbara rompiendo todo protocolo social con su proximidad.

—Si te doy el trabajo, ¿aceptarías salir conmigo?

—No mezclo el trabajo con el placer. Pero si no me lo das, perderías una excelente propuesta de remodelación.

—Y no queremos eso, ¿verdad? —le dijo sin despegarle la vista de los labios.

Bárbara sonrió. Algo había en él que le causaba cercanía.

—Si te doy un beso de consuelo, ¿podríamos dejar este coqueteo y me dices qué quieres hacer?

—Trato hecho —le tendió la mano.

Bárbara le tomó la cara entre sus manos y le dio un pequeño beso. Antes de que él comenzara a devorarla, ella se retiró.

—Eso no se hace —protestó él.

—Si te di un beso es porque no estoy interesada en ti. Aunque entiendo si no quieres que trabajemos.

Ambos se quedaron mirando apoyados en la barra.

—Me voy arrepentir de darte el trabajo —le afirmó—. Va a ser difícil trabajar con esos labios tan cerca y sin poder morderlos. —Se enderezó para comenzar a hablar—. Pedí referencias sobre ti y me metí a tu página. Me gusta tu trabajo, preséntame una propuesta y el costo. Te voy a mostrar las murallas donde quiero cambiar las imágenes. En algunas quiero gigantografías y en otras, cuadros con marco grueso. —Se volvió acercar—. ¿Estás segura de que no quieres salir conmigo?

Ella reconocía que la desfachatez era un rasgo que admiraba en los seductores. Eso los posicionaba como hombres que no se andaban con rodeos. Pero ese tipo de hombres nunca fueron su tipo.

—Segura, pero podemos ser excelentes amigos, ¿qué te parece?

—¿Amigos con ventaja?

—No, pero si alguna vez necesito a un amigo para entretenerme, seguro acudo a ti.

Por ahora a Cristóbal le satisfacía la respuesta. Siguieron recorriendo el bar mientras ella tomaba nota.

El viernes por la tarde, Bárbara estaba seleccionando las imágenes que utilizaría en la remodelación del bar El Rincón. Se había comprometido a que en un mes las tendría instaladas y el plazo expiraba en tres días. Había sido un mes provechoso, laboralmente hablando, y eso la tenía entusiasmada. Esa tarde se quedaría a cortar lienzos y a armar los cuadros que iría a dejar al otro día temprano. Las imágenes se veían bien y con los marcos destacaría aún más la composición. Fue a buscar uno para limpiar el vidrio antes de hacer el montaje, pero sin darse cuenta, tropezó y al caer apoyó las manos sobre una gran cantidad de vidrios. El sonido, producto del desmoronamiento del material, hizo que la dueña de la casa telefoneara a Bárbara para saber qué ocurría. Con las manos ensangrentadas, le respondió que se le quebraron unos cuadros decorativos, pero que no era nada de cuidado. Cuando colgó, se concentró en el vidrio incrustado que tenía entre el pulgar y la palma de la mano izquierda. Sin saber si estaba haciendo lo correcto, aguantó la respiración y lo sacó lentamente. La herida, al igual que los pequeños cortes en ambas manos, no paraba de sangrar. Con mucha dificultad se estaba tratando de limpiar las manos en el baño cuando escuchó que tocaban la puerta. Pensó con alivio en Laura y cubriéndose con una venda fue a abrir.

Laura desorbitó los ojos al ver la cantidad de sangre que empapaba las vendas de ambas manos.

—¿Qué te pasó? —le preguntó con espanto—. Dios, mira toda esa sangre. Tenemos que ir a una clínica, Bárbara.

—Tranquilízate, es solo sangre —le quitó importancia mientras caminaba hacia el baño seguida de Laura—. Si me ayudas podemos cerrar las heridas sin problemas. Alcánzame los puntos adhesivos.

—¿Dónde están?

—En el botiquín. También saca alcohol, algodón y gasa, por favor.

Bárbara comenzó a descubrir la mano izquierda cuando escuchó el ensordecedor gritó de Laura.

—No grites —le solicitó Bárbara con irritación.

—Se te ve la carne —evidenció Laura, alejándose de ella.

—No seas cobarde —le protestó—. Ayúdame a apretar para limpiarla y poner los puntos adhesivos.

—Esto lo debe hacer un médico, Bárbara. Además, la herida puede estar infectada. —Hizo un gesto para rechazar la idea—. Olvídalo, yo no quiero curarte.

La tarde no podía ir peor —pensó Bárbara—. Con todo y el dolor que sentía, encima tenía que tolerar la histeria de su amiga.

—Está bien, yo lo hago, pero pásame lo que te pida. —Estaba buscando un algodón para untar alcohol cuando vio que Laura les sacaba una foto a sus manos—. ¿Cuál es la idea, Laura? —le preguntó irritada—. Lo que necesito es que me ayudes, no fotografías.

Laura no le prestó atención y continuó escribiendo en su teléfono.

Bárbara no sabía qué estaba haciendo, pero con el dolor se olvidó de ella, se dedicó a curar los cortes y a cerrar el volcán de sangre que hacía erupción entre el pulgar y la palma. Cuando Laura se acercó, le miró la mano con un gesto de asco.

—Mi hermano está cerca y viene —le anunció. Al ver la endurecida expresión de Bárbara, añadió—: Lo siento, sé que no te cae bien, pero esos cortes no se ven simples y yo no supe qué más hacer considerando que no quieres ir al médico. —Continúo sin dejarla hablar—: Me dijo que hicieras presión sobre las heridas con gasa, que no te pusieras alcohol aún, y que si tienes vidrios incrustados no te los saques.

Bárbara pensó en el vidrio que se había sacado, pero el enojo pudo más y comenzó a regañar a Laura.

—Si hubiese sabido que tu deseo era llamar a tu hermano, entonces ir al doctor no me hubiese parecido tan mala idea. No quiero que venga —sentenció—. Llámalo y dile que te equivocaste o que ya me fui al médico.

—No voy a llamarlo —le respondió con impaciencia—. Además, le envié una foto por lo que dudo que me crea cuando le diga que me equivoqué. —Prosiguió ignorando su mal humor—. Bárbara, deja que él te cure.

—Debiste consultarme antes de llamarlo.

Trató de concentrarse en limpiar los cortes en la mano derecha, pero la izquierda no dejaba de sangrar. Cuando supo que no lo conseguiría fácilmente, tuvo que dirigirle la palabra a Laura, a pesar de lo enojada que estaba con ella.

—Ayúdame a vendar la mano izquierda, por favor.

Laura lo hizo con renuencia, pero a esas alturas, no podía seguir negándole su ayuda. Luego de unos minutos en que ambas estaban tratando de lidiar con las heridas de la mano derecha, escucharon tocar la puerta.

—Por fin —dijo Laura con alivio y fue a abrir.

JP venía cargando su mochila y una bolsa de farmacia.

—¿Dónde está? —le preguntó al saludarla.

—Por acá. —Laura lo condujo hacia el baño.

Al llegar, JP observó los algodones con sangre esparcidos en el piso y la tina. El lavabo donde Bárbara tenía apoyada las manos estaba rodeado de gasas manchadas, una bolsa de algodón y la botella de alcohol. JP hizo un gesto de frustración, dejó sus cosas sobre una silla y se dirigió hacia ella.

—¿Me permites?

Por el tono empleado, Bárbara sabía que el maldito doctor no sería gentil. Pero no sacaba nada con seguir testaruda, pues las condenadas manos le dolían. Sin siquiera mirarlo, las levantó como un gesto de rendición.

—Laura, pásame un paño quirúrgico de mi mochila, por favor. —JP atrajo las manos de Bárbara hacia él y comenzó a evaluar las heridas de la mano derecha. En su mayoría, eran superficiales por lo que no le preocuparon—. Déjame ver la mano izquierda.

—Es mejor que comiences a curar la derecha, así asimilo un poco el dolor de la izquierda —le dijo con la intención de dirigir sus acciones.

JP la miró sin creer lo que estaba escuchando.

—¿Crees que me importa que asimiles el dolor? —le increpó—. Eres una terca. Laura te dijo que fueras al médico y no quisiste, ahora te aguantas.

Bárbara abrió la boca, pero la cerró al ver que le agarraba la mano izquierda a la fuerza y comenzaba a sacarle el vendaje lentamente. Ella estaba tratando de mirar por sobre el hombro, pero su 1.80 de estatura y su proporcionada contextura, no le dejaban posibilidad de observar lo que hacía. Laura permanecía en silencio ayudando a su hermano con lo que él le solicitara. Cuando llegó a la última capa de gasa, JP notó que aún le salía un poco de sangre, por lo que no terminó de desprenderla y adhirió más gasa sobre la depositada. Le dijo a Laura que hiciera presión mientras terminaba con la mano derecha. Luego de unos minutos, JP puso la mano izquierda bajo el grifo de agua para comenzar a lavarla. Bárbara estaba apoyada en su hombro y, en un movimiento inconsciente, se lo mordió para tolerar el dolor que le supuso el refriegue.

JP se volteó desconcertado.

—¿Te importaría no morderme?

Bárbara lo miró con vergüenza, pero también con inquietud por la cercanía de sus cuerpos.

—Lo siento, es que me dolió.

—En tu caso me alegro que así sea —le dijo con pesadez y reanudó la limpieza. Bárbara le hizo una mueca de desagrado.

JP vio el enorme corte que tenía entre el pulgar y la palma y cerró los ojos en un gesto de fastidio. Tomó el paño quirúrgico y la secó. La llevó a la mesa del comedor y le indicó a su hermana que trajera la mochila y los insumos que estaban en la bolsa. Mientras la curaba, de vez en cuando le dirigía una mirada. El último mes no se había podido sacar ese rostro de sus pensamientos y eso lo tenía molesto. Era una mujer que le causaba intriga y su rebelde mirada, deseo.

—¿Cómo te hiciste las heridas? —le preguntó JP para dejar de pensar en ella de esa forma.

—Me tropecé y caí sobre los vidrios —fue su escueta respuesta.

—¿Te removiste algún vidrio? —Al no escuchar respuesta meneó la cabeza y en tono de regaño continuó—: Cualquier persona va al médico cuando le pasa algo así. Sobre todo, considerando que esta herida estuvo en contacto con algo sucio y eso te puede causar una infección. —Luego de vendar la mano derecha, levantó la izquierda—. ¿De verdad creíste que podrías curarte sola?

Bárbara le hizo un desprecio y desvió la mirada hacia la ventana.

Mientras JP curaba la herida, ella lo observaba de soslayo. Mierda, qué lindo es —se dijo—. Lucía tan bien en esa camisa azul arremangada y su pantalón formal. La luz que le llegaba al rostro le había cambiado la tonalidad de los ojos a rojizo dorado, lo cual profundizaba su mirada. Aquello solo acrecentó sus ganas de continuar admirándolo. La mandíbula se había acentuado mucho más sin la barba que le había visto la primera vez, y el cabello se le veía naturalmente desordenado. En cualquiera de sus versiones era guapo y, en ese momento, estaba concentrado en lo que hacía. Era la clase de hombre que la ponía nerviosa, por lo que decidió poner distancia valiéndose de su regaño.

—Si Laura me hubiese dicho que había tenido la brillante idea de llamar a su hermanito, entonces la clínica habría sido una buena opción después de todo. Pero me lo dijo cuando ya te había contactado. —Miró a Laura con reproche—. No hay necesidad de que me sigas regañando por lo que no hice.

Él levantó la mirada hacia ella para indicarle que la había escuchado. Terminó de saturar, la vendó y le dijo:

—Debes guardar reposo. No hagas nada con las manos porque podrían volver a sangrar —le dio una pastilla para el dolor.

Bárbara se la tragó sin agua.

—Tengo que terminar un trabajo, pero no es mucho lo que me falta —se interrumpió ante la expresión poco amistosa del doctor.

—Eres toda una pieza de arte. Dije que no movieras las manos —y prosiguió para no darle cabida a la réplica—: Te voy a vacunar, date vuelta.

—¿Por qué no me la pones en el brazo?

Laura los observaba discutir un tanto entretenida.

—Porque yo soy el médico y tú la paciente —la agarró del brazo y la llevó al sillón de doble cuerpo—. Boca abajo —le indicó.

Ella se quedó sentada en el sillón mirándolo hacia arriba. No quería que le pincharan el trasero. Además, era el hermano de Laura, no lo veía como un médico.

Frustrado con su actitud, JP situó un pie sobre el sillón, la levantó y la puso de boca en su pierna, le descubrió el trasero y la pinchó.

Bárbara emitió un sonido de dolor, pero se quedó quieta mientras le quitaba la aguja.

—Eres un cavernícola —protestó. Al ver que no podía usar las manos, le dio un puntapié a la altura de la pantorrilla.

JP volteó hacia la muralla y cerró los ojos para soportar el dolor, entretanto Laura se tapaba la boca con la mano tratando de dilucidar si reía o se mostraba acongojada.

—Muchas gracias por tu ayuda —le espetó Bárbara—. Ahora, si fueras tan amable de dejarme sola.

—Tal vez sea bueno que yo me quede —intervino Laura—. No vas a poder valerte por ti misma con esas heridas.

JP estaba disimulando el dolor del puntapié cuando se le ocurrió que no había mejor forma de vengarse de ella que llevándosela a su casa. Además, quería hacerlo, por Dios que quería bajarle los humos.

—Prepárale un bolso, se irá con nosotros —le ordenó a Laura en tanto ordenaba sus cosas.

Bárbara comenzó a reír sin ganas.

—No me iré contigo, olvídalo. Laura no le hagas caso.

JP le hizo un gesto a su hermana para que hiciera lo que le decía, pero Laura no sabía qué hacer y optó por marginarse.

—No quiero estar en medio de esta discusión. De cualquier modo quedaría mal ante ustedes. Esperaré en el auto a ver qué deciden. —Se marchó.

Bárbara quedó en posición rígida esperando que JP hiciera algo, pero vio que él se sentaba en la silla.

—¿Qué haces, por qué no te vas a tu casa? —le preguntó con impaciencia—. Tu hermana te espera. —Luego de un rato de aguardar una respuesta, continuó en un tono agradable—: JP, ¿verdad?

—Para ti es Juan Pablo —le aclaró.

Bárbara puso los ojos en blanco, pero continuó con la idea.

—Ok, Juan Pablo —pronunció con ahínco—. Gracias, dame la cuenta de lo que te debo y déjame sola. Puedo cuidarme.

JP la observó tratando de descubrir qué la hacía irresistible para él.

—En serio —añadió Bárbara casi en súplica, pero seguía sin tener respuesta de él.

Se sentó frustrada en el sillón a esperar que se fuera, pero con el paso de los minutos comenzó a cansarse y pronto se durmió.

JP se levantó y la cargó para llevarla al auto.

Cuando despertó estaba en una cama que no era la de ella. Miró alrededor de la habitación y no le pareció conocida. Pero lo que la sobresaltó, fue verse vestida con un pijama que tampoco era suyo. Cuando recordó lo que había pasado, se levantó a toda prisa y fue a abrir la puerta. Estuvo tratando por cinco minutos, pero el exceso de vendas que cubrían sus manos, al parecer a propósito, no le permitían salir. No desistió y continuó intentándolo.

JP estaba al otro lado sonriendo al escucharla maldecir. Cuando los improperios se volvieron más apremiantes, comenzó a reír. Bárbara lo escuchó.

—Eres un abusivo, Juan Pablo. Abre la puerta, ¿qué me diste ayer?

—Seguro, lo haré en —vio su reloj deportivo— unos quince minutos.

—¿Y por qué vas a abrirla en quince minutos?

—Porque no quiero antes.

Bárbara comenzó, nuevamente, a patear y maldecir. Luego se cansó y comenzó a llamar a Laura.

—Salió a correr o por lo menos esa era su intención, algo que debo agradecerte —le dijo JP con cinismo—. Muchas gracias por cuidar de mi hermana. —Con una sonrisa apoyó la frente en la puerta y añadió—: ¿Qué quieres desayunar?

Al no escuchar réplica, se extrañó y abrió la puerta. La vio sentada en la cama con una mirada de cansancio.

—No quiero seguir peleando —admitió Bárbara—. Además, tengo hambre.

JP se acuclilló frente a ella, sonriente.

—Vamos a tomar desayuno y luego te reviso las heridas, ¿está bien?

Bárbara lo miró con frustración, porque con todo lo guapo que era, también tenía una sonrisa seductora. Asintió.

A pesar de cómo comenzó el sábado, las cosas se calmaron durante el día. Bárbara había aceptado que necesitaba ayuda, y JP que quería ayudarla. Disfrutaron del desayuno y el almuerzo, aunque la conversación siempre se centraba en Laura. Durante la tarde, JP anunció que debía salir a ver una paciente, pero que no llegaría tarde. Aquello le dio más libertad a Bárbara para inspeccionar el departamento. Era de unos 130 metros cuadrados y se encontraba en el séptimo piso de un edificio de diez. El extenso living comedor contaba con una luz espectacular, producto de la cantidad de ventanales que daban al balcón. En el living destacaban tres sillones de cuero, color ceniza, acompañados de una lámpara de piso y una mesa de apoyo al costado. Una hermosa mesa de madera de caoba, combinaba muy bien con la mesa del comedor, que tenía una base también de caoba, pero su cubierta era de vidrio templado. La complementaban las seis sillas de un tapizado café oscuro, sin diseño. La cocina quedaba a un costado de la puerta de entrada y era más larga que amplia, pero tenía todos los artefactos eléctricos necesarios para que la vida de una persona fuera más simple. Había tres habitaciones alrededor del salón, la de JP era la más amplia, con baño y acceso al balcón. El decorado del departamento era simple y los colores que predominaban eran los negros, cafés y blancos. Sobre una repisa, cercana al bar, había fotografías de Laura, JP y su tercer hermano, quien compartía con JP el rasgo de los ojos almendrados color ámbar. También había una fotografía que rememoraba su infancia, donde aparecían sus padres sosteniendo a Tomás y a Laura mientras que JP estaba al lado de su madre con una expresión solemne. Cerca de la habitación principal, había una muralla destinada para dibujos que, por los mensajes, debían ser de pacientes que parecían tenerle mucho cariño al doctor. Ella no se lo imaginaba con niños, aunque a esas alturas, no quería imaginárselo en ningún ámbito debido al problema que prometía ser.

Más tarde, Laura y Bárbara se sentaron en el balcón y bebieron cerveza entretanto conversaban sobre sus respectivas familias. Laura se enteró de que el padre de Bárbara había fallecido cuando era pequeña y sus recuerdos eran escasos, por lo que no solía hablar de él. Su madre era una profesora jubilada, que disfrutaba viajando con sus amigas gracias a los beneficios de tarifas rebajadas que el Servicio Nacional de Turismo le daba al adulto mayor. Mantenía una buena relación con Bárbara, aunque no eran muy cercanas. Luego le habló sobre sus hermanos. Juan, el mayor, tenía cuarenta años y era abogado. Estaba casado con Andrea y tenía dos hijos, Camila de cuatro años y Julio de siete. Con pesar le confesó que no los veía con frecuencia, debido a la mala relación con su hermano. Cuando Laura le preguntó la razón, Bárbara le respondió que Juan siempre había querido ejercer un rol paternal y autoritario, cosa que ella no permitió. Pese a todo trataban de mantener la fiesta en paz cuando se veían, por respeto a su madre. Berta, su otra hermana, era contadora auditora. Llevaba una relación de siglos con Álvaro, pero sin hijos porque suponían para ella un estancamiento en el ámbito personal y laboral. Con ella la relación era más cercana, aunque tampoco rozaba los límites de la amistad. Continuó platicándole de su época de estudiante y de todas las anécdotas que recordaba con cariño de aquella etapa. Laura, por su lado, le complementó la historia de su familia, comentándole que su madre se llamaba Patricia, era asistente social y en la actualidad directora de una fundación cuyo objetivo era conseguir fondos para proyectos en zonas vulnerables de la décima región. Su padre se llamaba Alejandro, traumatólogo y cirujano ortopedista, trabajaba en el hospital de Puerto Montt y tenía una consulta privada en Puerto Varas. Ambos eran oriundos de Santiago, pero habían decidido mudarse cuando su madre quedó embarazada de JP. Le dijo que eran una familia numerosa, pero que, lamentablemente, ninguno de sus abuelos estaba vivo. Cuando terminaron de hablar, ya eran las 18:00 horas y Bárbara decidió ir a dar un paseo a la playa para reemplazar el trote.

Durante la caminata, se comunicó con Cristóbal para ponerlo al día sobre lo acontecido. Él le ofreció cuidarla en su departamento, pero cuando supo que no conseguiría una respuesta positiva a su desinteresado ofrecimiento, desistió y le dijo que pasara el lunes por el pub para que conversaran. Luego caminó por la orilla del mar, sintiendo el viento que le azotaba el rostro y pensando en lo placentero que sería fumar un cigarrillo en tardes como estas. Pero se obligó a apartar ese pensamiento al recordar lo mucho que le costó dejarlo cuando se mudó a Viña del Mar. Se concentró en nuevas locaciones para fotografiar y en los rostros que veía a su alrededor para inmortalizar. Amaba el rescate de esos momentos en que las personas parecían estar inmersas en sus batallas. Casi podía adivinar, a través de sus expresiones, cómo cada uno encontraba la forma de hablarle a su conciencia, intercambiando opiniones que solo servían para calmar su espíritu. Se sentó, observó el mar y las olas que rompían a un compás melódico. Comenzaba a hacer frío, pero le encantaba controlar el estremecimiento que sentía cuando el aire susurraba en sus oídos. Aquello la hacía sentir más viva que nunca.

Camino al departamento pensó en JP. Había sido atento con ella desde que acordaron una tregua para convivir en paz. Se sintió conmovida por sus atenciones y sorprendida de que pudiese mostrarse tan cercano con alguien que no conocía. Al parecer era un rasgo de familia, pues también lo había notado en su hermana. Laura le reveló que salía con amigas, pero con ninguna mantenía algo serio. Aunque tampoco se lo había asegurado. Cuando llegó al departamento, JP fue quien abrió.

—¿Dónde estabas? Laura me dijo que saliste hace más de dos horas.

Y ahí estaba él, preocupándose por una desconocida. No sabía cómo abordarlo, lo más fácil era burlarse.

—Salí a caminar, papá. No llevé el celular porque —levantó las manos vendadas evidenciando la burla— como verás no puedo usarlo.

JP sonrió y la tomó del brazo para que entrara.

—¿Dónde está Laura? —preguntó Bárbara.

—Salió con unas amigas.

—No me dijo nada cuando salí.

—Ah, la voy a sermonear por no haberle dicho nada a la mamá sobre su salida. —Sonrió al ver la expresión de Bárbara—. Me iré a cambiar, vuelvo en seguida —le anunció.

Bárbara cayó en cuenta de que era sábado y probablemente JP tenía planes. Cuando lo vio regresar, se anticipó a decir camino a la habitación de invitados:

—Me voy a mi departamento. Ya comí, no te preocupes.

Se dispuso a ir por su bolso entretanto JP la observaba de soslayo mientras revisaba la correspondencia. Bárbara trató de apurarse, creyendo que esperaba que recogiera sus cosas. Fue al baño que compartía con Laura para recoger sus útiles de aseo. Estaba tratando de manejar la situación de cómo tomaría el cepillo de dientes para ponerlo en el bolso, cuando vio a JP que se apoyaba en el marco de la puerta con los brazos y pies entrecruzados. Estaba descalzo, lo cual le pareció extraño; vestía unos jeans con una polera azul estampada con un logo publicitario.

—No te detengas, por favor —le dijo JP—. Me gustaría ver cómo abres el cierre de tu bolso y metes el cepillo de dientes.

Bárbara entornó los ojos y añadió una mueca de burla. Se quedó pensando, luego se agachó, tomó el cepillo con la boca y balbuceando se dirigió a él:

—Estoy lista.

JP meneó la cabeza.

—Nunca pierdes, ¿verdad? —La agarró de la cintura y le bajó el bolso del hombro. Le quiso quitar el cepillo de la boca, pero ella lo agarró con los dientes. No se esforzó esta vez, solo le hizo cosquillas para que lo soltara—. No te vas a ir. Además, no tengo ningún plan. Solo quiero descansar y beber algo. —La acompañó al sillón para que se sentara, pero antes de servirse un whisky añadió—: A pesar de que me encanta discutir contigo, créeme, se ha convertido en uno de mis pasatiempos favoritos, ¿podríamos intentar no agredirnos verbal ni físicamente?

Bárbara recordó el puntapié y sintió un poco de vergüenza. Con un gesto de análisis exagerado le respondió:

—Puedo intentarlo, pero tú me lo haces difícil, ¿sabes?

Sonrieron y JP caminó en dirección al bar.

—¿Quieres algo de beber?

—Una copa de vino estaría bien.

JP se sirvió un vaso de whisky y descorchó un vino. Le sirvió una copa con una bombilla para que no tuviera problema en tomarlo. Llevó ambos tragos hasta la mesa de centro, pero antes de sentarse, se dirigió al baño de invitados en busca del botiquín para las curaciones.

Cuando volvió, Bárbara le preguntó:

—¿Siempre eres tan atento con las amigas de tu hermana?

Él movió la boca en un gesto de estar meditando la respuesta.

—No, tú eres un caso especial —le dio una mirada seductora que la dejó sin aliento.

Cómo era posible que un hombre así siguiera soltero —se dijo Bárbara—. Algo malo debía tener, de otra forma, no se justificaba que todo ese atractivo se desperdiciara un sábado por la noche.

—¿Estás bien? —le preguntó extrañado—. Te quedaste muda.

—Estoy bien —le respondió y apartó la mano para no seguir en contacto con él.

A JP le pareció tierno el nerviosismo que mostraba y deseó besarla, pero se contuvo y le tomó nuevamente la mano para seguir revisándola.

—¿Por qué no me cuentas cómo se conocieron con mi hermana? —La miró con desconfianza y enarcando las cejas añadió—: La verdad.

—¿Qué fue lo que ella te dijo?

—Que se conocieron en la playa, se sentaron y comenzaron a hablar. Luego la invitaste a desayunar y el resto ya lo recordarás.

Bárbara sonrió cuando recordó su encontrón en el vehículo.

—Te dijo la verdad. La razón del porqué nos sentamos en la playa a hablar, está bajo secreto de confesión. —Esperó unos segundos para continuar—. Tiene veinticuatro años, Juan Pablo…

—JP —le corrigió.

Sonrieron.

—Bueno, JP. Que tu hermana tenga veinticuatro significa que es una mujer adulta con la facultad de decidir si quiere o no involucrar a su hermano en sus problemas amorosos...

—¿Alguien le hizo algo? —preguntó con seriedad.

—Deja de preocuparte, no le hicieron nada que amerite armar un escándalo por eso. —Pensó que se veía tierno cuando se mostraba preocupado—. Tu hermanita está bien. Es un poco capullito, pero ya se le va a pasar.

—No quiero que se le pase y no me gusta hacia adonde va dirigido su secreto de confesión.

—Es tu problema y ya me hiciste hablar mucho, cambiemos el tema. ¿Cómo estaba tu paciente?

Con resignación se concentró en lo que Bárbara le preguntaba.

—Está bien —le informó mientras la curaba—. Es una jovencita a la que llevo tiempo tratando. Tuvimos que intervenirla por una curvatura en la columna, se llama escoliosis idiopática adolescente. El problema es que la de ella era muy pronunciada y el potencial de crecimiento aún era bastante alto. Eso significaba que la curvatura también iba a crecer, ahí estaba el riesgo...

—Pareces médico cuando hablas —intervino Bárbara.

—Ah, disculpa mi poca educación. Me llamo Juan Pablo Camus y soy traumatólogo infantil —le guiñó el ojo.

Bárbara soltó una carcajada que lo dejó concentrado en su rostro por unos segundos. Aquello la puso nerviosa y se precipitó a hablar de cualquier cosa para no concentrarse en cómo la observaba.

—Me di cuenta de que tienes muchos dibujos —señaló la muralla—. ¿Son de tus pacientes?

JP dejó el ensimismamiento en ella y miró el muro donde tenía el collage de dibujos.

—Sí, pronto tendré que ampliar la galería. —Terminó de vendar las manos.

—¿Es muy difícil trabajar con niños?

Mmm, es más difícil trabajar con adultos. En un niño lo que más cuesta es que confíen en ti, pero cuando llegas a esa parte, el resto no es complicado. —Bebió su whisky—. Tú les preguntas y ellos responden sin tanto rodeo.

—Apuesto a que siempre supiste que querías ser doctor.

JP dio una carcajada.

—Somos un cliché, ¿verdad?

—Completamente. —Alzó su copa como pudo para brindar por eso.

—Siempre supe que quería estudiar algo relacionado con ayudar. Medicina era mi opción más lógica dado que la biología se me da bastante bien y me gusta leer. También pensé en psiquiatría, pero luego desistí. Me comprometo mucho y mi calidad de vida se hubiese visto afectada emocionalmente. En cambio, en traumatología veo el problema y si puedo los ayudo. En la mayoría de los casos puedo hacerlo... ¿Qué hay de ti? Laura me comentó que haces de todo un poco, “lo que venga” me dijo con un tono de fascinación.

—¿Y qué tiene de malo eso? —le preguntó con seriedad—. No todos tenemos la película clara desde la pubertad, doctor. Lo importante es no quedarse en un lugar cuando sabes que no es el tuyo.

JP le tomó un mechón de pelo, lo acarició y luego se lo tiró.

Bárbara emitió un sonido de dolor.

—Pensé que no nos íbamos agredir físicamente.

—Lo intenté, pero tú también me lo haces difícil. ¿Por qué siempre andas a la defensiva? No he querido insultarte y lo sabes.

—Está bien. Tengo una empresa con un amplio giro, “de todo un poco” —manifestó con burla—. Pero me estoy especializando últimamente en servicios fotográficos, y en esa área he descubierto la remodelación y decoración de interiores. De hecho, ahora estoy en una. Estaba terminando unos cuadros cuando tuve el accidente.

JP asintió.

—¿A quién le estás haciendo una remodelación?

—Es para un bar se llama El Rincón.

—¿El Rincón? —repitió JP con suspicacia—. ¿El bar de Cristóbal?

—¿Lo conoces?

—Es mi mejor amigo. —Se le notaba un poco irritado—. Supongo que tú eres la mujer a quien quiere morderle los labios, ¿verdad?

Ella rio ante la pregunta.

—¿Cómo voy a saber si soy yo? —Aunque estaba casi segura de que así era.

—Debes serlo. Nos dijo que era la persona que le estaba haciendo un trabajo en el bar. —Lo incomodó verla sonreír por eso—. ¿Te los mordió?

Bárbara emitió un sonido tratando de recordar. JP se paró molesto para rellenar su vaso, aunque no lo necesitaba. Ella observó lo bien que se veía con jeans y polera, esto le produjo un estremecimiento. Cuando JP volvió, se quedó parado de espaldas a Bárbara, tratando de concentrarse en las luces que se veían desde el ventanal y que, en su conjunto, indicaban que Viña era una hermosa ciudad, pero a quién estaba engañando —se dijo— no podía sacarse de la mente a Cristóbal mordiéndole los labios.

Fue hacia el sillón y le volvió a repetir.

—No me has respondido si te los mordió.

Ella se quedó pensando por qué le importaba tanto aquello, ¿estaba celoso? Esto le hizo un poco de gracia, pero no lo demostró.

—¿Y a ti qué te importa si me los mordió o no?

JP le desvió la mirada porque ella tenía razón. ¿Qué podría importarle a él? Pero ella lo inquietaba y cada vez que la recordaba sentía ganas de besarla. Era una mujer hermosa, si bien había estado con mujeres de igual o mayor belleza. Era irritante, obstinada y a veces hasta grosera. No la conocía y ella no había mostrado interés en conocerlo. ¿Por qué se fijaría en alguien así?

—No me importa, te lo preguntaba para mantener la conversación —respiró profundamente—. Conozco a Cristóbal, es un mujeriego, y tú… tú eres la amiga de mi hermana, aunque para serte franco, no tengo idea de cómo pasó eso.

Bárbara levantó una ceja.

—¿Debería sentirme halagada con tu comentario? —Dejó la copa de vino tambaleando en la mesa mientras desenredaba sus piernas del sillón—. Al parecer no encajo en tu círculo, doctor, por lo que no sé de qué más podríamos hablar. Me voy a la cama.

JP le agarró el brazo atrayéndola hacia él.

—No quise ofenderte —le dijo con suavidad—. Lo que digo es que eres muy distinta a todas las amigas de mi hermana. —Se estaba aproximando a sus labios poco a poco—. En cuanto a Cristóbal, no me gustaría que se sobrepasara contigo.

Ella quería besarlo tanto como pegarle en las bolas. Como si no pudiera manejar a un tipo como Cristóbal, sabía perfectamente cómo hacerlo sin tener que recurrir a alguien que la protegiera.

Se soltó de sus brazos y se alejó.

—No necesito que me protejas de tu amigo ni de su forma de ser con las mujeres —le dijo crispada—. Sé cómo funcionan las cosas con tipos como él, y no me gusta que me veas como una mujer a la que pueden engañar porque el tipo es un mujeriego.

Con notorio enfado JP le espetó:

—Disculpa por haberte tratado con tan poca delicadeza —ironizó—. Solo quise ser caballero, pero parece que te acomoda que te vean como objeto. Tal vez deberías dejar que Cristóbal te pruebe los labios. —Se fue hacia la cocina.

Bárbara le respondió:

—Para tu información, maldito sabelotodo, ya lo hizo. —Rodeó el sillón y se dirigió a la pieza de invitados para cerrarla de un portazo.

JP se quedó maldiciendo a Cristóbal por eso y a ella por decírselo. Se tomó lo que quedaba del whisky y se fue a su pieza, no sin antes dar otro portazo.

El color de la decisión

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