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Begoña, querida:

Durante la ceremonia de nuestra boda, lloraste cuando el concejal que la oficiaba subrayó la condición «institucional» del matrimonio. Eso fue lo que más nos emocionó a ambos: fundar una institución. Desde entonces, hemos tratado de explicar muchas veces el modo paradójico que tenemos de vivir nuestro estado civil, como si su fundación pudiera ejercer un papel liberador y hasta dinamitero sobre alguna parcela de la realidad, como si la forma clásica de monogamia contuviera alguna capacidad emancipadora digna de alinearse solidaria con quienes, por no cumplir las estrictas condiciones de lo convencional, se ven escupidos a los márgenes. Nosotros tenemos la vocación del margen, y a menudo sentimos que nos hemos instalado irremediablemente en él; pero no sé si tenemos razón. Vistos desde fuera, es probable que seamos arquetipos. En estas cartas, me gustaría forzar la tensión que se produce en ese malentendido, ver si resiste o se rompe por fin.

Sí sé que estamos casados y habitamos esa vieja alianza patrimonial con el espíritu de banqueros anarquistas, sinceros banqueros anarquistas: provocando pequeñas incomodidades en nuestras familias, en el entorno, en las cenas con esos conocidos que siguen distribuyendo a los comensales por género para que cada bando hable “de sus cosas”, en las redes sociales, ojalá que en la escritura. Hay ciertas ideas acerca del carácter del matrimonio, fijadas por la costumbre, que nosotros no cumplimos o aspiramos a no cumplir. Yo no logro entender ningún chiste sobre la guerra de los sexos; leo bromas en WhatsApp que hablan de la esposa y el marido como adversarios irreconciliables y me pregunto a qué responden, cómo puede alguien identificarse con ellas; no hay divergencia en nuestras inquietudes. Y desde luego que no tenemos hijos, aunque eso no es tan extraño entre quienes se parecen a nosotros: ocurre a menudo por egoísmo o por supervivencia económica, y los pretextos ideológicos vienen después. ¿Habríamos querido tenerlos si nos hubiéramos conocido antes? ¿Nuestro creciente antinatalismo tiene raíces solo éticas, o viene dado por la biografía? Sea como sea, aquí estamos, viviendo y pensando en cómo vivimos.

Pienso que casarme contigo es una de las tomas de partido más importantes de mi vida, también de las más sorprendentes. Pienso que ha sido cualquier cosa menos una concesión a lo que se esperaba de nosotros; es más, dudo que nadie nos concibiera haciéndolo. Cuando ya solo faltaba un mes para firmar los documentos, mi madre preguntaba: «Entonces, ¿seguís adelante? ¿No es una broma?». Tu madre también se rio del anuncio, si bien ella se ríe de todo y con esa risa revienta el mundo. Llegó el día y forjamos un matrimonio con libros y sin hijos, entre dos personas que rondaban los cuarenta: tú ya los tenías, a mí me faltaban pocos años. ¿De verdad hay algo político o colectivo en esto? He planteado mal la pregunta: por supuesto que el matrimonio es político, y que tiene consecuencias sobre lo colectivo. En una síntesis que no carece de imaginación plástica, Friedrich Engels imaginó la evolución prehistórica de la familia como una reducción constante del círculo comunitario, de la humanidad a la tribu, de la tribu al linaje, de ahí al matrimonio polígamo, y finalmente al monógamo. Este constante dejar fuera a otros justifica cualquier prevención frente a la arquitectura familiar, o la ha justificado durante décadas. Pero Engels dice algo más: completado el recorrido, quedaría la pareja, «esa molécula con cuya disociación concluye el matrimonio en general». Si eso ocurriera, añado yo, pasaríamos de la pareja al individuo, en un nuevo desmantelamiento que podría no ser el último. No resulta un disparate afirmar que Occidente está ya en ese momento: la pareja es cuestionada desde el cinismo o desde la convicción, en nombre del amor romántico o de su negación (nosotros negamos el amor romántico, tú con más entereza que yo), con o sin alternativas de calidez afectiva (nosotros sabemos que las hay: es curioso leer las mejores defensas del poliamor como una vivencia frente al abismo del desarraigo, y celebrar ese discurso identificándolo en gran medida con nuestra monogamia que no cede). Volver al matrimonio a menudo es reaccionario, es decir, una reacción, y otras veces casi parece una rebeldía. Sin embargo, a nosotros no nos ha interesado «volver» a esa institución, sino crearla, hacerla en origen sin guardar memoria de su pasado o conservando esa memoria como mera advertencia, convertir el matrimonio en un lugar desde el que articular los nudos que nos ligan al otro, a cada uno de los otros. Eso, y estar juntos, con todo el sentimentalismo y el miedo a perder la exclusividad que acompañan al viejo pacto de la pareja: aquí no escaparemos de la contradicción.

El instante más memorable de nuestra boda se erigió sobre mi torpeza. Estoy acostumbrado a que esto ocurra, y me parece bien: mi vida es un guateque en el que interpreto a Peter Sellers. Fue cuando empezaste a llorar, y me hiciste señales con la cabeza y con los ojos para que te dejara el pañuelo blanco que asomaba en el bolsillo de mi americana. Querías secarte esas pocas lágrimas con él. Estábamos de pie, en el centro del salón de plenos del Ayuntamiento, a dos metros el uno del otro. Y yo fui el único de todos los presentes que no entendió nada de tus gestos, de verdad que no sabía a qué se referían los bandazos de tu cabeza y esos ojos abiertos apuntando en dirección a mi pecho, porque me pareció que se dirigían a un punto situado a mi espalda y me giré para ver qué ocurría, pero solo encontré el rostro de tu madre que se partía de risa viendo a su yerno totalmente desorientado, naufragando en el despiste, y cuando volví de nuevo la mirada pusiste cara de absoluta resignación, esa misma cara que con los años y a fuerza de repetirse se ha agriado un poco, y de pronto te adelantaste un paso, fue muy rápido, para estirar el brazo y arrebatarme tú misma el maldito pañuelo. Mientras te limpiabas los pómulos y la nariz, mi padre se moría de risa y nuestros amigos reían y dos funcionarios que custodiaban el salón se murieron de risa y el pobre regidor levantó la mirada de los papeles con el discurso que leía de corrido, estupefacto, incapaz de entender a qué venía tanta risa, qué error había cometido para ser objeto de tanto cachondeo. Yo sé que ahora voy a ofrecer literatura pendiente de un hilo, pero se me ocurre que ese momento fue bonito porque no se circunscribió a la intimidad de la pareja, no fue patrimonio exclusivo nuestro ni nos incumbió solo a nosotros: nuestra complicidad (la puesta en escena de nuestra complicidad, su conversión en un modo de estar en público) desestabilizó por unos segundos el tono del ritual en marcha, incomodó a la autoridad, y recorrió por igual a quienes asistían porque nos quieren y a quienes estaban ahí por mera obligación laboral. Generó un pequeño caos, que entonces no fue nada. Ahora, 12 de enero de 2020, casi tres años después, me pregunto si no podríamos considerarlo la semilla de este libro que queremos escribir juntos.

El matrimonio anarquista

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