Читать книгу El matrimonio anarquista - Begoña Méndez - Страница 8
Оглавление(Madrugada. Febrero de 2020)
Josep, querido:
Aunque no he tenido nunca la intención de ser una esposa cómoda y tiendo al desacato y a la rebeldía, en casa organizo y preparo las comidas, excepto cuando bajas a por un pollo asado y a por arroz tres delicias. Pongo lavadoras y no dejo que tiendas la ropa, lo haces fatal, doblo tus camisetas, guardo tus calcetines en el cajón de tu mesita de noche, cuelgo tus camisas en perchas para que no se arruguen, me encargo de elaborar las listas de la compra porque si yo no lo hago la nevera se vacía y empiezan a faltar demasiadas cosas en la alacena. A veces me pregunto si no estaré al borde de convertirme en una discreta y hermosa mujercita de su casa y entonces me pongo nerviosa pero luego en seguida me calmo porque a cambio eres tú quien baja al supermercado y va la carnicería. Tú eres quien charla con la frutera y comenta la actualidad con la pescadera. Tú, quien visita Don Caramelo y compra los periódicos y las revistas, los chicles, las chucherías. La joyera de la esquina está loquita por ti. En las tiendas del barrio te conocen y te quieren. Siempre subes de la compra con algo que no necesitamos, regalos que las tenderas te ofrecen de corazón: media docena de huevos, una coliflor, un dulce de cabello de ángel, un pan blanco, un par de cervezas artesanas que acaban de caducar y ya no pueden venderse… ¿Será que también tú estás a punto de transmutarte en un marido encantador? ¡Qué poco revolucionaria me siento!
Las tareas cotidianas son importantes y también los alimentos, pero nuestro compromiso está en otros lados, más allá de los platos por lavar o las bolsas de basura que nadie baja. Nuestro pacto no está en los entrecots ni en los merengues que compras para cumplir mis caprichos; tampoco en los vinos de la tierra ni en las botellas de cava que descorchamos para celebrar cumpleaños y días tristes. Nuestro matrimonio está en otro lado. Está en la escritura obsesiva y en la lectura constante (tú, lector obcecado que devoras todo cuanto cae en tu mano, crítico inapelable, ensayista loco, escritor generoso; yo, escritora ofuscada y lectora de papers y de ensayos raros). Nuestros cuidados están lejos de la ropa limpia pero arrugada porque no usamos la plancha y más allá, mucho más lejos, del coche convertido en armario ropero y en tienda de ultramarinos, porque nunca se sabe qué necesitaremos. Nuestras atenciones están en la natación que anhelamos y que no retomamos y en los dolores de espalda que intentamos mitigar con el yoga del YouTube de Elena Malova. Nuestros lazos y promesas están en los tatuajes que empezamos a hacernos para fundar un ritual de amor, exclusivo y profano. En cada tatuaje que me hago contigo yo invoco por los dos a La Dolorosa: Virgen de la Piedad, llora por las espadas que habrán de atravesar nuestros corazones, trae hasta nuestro hogar ríos de pasión salvadora. Tinta negra y natación y también nuestros pocos amigos. Yo no sé qué sería de nosotros sin los vínculos que vamos tejiendo muy lentamente con personas tan valiosas como Virginia y Lola o como Iván y Sonia: amistades que tú y yo vamos trabando sin prisa y que también son parte de nuestro matrimonio.
Me dices que somos antinatalistas y que no somos padres. La primera afirmación es cierta; la segunda, tengo que rebatirla. Mi antinatalismo ha crecido con los años. Cada vez me parece más obsceno parir hijos en un mundo tan feo, me mata de pena la idea de engendrar vida en un planeta atiborrado de miseria y de gente. Es imposible no resultar panfletaria, lo siento, no sé explicar de otro modo que no quiero ser madre y que prefiero velar por quienes ya existen. Además, no puedo evitarlo: me parece repulsivo el mito de la dadora de vida, un cuentito que se sigue transmitiendo en nombre de no sé qué esencialismo pasado por el feministwashing. Te juro que he visto madres exhibiendo a sus hijas como quien estrena un bolso o un nuevo tinte de pelo, muy orgullosas y ufanas de maternar con estilo. Algunas de esas madres, místicas y amantísimas madres, se dibujan símbolos lila en la cara y se echan a las calles, monísimas con sus vestidos de flores y sus hijas-complemento. Tampoco soporto los hashtags de #crianzaconsciente ni la sacralización de los bebés humanos: he visto salones de casas convertidos en ludotecas de barrio y he llorado de los ojos muy largamente por tamaña fealdad. Me niego a reproducirnos pese a mi nariz casi perfecta. Me niego a replicarnos a pesar de tu bondad impecable, abrumadora y perfecta. En realidad, tú nunca has querido ser padre. Reconócelo. Habrías querido embarazarme, que yo exhibiera una barriga enorme, que todo el mundo supiera que eras tú quien me había inseminado. Te habría encantado. Tu presunción conmigo no tiene límite. Y, bueno, no tenemos bebés humanos, pero tenemos gatos. Tres. Somos padres adoptivos, y lo digo sabiendo que a nuestras familias esta afirmación les resultaría ridícula. Sé que mi padre suspira (o que en algún momento lo hizo, ahora ya habrá desistido) por que tenga un hijo. Un ser humano hecho por mí. Me entra una ternura inmensa al pensar en una criatura mía en los brazos de mi padre. Siento un momento de pena. Qué triste no poder dar cumplimiento a las esperanzas que los otros nos ponen encima. Siempre hay heridas en las familias. Raspaduras, contracturas, cutículas mordidas. Pese a todo, tú y yo hemos decidido inventar un hogar, una dinastía sin herederos y sin rancios abolengos, una familia torcida donde hay más gatos que humanos.
Somos moldes resquebrajados, arquetipos que no encajan, pero es que es muy fácil producir desacomodo. No basta que los dos seamos funcionarios de carrera ni que estemos hipotecados. Para nuestros padres no somos del todo normales. Porque, a ver, un momento, ¿por qué van a casarse estos dos? La gente se quedaba pasmada cuando lo anunciábamos. Las familias se reían, «¿vais en serio?» nos preguntaban. La mañana en que fuimos a firmar el papeleo previo con tu padre y con mi madre como testigos, nos nevó encima, ¿te acuerdas? Íbamos por la Rambla y la nieve no cuajó más que algunos minutos, tiempo suficiente para que el suelo y los abrigos se quedaran un rato mojados de blanco. Y nos cruzamos con José Carlos Llop, nevado como nosotros, y le contamos nuestra futura hazaña. Se alegró sinceramente. Lo noté en la calidez de su sonrisa. Toda la Rambla de blanco y nosotros ahí en medio temblando de bonitura. Incluso con los papeles firmados nuestros padres repetían «pero, a ver, en serio, ¿de verdad vais a casaros?» Qué sencillo resulta generar desencaje. Nos casamos sin lista de regalos y sin ánimo de perpetuarnos. Después de la ceremonia, nos tomamos unos vinos con los amigos y luego cenamos con padres, sobrinos y hermanos. Yo tenía cuarenta años. Ahora rondo los cuarenta y cuatro, los cumpliré el 3 de marzo, y seguimos sin cortinas en el salón de casa. Apenas viajamos. Estamos enrocados
entre la necesidad de la literatura y la exigencia de la labor docente: «¿No trabajáis demasiado?» nos preguntan nuestros padres. Puede que tengan razón. Si yo no escribiera, sin duda viviría mejor, pero estaría más triste. Si tú no escribieras, dormirías mejor, pero el mundo sería un poco más indecente. Trabajamos demasiado. Nuestros padres se nos quejan, nos demandan más visitas, tienen toda la razón. Así son los clanes mediterráneos, un poco más el tuyo que el mío: les pertenecemos y no hay nada que hacer contra esa realidad. Tú y yo somos los pequeños de la casa, los que han abierto brechas con sus rebeldías.
A veces siguen tratándonos como si tuviéramos quince años. Somos dos niños mimados, o, mejor, yo podría haberlo sido si no fuera tan esquiva. Nuestras familias nos quieren, no tengo ninguna duda, pero ha supuesto un esfuerzo muy grande que nos tomaran en serio. Me pregunto si de verdad lo habremos conseguido. Somos los pequeños, un poco los bichos raros. Nuestras familias se partían de risa porque no entendían a cuento de qué venía el rollo de nuestra boda. Les hacía mucha gracia porque no lo comprendían. Pese a todo y contra todo, nos casamos una tarde de mayo. Ahí está el libro de familia, el descuento en la piscina, los gastos a medias. Tenemos un papel que legitima esta relación preciosa y bastante disfuncional que nos hemos montado. Casarse, lo sé ahora, implica firmar un salvoconducto. La gente mira diferente a quienes están casados. La pareja se convierte en una fortificación, en algo más protegido y cerrado donde es mejor no meterse. Somos marido y mujer. Pronunciamos la palabra sí y fundamos un hogar. Cuando te operaron, el médico habló conmigo porque soy tu esposa, y eso también significa tu cuidadora legal. Me impresionó constatar que en el mundo somos parientes de primer grado en vínculo de afinidad. Porque dijimos que sí e hicimos una familia. Tenemos un libro que lo atestigua y tenemos tres gatos. Los vacunamos, los alimentamos con pienso y, cuando están delicados, les damos pollo y arroz hervidos. Rompemos todo el tiempo las copas de vino. Yo pongo las lavadoras, tú bajas a por pasteles. Vivimos bajo un mismo techo desde agosto de 2017. Después de la boda, necesité tres meses para acabar la mudanza: me daba una pena infinita dejar mi casa, así que seguí viviendo sola un tiempito más, mientras iba poco a poco ocupando tu casa, este hogar que ahora habitamos. Un espacio más grande que nos permite inventar zonas temporalmente autónomas, un sitio más amplio donde hay margen para preservar nuestras soledades y en el que caben más libros. También más ropa. Un piso saturado de libros y de ropa y de pelos de gato.
Deseaba tanto casarme. Fui yo quien te lo pidió, ¿te acuerdas? Qué gusto me dio poder hacer pública mi apuesta tan segura de contigo hasta que muera. Por eso lloré. Porque la boda transformó una emoción íntima en un gesto político con el que presentarme ante el mundo. Unas lágrimas inesperadas y providenciales: yo lloraba y moqueaba y te pedía, discreta, que me dieras tu pañuelo. Pero tú no te enterabas. Siempre andas mirando las musarañas. Vete a saber si no escribiste algún aforismo o algún chiste malo durante la ceremonia. Y yo ahí, con mi vestido de seda, sorbiendo mocos hasta que acabé por echarte la bronca y arrancarte el pañuelo de la americana. Interrumpí sin pudor al señor que nos casaba. Hubo silencio, estupor. Y un instante después, un poquito de revuelo, un tanto de cachondeo, alguna risa ahogada. Un jaleo pequeño con el que reventamos la sacralidad del rito. La vida conyugal es una sucesión constante de solemnidades caídas. Tú y yo de punta en blanco y mientras tanto, acuérdate, poemas de Benedetti que nuestro casamentero leía en lengua catalana. Versos que recitaba de un modo muy sentido mientras tú y yo nos mirábamos flipando, partidos de risa por dentro. Yo me preguntaba si el concejal se había tomado la molestia de traducir los textos o si esa versión catalana la había encontrado en la red o en alguna biblioteca. No se lo preguntamos. No lo sabremos nunca. En todo caso, le agradezco el entusiasmo con que ofició nuestra boda. Nuestro matrimonio nació marcado por la diversión y por el desencaje: los versos cursilones de Benedetti, la fuerza sobrenatural de mi cabreo, tu sonrisa empanada, mis lágrimas de cocodrilo, tu encantador desamparo. Encantador: cuánto se me atraganta la palabrita y ¡ay! qué remedio, qué voy a hacer si te quiero. Acepto que seas un encanto y reconozco que yo no soy una seda, que no tengo el tacto suave de mi vestido de boda. Digamos que soy una lija, que tiendo a raspar, a ponerlo difícil. Nunca dije lo contrario. Pero fíjate, qué belleza: nos estamos erigiendo en matrimonio anarquista.
Hemos fundado un hogar descentrado y multiespecie. Una entidad de amor y de trabajo alejada del poder y en el vientre de la bestia, quiero decir, en el medio del Estado y de sus instituciones. Porque tú y yo creemos que no es incompatible declararse anarquista y vivir dentro de los marcos estatales. Reivindicamos el placer de romper las cosas por dentro. Los dos trabajamos en una escuela de adultos: no podemos ser menos poderosos. Si ser profe de instituto genera por lo general lástima o desprecio, «qué pringados, los pobres, qué bien viven, qué vagos, demasiadas vacaciones, qué horror de trabajo, soportar a los padres, aguantar adolescentes», ser profesor de un cepa significa no existir. Somos los brazos maternales que acogen a los descalabrados y a los incompetentes, a las víctimas de las desigualdades, a los desahuciados de los institutos, a los incapacitados laborales. En el cepa constatamos el fracaso abrumador de las leyes educativas y el desastre escandaloso del monocultivo turístico. Conocemos todo tipo de catástrofes y mil maneras de resurgimiento. Damos segundas oportunidades. Y terceras. Y cuartas. Y las que hagan falta. Queremos a nuestro alumnado. Lo ayudamos si podemos. A nadie le interesa mucho nuestro trabajo. Nuestra labor docente es pequeña e invisible: ofrecemos herramientas para que aprendan a escribir y a leer de forma crítica. Suena a muy poca cosa, pero no se me ocurre una actividad más emancipadora ni puedo pensar en un acto escolar más libertario. Política y amor deben ir de la mano. Quiero pensar que en nuestras clases practicamos un anarquismo de estado, acciones muy sencillas contra la privatización del conocimiento. Me gusta pensar que, en las aulas, día a día, fundamos parentescos y colectivos extraños, otros modos de familia. Una vez, por mi cumpleaños, alguien me deseó una vida mínima. Todavía hoy me impresionan sus palabras, porque definen escrupulosamente cómo pienso mi trabajo, cómo quiero que sea vivir contigo: algo leve y muy pequeño y que sin embargo importe. Algo leve y muy pequeño que exista y que nos agite y que nos haga mejores.
Respóndeme… ¿me he vuelto loca? Te quiero.