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Querida Begoña:

Es mayo de 2020. Escribo esta carta mientras Foster Wallace reposa su pata derecha delantera sobre mi brazo, y de vez en cuando yergue la columna y estira esa misma pata para tocarme la cara con la almohadilla. Foster Wallace carece de pedigrí, es un gato mediterráneo (como lo describe mi padre) con las rayas muy bien puestas (como dijo Lola), pero nada más. Tu madre llama Señor Wallace a este bicho que nació en la calle, en el viejo barrio palmesano de Sa Calatrava, igual que su hermano de camada Pynchon y su hermanastra Winona, probable hija del mismo padre fecundador. Entre la anterior carta y esta que escribo ahora, se ha producido un confinamiento de casi dos meses, sospecho que el primero de otros, y hemos convivido con nuestros tres gatos en un piso de más de cien metros cuadrados que, en ocasiones, se nos ha vuelto pequeño. No ha sido fácil, convivir. Tú y yo nos hemos odiado de vez en cuando, como es preceptivo entre humanos. Sin embargo, creo que no nos ha sido dado odiar a las personas no humanas: lo más importante de esta experiencia aislacionista ha sido nuestra mimetización con estos tres felinos tan desconcertantes que ahora nos miran ya, definitivamente, como a dos miembros más de su colonia. Miembros alfa, de acuerdo, pero al fin y al cabo indistinguibles en su condición mamífera y en el caos moderado de los comportamientos. Yo mismo, a veces, querría ser un animal. Uno indiscernible, nuevo, irrelevante, irrastreable, un mamífero más peludo que yo mismo o carente por completo de vello, cualquiera menos esta cosa hirsuta y racional que conoces.

¿Qué nos hace hombre, mujer, humanos, felinos, concreción biológica o cultural? ¿Qué nos define? Hace pocos días, compartí en redes un modesto tutorial con recomendaciones para ser aliados de nuestras amistades trans, y me vi envuelto sin pretenderlo en un debate sobre la cuestión, hasta que Leo, por quien tanto respeto y camaradería siento, tuvo que pararnos los pies a mi contendiente y también a mí, supuesto defensor, para recordarnos que debatir sobre las vidas trans como si fueran un “fenómeno”, y hacerlo sin su participación, era una porquería. No puedo expresar hasta qué punto me sentí avergonzado y me arrepentí, yo que había escrito hace años un aforismo según el cual «una persona no es un tema, es una persona». Leo no es un tema. Con todo, quizás yo sí soy un tema para mí mismo, y también para ti, o eso quiero creer: deseo que me sientas tan tuyo que puedas, incluso, objetivarme y rebatirme, investigar mis orígenes, aventurar las razones de mi forma inconexa de comunicarme, de mis ansiedades y urgencias, del desbaratado descontrol de mi cuerpo. Quiero que me pienses. Y yo, desde luego, me pienso a mí mismo, con irresolución, pero lo hago. Eso me lleva a sitios raros, y me gusta.

Vivimos con tres gatos, decía. Un hombre al que llaman “sensible” (¡pero si puedo ser de corcho!), una mujer de la que hace tiempo me dijeron que tenía un comportamiento “muy masculino” como soltera (la explicación, creí entender, era que no caías rendida a las propuestas de noviazgo) y tres felinos. Déjame describirlos: Pynchon es un selenita valiente, desafiante, que se desespera cuando sus estrategias de conquista o rapiña se ven frustradas; gris plateado, expresivo como un otomano, delgado y pequeño, Pynchon no se revela del todo, y en ese sentido acertamos al bautizarlo. Foster Wallace, por su parte, es grande, estuvo gordo aunque ya no lo está, y el gris de su pelaje se confunde más bien con el tono amarronado de la tierra, entre Lanzarote y la costa africana (no la real, que desconozco, sino la que he visto en algunas pinturas). Foster Wallace experimenta una dependencia exagerada de mí, me busca con una ternura que no entiendo en alguien de su especie, ronronea con una senectud que no le corresponde. Es perezoso y dócil, aunque tiene destellos de rabia hacia su hermanastra. Winona, en fin, es pequeña y está desamparada, con su color carey y su mirada encendida, la mandíbula estrecha. El colgajo vacío que tiene en la tripa desde que nació se balancea con gracia cuando camina o corre. He escrito que está desamparada, pero esa es una mentira que tú y yo nos repetimos: en realidad, es la mejor cazadora de los tres, un impulso innato la lleva a jugar continuamente, protegida por la delicadeza de su pequeño tamaño y de un maullido agudo, apagado, infantil. Winona tiene una obsesión con nuestras micciones, nada le interesa más que ser acariciada mientras meamos, algo que nos cuesta entender pero que tal vez tenga sentido: los olores, ya se sabe. Su intimidad.

En casa hemos leído a Donna Haraway. Tú la entiendes mejor que yo: por un lado, estás más dotada para la abstracción, por el otro tus instintos son menos miedosos. Tú devorarías cualquier abismo que te pusieran por delante, luego lo cargarías dentro hasta expulsarlo con latigazos de furia e inseguridad incomprensible. Yo soy un hijo de la clase media isleña, me han inoculado todos los miedos del mundo, y no menos comodidades. Aunque me esfuerzo, y voy aprendiendo, quizás porque una vez toqué la vida de alguien y ya no pude engañarme más a mí mismo. Leemos a Haraway y sabemos que formamos parte del compost que nutre la tierra, que vivimos en una fluidez matérica inaprensible, que nos hacemos compañía tres gatos, nueve pantallas, dos humanos, una palmera de salón y varios muebles espantosos heredados de los antiguos propietarios en este apartamento que nos acoge. Lo que he aprendido observando a los gatos es que de pronto el tiempo se alarga misteriosamente y que no cabe condescendencia entre iguales: mi respeto hacia ellos, con sus personalidades acusadas y su carácter temible, es absoluto. No son mis hijos ni mis súbditos, ni yo soy el suyo; nos limitamos a estirarnos en el suelo juntos, de noche, para que ellos me arañen mientras yo los acaricio con violencia, y me burlo un poco, o me espanto ante su silencio y su mirada desubicada y paradójicamente concentrada.

Quizás lo mejor de los gatos sea lo poco que les preocupan la muerte y la identidad. A ti te entusiasma advertir hasta qué punto les da igual si un cuerpo es el suyo o no: cuando empiezan a lamerse, para limpiarse o para pasar el tiempo, dejan que su lengua vaya de su propio lomo al cuello de sus hermanos, o a nuestro dedo meñique. Nuestras cinco vidas parecen, a veces, un continuum en su percepción, en su estar en el mundo. Me gustaría que nos pasara eso, que lográramos dejar atrás nuestro ego sin que por ello perdiéramos el instinto de desplegar las uñas cuando se pone en peligro nuestra individualidad, que en nuestro caso serían los dos espacios independientes que hemos habilitado para leer y escribir, y la escritura que cada uno logra alzar en la pantalla. El estilo, la estructura, las inquietudes de nuestros textos y cuerpos. Ir de uno a otro sin darse cuenta, luego volver a cada uno, y otra vez y otra, hasta que ambos movimientos se confundan por el ritmo y la velocidad de la ejecución, pero sin que se produzca una verdadera fusión. Tú estás fuera de mí, lo sé demasiado bien. Sabes dejarlo claro. Por eso te pienso. Piénsame tú a mí.

El matrimonio anarquista

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