Читать книгу La Familia de León Roch - Benito Pérez Galdós - Страница 10
VII
Dos hombres con sus respectivos planes.
ОглавлениеTropezó con un bulto, sintiendo al mismo tiempo fuerte palmetazo en el hombro, acompañado de estas palabras: «La bolsa ó la vida.
—Déjame en paz,» dijo León apartando á su amigo y siguiendo adelante.
Pero Cimarra se pegó á su brazo y le retuvo haciéndole girar sobre un pie. Por un instante se habría podido ver en aquel grupo el paso vacilante y el vaivén de un grupo de borrachos. Pero suposición tan fea se hubiera desvanecido al oir á Cimarra, el cual, muy serio, ceñudo y con la voz ronca y airada, dijo á su amigo:
«¡Suerte deliciosa!... Estoy luciéndome en Iturburúa.
—Déjame, tahur—replicó León con ira, sacudiendo el brazo en que hacía presa su amigo.—No tengo humor de bromas ni intención de prestarte más dinero... ¿Se ha retirado del juego el Marqués de Fúcar?
—Ahora va á su cuarto. Es hombre de una suerte abrumadora. Así está el país... Esta noche el pobre país he sido yo... ¡Infeliz España!... Solís ha ganado mucho. Desde que le han hecho Gobernador de provincia tiene una suerte loca; las víctimas somos Fontán, el jefe de la Caja de X... y yo... Es temprano. León, sube á tu cuarto y trae guita.»
León no dijo nada porque su espíritu estaba en gran confusión y desasosiego, muy distante de la esfera innoble en que el de su amigo se agitaba.
En vez de subir, como Federico quería, entró con él en la sala de juego. Una de las víctimas antes mencionadas roncaba en un diván. La otra se disponía á salir con gesto y voz que indicaban un humor de todos los demonios, andando perezosamente y tomando precauciones contra el fresco de la noche.
Los dos amigos se quedaron solos.
«No juego,» dijo León bruscamente.
Conociendo el genio poco voluble de León Roch, Cimarra pareció resignarse, y sentado junto á la mesa acariciaba con sus dedos finos y esmeradamente cuidados la baraja. El grueso anillo que ceñía su meñique, despedía pálidos reflejos á la luz ya mortecina del quinqué, y fijos los cansados ojos en las cartas, las pasaba y repasaba, mezclándolas y remezclándolas de todas las maneras posibles. Eran en sus manos como una masa blanda que aceptaba la forma que le querían dar.
«Yo no tengo la culpa, yo no tengo la culpa—dijo lúgubremente León, que se había sentado en un diván, mostrando hallarse muy agitado.
—¿De qué?—preguntó Federico mirándole con asombro.—A tí te pasa algo, bandido. ¿En dónde has estado?
—No estoy enfermo. Lo que me pasa no puedo confiártelo... Es una pena singular, un remordimiento... no, remordimiento no, porque en nada he faltado... Una pena, un sentimiento... tú no comprenderías esto aunque te lo explicase: eres un libertino, un depravado, un corazón muerto, y tus emociones son de un orden profundamente egoísta y sensual.
—Gracias. Si no soy digno de recibir la confianza de un amigo...
—Tú no eres mi amigo; no puede haber verdadera amistad entre nosotros. El acaso nos hizo amigos en la infancia; la Naturaleza nos ha hecho indiferentes el uno al otro. En esta región frívola, de pura fórmula cuando no de corrupción, en que tú has vivido siempre, no puedo yo respirar ni moverme. Llevóme á ella la vanidad de mi pobre padre, cuyo cariño hacia mí ha tenido extravíos y alucinaciones. Mi carácter y mis gustos me inclinan á la vida obscura y estudiosa. Mi padre, que ganó una fortuna con el sudor de su frente en el rincón de una chocolatería, quiso hacer de mí un sér infinitamente distinguido y aristocrático, tal como él lo concebía en su errado criterio, y me dijo: «Sé marqués, gasta mucho, revienta caballos, guía coches, seduce casadas, ten queridas, enlázate con una familia noble, sé ministro, haz ruido, pon tu nombre sobre todos los nombres.» Sus palabras no eran éstas; pero su intención sí.»
La agitación de su alma no permitía á León permanecer sentado por más tiempo, y se levantó. Hay situaciones en que es preciso aventar los pensamientos para que no se aglomeren demasiado y anublen el cerebro, formando en él como una negra nube de espeso humo.
«¿Y á qué viene eso?—preguntó Federico.—No hables tonterías y echemos un...
—Dígote esto porque estoy decidido á desertar... Me son insoportables los caracteres de esta zona social á donde mi padre me hizo venir. No puedo respirar en ella; todo me entristece y fastidia, los hechos y las personas, las costumbres, el lenguaje... las pasiones mismas, aun siendo de buena ley. Sí: me entristecen también los afectos disparatados, el sentimiento caprichoso y enfermizo que se ampara de todas aquellas almas no ocupadas por una indiferencia repugnante.
—Enérgico estás—dijo Cimarra tomando á risa el énfasis de su amigo.—A tí te ha pasado algo grave: tú has recibido una picada repentina, León. A prima noche te ví tranquilo, razonable, cariñoso, un poco triste, con esa melancolía desabrida de un hombre que se va á casar y vive á ocho leguas de su novia... De repente te encuentro en la alameda, alterado y trémulo; te oigo pronunciar palabras sin sentido; entramos aquí, y noto una palidez en tu cara, un no sé qué... ¿Con quién has hablado?»
El jugador le observaba atentamente sin dejar de remover las cartas entre sus dedos.
«No te diré—indicó León ya más sereno,—sino que mi cansancio va á concluir pronto. Yo labraré mi vida á mi gusto, como los pájaros hacen su nido según su instinto. He formado mi plan con la frialdad razonadora de un hombre práctico, verdaderamente práctico.
—He oído decir que los hombres prácticos son la casta de majaderos más calamitosa que hay en el mundo.
—Yo he formado mi plan—prosiguió León sin atender á la observación del amigo,—y adelante lo llevo, adelante. No puede fallarme: he meditado mucho, y he pensado el pro y el contra con la escrupulosidad de un químico que pesa gota á gota los elementos de una combinación. Voy á mi fin, que es legítimo, noble, bueno, honrado, profundamente social y humano, conforme en todo á los destinos del hombre y al bienestar del cuerpo y del espíritu; en una palabra, me caso.»
Federico le miraba y le oía con expresión de malicia socarrona.
«Me caso, y al elegir mi esposa... no está bien dicho elegir, porque no hubo elección, no: me enamoré como un bruto. Fué una cosa fatal, una inclinación irresistible, un incendio de la imaginación, un estallido de mi alma, que hizo explosión levantando en peso las matemáticas, la mineralogía, mi seriedad de hombre estudioso y todo el fardo enorme de mis sabidurías... Pero esto no impide que antes de decidirme al matrimonio no haya hecho una crítica fría y serena de mi situación y de las cualidades de mi novia. Debo hacer lo que haré, Federico, debo hacerlo; estoy en terreno firme; este paso es acertadísimo. María me cautivó por su hermosura, es verdad; pero hay más, hay mucho más. Yo procuré dominarme, acerquéme con cautela, miré, observé científicamente, y en efecto, hallé dentro de aquella hermosura un verdadero tesoro, no menos grande que la hermosura misma que lo guardaba. La bondad de María, su sencillez, su humildad, y aquella sumisión de su inteligencia, y aquella celestial ignorancia unida á una seriedad profunda en su pensamiento y en sus gustos, me convencieron de que debía hacerla mi esposa... Te hablaré con toda franqueza: la familia de mi novia es poco simpática. ¿Pero qué me importa? Yo me divorciaré hábilmente de mis suegros... No me caso más que con mi mujer, y ésta es buena: posee sentimiento y fantasía, y esa credulidad inocente, que es la propiedad dúctil en el carácter humano. Su educación ha sido muy descuidada, ignora todo lo que se puede ignorar; pero si carece de ideas, en cambio hállase, por el recogimiento en que ha vivido, libre de rutinas peligrosas, de los conocimientos frívolos y de los hábitos perniciosos que corrompen la inteligencia y el corazón de las jóvenes del día. ¿No te parece que es una situación admirable? ¿No comprendes que un sér de tales condiciones es el más á propósito para mí, porque así podré yo formar el carácter de mi esposa, en lo cual consiste la gloria más grande del hombre casado?... porque así podré hacerla á mi imagen y semejanza, la aspiración más noble que puede tener un hombre, y la garantía de una paz perpetua en el matrimonio. ¿No te parece así?
—¿Me consultas á mí que soy un egoísta corrompido?...—dijo Federico con ironía.—León, tú estás loco.
—Te consulto como consultaría á ese banco—dijo León, volviéndole la espalda con desprecio.—Hay situaciones en que el hombre necesita decir en voz alta lo que piensa para convencerse más de ello. Haz cuenta que hablo solo. No me contestes si no quieres... Sí: la haré á mi imagen y semejanza; no quiero una mujer formada, sino por formar. Quiérola dotada de las grandes bases de carácter, es decir, sentimiento vivo, profunda rectitud moral... conocimientos muy extensos del mundo, y la ridícula instrucción de los colegios, lejos de favorecer mi plan, lo embarazarían: tendría que demoler para edificar sobre sus ruínas; tendría que ahondar mucho para buscar buena cimentación.»
Entonces hubo un cambio de actitudes. Arrojó Federico la baraja sobre la mesa, levantóse, y después de dar algunas vueltas alrededor de León, que permanecía sentado, le puso la mano en el hombro, y en voz baja le dijo:
«Señor sabio, también los ignorantes depravados fijan su mirada en el porvenir; también forman sus planes, no con matemáticas, pero quizás con más garantía de seguridad que los hombres prácticos. Digamos, entre paréntesis, que el burro es un animal práctico... No condenan el matrimonio: al contrario, le consideran necesario para el adelantamiento de las sociedades y el perfeccionamiento de las condiciones...»
Dió otras dos vueltas y añadió:
«De las condiciones del individuo. Ya comprenderás lo que quiero decir... Por acá no somos sabios, ni después de enamorarnos como cadetes hacemos un estudio exegético de las cualidades de las dignas hembras que van á ser nuestras mujeres... no aspiramos tampoco á fabricar caracteres: esta manufactura la tomamos como está hecha por Dios ó por el Demonio. Eso de casarse para ser maestro de escuela, es del peor gusto. A otra cosa más que al carácter debemos atender en estos apocalípticos tiempos que corren. La desigualdad de fortuna entre los seres creados, y el desgraciado sino con que algunos han nacido; el desequilibrio entre lo que uno vale y los medios materiales que necesita para luchar con y por la vida, ¡oh! el pícaro struggle for life de los transformistas, es mi pesadilla... la falta de trabajo que hay en este maldito país, y la imposibilidad de ganar dinero sin tener dinero... ¿oyes lo que digo?... pues estas causas todas y otras más nos obligan á considerar antes que el mérito de nuestras futuras...
—¿Qué?...»
Cimarra hizo con los dedos un signo muy común, diciendo: «El trigo...»
Como se ve, de su agraciada boca afluía el lenguaje complejo de ciertos jóvenes del día, y mezclaba el idioma de los oradores con el de los tahures, las elegantes citas en habla extranjera con los vocablos blasfemantes que aquí no se pueden decir...
«La vida moderna—añadió,—se hace cada vez más difícil; los ricos como tú pueden echarse á volar por el mundo de las moralidades y no poner en su corazón deseo que no sea puro, ni tener pensamiento que no sea la quinta esencia del éter más delicado. Pero no hay que exagerar, como dice Fúcar. Yo sostengo que eso que los tontos llaman el vil metal, puede ser un gran elemento de moralidad. Yo, por ejemplo...
—¡Tú! ¿de qué eres ejemplo tú?...
—Yo... quiero decir que hallándome en posesión de una fortuna, sería un modelo de patricios, y quizás pasaría á la posteridad con el calificativo de ilustre. ¿Pues no es ya frase de cajón, frase hecha, llamar ilustre á D. Francisco Cucúrbitas?
—Aunque quieras disimularlo, en tí hay un resto de pudor—le dijo Roch.—Tu relajación no es tanta como quieres hacer creer.
—Todo es al respetive, como dice, siempre que bromea, mi amigo Fontán—repuso Cimarra alzando los hombros.—No se puede juzgar así, tan á la ligera, á un hombre que vive entre ricos y es pobre. Fíjate bien en esto. A tí se te puede hablar con franqueza. Mis proyectos no son todavía más que anteproyectos, querido... allá veremos... se me figura que he empezado bien. El tiempo lo dirá. Puede que algún día, cuando vivas olvidado de mi en medio de tu felicidad de marido pedagogo, oigas decir que este perdido de Cimarra se ha casado. A eso vamos, á eso marchamos. Este pobre tiene también sus planes y sus filosofías. Todos somos galápagos, y otros tienen más conchas que yo... No creas que me desentiendo de las prendas morales de mi mujer; y estoy seguro de que no me caso con un monstruo. Habrá honradez, señor sabio; habrá honradez, hijos y hasta nietos.
—¿Has elegido?
—He elegido... Te advierto que no doy gran valor á la belleza física. Los hombres superiores no se dejan seducir y enloquecer como tú por unos ojos más ó menos grandes y una boca que luego han de afear los años... La hermosura tan sólo vive ¡ay! como dijo el poeta, l’espace d’un matin... Hay un conjunto agradable y simpático, maneras distinguidas, cierta discreción, cierta travesura agradable, chiste y hasta sandunga... De educación no estamos bien; pero no pensamos poner cátedra... Hay mucho bueno, algo que no lo es tanto; abundan las genialidades tontas, los caprichos, los hábitos de despilfarro...»
León palideció, fijando en su amigo una mirada ávida.
«A mí me importa poco que rompa platos que no valen nada, que haga pedazos un cuadro de Murillo, que haga picadillo de encajes... Hay cosas en que los maridos no deben meterse.»
Roch miró con estupidez el hule verde de la mesa en que apoyaba sus codos.
«¡Hombre, cómo se va el tiempo!...—dijo bruscamente, levantándose y abriendo la ventana.—¡Si es de día!...»
La claridad de la mañana entró en la sala. Iluminados por aquélla, los dos rostros aparecieron melancólicos y pálidos. La luz de la lámpara brillaba aún lacrimosamente dentro del tubo y alargaba fuera una lengüeta negra, delgada, hedionda.
«¡Qué vida para reparar la salud!» dijo León. Miró luego por la ventana el cielo turbio y lloroso, cuya tristeza servía de cuadro sombrío á la tristeza de los dos trasnochadores. León empleó un rato en la contemplación vaga de que apenas se da cuenta el espíritu en horas de cansancio y que fluctúa entre el sueño y la pena, no siéndonos posible decir si dormimos ó padecemos. En aquel momento Federico halló en su amigo un aspecto excesivamente triste, pues todo en él era negro, la ropa y la barba; y su hermosa fisonomía, de un moreno subido, tenía cierto tinte acardenalado, á causa del insomnio. Su ancha frente, llena de majestad, mas revelando brumosas cavilaciones, dominaba su persona como un cielo cerrado y opaco que guarda en sí la luz y sólo muestra las nubes.
Volviéndose repentinamente hacia su amigo, León dijo: «Pues buena suerte.
—Siento no poder dormir un poco—manifestó Federico.—Me muero de sueño; pero tengo que ponerme en camino con Fúcar.
—¿Te vas?
—¿No te lo había dicho? Se han empeñado en que les acompañe... Vamos adelante, adelante con los faroles.»
Cimarra aderezó sus palabras con una sonrisa maliciosa.
«Buen viaje,» dijo León volviéndole la espalda.
Sintióse más tarde el ruido de los coches del Marqués, ya dispuestos para llevar á los viajeros á la estación de Iparraicea. Subió Federico á su cuarto para arreglarse precipitadamente, y al poco rato oyóse en el falansterio el estrépito que acompaña á la salida y entrada de huéspedes, arrastre de equipajes, rugido de mozos, chillar de criados. León permaneció en la sala de juego, y aunque sentía la voz del Marqués y de su hija que entraban en el comedor para desayunarse, no quiso salir á despedirles.
Media hora después partió un ómnibus cargado de mundos y de criados, seguido de la berlina que llevaba á los tres viajeros. León vió el primer coche pasar junto á su ventana; pero antes de ver el segundo, dió media vuelta, y marchando de un ángulo á otro con las manos en los bolsillos, dijo para sí: «Debo estar tranquilo: yo no tengo culpa.»
Salió después al pasillo, donde empezaban á aparecer arrebujados y claudicantes los bañistas de más fe. Los bañeros, con sus mandiles recogidos, entraban en los calabozos donde yacen las marmóreas tinas, y con el vaho sulfuroso salía por las puertecillas ruido de los chorros de agua termal y el de las escobas fregoteando el interior de las pilas.
Después salió á la alameda, y como viese á lo lejos los dos coches que subían por el cerro de Arcaitzac, dió un suspiro y dijo para sí:
«¡Desgraciados los que no logran encadenar su imaginación!»
Descansó tres horas en su cuarto, y á las nueve ocupaba un asiento en el coche de Ugoibea. Su semblante había cambiado por completo, y parecía el más feliz de los hombres.