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XIV
Marido y mujer.

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«Y sin embargo... me equivoqué.»

Esto decía para sí una noche en presencia de su mujer, solo con ella, en el silencio de la casa tranquila, abandonada ya por los tertulios, tibia aún por el calor de la reunión, en aquella hora en que el pensamiento cae en vagas meditaciones precursoras del sueño, después de representarse los hechos del día que hace poco eran escenas y figuras reales, y que pronto serían pesadillas.

Frente á él, dispuesta ya á acostarse, estaba la incomparable figura de la Minerva ateniense, cuyos ojos verdes, por aberración artística inconcebible, se fijaban en uno de esos vulgares libros de rezo, llenos de lugares comunes, oraciones enrevesadas y gongorinas, sutilezas hueras, páginas donde no hay piedad, ni estilo, ni espiritualismo, ni sencillez evangélica, sino un repique general de palabras. ¿Pero qué importa? Dejando que su mente se perdiera con somnolencia en semejante fárrago, María estaba soberanamente hermosa.

León había dejado caer de sus manos el periódico de la noche, otro repique general de timbres rotos, de cascabeles chillones y de ásperos cencerros, y contemplaba á su mujer, cavilando en la espantosa burla que había hecho él de su destino. Él, que había pasado su juventud conteniendo la imaginación, habíale soltado un día las riendas sin darse cuenta de ello, y se dejó arrastrar por una ilusión impropia de hombre tan serio. ¿Cómo pudo dejar de prever que entre su esposa y él no existiría jamás comunidad de ideas, ni ese dulce parentesco del espíritu que descubren hasta los tontos? ¿Cómo se dejó llevar de la fascinación ejercida por una hermosura sorprendente? ¿Cómo no vió la pared de hielo, enorme, dura, altísima, que se levantaría eternamente entre los dos? ¿Cómo no penetró aquel entendimiento rebelde, aquel criterio inflexible, aquella estrechez de juicio, aquella falta de sentimiento expansivo, generoso, mal compensada por una exaltación áspera ó mimosa? ¿Cómo no adivinó aquella sequedad y desabrimiento de su hogar, vacío de tantas cosas dulces y cariñosas, y en particular de la más cariñosa y dulce de todas, la confianza?

En un momento de profunda tristeza y desaliento, llevó su mano del corazón á la frente y asentó sobre ésta la palma crispada, como echando una maldición á su sabiduría. María no advirtió aquel movimiento y siguió con los ojos fijos en el libro.

«Me enamoré como un estúpido—pensó él volviendo á mirarla.—¿Y cómo no, si es tan hermosa?...»

Recordó después sus infructuosas tentativas para formar el carácter de María. En la primera época del matrimonio, María amaba á su marido con más ardor que ternura. Bien pronto, sin dejar de amarle del mismo modo, empezó á ver en él un sér extraviado y vitando en el orden intelectual. León le había dado libertad para practicar el culto; y ella la usó con moderación al principio. Pero á medida que León trataba de influir en el carácter de ella, no para arrancarle su fe, como algunos mal intencionados dijeron entonces, sino por el deseo de establecer entre ambos la mayor armonía posible, abusaba ella de la libertad concedida á sus devociones, y éstas llegaron á ser tantas que ocuparon pronto la mitad de su tiempo y casi todo su espíritu. No se crea por esto que renunció á las vanidades del mundo, pues gozaba de ellas, aunque sobria y moderadamente. Iba al teatro, con excepción del tiempo de Cuaresma, vestía muy bien, frecuentaba los paseos de moda, y dedicaba parte del verano á los esparcimientos y expediciones propias de la estación. De su persona cuidaba muchísimo, porque gustaba de agradar á su marido; de su casa poco, de su esposo nada, y el resto del tiempo lo consagraba al trabajo intelectual y práctico que le exigían varias congregaciones piadosas y las juntas benéficas á cuyo seno había sido llevada por sus amigas ó por su madre. Militaba en la encantadora cuadrilla de la devoción elegante.

«¿Pero no soy yo el rebelde?—decía León con desaliento.—¿De qué la acuso? ¿De que tiene fe? Si yo la tuviera, seríamos felices. ¿Por qué no la tengo?»

Hubo un tercer período, durante el cual el amor de María permanecía inalterable, siempre más vehemente que tierno, y tan poco espiritual como al principio. En dicho período, revolviéndose María contra su esposo con arrebatos de querer humano y de piedad mística, sentimientos que, lejos de excluirse, parece que se complementaban en ella, quiso atraerle al camino de la devoción elegante, perfumado con inciensos, alumbrado con cirios, embellecido con flores, amenizado con bonitos sermones y acompañado de hermosas damas. La aspiración de María era ser piadosa sin perder al hombre que tan vivamente había realizado la ilusión de su fantasía. Llevarle á la iglesia era su afanoso empeño.

«Déjame solo—le decía León agobiado de pena.—Vete y ruega á Dios por mí.

—Sin tí me falta la mitad de mi vida, y parece que no soy nada buena, como deseo serlo.»

Luego se abalanzaba hacia él, le estrechaba en sus brazos, y reclinando su frente sobre el pecho del hombre aburrido, decía con gemido perezoso: «¡Te quiero tanto!...»

La resistencia de León á tomar parte en las prácticas piadosas estableció al fin aquella desavenencia, ó mejor dicho, completo divorcio moral en que les hallamos á los dos años de su matrimonio. Ni se comunicaban un pensamiento, ni se consultaban una idea ó plan, ni partían entre los dos una alegría ó un pesar, que es el comercio natural de las almas, ni se entristecían juntamente, ni mutuamente se alegraban, ni siquiera reñían. Eran como esas estrellas que á la vista están juntas y en realidad á muchos millones de leguas una de otra. Fácil era á los amigos conocer que León sufría en silencio un gran dolor.

«Se empeña—decían,—en que su mujer sea racionalista, y esto es tan ridículo como un hombre beato.

—Eso digo yo—añadía otro.—El creer ó no es cuestión de sexo.

—Es que está enamorado de su mujer.»

Esto último era exacto en el sentido de que León vivía fascinado aún por la hermosura cada día más sorprendente de María Egipciaca, hermosura que ella, sin dar tregua á la devoción, sabía realzar con el lujo, con la elegancia del vestir y el delicadísimo cuidado de su persona.

De María podía decirse lo mismo que de León, en lo relativo al enamoramiento: ella también no cambiara por cosa alguna el hombre que le habían dado la sociedad y la Iglesia. En cuanto á él, llenaba el vacío de su alma con aquella pasión temporal encendida por una pasmosa belleza. No le era indiferente, antes bien le vanagloriaba el beati possidentes con que la multitud obsequia al dueño de una mujer fiel y hermosa; y la idea de que María pudiese pertenecer á otro hombre, siquiera en intención ó pensamiento, le enfurecía. En resumen: eran dos seres divorciados por la idea en la esfera de los sentimientos puros y unidos por la hermosura en el campo turbulento de la fisiología. Sobre esto reflexionaba León en aquella hora de la noche. Ultimamente hizo esta observación amarguísima:

«El mundo está gobernado por palabras, no por ideas. Véase aquí como el matrimonio puede también llegar á ser un concubinato.»

«¿Has concluído?—dijo á su esposa, viéndola que dejaba el libro para rezar un momento en silencio y con los ojos cerrados.

—¿Has acabado tú el periódico?... Déjamelo, quiero ver una cosa. La Duquesa de Ojos del Guadiana no quiso costear sola la función de mañana... A ver si se anuncia en la sección de cultos.»

León leyó en voz alta toda la sección de cultos.

«¿Sermón del Padre Barrios?...—interrumpió María demostrando admiración.—Si le hemos mandado retirar porque está asmático y no se le puede oir... ¡Qué abuso! San Prudencio va tomando fama de ser el refugio de los malos predicadores, y allí van los descreídos á reirse de la tartamudez del capellán y del acento italiano del Padre Paoletti. Todo consiste en que hay personas que parece que dirigen las funciones y no dirigen nada. Pero no faltará quien ponga orden en aquella casa. No, no sueltes el periódico: lee los espectáculos, ¿Qué ópera nos dan mañana?

—La misma—dijo León arrojando de sí el papel, y deteniendo por el brazo á su mujer que se levantaba.—Aguarda, tengo que hablarte.

—Y de cosas serias, según parece—manifestó sonriéndose María.—¿Estás enojado? ¡Ah! ya sé... me vas á reñir. Sí, sí—añadió arrojándose en un sofá próximo á la butaca en que estaba sentado él.—Me riñes porque he gastado mucho dinero este mes.

—No.

—Reconozco que he sido algo pródiga; pero con la economía de otro mes te indemnizaré... Sí, queridito: he gastado más de la cuenta. ¿A ver?... Los tres vestidos, diez y siete mil; el triduo, cuatro mil; la novena que me correspondió, diez mil... La tapicería nueva de mi alcoba... de eso has tenido tú la culpa por burlarte de los angelitos blancos jugando con espigas azules... Además, tengo que poner los regalos á los actores, por no haber querido cobrar nada en la función de Beneficiencia... tres relojes, dos petacas, dos alfileres... Además... Mañana sacaré la cuenta.

—No es eso, te digo que no es eso. Puedes gastarme todo lo que quieras, puedes arruinarme, instituyendo herederos de mi fortuna á modistas, curas y cómicos. De otra cosa más grave que tus gastos quiero hablarte, María: quiero preguntarte si no es tiempo ya de que cese la aridez y la tristeza de este matrimonio nuestro; si no es tiempo ya de que reconozcas que tu atención excesiva á los asuntos de iglesia es como una especie de infidelidad, y que para dar tanto á las devociones, forzosamente has de quitar algo á nuestra casa y á mí.

—Ya te he dicho—repuso María seriamente,—que de mis devociones buenas ó malas daré cuenta á Dios, no á tí, que no las entiendes. Haz por entenderlas, ten fe y hablaremos.

—¡Ten fe!... De eso sí que no entiendes tú. Yo no la tengo, no puedo tenerla según tu idea. Además, tu conducta y tu modo especial de cumplir los deberes religiosos, me la arrancarían, si la tuviese como tú deseas. Te lo diré de una vez. No veo en tus actos ni en tu febril afán por las cosas santas ninguno de los preciosos atributos de la esposa cristiana. Mi casa me parece una fonda, y mi mujer un sueño hermoso, una imagen tan seductora como fría. Te juro que ni esto es matrimonio, ni eres tú mi mujer, ni yo soy tu marido.

—¿Y quién es aquí el culpable sino tú?—replicó la dama con brío;—¿quién sino tú? Si no hay armonía, si no hay confianza, ¿á qué se debe sino á tu descreimiento, á tu ateísmo, á tu separación de la Santa Iglesia? Yo estoy firme en el terreno del matrimonio; tú eres el que está fuera. Te llamo, te aguardo con los brazos abiertos, y no quieres venir, menguado.»

Y los abrió; pero León no tuvo ni siquiera á idea de arrojarse en ellos.

«Y yo iría, sí, iría con el corazón lleno da gozo, si encontrara en tí á la verdadera mujer creyente para quien la piedad es la forma más pura del amor; yo iría respetando y admirando tu fe, y aun deseando participar de ella; pero así tal cual eres, no quiero, no quiero ir.

—Pues entonces, loco, mil veces loco, ¿qué quieres? ¡Ah! ¿Quieres que yo reniegue de Dios y de su Iglesia, que me haga racionalista como tú; que lea en tus perversos libros llenos de mentiras; que crea en eso de los monos, en eso de la materia, en eso de la Naturaleza-Dios, en eso de la Nada-Dios, en esas tus herejías horribles? Felizmente, he podido salvarme de caer en tales abismos. Soy piadosa, creo todo lo que debo creer y practico el culto con asiduidad, con prolijidad, porque es el medio mejor para sostener viva la fe y no dar entrada en el entendimiento á ninguna falsa doctrina. ¡Que frecuento demasiado la iglesia! ¡Que cumplo muy á menudo los preceptos más santos!... ¡Que celebro funciones espléndidas!... ¡Que oigo todos los días la palabra de Dios!... ¡Que rezo de noche y de día!... Esta es la cantinela, ¿no es verdad? Ya sé que paso por beata. Pues bien: todo tiene su razón en el mundo. ¿Crees tú que yo me abrazaría tan fuertemente á la cruz si no estuviera casada contigo, es decir, con un ateo, si no estuviera, como estoy, en peligro de ser contaminada de tu doctrina por el trato diario contigo y por el mucho amor que te tengo? No: si tú no fueras tan poco, yo no sería tanto. Si tú fueras católico sincero, aunque descuidado en tus deberes, yo no sería beata: cumpliría los preceptos esenciales y nada más. Ten presente una cosa, León: imagínate dos navegantes que cruzan en una pequeña barca un mar tempestuoso. Si los dos remaran con igual fuerza, llegarían sin dificultad á la orilla; pero he aquí que el uno suelta el remo y se tiende. ¿No es indispensable que el otro redoble sus fuerzas hasta morir? Fíjate bien, querido mío: uno solo rema y han de salvarse los dos.

—Esa figura no es de tu invención—dijo el esposo, que sabía muy bien hasta dónde alcanzaba el ingenio retórico de su mujer.—¿De quién es?

—Si es mía ó no, no te importa—replicó María, con desabrimiento y menosprecio.—Lo principal es que contiene una verdad innegable. ¿Quieres que vaya á aprender la verdad en tus monísimos libros?

—No, no pretendo eso—dijo León, lleno de pesadumbre.—Pero por torpe que yo sea, por extraviado que me supongas, ¿lo seré tanto que no merezca de tí el favor de que aceptes una idea mía, una sola, siquiera una vez, sino que siempre has de ir á buscar tus ideas fuera y lejos de mí?

—De tí acepto tu afecto, que creo sincero; tu respeto á mis creencias siempre que sea verdad; tu apoyo material; ¡pero tus ideas, tus consejos...!»

Dijo esto María con tal rigor de expresión y tal brillo de desdén en sus deslumbradores ojos gatunos, que León sintió el frío de una espada en su corazón oprimido.

«¡Nada mío!—murmuró, dejando caer sus miradas al suelo como quien desea morir.

—Nada que venga de tu razón soberbia y extraviada; nada que pueda contaminarme de tu filosofía diabólica,» añadió María, hundiendo su espada hasta la empuñadura. Después de una pausa, León, exhalando un suspiro tan grande como su paciencia, la miró pálido y alterado.

«¿Quién te ha dicho eso?—le preguntó.

—Eso no te importa—replicó María, palideciendo también, mas sin perder su valor.—Ya te he dicho que como sincera católica no me creo obligada á dar cuenta á un ateo de los secretos de mi conciencia religiosa, en lo que se refiere á mis prácticas de piedad. Sabe que te soy fiel; que ni con hecho, ni con intención, ni con pensamiento he faltado al juramento que junto al altar te hice. Basta: con esto acaba mi sinceridad de esposa; es toda la confianza que puedes esperar de mí. Aquella parte de la conciencia que pertenece á Dios, no pretendas explorarla: es un reino sagrado en el que te está prohibido entrar... No me hagas la necia pregunta «¿quién te ha dicho eso?» porque no tienes derecho á recibir contestación.

—Ni la necesito—dijo él.—No tuve jamás la idea de alarmarme porque mi mujer se acercase al confesonario una ó dos ó tres veces al año para decir sus pecados y pedir perdón de ellos conforme á su creencia; pero esto tiene su corruptela, y la corruptela de esto consiste en llevar la dirección espiritual por tortuosos caminos, con cátedra diaria, consultas asiduas y constante secreteo, sostenido de una parte por los escrúpulos de la candidez y de otra por la curiosidad imprudente de quien no tiene familia.

—No, tonto—dijo María irónicamente:—mejor será que yo busque reglas y buenas ideas para mi conciencia en la dirección espiritual de tus tertulias ateas... Por cierto que ya causa enfado la ligereza con que algunos de tus amigos hablan aquí de asuntos religiosos. Te he dicho hace tiempo que nuestras reuniones me iban pareciendo una ostentación escandalosa de malos principios, y al fin llegará un día en que me resista resueltamente á presentarme en ellas. No niego que sean muy respetables algunos de los que vienen á casa; pero otros no lo son: conozco las ideas de algunos.

—¿Quién te las ha dicho?—preguntó León vivamente.

—No sé... Lo que digo es que me he cansado de ser complaciente, de disimular mi disgusto en presencia de hombres que han escrito ciertas cosas, de otros que las han dicho públicamente, de otros, en fin, que no las han dicho ni las han escrito... pero yo sé que las piensan, yo lo sé.

—Mucho sabes tú... Veo que ya se ha fulminado la sentencia contra nuestras tertulias. Detrás de esa sentencia vendrán otras.»

Y por una aberración natural del dolor que suele quebrarse en su curso sombrío, estallando é iluminándose con el brillo engañoso de un júbilo apócrifo, León rompió á reir.

«Pues sí: tus tertulias son muy cargantes—dijo María algo turbada.—Son muy perjudiciales, porque entre una frase política, otra de música, otra sobre inventos y alguna sobre historia, ello es que nuestro salón es una cátedra de ateísmo.

—Sería una cátedra de buenas costumbres si se bailara y se murmurara. En mi salón no se hablado nunca de ateísmo ni cosa que lo valga. ¡Reposa en paz, oh conciencia pura, conciencia infantil! ¡Feliz criatura, que piensas cumplir tus deberes con la práctica externa llevada hasta el desenfreno y adorando con fervor supersticioso las palabras, la forma, el objeto, la rutina, mientras tu alma sola, fría, inactiva, sin dolores ni alegrías, sin lucha y sin victoria, se adormece en sí misma en medio de ese murmullo de sermones, de toques de órgano y del roce de vestidos de seda que entran y salen!... ¡Te crees perfecta, y ni aun tienes el mérito de la vacilación contenida, de la duda sofocada, de la tentación vencida, del placer sacrificado! ¡Qué fácil y cómoda santidad la de estos tiempos!... Antes el lanzarse á la devoción significaba renuncia pronta y radical de todos los goces, abdicación completa de la personalidad, odio á las glorias vanas del mundo, desprecio de la riqueza, del lujo, de las comodidades, para quedarse en los puros huesos y espiritualizarse y poder pensar mejor en las cosas del Cielo; significaba el vivir absolutamente la vida del espíritu hasta el delirio, hasta la embriaguez, y el rico envidiaba al pobre, el sano pedía á Dios que le enfermase, y el limpio quería cubrirse de asquerosas llagas. Esto era una aberración si se quiere, mas era grande, sublime, porque la abnegación y la humildad son las virtudes que menos se desvirtúan por la exageración; esto era como un suicidio, el único suicidio disculpable, el delirio, la enfermedad del sacrificio; pero ahora...»

León dirigió á su mujer una mirada abrumadora de elocuencia y desdén.

«Pero ahora... las reglas de la beatitud exigen óbolos abundantes, eso sí; exigen asistencia metódica á los templos, ceremonias ostentosas; pero se trata á las personas según su rango: al pobre como pobre, al rico como rico, es decir, permitiéndole que lo sea, siempre que no niegue su ayuda á ciertos intereses. Sí: las devotas de hoy asisten al culto, se mortifican en cómodas sillas-reclinatorios, rezan sobre cojines y limpian con sus colas el polvo de las iglesias. No se les pide más que la mañana; y las noches son libres para bailar, ir al teatro, cubrirse de piedras y de raso, asistir á las tertulias y banquetes de los ricos, aunque sean judíos ó protestantes, ostentarse en los paseos, acicalar y perfeccionar con el arte su belleza para perder á los hombres... ¿pero qué importa? Satanás se ha vuelto tonto... ha transigido, está viejo ya, y no sabe lo que hace.

—¡Qué groseras burlas!—dijo María algo confusa.—Según tú, yo estoy en pecado mortal porque visto bien, voy al teatro... Parece que hablas de lo que no entiendes. Estos ateos son la gente más tonta del mundo.»

No estaba enojada: prueba de ello es que con un movimiento cariñoso pasó la mano por la barba de su marido.

«¿Creerás que me has confundido con tu charla, queridito?... Pues has de saber que si me visto bien y voy al teatro, y alguna vez al baile, es porque tengo permiso para ello, es porque puedo hacerlo sin desmentir mi piedad. Quien sabe más que tú de tales cosas me ha tranquilizado sobre este punto, haciéndome ver que como mujer casada no puedo romper los lazos que me unen á la sociedad...

—Sí: esa, esa es la consigna, yo lo sé...—dijo León riendo.—Divertíos todo lo que queráis, con tal que...

—Tus reticencias son blasfemias... Calla, idiota... ¡Si te convencerás al fin de que no sabes más que sandeces!

—¿Sandeces?—dijo León sonriendo y tomando entre sus dedos la barbilla de su mujer, que era un prodigio de redondez y gracia.

—¡Cómo me voy á reir de tí, cuando al fin, con la eficacia de mis oraciones, de mi fe, de mi piedad, consiga del Señor...! ¿Te ríes? Pues no te rías. Otros ejemplos más extraños se han visto. Sé algunos casos que si te los contara te pasmarían.

—Pues no me los cuentes,—dijo León moviendo á un lado y otro la cara hechicera de su mujer, cogida siempre por la barbilla.

—Sí: hay casos que parecen increíbles, casos de hombres malvados que se han convertido... y tú no eres malvado...

—¿Todavía no he sido declarado malvado...? Descuide usted, señora, que todo se andará. Gracias por la buena opinión que allá se tiene de mí... todavía.»

María se abalanzó á él, y estrechando con vigor su cabeza, le besó en la frente.

«Tú vendrás al lado mío—le dijo,—y serás católico ferviente, como yo, y me acompañarás en mis dulcísimas prácticas religiosas...

—¿Yo?

—Sí, tú. Tú vendrás á mí. ¡Qué feliz seré entonces!... ¡Te quiero tanto!...»

¡Y qué hermosa estaba, qué hermosa! León sentía sobre sí el efecto irresistible de belleza tan acabada en rostro y figura, de aquellos ojos en que algo se veía semejante á la inmensidad turbada y resplandeciente del mar, cuando se mira el fondo para descubrir un objeto perdido. Separóse de él María, y en pie delante de un espejo, alzó las manos para soltarse el cabello. Las guedejas negras cayeron sobre sus hombros, que no podían compararse propiamente al frío mármol, sino á la más hermosa carne humana, pues también hay carne de Paros; á eso que el misticismo llama barro y ha servido al divino Artífice para tallar ciertas estatuas mortales que parece no necesitan de un alma para tener vida y hermosura.

«¡Qué linda!—exclamó Roch, hundido en su sillón como un estúpido,—¡Cada vez más linda!»

Después de culebrear en derredor del espejo, María entró en su alcoba. León puso su cabeza entre las manos y estuvo meditando largo rato. Tenía fiebre. Después se levantó airado consigo mismo ó contra alguien.

«¡Necio de mí!—exclamó con su voz más íntima.—Una esposa cristiana quería yo, no una odalisca mojigata.»

La Familia de León Roch

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