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II
Herpetismo.

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El que leyó esta carta paseaba, mientras leía, por una alameda de altísimos árboles. En uno de los extremos de ella había una construcción baja, de cuyo pórtico con pretensiones greco-romanas salían tibios vapores sulfúricos, harto desagradables, y en el otro uno de esos edificios falansterianos á que concurren los españoles durante el estío para reproducir en el campo la vida estrecha, incómoda y enfermiza de las poblaciones. Escabrosas montañas, de hierba y musgo vestidas, daban con el pie al establecimiento, como para arrojarlo al río, y éste, que intentaba disimular su pequeñez haciendo ruido (á semejanza de muchos hombres que son Manzanares de cuerpo y Niágaras de voz), se encrespaba junto al muro de sostenimiento, jurando y perjurando que se llevaría falansterio, alameda, cantina, médico, fondista y veraneantes.

Estos cojeaban tosiendo en la alameda, ó formaban desiguales grupos bajo los árboles y en los bancos de césped. Oíanse monografías de todos los males imaginables: cálculos sobre digestiones hechas ó por hacer; diagnósticos ramplones; recuentos de insomnios, hipos y acedías; inventarios de palpitaciones cardiacas; disertaciones varias sobre las travesuras del gran simpático; sutiles hipótesis sobre los misterios del sistema nervioso, iguales á los de Isis en lo impenetrables; observaciones erigidas en aforismos por un pecho optimista; vaticinios de aprensivo que cuenta por sus toses los pasos de la muerte; esperanzas de crédulo que supone en las aguas la milagrosa virtud de resucitar difuntos; sofocados ayes del atacado de gastralgia; soliloquios del desesperado y risas del restablecido.

El que no ha vivido siquiera tres días en medio de este mundo anémico y escrofuloso, compuesto de enfermos que parecen sanos, sanos que se creen enfermos, individuos que se pudren á ojos vistos carcomidos por el vicio, y aprensivos que se sublevarían contra Dios si decretara la salud universal, no comprenderá el fastidio é insulsez de esta vida falansteriana, tan ardientemente adoptada por nuestra sociedad desde que hubo ferrocarriles, y en la cual rara vez se encuentra el plácido sosiego del campo.

Con todo, no faltan atractivos en la sociedad herpética. La renovación constante de tipos; las bellezas que entran cada día, acompañadas de más mundos que un sistema planetario; el lujo, las tertulias; la delicada ambrosía de la murmuración, servida á cada instante y pasada de boca en boca sin saciar jamás á ninguna ni agotarse con el diario consumo; los improvisados ó redivivos noviazgos; los rozamientos morales, ora ásperos; ora de dulce suavidad; los mil cabos que se atan ó se desatan, el bailoteo, las expediciones para ver gruta, panorama ó golpe de ruínas, que ya se vieron el año pasado, y que se han de gozar uniendo la voz al coro de la admiración general; los juegos inocentes ó venialmente criminales; las bromas, los complots, las galanas intrigas con que algunos se atreven á romper la monotonía de la felicidad colectiva, de aquel esparcimiento colectivo, de aquella higiene colectiva, de aquella vida eminentemente colectiva, que en medio de sus esplendores tiene un no sé qué reglamentario y lúgubre á estilo de hospital, dan atractivos á estos sitios, al menos para ciertos caracteres, precisamente los que más abundan. Por eso van allá todos los españoles, unos con su dinero, otros con el ajeno, y desde que apunta Julio son puestos en prensa el administrador ó el prestamista para que alleguen los caudales que reclama aquel importante fin de la vida moderna. Enardece á la sociedad un loco afán de embriagarse con aguas de azufre, y para cantar esta sed elegante se echa de menos un Anacreonte hidropático.

El que leía la carta era un joven vestido de riguroso luto. Leídos y guardados los tres pliegos, quiso seguir paseando; mas le fué preciso atender á los saludos de sus compañeros de fonda. Era la hora en que la mayor parte de los bañistas bajaban á beber el agua y á pasearla. Veíanse caras desconsoladas y escuálidas, unas de viejos verdes y otras de jóvenes achacosos; sonrisas mustias que se confundían con las contracciones de dolor; no se oía más que un preguntar y responder constante sobre las distintas formas y maneras de estar malo.

La chismografía patológica es insoportable, y así debió comprenderlo el de la carta, que afortunadamente estaba bien con Esculapio, porque tomó el camino de la fonda para salir del establecimiento; pero fué detenido por un grupo compuesto de tres personas, dos de las cuales eran de edad madura, de aspecto grave y hasta cierto punto majestuoso.

«Buenos días, León—dijo el más joven en tono de confianza íntima.—Ya te ví desde mi ventana leyendo los tres pliegos de costumbre.

—Hola, amigo Roch, usted siempre tan madrugador,—indicó el más viejo, que era también el más feo de los tres.

—Leoncillo, buena pieza... alma de cántaro, ¿no paseas hoy con nosotros?—dijo el de aspecto más imponente, que ocupaba entonces, como siempre, el centro del grupo, de tal modo, que los otros dos parecían ir á su lado con un fin puramente decorativo para hacer resaltar más su importancia física y social.

El joven vestido de negro se excusó como pudo. «Bajaré dentro de una hora—dijo evadiéndose con ligereza.—Hasta luego.»

El grupo avanzó por la alameda adelante. ¿Será preciso describir esta trinidad ilustre, la cual es, si se nos permite decirlo así, una constelación que se ve en España á todas horas á pesar de ser muy turbio el cielo de nuestro país?

Aquí el lector, lo mismo que el autor, dirá forzosamente: Son ellos; dejémosles que pasen. Pero esta constelación no pasa ni declina jamás; no baja nunca hacia el horizonte, ni es obscurecida por el sol, ni se nubla, ni se eclipsa. Siempre está en alto, ¡ay! siempre resplandece con inextinguible claridad pavorosa en el zénit de la vida nacional.

¿Quién no conoce al Marqués de Fúcar, de quien ha dicho la adulación que es uno de los pocos oasis de riqueza situados en medio del árido desierto de la general miseria? Así como ocupa el primer lugar en la constelación citada, también es el alpha de la sociedad española.

¿Quién no conoce á D. Joaquín Onésimo, ese fanal luminoso de la Administración, que encendido en todas las situaciones, ilumina con sus rayos á una pléyade de Onésimos que en diversos puestos del Estado consumen medio presupuesto? Alguien dijo que los Onésimos no eran una familia, sino una epidemia; pero no puede dudarse ¡cielos! que si esa luminaria se apagase quedarían á obscuras los ámbitos de la buena administración, y reducidos á revuelto caos el orden, las instituciones y la sociedad toda.

El tercer ángulo de este triángulo, lo formaba un acicalado y muy bien parecido joven, en cuyo semblante pálido y linfático parecían extinguidas prematuramente la frescura y la energía propias de sus treinta y dos años. Eran sus maneras perezosas y su aspecto de fatiga y agotamiento, como es común en los que han derrochado la riqueza moral en la mala política, la intelectual en el periodismo de pandilla, y la física en el vicio. Este tipo esencialmente español y matritense, nocturno, calenturiento, extenuado, personificación de esa fiebre nacional que se manifiesta devorante y abrasadora en las redacciones trasnochantes, en los casinos que sólo apagan sus luces al salir el sol, en las tertulias crepusculares y en los mentideros que perpetuamente funcionan en pasillos de teatro, rincones de café ó despachos de ministerio, parecía muy fuera de su lugar propio en aquel ambiente puro y luminoso, á la sombra de gigantescos árboles. Podría creerse que le causaba molestia hallarse lejos de sus antros de corrupción y malevolencia, y que para las esplendentes gracias de la Naturaleza no había en su corazón un latido, ni una mirada en sus turbios ojos sin viveza, de párpados turgentes, embolsados y rojos por el hábito del insomnio.

Federico Cimarra, que era el joven; Don Joaquín Onésimo (á quien se creía próximo á llamarse Marqués de Onésimo) y D. Pedro Fúcar, Marqués de Casa-Fúcar, luego que midieron dos ó tres veces la alameda, se sentaron.

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