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VIII
María Egipciaca.

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Pasaron algunos meses, y León Roch se casó el día señalado, á la hora señalada y en el lugar señalado para tan gran suceso, sin que cosa alguna contrariase el plan formado á su debido tiempo y con todo rigor cumplido. Su alma gozaba de aquel contento que viene tranquilo, manso y sin ruido, como el soplo de primavera; contento que recrea la vida sin embriagarla, y que ofreciéndose al alma en dosis mesuradas, no la deja satisfacerse por entero, y así la pone á salvo del tedio. Filósofo y naturalista, León creyó que ningún estado mejor podía ni debía ambicionar.

La belleza de María Egipciaca tomó desarrollo admirable después de la boda, y en este aumento de hermosura vió el esposo como un gallardo homenaje tributado por la Naturaleza á la idea del matrimonio, tan sabia y filosóficamente llevada de la teoría á la práctica. «Somos un doble espejo, decía, en el cual mutuamente nos recreamos, y á veces no sabemos si la imagen contemplada es la mía ó la de ella. De tal modo se confunden nuestros sentimientos.»

El amor de María Egipciaca, que era al principio tímido y frío como corresponde á un Cupido bien educado que acaba de quitarse la venda, fué bien pronto arrebatado y ardoroso. La pasión, que primero había estado detrás de la cortina, presentóse después con su tea incendiaria, su cáliz divino, su dogal de ansias perpetuas que producen una estrangulación deliciosa, por lo que el marido estuvo durante algún tiempo olvidado de sus planes pedagógicos, aunque su razón en los momentos lúcidos le hacía comprender la urgente necesidad de ponerles en uso y de realizar en la práctica el mejor de los sistemas. Poco á poco fué recobrando su habitual equilibrio, y los sentimientos irritados descendieron al punto subalterno que en su alma les correspondía. Hallóse al fin como quien sale de un letargo. Vió su espíritu como grande y hermoso país que ha estado largo tiempo ocupado por una inundación; pero ya las aguas bajaban, dejando ver primero los picachos más altos, después las lomas, al cabo la llanura. Entonces dijo: «Esto va pasando: necesariamente tiene que pasar. Cuando pase, yo abordaré resueltamente la temida cuestión, y empezaré á modelar (empleaba con mucha frecuencia este término de escultura) el carácter de María. Es un barro exquisito, pero apenas tiene forma.»

La mujer de León Roch era de gallarda estatura y de acabada gentileza en su talle y cuerpo, cuyas partes aparecían tan concertadas entre sí y con tan buena proporción hechas, que ningún escultor la soñara mejor. Sus cabellos eran negros, su tez blanca linfática con escasísimo carmín, y así se realzaba su expresión seria y apasionada en tal manera, que cuantos la veían se enamoraban y sentían envidia de su esposo. No tenía tipo español, y su perfil parecía raro en nuestras tierras, pues era el perfil de aquella Minerva ateniense que rara vez hallamos en personas vivas, si bien suele verse en España y en Madrid mismo, donde hallará el curioso un ejemplar, único, pero perfecto. Sus ojos eran rasgados, grandes, de un verde oceánico, con movible irradiación de oro, y miraban con serenidad sentimental que podría pasar por sosa aquí donde, si se reúne mucha gente y un ejército de ojos negros, se advierte un verdadero tiroteo granizado de saetazos. Pero las miradas de María no tenían fama de desabridas, sino de orgullosas. Sus labios eran tan rojos como recién abiertas heridas, su cuello airoso, su seno proporcionado, y sus manos pequeñas y de dulce carne acompañadas, como las de Melibea.

Hablaba con calma y cierto dejo quejumbroso que llegaba al alma de los oyentes, y reía poco, tan poco que cada día iba creciendo su fama de orgullo; y era tan reservada en sus amistades, que en realidad no tuvo amigas. Había adquirido desde su infancia tal renombre de sensatez, que sus mismos padres la diputaban como lo más selecto que la familia había dado de sí en todo el curso de su gloriosa existencia.

Con esta belleza tan acabada que parecía sobrehumana, con esta mujer divina en cuya cara y cuerpo se reproducían, como en cifra estética, los primores de la estatuaria antigua, se casó León Roch después de diez meses de relaciones platónicas. Fué ocasión de su esclavitud un súbito enamoramiento que le sobrecogió al verla por primera vez y tratarla en una reunión de la Corte, cuando María, recién salida al mundo, se hallaba en aquel peregrino estado de pimpollo en que la belleza de la mujer se marca con un sello de inocencia y aparece matizada aún con el rocío de esa encantadora mañana que se llama infancia. Se enamoró como un pastor, vergüenza da decirlo, y él mismo se asombraba de ver que el teodolito de topógrafo y el soplete de mineralogista trocábanse en sus manos en caramillo ó flauta de bucólico vagabundo.

¿Pero vió en su mujer algo más que una extraordinaria belleza? ¿Qué parte tenía su corazón en aquel delirio? Sería gracioso que se dejase arrastrar por la imaginación quien tanto se jactaba de tenerla por esclava.

Crióse María en un pueblo próximo á Ávila con su abuela materna, señora de grandísima terquedad y tiesura, que á menudo hablaba de principios sin dar nunca á conocer de un modo concreto cuáles eran los suyos y en qué se distinguían de los ajenos. Al amparo de esta noble señora, que á los sesenta años tuvo la abnegación de trocar las vanidades del mundo por la estrechura de una casa rústica, el lujo y bullicio por la huraña soledad de un páramo, y la crónica escandalosa de Madrid por la chismografía de aldea, recibió María su primera instrucción. Sabía leer bien, escribir mal, y recitaba la doctrina sin perder una coma. A excepción de algunas ideas gramaticales y geográficas que le inculcó una maestra de gran sabiduría, todo lo demás lo ignoraba. Más tarde supo la niña, hojeando algunos libros, allegar ciertos conocimientos de esos para cuya adquisición no se necesita gran esfuerzo.

Compañero en aquel período de su vida en el páramo fué su hermano gemelo Luis Gonzaga. La abuela les quería locamente á los dos y les llamaba los ángeles de su muerte, porque decía que, teniéndolos á su cabecera en la hora tremenda, le sería más fácil enderezar á Dios con devoción profunda sus últimos pensamientos. Ellos, que también se amaban con toda su alma, compartían sus juegos, los trabajos de las lecciones, el pan y queso de las meriendas y los húmedos besos de su abuela. Paseaban juntos por los horribles pedregales avileses, y de noche se sentaban con la cabeza echada atrás para contar á competencia las estrellas que en aquel país se ven más claras que en ningún otro paraje del mundo. Se les oía decir:

«Cuenta tú por ese lado, que yo contaré por éste... No me quites mi cielo ni te salgas del tuyo... Vaya, que lo de este lado me toca á mí... Medio cielo para cada uno.

—Todo será para entrambos—le decía una clueca voz desde la ventana alta.—Vaya, angelitos míos, venid á cenar, que es tarde.»

Leían á menudo vidas de santos, única lectura que en aquellas soledades era posible; y tan á pechos tomaron ambos niños las estupendas historias de padecimientos, trabajos y martirios, que sintieron deseo de que les martirizaran también á ellos, y ocurrióles la misma idea que cuenta Santa Teresa en el relato de su infancia, cuando ella y su hermanito discurrieron ir á tierra de infieles para que les cortaran la cabeza. María y Luisito salieron una mañana por aquellas áridas tierras, resueltos á no detenerse hasta que no les deparase Dios un par de moros que les descuartizaran. Quedáronse dormidos al amparo de una peña, y allí el Autor de todas las cosas, Dios omnipotente, les dió un beso y les entregó á la Guardia civil. Recogidos por la pareja, fueron llevados á la casa.

Vivían en un país casi desierto, lejos de toda humana sociedad. El cura les llamaba los niños del yermo, y les sentaba sobre sus rodillas para entretenerse con ellos en el juego de los dedos, en el cual, cada uno de los de la mano es un personaje figurado, y entre todos representan una especie de comedia ó pasillo, verbi gratia: el dedo gordo es un frailazo que llega á la puerta de un convento de monjas, llama con gruesa voz, y al punto contesta el dedo anular con voz de tiple. Tan, tan.—¿Quién...?—El fraile que quiere entrar. Todo se reduce á que fray Pedro va en busca de unas coles, que las monjas le dan de palos y él se retira refunfuñando. Con esto se reían mucho los dos gemelos, en edad en que los chicos apetecen por lo común muñecos más divertidos que sus propios dedos.

Crecieron, y sus juegos iban siendo menos primitivos, sus lecturas las mismas y sus caracteres muy serios y formales. Luis Gonzaga cautivaba á todos por su índole reservada y juiciosa, así como por su incapacidad para travesuras. Unicamente le reprendían su afán de vagar por las soledades pedregosas, aspirando el ambiente fino y helado que sin cesar bate las inmensas moles graníticas, semejantes á ruínas de una colosal arquitectura, ó á osamenta de un mundo cuya carne se han llevado las aguas. Gustaba de estar solo, ambicionaba apacentar las cabras sedientas y flacas que saltan de hueso en hueso sobre aquel esqueleto de una Arcadia muerta ya y seca. Despreciaba el frío, despreciaba el calor. Un día le encontraron tendido á la sombra de un pino, único ejemplar allí existente de la familia arbórea, y que triste, pelado y vacilante, parecía decir como el cartujo: «De morir tenemos.» Luis Gonzaga escribía cosas en un papel, valiéndose de un lápiz trompudo, sin cesar mojado en saliva. Sorprendido por el cura, arrebatóle éste el escrito, y vió unos renglones desiguales, sin rima, sin numen, sin gramática ni ortografía, que le causaron risa, porque él también entendía un poco de humanidades.

«Ni esto es verso—le dijo,—ni es tampoco prosa.»

No era verso ni prosa, pero sí poesía: eran estrofas, renglones bíblicos, que expresaban las agitaciones de un alma contemplativa. ¡Cómo se reía el cura leyendo: «Llega el obscuro de la noche, y las ovejas del cielo se extienden por el grandísimo campo azul, guardadas por los ángeles bonitos... El Señor ha pasado ayer en un carro de truenos, del que tiraban relámpagos, que resollaban con granizo y sudaban con lluvia... Yo temblé como llama en el viento, y dí mil vueltas en mi idea, como la piedrecilla arrastrada por el río... Soy como el cardo seco á quien se pega fuego: haciéndome humo, suelto mi ceniza y subo al cielo!»

Un día la abuelita se levantó más tarde que de costumbre, el rostro encendido, torpísima el habla, las pupilas resplandecientes como dos botones viejos, á los cuales con el roce se hubiera dado brillo. Observaron con dolor todos los de la casa que la señora decía mil disparates, y aunque esto no era en absoluto una novedad, éralo por la repetición constante de los despropósitos, sin intervalo de discreción. Cuando el cura le tomaba el pulso, la señora se agarró de su brazo, después de echarse un mantón por los hombros, y riendo con estupidez delirante, gritó:

«Al baile... ¡señor cura, vamos al baile!»

Hizo dar dos vueltas al reverendo, y después cayó como un plomo. No le alcanzó más que la Extremaunción. Muerta y enterrada, los dos gemelos volvieron junto á sus padres, que estaban entonces en un período de grandísima escasez y apretura. Luis Gonzaga fué mandado á Carrión de los Condes, de donde pasó á Francia; y María, que afligió á la familia por su estado cerril, fué llevada á un establecimiento de esos que llevan el nombre de colegio. Salió de él á los dos años con el barniz que en tales casas se da, y su madre la presentó á los amigos; entonces la familia de Tellería principió á salir del abatimiento y obscuridad en que estaba, á causa de un cambio favorable en su fortuna; y al fin la Marquesa abandonó aquel apartamiento que tanto le repugnaba, y durante algún tiempo se vió á madre é hija discurrir por las varias esferas de la sociedad distinguida y andar en lenguas de aduladores como en plumas de revisteros, y hartarse de palco y landó, y eclipsarse en los veranos para reaparecer en los inviernos con nuevo brillo. Por último, vino un día deseado y María se casó.

Fué considerado este matrimonio como un golpe de suerte para los Tellerías, nobles de segunda fila, cuyo bienestar material no debía inspirarles grandes escrúpulos en la elección de maridos. Dígase lo que se quiera, las familias nobles del día no profesan á sus pergaminos un culto fanático, y si se exceptúan media docena de nombres que unen á su resonancia histórica un caudal sano, aquéllas no vacilan en aceptar las alianzas convenientes y substanciosas, fundiendo la nobleza con el dinero; y así vemos un día y otro que las doncellas de ilustre cuna dan la mano, y la dan con gusto, á los marqueses de última emisión hechos al minuto, á los condes haitianos, á los políticos afortunados, á los militares distinguidos y aun á los hijos de los industriales. La sociedad moderna tiene en su favor el don del olvido, y se borran con prontitud los orígenes obscuros ó plebeyos. El mérito personal unas veces, y otras la fortuna, nivelan, nivelan, nivelan con incansable ardor, y nuestra sociedad camina con pasos de gigante á la igualdad de apellidos. No hay país ninguno entre los históricos que esté más próximo á quedarse sin aristocracia. A esto contribuyen, por un lado, el negocio, haciéndoles á todos plebeyos, y por otro el Gobierno, haciéndoles á todos nobles.

La felicidad de aquel matrimonio no tuvo en los primeros meses otras contrariedades que la sombra que proyectaban á veces sobre ellos los parientes de María. Pasado algún tiempo, León empezó á creer que se prolongaba más de lo regular la ternura apasionada, inquieta y quisquillosa de su mujer. Esto habría carecido de importancia si con ello no coincidiera una resistencia acerada á plegarse á ciertas ideas y sentimientos de su marido. Grandísima tristeza tuvo León cuando vió que sin dejar de amarle arrebatadamente, María no iba en camino de someterse á sus enseñanzas, no ciertamente del orden religioso, pues en esto el discreto marido respetaba la conciencia de su mujer. ¡Estupendo chasco! No era un carácter embrionario, era un carácter formado y duro; no era barro flexible, pronto á tomar la forma que quieran darle las hábiles manos, sino bronce ya fundido y frío, que lastimaba los dedos, sin ceder jamás á su presión.

Una noche, al año de casados, hallábanse solos en su gabinete. Habían hablado larga y cariñosamente de la conformidad de pensamientos como base inquebrantable de todo matrimonio pacífico. Agotada la conversación, el uno había tomado un libro para hojearlo junto á la chimenea, y la otra rezaba. De repente, María Egipciaca dejó el reclinatorio, y acercándose á su marido, le puso la mano en el hombro.

«Tengo una idea—le dijo clavando en él su misteriosa mirada verde, que tenía entonces, con los reflejos de esmeralda y oro, dulzura extraordinaria, sin duda porque sus ojos volvían de ver á Dios;—tengo una idea que me enorgullece, León.»

León aguardó un poco, por no dejar interrumpido el párrafo, y después oyó á su mujer.

«Voy á manifestarte mi idea—añadió ella.—Yo, mujer débil, inferior á tí en muchas cosas, y principalmente en saber y experiencia, lograré un triunfo que jamás alcanzará tu orgullosa superioridad.»

León le tomó su mano y se la besó tres veces, diciéndole:

«Yo no soy superior á nadie, y menos á tí.

—Sí lo eres: esto aumenta mi gozo y me empeña más en mi empresa... Tú, con tu juicio, que crees tan fuerte, aspiras á cambiar mi carácter. Yo, con mi amor, que es más grande que todos los juicios, aspiro á conquistar el juicio tuyo, haciéndote á mi imagen y semejanza. ¡Qué batalla y qué victoria tan grande!

—¿Cómo lograrás eso?—dijo León rodeando con el brazo la cintura de su mujer.

—No sé si intentarlo poco á poco... ¡ó así!»

Al decir así, María arrebató violentamente el libro de las manos de su esposo y lo arrojó á la chimenea, que ardía con viva llama.

«¡María!» gritó León aturdido y desconcertado, alargando la mano para salvar al pobre hereje.

Ella le estrechó en sus brazos impidiéndole todo movimiento; le besó en la frente, y después volvió al reclinatorio, donde se puso á rezar de nuevo.

¿Qué decía el libro? ¿Qué decía el rezo?

La Familia de León Roch

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