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INTRODUCCIÓN

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Considero que el deseo de vanagloria resulta entre nosotros un mal aún mayor que la envidia, la lacra nacional por excelencia según Miguel de Unamuno, porque entorpece profundamente la vida cultural. Esa enfermiza pulsión de medirse con el otro en lugar de sentirse complementario ha dañado reputaciones, pero sobre todo empaña la visión de las personas y las obras que destacan por su contribución intelectual. Benito Pérez Galdós (1843-1920) ha sido una de sus víctimas mejor conocidas: conocidos son los tira y afloja de dichos de Ramón de Valle-Inclán, inventor de la rencorosa adjetivación de Garbancero; el deseo de colocar su obra como segunda tras la de Leopoldo Alas por parte de Azorín —actitud parecida a la de Pío Baroja—; o incluso la inquina propagada por Antonio Espina, muerto Galdós, en el primer número la Revista de Occidente (1923), negando con furia rencorosa todo valor a su obra «la falta de ese sentido crítico —o con más exactitud, autocrítico—» (p. 114). Todo esto supone un extremo de combatividad contra un coloso de nuestras letras totalmente inexplicable. En nuestro tiempo, Juan Benet y Francisco Umbral, entre otros, vocearon palabras denigrantes sobre la labor del escritor canario, intentando embarrar su reputación, probablemente sin conocer la obra. Pedí a Benet en varias ocasiones, en privado y en público, que me explicase sus razones, pero nunca saqué nada en claro, excepto vaguedades y alusiones que se resumían en la frase «a Baroja tampoco le gustaba». La grandeza o miseria de un hombre ensalzado por la fama, sacudido por la vanagloria, se manifiestan por la forma en que la recibe, y Galdós estuvo a la altura de los mejores, ese selecto grupo de artistas que esquiva la gloria del paraninfo. Quienes le mencionan junto a Cervantes honran dos ejemplos a seguir.

Lo nocivo de este desmedido deseo de vanagloria produce un efecto dañino: que arrasa la dignidad personal, ahuecando el sentido de valía personal. Todo vale con tal de salir en la foto y, en nuestro caso, al fundirse con la inquina de quienes querían infligir daño a la reputación galdosiana en venganza por airear la verdad sobre las miserias impuestas por la Iglesia católica a la sociedad española, especialmente a los más débiles. En fin, entre todos ellos consiguieron arrebatar a Pérez Galdós el puesto que le correspondía en el centro de esa edad gloriosa de nuestras artes y letras que va de 1885 a 1936, de Emilia Pardo Bazán, de Joaquín Sorolla, de Isaac Albéniz, de Manuel de Falla, de Juan Ramón Jiménez, de Federico García Lorca, y de tantos otros. Consiguieron recortar de la vida y de la obra del escritor aspectos sustanciales, que se desestimase parte de su producción, como el teatro o los ensayos políticos, donde el español de ayer y de hoy puede encontrar el solaz de la comprensión del modo de ser y de comportarse español. A pesar de los desdenes y condenas, los lectores siguieron leyendo a Galdós, sus Episodios nacionales, desde luego. La lectura ha hecho siempre de cordón umbilical entre la obra y el lector, como explicó muy bien Francisco Ayala en «Mi Galdós». Los desafectos nunca lograron que los lectores le abandonaran. Esta antología recoge su principal lección: cuando las cosas van mal en nuestra sociedad, no es culpa de unos o de otros, la tenemos todos, y debemos esforzamos en reestablecer el equilibrio de fuerzas.

Lecciones del ayer para el presente

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