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ОглавлениеLa muerte familiar
José Saramago
… mamdou ellRey dom Manuel o prmro deste nome ẽ portugall a descobrir quato navios os quaees hiam ẽ busca da especiaria…
Diário da Viagem de Vasco da Gama
En las minuciosas y demoradas andanzas entre el Santo Oficio y el Ordinario, tras las licencias dispensadas por uno y por el otro, era día de gran regocijo aquel en que se veían finalmente colocadas las rúbricas liberadoras: “Visto estar conforme al original, se puede imprimir”. Tasado por el palacio en quinientos reis, el libro que Bernardo Gomes de Brito compiló podía ahora entrar en el circuito de la literatura y de la historia, y sujetarse, mediante este, a los estragos o a las recuperaciones del tiempo, oscilando entre el interés o el desdén, entre la vida plena y el olvido. ¿Cómo ha salido la Historia trágico-marítima de tales pruebas? ¿Qué representa hoy para nosotros este largo rosario de muerte y de sufrimiento, desnudo de todos los prestigios del heroísmo vivo o de su explotación literaria?
Por lo que entiendo, la Historia de Gomes de Brito es un libro menospreciado, que sufre también de aquella especie de benigna maldición que cayó sobre las Crónicas de Fernão Lopes, sobre la Peregrinação, sobre tantas otras obras que vamos a encontrar en las esquinas de la cultura con todos los rótulos adecuados: “clásico”, “importante”, “fundamental”, y que, después de la lectura forzada por la obligación escolar o estimulada por un interés accidental, se ponen de lado, hasta nunca más. De estas se necesita hablar para que quede claro que no se es ajeno a la literatura heredada a lo largo de los siglos; pero se habla con aquel aire de poca importancia que es también temor de que la ocasión exija mayor profundización: ahí no llegarían los beneficios de ningún vistazo apresurado.
La Historia trágico-marítima es, pues, un libro desconocido. Condensa una ficha “cultural” definitivamente catalogada, alineada en lugares comunes para uso rápido y sin compromiso. En ese estado de documento en dos dimensiones, es mucho más infalible de lo que sería la lectura verdadera, con certeza inquieta, tal vez demoledora de convicciones habituales y de ideas formadas.
Decir de ella que representa la cara oxidada del dorado medallón del descubrimiento y de la conquista podría ser, más allá de metáfora, un punto de partida polémico y estimulante. Pero ocurre en este caso lo que también se verifica en muchos otros de igual alternancia: el principio establecido por los hábitos culturales cubre en exceso la realidad –y la oculta. Y esto es precisamente lo que la vida cotidiana lucha a muerte por hacer: esconderla, ocultarla, olvidarla si es posible. Para la cuestión en causa (quiénes fueron de hecho, qué hicieron verdaderamente por esos mares los portugueses del siglo xvi), disponemos incluso de la ocultación por excelencia: el triunfalismo de Os Lusíadas. Incluso así, en dosis apenas suficientes, porque ese triunfalismo se muestra a toda hora salpicado de amargura, como si el mal amado poeta que fue Camões anticipara el luto de un país que se desmoronaba por las cien grietas de la época, reunidas en una sola palabra: corrupción. En el fondo, es de ella que se habla cuando, en el Soldado Prático de Diogo de Couto, dice el hidalgo:
Dejemos el alma; supongo que tenía razón en desear obtener mucho dinero, porque venir un hidalgo a este reino oliendo a pobreza no hay quien no le voltee la cara; lo bueno es venir rico, porque entonces os bailan los árboles, como dicen por allá; todo lo halláis fácil, os ruegan para todo y vos no rogáis para nada, y aún para aquello que deseáis os llaman, que esta cualidad tiene el dinero, con otras muchas cosas que callo. En fin, bueno es venir rico.
Venían muy ricas las naos de la India. Para eso iban allá, por eso de allá volvían. Y las relaciones de naufragios aparecen constantemente entretejidas por consideraciones de interés:
Y partió tan tarde por ir a cargar a Kollam, y allá haber poca pimienta, donde cargó obra de cuatro mil y quinientas, y vino a Cochín a terminar de cargar la cantidad de siete mil y quinientas, en total, con mucho trabajo por causa de la guerra que había en Malabar. Y con esta carga partió para el reino, pudiendo haber llevado doce mil. Aunque la nao llevaba poca pimienta, no por ello dejó de ir cargada de otras mercancías, con lo que se debía de tener mucho cuidado por el gran riesgo que corren las naos muy cargadas.
Así podría abrir el acta de defunción de Manuel de Sousa Sepúlveda, de su mujer y de sus hijos, de todos los navegantes que naufragaron en el Galeón Grande S. João, en todos los galeones y naos que antes y después se perdieron por causa de la codicia, de la incompetencia, de un egoísmo monstruoso. Son miles los portugueses, desde el grumete de la judería al hidalgo de abuelos godos, que mueren gritando en estas páginas; son miles los esclavos que igualmente mueren, pero en silencio, porque de ellos no quedó ni el nombre ni la voz. Partes de hombres bajan a las profundidades del mar, son devoradas por los tiburones, bogan hinchadas y podridas entre dos aguas. Después, por los desiertos, por los campos, entre selvas que son como murallas infranqueables, la carne de otros hombres, esclavos todos de la “fatal necesidad”, va a desprenderse de los huesos y quedan los esqueletos deshechos, amputados de miembros, rodados a lo lejos los cráneos, mientras otras carnes fueron cortadas y mordidas, devoradas como alimento por sobrevivientes afortunados que se atrevieron a la antropofagia…
La expresión del sufrimiento es continua en la Historia trágico-marítima. Son brevísimas las pausas en este lamento que se desenvuelve como una letanía infinita, sin esperanzas de que se escuchen, y que se contenta con oírse a sí misma. Y ese sufrimiento no es solo el de las heridas abiertas, el de la asfixia de las enfermedades sin remedio: es también aquel otro que por vía diferente vuelve la vida insoportable –el desamparo total. Recuérdese esta descripción de un grupo humano rebajado a la condición de rebaño perdido, este súbito descubrimiento de la muerte próxima:
Tanto que oscureció la noche, refugiándonos en los troncos de los árboles que ahí estaban, cada uno se recogió a los pensamientos de su fortuna, ocupándolos en el sentimiento de las cosas que más le dolían; y para que este pequeño consuelo no lo tuviéramos con sosiego, llovió aquella noche tanta agua, que no pudiendo nuestros mal arropados cuerpos soportar el demasiado frío que con ella hacía, nos levantamos, y así a oscuras, estuvimos saltando de unas partes para otras, tomando este trabajo como remedio de los otros, que el frío, el poco sueño y el miedo de nuestras propias imaginaciones causaban: las cuales cosas todas nos hacían desear grandemente la vuelta de la mañana; y tanto que ella comenzó a clarear, partimos camino de la playa a buscar alguna ropa con que nos mejoráramos, la cual hallamos toda cubierta de cuerpos muertos, con tan feos y deformados gestos, que daban muy evidentes muestras de las penosas muertes que habían tenido, yaciendo unos por arriba, otros por bajo de aquellos peñascos, y muchos a los que no les aparecían más que los brazos, piernas o cabezas, y los rostros estaban cubiertos de arena o de cajas o de otras diversas cosas.
El universo se vuelve concentracionario, conduce de golpe a los hombres a la extrema indignidad, a la aceptación rápida de todas las sujeciones, a la manifestación exigente del instinto de supervivencia: “… y así íbamos tan débiles, que no nos podíamos sostener, y así pasamos tanta hambre y sed por el mar, que hubo personas que bebían orina y por esta murieron cuatro personas”. Y también sobrevive, como móvil primero de la vida, el interés codicioso de los bienes materiales, urgente incluso cuando la vida se está perdiendo:
Es, por cierto, cosa muy miserable y de contar la diversidad de las condiciones humanas; y mucho más para llorar sus codicias y miserias, porque yendo la nao cayendo sobre el islote, en que apenas había tocado, cuando ya la gente del mar andaba escalando arcas e invadiendo cámaras, y haciendo fardos y bultos […] de esta manera andaban unos robando y destruyendo todo, así los que estaban en la nao, como otros que estaban en tierra, abriendo barriles, arcas y cajones que el mar ya de sí echaba.
Estas naos, excesivamente cargadas, de maderas podridas, mal aparejadas, con velas que se rasgaban con un arranque más fuerte del viento, eran tripuladas por gente acerca de quien el cronista se expresaba de este modo:
Pero es condición ya muy antigua del marinero contradecir siempre el bien y que le plazca el mal, por su natural y mala inclinación […] Tan contumaces y pertinaces son en su oficio, y así rústicos y crueles en la conversación de los hombres, que con sus propias camisas no tienen estima, ni con sus carnes tienen dolor ni piedad; así que no tienen amor por ninguna cosa viva, ni el padre es amigo del hijo, ni el hermano del hermano, más que mientras comen y beben.
Está muy lejos de nosotros y de la realidad la figura idealizada del navegante que emerge de las estancias de Os Lusíadas; está más lejos todavía la mitificación poética moderna de un hombre que tan solo juraría por la fe, por la patria y por el rey. Humano en la debilidad y en la violencia brutal, el verdadero hombre del mástil sustituye la sombra incorpórea de Mensagem y grita contra la noche, no la voluntad del rey D. João II, sino su miedo, su rabia y su codicia. Y tal vez también su odio inconsciente contra una condición que lo vuelve marioneta de la necesidad con su propia complicidad y anuencia. Desaparecen los frágiles códigos morales, la religión es baja superstición, otra forma de violencia que se desahoga en las disciplinas con que los hombres se flagelan en las procesiones de penitencia que se alargan por las playas, entre confesiones y lágrimas, y gritos que estremecen los aires, mientras a lo lejos los cafres, tan miserables y necesitados como los náufragos, esperan la hora en que podrán agarrarlos sueltos para robarles y desvestirlos…
¿Quién gobierna a estos hombres? El piloto, soberano a bordo, después de un rey distante y de un Dios dudoso, hombre a menudo incompetente, protegido por órdenes de un rigor absurdo que lo ponen bajo una capa de irresponsabilidad total:
El capitán […] mandó que el piloto amainara y que no tomase las velas ni avanzara durante la noche. Lo requirió así de parte del rey, lo que nunca quiso hacer el piloto, por más requerimientos, ruegos y amenazas […] mostró provisiones del Rey de que no lo fiscalizaran en lo relativo a su oficio ni que en este interviniera persona de ninguna calidad, tan extensas, que parece que la voluntad real quiere, además de confiarle la hacienda, meter y entregar la vida de los hombres a la contumacia de un rústico, en la convicción de su oficio muy empecinado y que en él no ha de admitir consejo alguno, aunque sea de un ángel.
Pero estos pilotos, casi invariablemente censurados (¿cuántas veces no lo habrán sido para disculpa de otros y más graves culpables?) son hombres en el fondo del alma conscientes de su precaria ciencia de navegar, que por eso mismo se disfrazan bajo la armadura de la autoridad irreductible y colérica. Lanzados a las corrientes marítimas y a los vientos, arriesgan su propia vida y la de los demás, que por su parte la arriesgan por las fabulosas riquezas de la India, porque “bueno es venir rico”.
A causa de esta maravillosa riqueza se moría de todas las formas:
Al día siguiente, cuando todos estuvimos en la otra banda, volvimos a rodear la bahía, y como toda la tierra por ahí está despoblada y en extremo estéril de árboles y hierbas, y en los lugares que dejamos atrás no rescatamos cosa alguna, creció tanto la necesidad entre nosotros, que nos obligó a comer los zapatos y las abrazaderas de las rodelas que llevábamos, y quien lograba hallar algún hueso de animal que ya de viejo estaba tan blanco como la nieve, lo comía al carbón, como si fuera un abundante banquete. Con tal escasez, la gente se debilitó de modo que de allí en adelante comenzó a andar sin orden por los arbustos, cayéndose por el camino a cada paso; y andaban todos tan sin sentido y trasportados con esta penuria que ni los que se quedaban sentían que habían de morir de ahí a pocas horas en aquel desamparo, ni los que iban por delante, esperando a cada momento ver lo mismo en ellos, llevaban ya dolor de cosa que se lo merecía, y así pasaban unos por los otros, sin que en ellos se mostrara señal alguna de sentimiento, como si todos fueran animales irracionales que por allí andaban paciendo, trayendo solo el intento y los ojos pasmados por el campo para ver si podían descubrir hierba, hueso o animal (sin importar que fuera venenoso) de que pudieran echar mano, y cuando aparecía cualquiera de estas cosas corrían de inmediato todos para ser el primero en tomarla, y muchas veces llegaban a tener exaltación parientes con parientes, amigos con amigos, por un saltamontes, un escarabajo o una lagartija; tanta era la necesidad y tanta la lástima que hacía que estimaran cosas tan viles…
Frecuentemente se moría así. Cuando llevaba cerca de quinientas personas, la nao S. Bento, según el relato de Manuel de Mesquita Perestrelo, “que se halló en el dicho naufragio”, perdió, al hundirse en el Cabo de Buena Esperanza, ciento cincuenta personas, “a saber, más de cien esclavos y cuarenta y cuatro portugueses”. Contados días después los sobrevivientes, se hallaron doscientos veinticuatro esclavos y noventa y ocho portugueses, de los cuales, a la hora de la salvación, más de seis meses después, apenas restaban veinte portugueses y tres esclavos. Y el cronista termina así su relación:
… después de un año que nos partiéramos de donde nos habíamos perdido y haber andado tanta parte de la extraña, estéril y casi no conocida costa de Etiopía, y atravesando con tan poca, débil y mal preparada gente por entre tantas bárbaras naciones, tan conformes en el deseo de nuestra destrucción, y pasando por tantas peleas por tantas hambres, calmas, fríos y sedes en las sierras, valles y barrancos, y finalmente por todo aquello que se puede imaginar contrario, pavoroso, pesado, triste, peligroso, grande, malo, desdichado, imagen de la muerte y cruel, donde tantos hombres mancebos fuertes y robustos acabaron sus días, dejando los huesos sepultados por los campos y las carnes sepultadas en animales y aves peregrinos…
Son demasiados los adjetivos que el autor va pergeñando para explicar cuánto vio y sufrió. Son tantos que la realidad vuelve a difuminarse, sumergida por la asonada confusa de las palabras que pretenderían expresarla. Nos queda apenas el relampagueo súbito de una expresión al parecer inocua: “imagen de muerte”; no la muerte inexpresable, sino la imagen inmediata de esta, de su familiaridad, de su constante compañía entre las hordas que se arrastran condenadas por el espacio de centenares de leguas bajo los calores violentos, las lluvias torrenciales, los fríos nocturnos, el hambre vociferante.
Y es en este punto que llego a uno de los aspectos que más profundamente me tocan en la Historia trágico-marítima: precisamente la familiaridad de la muerte. En Os Lusíadas, epopeya oficializada de una nación arrojada a la aventura del mar desconocido, la muerte es escenográfica, se adorna con un fondo de dioses complacientes y risueños, violentos solo por necesidades de clímax. Todo ocurre como si allí la patria ya estuviera presente, bendiciendo a los héroes y mártires, dibujándoles con manierismo los gestos, levantándoles estatuas para la reverencia de la posteridad. En la Historia trágico-marítima se muere en todas las páginas, todos los días, como se muere en la Ilíada. Y tal como en el poema de Homero (que me sea perdonada la herejía de aproximar al Griego a los rústicos escritores del siglo xvi portugués…), la muerte tiene una naturalidad que se sobrepone al terror de la nada, a los sufrimientos que anteceden: “… al cual la base del mástil le prensó la pierna entre sí y el costado de la nao y se la quebró por el pliegue del muslo, haciéndolo de ahí para abajo en tantos pedazos que quedó a lo largo de una gran braza, con los huesos todos limpios al lado, y tan hechos pedazos que por muchos lugares se les iban cayendo los tuétanos…”
Las despedidas del autor del relato del naufragio de la nao S. Bento y su hermano, al aproximarse la muerte de este, son muestra de compostura, señal de ejemplo, de la fraternidad del hombre con su propio fin. Oigamos la voz comedida de Manuel de Mesquita Perestrelo:
Quedando así, solos, mi hermano y yo, después de que él descansó, le rogué que se levantara y, mientras era de día y Nuestro Señor le daba vida, se esforzara por andar adelante lo más que pudiera, porque le agradaría a él depararnos alguna población donde halláramos remedio, y cuando no, mejor sería acabar en poder de hombres que de animales, que en aquella tierra debían de ser muchos, según el infinito y diverso género de huellas con que toda estaba cubierta. Con esta amonestación sintió tanta afrenta que por un amplio espacio no me quiso responder, pero después, al ver que yo no cesaba de importunarlo, rompiendo aquel silencio, dijo que me rogaba que no me quedara allí y lo dejara por respeto de mi vida y de su muerte, y pues si yo no lo quisiera hacer, que supiera que aquel que allí estaba no era ya mi hermano –ni yo por tal lo nombrara– sino un cuerpo muerto y un poco de tierra, como vería muy pronto; y pues así había de ser, me pedía, ese poco espacio de vida que le quedaba, no gastarlo en buscar remedios para ella, porque ya no había menester de ellos…
No tarda que un hombre se extinga, piedra inmóvil en una hilera que viene de atrás y se prolonga hacia adelante, simultáneamente imagen de muerte e imagen de vida consumida y de inmediato salvada por los que quedan aún por un tiempo más, mientras no se alejen, por su parte, y son sustituidos. La Historia trágico-marítima, en esta deliberada lectura inmediata, la lectura que hago de la carne, de la sangre y del sudor de los hombres, es un angustiante y sin par flujo de humanidad última. Metido en el sayal de su hábito, rodeado de los libros que censuraba y a los que daba el visto bueno, el fraile del Santo Oficio no sabía bien lo que hacía, o hacía mucho más de lo que pensaba al escribir: “Visto estar conforme al original, se puede imprimir”.
Para mí, a cuentas con otros naufragios y ansias, también aquí dejo escrito: “Conforme al original, se debe imprimir”.
1971