Читать книгу Historia trágico-marítima - Bernardo Gomes de Brito - Страница 6

Оглавление

Relación de la muy notable pérdida del galeón grande S. João en que se cuentan los grandes trabajos y lastimosas cosas que le ocurrieron al capitán Manuel de Sousa Sepúlveda y el lamentable fin que él y su mujer e hijos, y toda la demás gente, tuvieron en tierra de Natal, donde se perdieron el 24 de junio de 1552

Prólogo

Cosa es esta que se cuenta en este naufragio para que los hombres mucho teman los castigos del Señor y sean buenos cristianos, poniendo el temor a Dios delante de los ojos, para no romper sus mandamientos. Porque Manuel de Sousa era aún hidalgo muy noble, y buen caballero, y en la India gastó en su tiempo más de cincuenta mil cruzados en dar de comer a mucha gente, en buenas obras que hizo a muchos hombres; al final, fue a acabar su vida y la de su mujer e hijos en tanta lástima y necesidad entre los cafres,5 faltándole el comer, beber y vestir. Y pasó tantos trabajos antes de su muerte, que no pueden ser creídos sino por quien le ayudó a pasarlos, entre los cuales fue un tal Álvaro Fernández, guardián del galeón, quien me contó esto muy particularmente, a quien por casualidad encontré aquí en Mozambique el año de 1554.

Y por parecerme que la historia daría aviso y buen ejemplo a todos, escribí los trabajos y la muerte de este hidalgo y de toda su compañía, para que los hombres que andan por el mar se encomienden continuamente a Dios y a Nuestra Señora, que ruega por todos. Amén.

Partió en este galeón Manuel de Sousa, a quien Dios perdone, para hacer este desventurado viaje de Cochín,6 el tres de febrero del año de cincuenta y dos. Y partió tan tarde por ir a cargar a Kollam7 y allá haber poca pimienta, donde cargó obra de cuatro mil quinientos quintales,8 y vino a Cochín a terminar de cargar la cantidad de siete mil quinientos en total, con mucho trabajo a causa de la guerra que había en Malabar.9 Y con esta carga partió para el reino, pudiendo haber llevado doce mil. Aunque la nao llevaba poca pimienta, no por ello dejó de ir muy cargada de otras mercancías, con lo que se debía de tener mucho cuidado por el gran riesgo que corren las naos muy cargadas.

El trece de abril vino Manuel de Sousa a avistar la costa del cabo, en treinta y dos grados, y vinieron tan adentro porque hacía muchos días que habían partido de la India y tardaron mucho en ver el cabo, a causa de las malas velas que traían, que fue una de las causas y la principal de su perdición; porque el piloto André Vaz hacía su camino para ir a la tierra del Cabo de las Agujas,10 y el capitán Manuel de Sousa le rogó que fuera a ver tierra más cerca. El piloto, por cumplirle la voluntad, lo hizo, razón por la cual fueron a ver la tierra de Natal. Avistándola, se le hizo el viento bonanza y fue rápido hacia la costa hasta ver el Cabo de las Agujas, con plomada en la mano y sondeando; y eran los vientos tales que, si un día venteaba levante,11 otro se levantaba poniente. Y ya el 11 de marzo eran noreste-sudoeste con el Cabo de Buena Esperanza, veinticinco leguas al mar; allí le dio el viento oeste y oeste-noroeste, con muchos relámpagos. Al estar cerca de la noche, el capitán llamó al maestre y al piloto y les preguntó qué debían hacer con aquel tiempo, pues le llegaba por la proa; y todos respondieron que era buen parecer arribar.12

Las razones que daban para arribar eran que la nao era muy grande, muy larga e iba muy cargada de cajas y de otras riquezas, y ya no había más velas sino las que traían en las vergas, que los otros repuestos se los había llevado un temporal que les había dado en la Línea, y estas estaban rotas, que no se fiaban de ellas; y que si se paraban y el temporal crecía y les fuera necesario arribar, les podría el viento llevar las otras velas que tenían, que era pérdida para su viaje y salvación, que no había en la nao otras y tales eran aquellas que traían, que tanto tiempo ponían en remendarlas como en navegar. Y una de las cosas por las que no habían doblado el Cabo a estas alturas fue el tiempo que gastaban en amainarlas para coserlas; y, por lo tanto, el buen parecer era arribar con los papahígos13 grandes ambos bajos, porque dándole solamente la vela de proa, era tan vieja, que era muy cierto que el viento se la llevaría de la verga por el gran peso de la nao, y ambos juntos uno ayudaría al otro. Y viniendo así, arribando, que estarían a ciento y treinta leguas del Cabo, les cambió el viento a noreste y este-noreste, tan furioso que los hizo otra vez correr al sur y al sudoeste; y con el mar que venía del poniente y lo que el levante hizo, metió tanto mar que cada balanceo que el galeón daba parecía que lo metía al fondo. Y así corrieron tres días, y al cabo de ellos se les volvió el viento a calmar, y quedó el mar muy grande, y trabajó tanto la nao que perdió tres machos del timón,14 en lo que está toda la perdición o la salvación de una nao. Y esto no lo sabía nadie, solamente el carpintero de la nao, que fue a ver el timón y echó en falta dos hierros, y entonces se fue con el maestre y se lo dijo en secreto; era un tal Cristóvão Fernandes da Cunha, el Corto. Y él respondió, como buen oficial y buen hombre, que tal cosa no se le dijera al capitán, ni a ninguna otra persona, para no causar terror y miedo en la gente; y así lo hizo.

Andando así con este trabajo, les volvió a saltar otra vez el viento este-sudoeste y temporal desatado, y ya entonces parecía que Dios tenía por bien el fin que después tuvieron. Y yendo con la misma vela, arribando otra vez lanzándole el timón a la banda, no quiso la nao ceder, y toda se puso a barlovento; el viento, que era bravo, le arrancó el papahígo de la verga grande. Cuando se vieron sin vela, y vieron que no había otra, acudieron con diligencia a tomar la vela de la proa, y antes quisieron aventurarse a quedarse de mar al través15 que quedarse sin ninguna vela. El trinquete de la proa todavía no se terminaba de tomar cuando la nao se atravesó, y al atravesarse le dieron tres mares tan grandes que de los balanceos que dio la nao se le reventaron los aparejos y los refuerzos de la banda de babor,16 y no le quedaron más que las tres delanteras.

Y viéndose con los aparejos quebrados y sin ninguna jarcia17 en el mástil de aquella banda, se valieron de unos cabos para hacer brandales.18 Y estando con esta obra entre manos, andaba el mar muy corpulento y les pareció que ya era inútil y que era mejor parecer cortar el mástil, por lo mucho que la nao trabajaba; el mar y el viento eran tan grandes que nos los dejaban hacer ninguna obra ni había hombre que se pudiera mantener en pie.

Cuando estaban con los serruchos en las manos comenzando ya a cortar, que ven súbitamente reventar el mástil grande por encima de las poleas de las coronas, como si lo cortaran de golpe, y por la banda de estribor lo lanzó el viento al mar con la gavia19 y la jarcia, como si fuera algo muy leve; y entonces le cortaron los aparejos y la jarcia de la otra banda, y todo junto se fue al mar.

Al verse sin mástil ni verga, hicieron en la base del mástil grande que les quedó un mastelero, con un pedazo de antena20 bien clavada y con las mejores ataduras que pudieron, y en él guarnecieron una verga para la vela de la guía; y de la otra antena hicieron una verga para el papahígo, y con algunos pedazos de velas viejas volvieron a guarnecer esta verga grande; y otro tanto hicieron para el mástil de proa; y quedó esto tan remendado y débil que bastaba cualquier viento para volvérselo a llevar.

Y cuando tuvieron todo guarnecido, dieron a las velas con el viento sur-sureste. Y como el timón venía ya con tres hierros menos, que eran los principales, no quiso la nao gobernar sino con mucho trabajo, y ya entonces las escotas21 le servían de timón. Y yendo así, fue el viento creciendo y la nao se puso más de barlovento, y se puso toda a la cuerda, sin querer ir con el timón ni con las escotas. Y esta vez el viento le volvió a llevar la vela grande, y al que le servía de guía; y viéndose otra vez desprovistos de velas, acudieron a la vela de la proa, y entonces se atravesó la nao y comenzó a tener trabajos; y como el timón se había podrido, un mar que entonces le dio lo quebró por en medio, y le llevó luego la mitad, y todos los machos quedaron metidos en las hembras.22 Por lo que se debe tener gran cautela con los timones y velas de las naos, a causa de tantos trabajos, cuantos son los que en esta ruta se pasan.

Quien entienda bien al mar, o todos los que en esto bien cuiden, podrán ver cómo habrá quedado Manuel de Sousa con su mujer y aquella gente cuando se vio en una nao en el Cabo de Buena Esperanza, sin timón, sin mástil y sin velas, ni de qué poder hacerlas; y ya en este tiempo trabajaba la nao tanto, y hacía tanta agua, que tuvieron por mejor remedio, para no irse al fondo a pique, cortar el mástil de la proa, que les hacía abrir la nao; y estando para cortarlo, les dio un mar tan grande que lo quebró por los tamboretes y lo lanzó al mar, sin que ellos pusieran más trabajo que el que tuvieron en cortarle la jarcia; y al caer esta desde el mástil, dio un golpe tan grande en el bauprés que lo lanzó fuera de la carlinga y lo metió por dentro de la nao casi todo; y aun fue algún remedio para que se le quedara algún palo; pero como todos eran pronósticos de mayores trabajos, ninguna diligencia por sus pecados les valía. Todavía en este tiempo no habían avistado tierra, después de que arribaran desde el Cabo, pero estarían de ella de quince a veinte leguas.

Desde que se vieron sin mástil, sin timón y sin velas, se les quedó la nao inclinada del lado de tierra; y viéndose Manuel de Sousa y oficiales sin ningún remedio, determinaron lo mejor que pudieron para hacer un timón, y de alguna ropa que traían de las mercadurías hicieron algún remedio de velas con que pudieran venir a Mozambique. Y de inmediato, con mucha diligencia, repartieron a la gente, parte en la obra del timón y parte en guarnecer algún palo, y la otra en hacer velas de alguna manera, y en esto se gastaron diez días. Y habiendo hecho el timón, cuando lo quisieron meter, les había quedado estrecho y corto y no les sirvió. A pesar de esto, se entregaron a las velas que tenían para ver si habría algún remedio de salvación, y fueron para lanzar el timón, pero no se pudo gobernar la nao de ningún modo, porque no tenía la vitola23 del otro que el mar les había llevado, y ya entonces tenían tierra a la vista. Y esto ocurría el ocho de junio. Y viéndose tan cerca de la costa, y que el mar y el viento los iban llevando para la tierra, y que no tenían otro remedio sino ir a encallar para no irse al fondo, se encomendaron a Dios, y ya entonces iba la nao abierta, que por milagro de Dios se sustentaba sobre el mar.

Viéndose Manuel de Sousa tan cerca de tierra y sin ningún remedio, tomó el parecer de sus oficiales, y todos dijeron que, para remedio de salvar sus vidas del mar, era buen parecer que se dejaran llevar así hasta estar a diez brazas y, en cuanto hallaran el fondo, surgir24 para lanzar el batel para el desembarco; y lanzaron de inmediato una manchua25 con algunos hombres que fueran a vigilar la playa, donde era más seguro poder desembarcar, con el acuerdo de que en cuanto dieran fondo en el batel y en la manchua, después de que se desembarcara a la gente, se sacaran las provisiones y las armas que se pudiera, que la única riqueza que del galeón se podía salvar era más para su perdición, a causa de los cafres que los habían de robar. Y así con este consejo, fueron arribando al son del mar y del viento, alargando la escota por una banda y cazándola por la otra; ya el timón no gobernaba con más de quince palmos de agua debajo de la cubierta. Y yendo la nao cerca de tierra, lanzaron la plomada y encontraron todavía mucha profundidad y se dejaron llevar; y de ahí a un gran espacio volvió la manchua a la nao y dijo que cerca de ahí había una playa donde podrían desembarcar si la pudiesen tomar, y que todo lo demás era roca tallada y grandes rocas, donde no había manera de salvación.

¡Verdaderamente que los hombres tuvieran gran cuidado de esto causa gran asombro! Y que vienen con este galeón a varar en tierra de cafres, teniéndolo para mejor remedio de sus vidas, siendo esto tan peligroso y por aquí verán para cuántos trabajos estaban guardados Manuel de Sousa, su mujer y sus hijos. Teniendo ya el recado de la manchua, trabajaron para ir a aquella parte donde los esperaba la playa, hasta llegar al lugar que la manchua les había dicho, y ya entonces estaban a siete brazas, donde lanzaron un ancla; y, después de todo eso, con mucha diligencia, guarnecieron aparejos con los que lanzaron el batel.

La primera cosa que hicieron como tuvieron fuera el batel fue llevar otra ancla a tierra, y ya el viento era más bonanza y el galeón ya estaba de tierra a dos tiros de ballesta. Y al ver Manuel de Sousa cómo el galeón se le iba al fondo sin ningún remedio, llamó al maestre y al piloto y les dijo que la primera cosa que hicieran fuera ponerlo en tierra con su mujer e hijos, con veinte hombres que estuvieran para su guardia, y después de eso sacaran las armas y mantenimiento y pólvora y alguna ropa de cambray, para ver si había en tierra alguna manera de rescate de provisiones. Y esto con fundamento de que se hiciera un fuerte en aquel lugar con palos de barriles y hacer allí una carabela con la madera de la nao en la que pudieran mandar recado a Sofala. Pero como ya estaba desde arriba que acabara este capitán con su mujer e hijos y toda su compañía, ningún remedio se podía cuidar para que la fortuna no fuera contraria; que teniendo este pensamiento de que allí se hiciera un fuerte, le volvió a soplar el viento con tanto ímpetu, y el mar le creció tanto, que dio con el galeón a la costa, por donde no pudieron hacer nada de lo que habían pensado. Para este tiempo, Manuel de Sousa, su mujer e hijos y obra de treinta personas estaban en tierra; y toda la demás gente estaba en el galeón. Decir el peligro que tuvieron en el desembarco el capitán y su mujer con estas treinta personas fuera excusado; pero, por contar historia tan verdadera y lastimosa, diré que de tres veces que la manchua fue a tierra se perdió, donde murieron algunos hombres, de los cuales uno era el hijo de Bento Rodrigues; y hasta entonces el batel no había ido a tierra, que no osaban mandarlo, porque el mar andaba muy bravo y debido a que la manchua era más leve escapó aquellas dos veces primeras.

Cuando vieron el maestre y el piloto, con la demás gente que aún estaba en la nao, que el galeón iba sobre la amarra de la tierra, entendieron que la amarra del mar se le había cortado, porque el fondo estaba sucio y hacía dos días que estaban surtos,26 y amaneciendo al tercer día que vieron que el galeón quedaba solo sobre la amarra de la tierra y el viento comenzaba a soplar, le dijo el piloto a la otra gente, al tiempo que ya la nao tocaba:

—Hermanos, antes de que la nao se abra y se nos vaya al fondo, quien se quiera embarcar conmigo en aquel batel lo podrá hacer.

Y se fue a embarcar e hizo embarcar al maestre, que era hombre viejo y a quien ya le desfallecía el espíritu por su edad; y con gran trabajo, por ser el viento fuerte, se embarcaron en el dicho batel obra de cuarenta personas, y el mar andaba tan grueso en tierra que lanzó el batel en pedazos sobre la playa. Y quiso Nuestro Señor que de este golpe no muriera nadie, que fue milagro, porque antes de venir a tierra lo zozobró el mar.

El capitán, que el día anterior había desembarcado, andaba en la playa dando fuerza a los hombres y, dando la mano a los que podía, los llevaba a la hoguera que había hecho, porque el frío era grande. En la nao se quedaron todavía unas buenas quinientas personas; a saber: doscientos portugueses, y el resto de esclavos; en aquellos entraba Duarte Fernandes, contramaestre del galeón, y guardián; y estando aun así la nao, que ya daba muchos golpes, les pareció bien alargar la amarra a mano, para que fuera la nao bien a tierra, y no la quisieron cortar para que la resaca no los tornase para el mar abierto; y como la nao se asentó, en poco tiempo se partió por el medio, a saber: del mástil adelante un pedazo y otro del mástil de atrás; y de ahí a obra de una hora, aquellos dos pedazos se hicieron cuatro; y como las aberturas se arruinaron, la mercancía y las cajas se vinieron encima, y la gente que estaba en la nao se lanzó sobre las cajas y sobre la madera hacia tierra. Murieron, al lanzarse, más de cuarenta portugueses y setenta esclavos; la demás gente vino a tierra por arriba del mar y otra por abajo, como a Nuestro Señor le plació; y mucha de ella, herida por los clavos y la madera. De ahí a cuatro horas estaba el galeón deshecho, sin de él aparecer pedazo como una braza; y todo el mar lo lanzó a tierra con gran tempestad.

Y los bienes que iban en el galeón, así del rey como de particulares, dicen que valían un cuento de oro, porque desde que se descubrió la India hasta entonces no había partido de allá nao tan rica. Y por haberse deshecho la nao en tantas migajas, no pudo el capitán Manuel de Sousa hacer la embarcación que había determinado, que no quedó batel ni cosa sobre la que se pudiera armar la carabela, ni de qué hacerla, por donde le fue necesario tomar otro consejo.

Al ver el capitán y su compañía que no tenían remedio de embarcación, con consejo de sus oficiales y de los hidalgos que en su compañía llevaba, que eran Pantaleão de Sá, Tristão de Sousa, Amador de Sousa y Diogo Mendes Dourado de Setúbal, asentaron que debían de estar en aquella playa, donde salieron del galeón, algunos días, pues allí tenían agua, hasta que les convalecieran los enfermos. Entonces hicieron sus cercas de algunas arcas y toneles, y estuvieron allí doce días, y en todos ellos no les vino a hablar ningún negro del lugar. Solamente los tres primeros aparecieron nueve cafres en un otero, y allí estarían dos horas sin hablar nada con nosotros y, como espantados, se volvieron a ir. Y de allí a dos días les pareció bien mandar un hombre y un cafre del mismo galeón para ver si encontraban algunos negros que con ellos quisieran hablar, para rescatar alguna provisión. Y estos anduvieron allá dos días sin encontrar persona viva sino algunas casas de paja, despobladas, por donde entendieron que los negros habían huido con miedo, y entonces volvieron al campamento, y en algunas de las casas encontraron flechas atravesadas, que dicen que es su señal de guerra.

De allí a tres días, al estar en aquel lugar donde escaparon del galeón, les aparecieron en un otero siete u ocho cafres con una vaca amarrada; con señas los cristianos los hicieron ir abajo y el capitán, con cuatro hombres, fue a hablar con ellos; y después de tenerlos seguros, los negros le dijeron con señas que querían hierro. Entonces el capitán mandó por media docena de clavos y se los mostró, y ellos se complacieron de verlos y entonces se acercaron más a los nuestros y comenzaron a tratar el precio de la vaca; y cuando ya estaban de acuerdo, aparecieron cinco cafres en otro otero y comenzaron a gritar en su lengua que no dieran la vaca a cambio de clavos. Entonces se fueron estos cafres llevándose consigo la vaca sin pronunciar palabra. Y el capitán no les quiso tomar la vaca, a pesar de que tenía gran necesidad de ella para su mujer y sus hijos.

Así estuvo siempre con mucho cuidado y vigilancia, levantándose cada noche tres y cuatro veces a rondar los cuartos, lo que era gran trabajo para él; y así estuvieron doce días hasta que la gente convaleció, al cabo de los cuales, viendo que ya todos podían caminar, los llamó a consejo sobre lo que debían hacer, y antes de hablar sobre el asunto les habló de esta manera:

—Amigos y señores: bien ven el estado al que por nuestros pecados hemos llegado, y yo creo verdaderamente que los míos nada más bastaban para que, por ellos, fuéramos puestos en tan grandes necesidades, como ven que tenemos; pero es Nuestro Señor tan piadoso que nos hizo tan gran merced, que no nos fuéramos al fondo en aquella nao, a pesar de traer tanta cantidad de agua debajo de las cubiertas; le agradará a él que, pues fue servido al llevarnos a tierra de cristianos, los que en esta empresa acabaron con tantos trabajos tendrá por bien que sea para la salvación de sus almas. Estos días que aquí estuvimos, bien ven, señores, que fueron necesarios para que nos convalecieran los enfermos que traíamos; ahora, alabado sea el Señor, ya pueden caminar. Por lo tanto, los junté aquí para que establezcamos qué camino tenemos que tomar para remedio de nuestra salvación, que la determinación que traíamos de hacer alguna embarcación se nos impidió, como vieron, por no haber podido salvar de la nao ninguna cosa para poder hacerla. Y pues, señores y hermanos, se les va la vida como a mí, no será razón hacer ni determinar nada sin consejo de todos. Una merced les quiero pedir, la cual es que no me desamparen ni me dejen, dado el caso que yo no pueda andar tanto como los que más anden, por causa de mi mujer e hijos. Y así, a todos juntos, querrá Nuestro Señor por su misericordia ayudarnos.

Después de hablarles y conversar todos sobre el camino que tenían que hacer, por no haber otro remedio, establecieron que debían caminar con el mayor orden que pudieran a lo largo de estas playas, camino del río que descubrió Lourenço Marques, y le prometieron nunca desampararlo, lo que de inmediato pusieron en obra. Este río tendría ciento ochenta leguas por costa, pero ellos anduvieron más de trescientas por los muchos rodeos que hicieron al querer pasar los ríos y pantanos que encontraban en el camino, y después volvían al mar, en lo que gastaron cinco meses y medio.

De esta playa donde se perdieron, en 31 grados, el 7 de julio de cincuenta y dos, comenzaron a caminar con este orden que sigue, a saber: Manuel de Sousa con su mujer e hijos, con ochenta portugueses y con esclavos; y André Vaz, el piloto, en su compañía, con una bandera con el Crucifijo erguido, caminaba en la vanguardia; y a doña Leonor, su mujer, la llevaban esclavos en andas. Justo atrás venía el maestre del galeón con la gente del mar y con las esclavas. En la retaguardia caminaba Pantaleão de Sá con el resto de los portugueses y de los esclavos, que serían hasta doscientas personas, y todas juntas serían quinientas, de las cuales eran ciento ochenta portugueses. De este modo caminaron un mes con muchos trabajos, hambres y sedes, porque en todo este tiempo no comían sino el arroz que se había salvado del galeón y algunas frutas del campo, porque otros sustentos de la tierra no encontraban ni quién se los vendiera; por donde pasaron tan gran escasez que no se puede creer ni escribir.

En todo este mes podrían haber caminado como cien leguas; y, por los grandes rodeos que hacían al pasar los ríos, no habrían andado treinta leguas por costa; y ya para entonces habían perdido a once o doce personas; solo un hijo ilegítimo de Manuel de Sousa de diez u once años que, al venir ya muy débil del hambre, junto con un esclavo que lo traía en la espalda, se quedó atrás. Cuando Manuel de Sousa preguntó por él y le dijeron que se había quedado atrás obra de media legua, estuvo a punto de perder la cabeza, y por parecerle que venía en la retaguardia con su tío Pantaleão de Sá, como algunas veces había ocurrido, lo perdió así. De inmediato prometió quinientos cruzados a dos hombres para que volvieran en su búsqueda, pero no hubo quien los quisiera aceptar por estar ya cerca la noche y a causa de los tigres y leones, porque, cuando quedaba un hombre atrás, se lo comían. Por esto le fue forzado no dejar el camino que llevaba y dejar así a su hijo, donde se le quedaron los ojos. Y aquí se podrá ver cuántos trabajos fueron los de este hidalgo antes de su muerte. También se había perdido António de Sampaio, sobrino de Lopo Vaz de Sampaio, que fue gobernador de la India, y cinco o seis hombres portugueses y algunos esclavos, de pura hambre y trabajo del camino.

En este tiempo habían ya peleado algunas veces, pero siempre los cafres se llevaban lo peor y en una pelea les mataron a Diogo Mendes Dourado, que hasta su muerte había peleado muy bien como valiente caballero. Era tanto el trabajo, tanto de la vigilancia como del hambre y el camino, que cada día desfallecía más la gente y no había día que no quedara una o dos personas por esas playas y por los campos, por no poder caminar; y de inmediato eran comidos por tigres y serpientes, por haber en esa tierra gran cantidad. Y ciertamente que ver quedarse estos hombres, que cada día se les quedaban vivos por esos desiertos, era cosa de gran dolor y sentimiento para unos y para otros, porque el que se quedaba les decía a los otros de su compañía que caminaban, tal vez a padres, a hermanos y a amigos, que se fueran, que los encomendaran a Dios Nuestro Señor. Causaba esto tan grande dolor, ver quedarse al pariente, al amigo, sin poderlo amparar, sabiendo que de allí a poco tiempo había de ser comido por fieras alimañas, que pues causa tanto dolor a quien lo oye, cuánto más hará a quien lo vio y pasó.

Con grandísima desventura iban así prosiguiendo, ora se metían en el campo a buscar de comer y pasar ríos, y volvían por toda la orilla del mar subiendo sierras muy altas, ora bajando otras de grandísimo peligro; y no eran suficientes estos trabajos, sino muchos otros que los cafres les daban. Y así caminaron obra de dos meses y medio, y era tanta el hambre y la sed que tenían que la mayor parte de los días ocurrían cosas de gran admiración, de las cuales contaré algunas de las más notables.

Ocurrió muchas veces entre esta gente venderse un búcaro de agua de un cuartillo por diez cruzados,27 y un caldero que llevaba unos dos litros costaba cien cruzados; y debido a que a veces en esto había desorden, el capitán mandaba buscar un caldero de esta, por no haber una vasija mayor en la compañía, y le daba a quien la iba a buscar cien cruzados, y él con sus propias manos la repartía, y la que tomaba para su mujer e hijos era a ocho y diez cruzados el cuartillo; y del mismo modo repartía la otra, de modo que siempre pudiera hallar remedio, que con el dinero que en un día se hacía con aquella agua, al otro hubiera quien la fuera a buscar y se pusiera en ese riesgo por el interés. Y además de esto, pasaban grandes hambres y daban mucho dinero por cualquier pescado que se encontraba en la playa o por cualquier animal del monte.

Viniendo caminando sus jornadas, según era la tierra que encontraban, y siempre con los trabajos que he dicho, habrían pasado ya tres meses que caminaban con la determinación de ir al encuentro del río de Lourenço Marques, que es Aguada da Boa Paz. Ya hacía muchos días que no se sustentaban sino de frutas, que por suerte encontraban, y de huesos tostados; y ocurrió muchas veces que se vendía en el campamento una piel de una cabra en quince cruzados, y aunque estuviera seca, la lanzaban al agua y así la comían.

Cuando caminaban por las playas, se mantenían con mariscos o pescados que el mar lanzaba. Y al cabo de este tiempo, se encontraron con un cafre, señor de dos aldeas, hombre viejo, que les pareció de buena condición; y así lo era, por la protección que en él encontraron; y les dijo que no pasaran de ahí, que estuvieran en su compañía y que él los mantendría lo mejor que pudiera, porque, la verdad, aquella tierra estaba falta de sustento no porque lo dejara de dar, sino porque los cafres son hombres que no siembran sino muy poco, ni comen sino del ganado salvaje que matan.

Así que este rey cafre les insistió mucho a Manuel de Sousa y a su gente que se quedaran con él, diciéndoles que tenía guerra con otro rey por donde ellos tenían que pasar y que quería su ayuda; y que, si pasaban adelante, que supieran que serían robados por este rey que era más poderoso que él, de manera que por el provecho y ayuda que esperaba de esta compañía y también por la noticia que ya tenía de portugueses por Lourenço Marques y António Caldeira, que ahí habían estado, trabajaba cuanto podía para que de ahí no pasaran. Y estos dos hombres le habían puesto el nombre de Garcia de Sá,28 por ser viejo y figurárseles a este, y ser buen hombre, porque no hay duda de que en todas las naciones hay malos y buenos, y por ser tal hacía atenciones y honraba a los portugueses y trabajó cuanto pudo para que no pasaran adelante, diciéndoles que iban a ser robados por aquel rey con el que tenía guerra. Y mientras determinaban, se detuvieron allí seis días. Pero como, al parecer, estaba determinado Manuel de Sousa a acabar en esta jornada con la mayor parte de su compañía, no quisieron seguir el consejo de este rey que los quería sacar del engaño.

Al ver el rey que, a pesar de todo, el capitán determinaba partir de allí, le pidió que antes de que se fuera lo ayudara con algunos hombres de su compañía contra un rey que lo perseguía. Y pareciéndole a Manuel de Sousa y a los portugueses que no se podían excusar de hacer lo que les pedía, así por las buenas obras y resguardo que de él habían recibido, como por razón de no ofenderlo, porque estaban en su poder y en el de su gente, pidió a Pantaleão de Sá, su cuñado, que fuera con veinte hombres portugueses a ayudar a su amigo el rey. Fue Pantaleão de Sá con los veinte hombres y quinientos cafres y sus capitanes, y volvieron atrás seis leguas por donde ellos ya habían pasado, y pelearon con un cafre que andaba levantado y le tomaron todo el ganado, que son sus despojos, y lo trajeron al campamento donde estaba Manuel de Sousa con el rey; y en esto gastaron cinco o seis días.

Después de que Pantaleão de Sá vino de aquella guerra en que fue a ayudar al rey, y la gente que con él fue, y descansó del trabajo que allá habían tenido, volvió el capitán a hacer un consejo sobre la determinación de su partida, y fue tan débil que asentaron que debían caminar y buscar aquel río de Lourenço Marques, y no sabían que estaban en él. Y porque este río es el de la Aguada da Boa Paz, con tres brazos que todos vienen a entrar al mar en una desembocadura, y ellos estaban en el primero, y a pesar de que vieron ahí una gota roja, que era señal de que ya habían venido ahí portugueses, los cegó su suerte, porque no quisieron sino caminar adelante. Y como tenían que pasar el río y no podía ser sino en canoas, por ser este grande, quiso el capitán ver si podía tomar siete u ocho que estaban aseguradas con cadenas, para pasar en ellas el río, que el rey no les quería dar porque a toda costa buscaba que no pasaran, por los deseos que tenía de tenerlos consigo. Para esto mandó a algunos hombres a ver si podían tomar las canoas, dos de los cuales vinieron y dijeron que les era difícil que se pudiera lograr. Y los que se quedaron, ya con malicia, se hicieron con una de las canoas a la mano y se embarcaron en ella, y se fueron río abajo y dejaron a su capitán. Y al ver este que de ninguna manera iba a pasar el río sino por voluntad del rey, le pidió que lo mandara pasar a la otra orilla en sus canoas, y que le pagaría bien a la gente que los llevara; y para contentarlo le dio algunas de sus armas para que lo dejara y lo mandara pasar.

Entonces el rey en persona con él, estando los portugueses recelosos de alguna traición al pasar el río, le rogó al capitán Manuel de Sousa que se regresara al lugar con su gente, y que lo dejara pasar libremente con la suya, y que se quedaran solamente los negros de las canoas. Y como en el rey negro no había malicia, sino que los ayudaba en lo que podía, fue cosa sencilla lograr que volviera a su lugar, y rápido se fue y dejó pasar libremente. Entonces mandó Manuel de Sousa pasar a treinta hombres a la otra orilla en las canoas, con tres espingardas; y en cuanto los treinta hombres estuvieron en la otra orilla, el capitán, su mujer y sus hijos pasaron hacia allá, y después de ellos la otra gente; y hasta entonces nunca fueron robados y de inmediato se pusieron en orden a caminar.

Haría cinco días que caminaban hacia el segundo río y habrían andado veinte leguas, cuando llegaron al río de en medio, y allí encontraron negros que los encaminaron hacia el mar, y esto era ya al ponerse el sol. Cuando estaban al margen del río, vieron dos canoas grandes y allí asentaron el campamento, en arena donde durmieron aquella noche. Este río era salado y no había ninguna agua dulce alrededor, sino una que les quedaba atrás. Y de noche fue la sed tan grande en el campamento, que se habrían de perder. Manuel de Sousa mandó buscar algo de agua, pero no hubo quien quisiera ir por menos de cien cruzados por cada caldero, y los mandó buscar, y cada uno costaba doscientos, pero si no lo hacía así, no se habría podido valer.

El comer era tan poco, como atrás digo; la sed era de esta manera, porque quería Nuestro Señor que el agua les sirviera de sustento. Estando en aquel campamento, al día siguiente, cerca de la noche, vieron llegar las tres canoas de negros que les dijeron, por medio de una negra del campamento que comenzaba ya a entender alguna cosa, que allí había venido un navío de hombres como ellos y que ya se había ido. Entonces les mandó decir Manuel de Sousa si los querían pasar a la otra orilla y los negros respondieron que ya era noche (porque los cafres no hacen nada de noche), que al día siguiente los pasarían si les pagaban. Como amaneció, vinieron los negros con cuatro canoas y, sobre el precio de unos cuantos clavos, comenzaron a pasar a la gente. Pasó primero el capitán y alguna gente para guardia del paso, embarcándose en una canoa con su mujer y sus hijos, para desde la otra orilla esperar al resto de su compañía; y con él iban las otras tres canoas cargadas de gente.

También se dice que el capitán venía ya para aquel tiempo maltratado del seso, por la mucha vigilancia y el mucho trabajo que cargó en él, siempre más que en todos los demás. Y por venir ya de esta manera y pensar que los negros le querían hacer alguna traición, echó mano de la espada y la desenvainó hacia los negros que iban remando diciéndoles:

—Perros, ¿para dónde me llevan?

Al ver los negros la espada desenvainada, saltaron al mar y allí estuvo en riesgo de perderse. Entonces le dijo su mujer y algunos que con ellos iban que no les hiciera mal a los negros, que se perderían. En verdad, quien conociera a Manuel de Sousa y supiera de su sensatez y afabilidad, y le viera hacer esto, bien podría decir que ya no iba en su sano juicio, porque era sensato y considerado. Y de allí para adelante, quedó de manera que nunca más gobernó a su gente como hasta allí lo había hecho. Y al llegar a la otra orilla, se quejó mucho de la cabeza y en ella le ataron toallas, y allí se volvieron a juntar todos.

Cuando estaba ya en la otra orilla para comenzar a caminar, vieron un grupo de cafres, y al verlos se pusieron en son de pelea, pensando que venían a robarlos; y llegando cerca de nuestra gente, comenzaron a hablar unos con los otros, preguntándoles los cafres a los nuestros quiénes eran, qué buscaban. Les respondieron que eran cristianos, que se habían perdido en una nao y que les rogaban que los guiaran a un río grande que estaba más adelante y que, si tenían provisiones, que se las trajeran y las comprarían. Y por una cafre que era de Sofala, les dijeron los negros que si querían provisiones, que fueran con ellos a un lugar donde estaba su rey, que les haría mucho regalo. Para este tiempo, serían aún ciento veinte personas, y ya entonces D. Leonor era una de las que caminaba a pie, y a pesar de ser una mujer hidalga, delicada y moza, venía por aquellos ásperos caminos tan trabajosos como cualquier robusto hombre del campo, y muchas veces consolaba a las de su compañía, y ayudaba a traer a sus hijos. Esto fue después de que no hubo esclavos para las andas en las que venía. Parece verdaderamente que la gracia de Nuestro Señor aquí auxiliaba, porque, sin ella, no podría una mujer tan débil y tan poco acostumbrada a los trabajos andar tan largos y ásperos caminos, y siempre con tantas hambres y sedes, que ya entonces pasaban de trescientas leguas las que habían andado, debido a los grandes rodeos.

Volviendo a la historia: después de que el capitán y su compañía entendieron que el rey estaba cerca de ahí, tomaron a los cafres por sus guías y, con mucha prudencia, caminaron con ellos hacia el lugar que les decían, con tanta hambre y sed como Dios sabe. De allí al lugar donde estaba el rey había una legua. Al llegar, les mandó decir el cafre que no entraran en el lugar, porque es cosa que ellos mucho esconden, pero que se fueran a poner junto a unos árboles que les mostraron y que allí les mandaría dar de comer. Manuel de Sousa lo hizo así, como hombre que estaba en tierra ajena y que no sabía tanto de los cafres como ahora sabemos por esta perdición y por la de la nao S. Bento, que cien hombres de espingarda atravesarían toda la Cafrería,29 porque mayor miedo tienen de estas que del mismo demonio.

Después de estar así protegidos a la sombra de los árboles, les comenzó a venir algún sustento por su rescate de los clavos. Y allí estuvieron cinco días, pareciéndoles que podrían estar hasta venir navío para la India, y así se lo decían los negros. Entonces pidió Manuel de Sousa una casa al rey cafre para resguardarse con su mujer y sus hijos. Le respondió el cafre que se la daría, pero que su gente no podía estar allí junta, porque no podría mantenerse ya que había falta de alimento en esa tierra, que se quedara él con su mujer y sus hijos con algunas personas que él quisiera y la otra gente se repartiera por los lugares, que él le mandaría dar alimentos y casas hasta que viniera algún navío. Esto era la perversidad del rey, según parece, por lo que después les hizo; por donde está clara la razón que dije, que los cafres tienen gran miedo de espingardas; porque como los portugueses tenían solo cinco y hasta ciento veinte hombres, el cafre no se atrevió a pelear con ellos, y a fin de robarlos los apartó a unos de los otros por muchos lados, como hombres que estaban tan cercanos a la muerte por hambre; y sin saber cuánto mejor habría sido no apartarse, se entregaron a la fortuna e hicieron la voluntad de aquel rey que trataba su perdición, y nunca quisieron tomar el consejo del rey amigo, que les hablaba con la verdad y les hizo el bien que pudo. Y por aquí verán los hombres cómo nunca han de decir ni hacer cosa en que cuiden que ellos son los que aciertan o pueden, sino poner todo en las manos de Dios Nuestro Señor.

Después de que el rey cafre convino con Manuel de Sousa en que los portugueses se dividieran en diversas aldeas y lugares, para que se pudieran mantener, le dijo también que él tenía allí capitanes suyos que llevarían a su gente, a saber, cada uno los que le entregaran para darles de comer; y esto no podía ser sino cuando él les mandara a los portugueses que dejaran las armas, porque los cafres tenían miedo de ellos cuando las veían, y que él las mandaría meter en una casa para dárselas cuando viniera el navío de los portugueses.

Como Manuel de Sousa ya entonces andaba muy enfermo y fuera de su perfecto juicio, no respondió como habría hecho estando en su entendimiento; respondió que él hablaría con los suyos. Pero como fuera llegada la hora en que había de ser robado, habló con ellos y les dijo que no pasaría de allí, de una u otra manera buscaría remedio para el navío, u otro cualquiera que Nuestro Señor de él ordenara, porque aquel río en el que estaban era de Lourenço Marques, y su piloto André Vaz así se lo decía; que quien quisiera pasar de allí que lo podría hacer si bien le pareciera, pero que él no podía, por amor a su mujer y a sus hijos, que venía ya muy debilitado de los grandes trabajos, que no podía ya caminar ni tenía esclavos que lo ayudaran. Y, por lo tanto, su determinación era terminar con su familia cuando Dios de eso fuera servido; y que les pedía que, los que de allí pasaran y encontraran alguna embarcación de portugueses, que le trajeran o mandaran las nuevas; y los que allí se quisieran quedar con él lo podrían hacer, y por donde él pasara pasarían ellos. Y, sin embargo, para que los negros se fiaran de ellos y no fueran a pensar que eran ladrones que andaban robando, que era necesario que entregaran las armas para remediar tanta desventura como el hambre que tenían hacía tanto tiempo. Y ya entonces el parecer de Manuel de Sousa y de los que con él lo consintieron no era de personas que estaban en sí, porque si bien hubieran mirado, mientras tuvieron las armas consigo nunca los negros se les acercaron. Entonces mandó el capitán que depusieran las armas en que, después de Dios, estaba su salvación; y contra la voluntad de algunos, y mucho más contra la de D. Leonor, las entregaron; pero no hubo quien lo contradijera sino ella, aunque poco le aprovechó. Entonces dijo:

—Vos entregáis las armas; ahora me doy por perdida con toda esta gente.

Los negros tomaron las armas y las llevaron a casa del rey cafre.

En cuanto los cafres vieron a los portugueses sin armas, como ya habían concertado la traición, los comenzaron de inmediato a apartar y a robar, y los llevaron por esos campos a cada uno como le caía la suerte. Y acabando de llegar a los lugares, los llevaban, ya desvestidos, sin dejarles sobre sí cosa alguna, y con muchos golpes los lanzaban fuera de las aldeas. En esta compañía no iba Manuel de Sousa, que con su mujer y sus hijos y con el piloto André Vaz y obra de veinte personas, se habían quedado con el rey, porque traían muchas joyas, rica pedrería y dinero; y afirman que lo que esta compañía trajo hasta allí valía más de cien mil cruzados. Cuando Manuel de Sousa, con su mujer y con aquellas veinte personas, fue apartado de la gente, de inmediato les robaron todo lo que traían, solo no los desvistieron; y el rey le dijo que se fueran en busca de los de su compañía, que no quería hacerles más mal ni tocar su persona ni la de su mujer. Cuando Manuel de Sousa esto vio, bien que se habría acordado de cuán gran error había cometido en dar las armas; y era fuerza hacer lo que le mandaban, pues no estaba más en su mano.

Los otros compañeros, que eran noventa, en los que entraba Pantaleão de Sá y otros tres hidalgos, aunque todos fueron apartados unos de otros, pocos y pocos, según se acertaran, después de que fueron robados y desvestidos por los cafres a quienes fueron entregados por el rey, se volvieron a juntar porque estaban cerca unos de otros, y juntos, muy maltratados y muy tristes, faltándoles las armas, los vestidos y dinero para el rescate de su sustento, y sin su capitán, comenzaron a caminar.

Y como ya no llevaban figura de hombres ni quien los gobernara, iban sin orden, por caminos desiguales: unos por los campos, otros por las sierras se acabaron de esparcir, y ya entonces cada uno se ocupaba de aquello con lo que le parecía que podía salvar la vida, fuera entre cafres, fuera entre moros, porque ya entonces no tenían consejo ni quien los juntase para eso. Y como hombres que andaban ya del todo perdidos, dejaré de hablar de ellos y volveré a Manuel de Sousa y a la desdichada de su mujer y sus hijos.

Viéndose Manuel de Sousa robado y echado por el rey, y que fuera a buscar a los de su compañía, y que ya entonces no tenía dinero ni armas ni gente para tomarlas, y dado que hacía días que ya venía enfermo de la cabeza, sintió sin embargo mucho esta afrenta. ¿Pues qué se puede imaginar de una mujer muy delicada, viéndose en tantos trabajos y con tantas necesidades, y, sobre todas, ver a su marido delante de sí tan maltratado y que no podía ya gobernar ni mirar por sus hijos? Pero, como mujer de buen juicio, con el parecer de esos hombres que aún tenía consigo, comenzaron a caminar por esos campos, sin ningún remedio, ni fundamento, solamente en el de Dios. En este tiempo aún estaba André Vaz, el piloto, en su compañía, y el contramaestre, que nunca la dejó, y una mujer o dos, portuguesas, y algunas esclavas. Yendo así caminando, les pareció buen consejo seguir a los noventa hombres que iban adelante, robados, y hacía dos días que caminaban siguiendo sus pisadas. Y D. Leonor ya iba tan débil, tan triste y desconsolada por ver a su marido en la manera en la que iba y por verse apartada de la otra gente, y tener por imposible poder juntarse con ellos, ¡que imaginar bien esto es cosa para quebrar los corazones! Yendo así caminando, volvieron otra vez los cafres a atacarlo y a su mujer y a esos pocos que iban en su compañía, y allí los desvistieron sin dejarles sobre sí cosa alguna. Viéndose ambos de esta manera, con dos niños muy tiernos delante de ellos, dieron gracias a Nuestro Señor.

Aquí dicen que D. Leonor no se dejaba desvestir y que con puñetazos y bofetadas se defendía, porque estaba de tal manera que antes quería que la mataran los cafres que verse desnuda frente a los demás; y no hay duda que ahí pronto acabara su vida, si no fuera por Manuel de Sousa, que le rogó que se dejara desvestir, que le recordaba que habían nacido desnudos y que pues Dios de aquello era servido, que lo fuera ella. Uno de los grandes trabajos que sentían era ver dos niños pequeños, sus hijos, llorando frente a ellos, pidiendo de comer, sin poderlos amparar. Y viéndose D. Leonor desvestida, se lanzó de inmediato al suelo y se cubrió toda con sus cabellos, que eran muy largos, e hizo un hoyo en la arena, donde se metió hasta la cintura sin más levantarse de ahí. Manuel de Sousa se aproximó entonces a una vieja, su aya, a la que aún le había quedado una mantilla rota y se la pidió para cubrir a D. Leonor, y se la dio; sin embargo, nunca más se quiso levantar de aquel lugar, donde se dejó caer cuando se vio desnuda.

En verdad que no sé quién por esto pase sin gran lástima y tristeza. ¡Ver a una mujer tan noble, hija y mujer de hidalgos tan honrados, tan maltratada y con tan poca cortesía! Los hombres que estaban en su compañía, cuando vieron a Manuel de Sousa y a su mujer desvestidos, se apartaron de ellos un trecho por la vergüenza que tenían de ver así a su capitán y a D. Leonor. Entonces le dijo ella a André Vaz, el piloto:

—Bien ven cómo estamos y que ya no podemos pasar de aquí y que acabaremos por nuestros pecados; váyanse, hagan por salvarse y encomiéndennos a Dios; y si van a la India o a Portugal en algún momento, digan cómo nos dejaron a Manuel de Sousa y a mí con mis hijos.

Ellos, al ver que por su parte no podían remediar la fatiga de su capitán, ni la pobreza y miseria de su mujer e hijos, se fueron por esos campos, buscando remedio para la vida.

Después de que André Vaz se apartó de Manuel de Sousa y su mujer, se quedaron con él Duarte Fernandes, contramaestre del galeón, y algunas esclavas, de las cuales se salvaron tres, que vinieron a Goa, que contaron cómo vieron morir a D. Leonor. Y Manuel de Sousa, a pesar de que estaba maltratado del juicio, no se olvidaba de la necesidad que su mujer y sus hijos pasaban de comer. Y aunque aún estaba tullido por una herida que los cafres le habían hecho en la pierna, así maltratado se fue al campo a buscar frutas para darles de comer; cuando volvió, encontró a D. Leonor muy débil, así del hambre como de llorar, porque después de que los cafres la desvistieran, nunca más de allí se paró ni dejó de llorar; y encontró a uno de los niños muerto, y con sus propias manos lo enterró en la arena. Al otro día volvió Manuel de Sousa al campo a buscar alguna fruta y, cuando volvió, encontró a D. Leonor muerta, y al otro niño, y sobre ella estaban llorando cinco esclavas con grandísimos gritos.

Dicen que él no hizo nada más, cuando la vio muerta, que apartar a las esclavas de ahí y sentarse cerca de ella, con el rostro puesto sobre una mano, por espacio de media hora, sin llorar ni decir cosa alguna; estando así con los ojos puestos en ella, y del niño casi no hizo caso. Y acabando este lapso, se levantó y comenzó a hacer un hoyo en la arena con ayuda de las esclavas; y siempre sin pronunciar palabra, la enterró, y a su hijo con ella. Acabando esto, volvió a tomar el camino que hacía cuando iba a buscar las frutas, sin decirles nada a las esclavas, y se metió por el campo y nunca más lo vieron. Parece que, andando por esos campos, no hay duda sino de que se lo habrían comido tigres y leones. Así acabaron su vida mujer y marido; hacía seis meses que caminaban por tierras de cafres con tantos trabajos.

Los hombres de toda esta compañía que escaparon, tanto de los que se quedaron con Manuel de Sousa cuando fue robado, como de los noventa que iban delante de él caminando, serían hasta ocho portugueses y catorce esclavos, y tres esclavas de las que estaban con D. Leonor cuando falleció. Entre ellos estaban Pantaleão de Sá y Tristão de Sousa, y el piloto André Vaz y Baltasar de Sequeira y Manuel de Castro y este Álvaro Fernandes. Y andando estos ya en la tierra sin esperanza de poder venir a tierra de cristianos, llegó a aquel río un navío en que iba un pariente de Diogo Mesquita a tomar marfil, donde hallando nuevas de que había portugueses perdidos en esa tierra, los mandó buscar y los rescató a cambio de cuentas; y cada persona costaría dos vintenas de cuentas, que entre los negros es cosa que ellos más estiman; y si en este tiempo hubiera estado vivo Manuel de Sousa, también lo habrían rescatado. Pero parece que fue así mejor para su alma, pues Nuestro Señor fue servido. Y estos llegaron a Mozambique el 25 de mayo de 1553.30

Pantaleão de Sá, andando errante mucho tiempo por las tierras de los cafres, llegó al palacio casi consumido, con hambre, desnudez y trabajo de tan dilatado camino; y llegándose a la puerta del palacio, les pidió a los cortesanos le alcanzaran del rey algún subsidio. Se rehusaron ellos a pedirle tal cosa, disculpándose con una gran enfermedad que el rey hacía tiempos padecía; y preguntándoles el ilustre portugués qué enfermedad era, le respondieron que una llaga en una pierna, tan pertinaz y corrupta que todos los instantes le esperaba la muerte. Oyó él con atención y pidió que le hicieran sabedor al rey de su venida, afirmando que era médico y que podría tal vez restituirle la salud. Entran de inmediato muy alegres, le dan noticias del caso; pide vehementemente el rey que lo lleven dentro; y después de que Pantaleão de Sá vio la llaga, dijo: “Tenga mucha confianza que fácilmente recibirá salud”. Y saliendo, se puso a considerar la empresa en que se había metido, de donde no podría escapar con vida, pues no conocía cosa alguna que pudiera aplicarle, como quien había aprendido más a quitar vidas que a curar achaques para conservarlas. En esta consideración, como quien ya no hacía más caso de la suya, y apeteciendo antes morir una sola vez que muchas, orina en la tierra y, hecho un poco de lodo, entró a ponérselo en la casi incurable llaga. Pasó, pues, aquel día; y al siguiente, cuando el ilustre Sá esperaba más la sentencia de su muerte que remedio alguno para la vida, tanto suya como del rey, salen los palacianos con notable alborozo y, como lo querían llevar en brazos, les preguntó la causa de tan súbita alegría. Le respondieron que la llaga, con el medicamento que se le había aplicado, había consumido todo lo podrido, y aparecía solo la carne, que era sana y buena. Entró el fingido médico y, viendo que era como ellos afirmaban, mandó continuar con el remedio, con lo cual en pocos días cobró entera salud; lo que visto, además de otras honras, pusieron a Pantaleão de Sá en un altar y, venerándolo como divinidad, le pidió el rey que se quedara en su palacio, ofreciéndole la mitad de su reino, y si no, le haría todo lo que pidiera. Rehusó Pantaleão de Sá el ofrecimiento, afirmando que le era preciso volver con los suyos. Y mandando el rey traer gran cuantía de oro y pedrería, lo premió grandemente, mandando juntamente a los suyos que lo acompañaran hasta Mozambique.

Historia trágico-marítima

Подняться наверх