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5. INFLACIÓN DIAGNÓSTICA. Psiquiatría, DSM, Seguros médicos y Big Pharma

¡Si hoy son las multinacionales las que deciden hasta qué se enseña a los futuros médicos en las facultades y qué se publica y expone en los Congresos de Medicina!

Dra. Ghislaine Lânctot

Deseaba contemplar un espacio muy especial para mencionar la advertencia del psiquiatra Allen Frances (NY, 1942) en su necesario libro Saving normal. An insider’s look at the Epidemic of Mental Illness —Titulado ¿Somos todos enfermos mentales? Manifiesto contra los abusos de la psiquiatría en su traducción española— . Allen fue colaborador de los comités de la Asociación Americana de Psiquiatría (APA), que han gestado los sucesivos DSM55 y además ha dirigido una de sus versiones. En un ejercicio de honestidad profesional nos relata los orígenes interesantes del DSM, y cómo esta herramienta empezó a actuar como perverso perjuicio en cuanto de forma paulatina y constante ha ido ampliando absurdamente el umbral de lo patológico consiguiendo que los manuales de diagnóstico tiendan cada vez más a afirmar que ya nadie sea normal.

Los dos primeros DSM pasaron desapercibidos a pesar de su loable intención de modernizar los manuales de Pinel y Kraepelin, este con un inquietante enfoque de apoyo al sistema penal. El DSM III (1980) ya tuvo especial incidencia, así como los sucesivos DSMIV (1994) y el reciente DSM5 (2016). Según reconoce Frances, se ha engañado al público con campañas que convencen de que problemas cotidianos son en realidad trastornos psiquiátricos no reconocidos, bajo «el empuje agresivo y diabólicamente astuto de las empresas farmacéuticas». El autor se lamenta de que el lobby de psiquiatras no ha sido capaz de «contrarrestar la propaganda de la farmacéuticas», y por tanto la desenfrenada publicidad de las mismas provocaron la sucesiva aparición de «epidemias psiquiátricas» justo después de las publicaciones de las últimas versiones DSM.

Efectivamente, una iniciativa para ordenar y clasificar las enfermedades psiquiátricas ha llegado a ser una herramienta perversa, que permite la inflación diagnóstica y promueve una sobremedicación56 innecesaria y perjudicial bajo campañas intensas de marketing dirigidas a médicos y al público. Deberíamos preguntarnos sobre la labor de los visitadores médicos y el comercio de nuestra salud: ¿quién financia algunas investigaciones y ciertos congresos médicos? ¿Por qué no se promueve la educación para la salud en vez de hacernos creer que estamos enfermos para así vendernos la cura que nos enferma de verdad, en forma de fármacos y quimioterapia? ¿Por qué surgen patologías psiquiátricas inexistentes que describen la normalidad, como por ejemplo sentir pena ante un duelo? ¿Por qué se patologiza la vida normal? ¡Incluso los niños preescolares son el gran mercado creciente de los antidepresivos!57 ¿Por qué permitimos que se destruya nuestra salud en vez de promocionarla, sucumbiendo al miedo y al interés lucrativo de las farmacéuticas?

Esta sobrediagnosis es claramente detectable cuando se intenta etiquetar y, peor, medicalizar la normalidad como tener olvidos por estar cansado, o la actividad impetuosa de un niño que antes era enteramente normal cuando la infancia no se doblegaba a larguísimas jornadas escolares y extraescolares, o las características propias de cada período de la vida en su normal desarrollo como la pubertad, el embarazo o la ancianidad. Es la locura de patologizar lo sano, como ya en 2005 nos advertía Jörg Blech58, brillante periodista especializado en medicina y ciencia. Asimismo prudencia y alerta defendida por tantos médicos lúcidos y valientes, como la Dra. Ghislaine Lanctôt59.

Estamos expuestos a esta influencia tan invasiva y debemos ser prudentes, pues los propios médicos que consultamos se debaten en una presión aún mayor. Resulta un ejercicio necesario en las situaciones en las que pretendemos ayuda para preservar la salud de un ser querido y patinamos en la irreflexión, nos ponemos las gafas de la fe ciega en los facultativos —ellos saben— y nos deslizamos en el laisser-faire sobre un asunto tan importante como nuestra propia vida. Cuidado, somos responsables de nuestra salud y este poder no es delegable… ¡¡A no ser que queramos ser definitivamente pacientes al servicio de la industria farmacéutica!!

Si esta precaución es difícil en el contexto de una enfermedad conocida, la situación se torna tremendamente arriesgada cuando estamos ya convencidos de que existe una patología real y que el diagnóstico es errante. En una sesión grupal para familias en el tercer ingreso de mi hija, nos describían las características patológicas de la conducta propia de una persona con anorexia. Un mediodía escuchaba atónita ante la letargia de mis compañeros, y atiné a levantar la mano y pregunté a la doctora si su exposición coincidía con la conducta totalmente normalizada de una persona adolescente. «Sí, de hecho sí», admitió la facultativa ante nuestra sorpresa. ¿Medicar a los adolescentes por su eventual mutismo selectivo, por sus cambios de humor, por su desorden?

En el caso de la llamada anorexia —enfermedad de la que hemos visto no existe unanimidad médica, ni en la determinación de sus causas ni de su tratamiento— entiendo que el primer ejercicio terapéutico se enfoca a contener los síntomas cuando se hacen incompatibles con la vida. De ahí los ingresos y las tristísimas sondas nasogástricas: su labor ha salvado muchas vidas y rindo todo mi agradecimiento a esta actuación médica que ofrece soluciones a un problema real. Se actúa entonces sobre un problema médico, no psiquiátrico, y la medicina tecnocrática sabe resolverlo.

Aun así, mi total desacuerdo con los métodos de encarnizamiento médico que hacen que ciertas intervenciones sean totalmente inadmisibles. Una persona con un diagnóstico de anorexia, ¿necesita estar aislada durante más de medio año en una unidad psiquiátrica de crisis? ¿Tiene que estar una adolescente con una enfermedad enigmática —pero no peligrosa para los demás— encerrada 24h en un habitáculo de pocos metros cuadrados dentro de una unidad de psiquiatría de adultos? ¿Y encerrada bajo llave y sin contacto humano, ni siquiera visual excepto cuando se abre la puerta para suministrarle la bandeja de alimentos? ¿Debe una persona enferma de la llamada anorexia tener estrictamente prohibido salir «a que le toque el aire», y estar obligada a permanecer aislada bajo llave durante el tiempo de encierro que estime su psiquiatra?

«Estar ingresada es lo más parecido a no estar viva», esta afirmación de mi hija a su doctora quedó registrada en su historial médico y así consta en el correspondiente informe de alta hospitalaria.

Está claro que una voluntad contrariada en una situación de enfermedad —«no quiero ingresar ni que me alimenten»— necesita un apoyo médico, lo que provoca que emerjan situaciones totalmente comprensibles de rabia, pesar, tristeza, desesperanza o cansancio, o quizá otras. Por supuesto se reclama una actuación terapéutica. Lo cuestionable es la respuesta profesional en forma de situaciones de aislamiento forzado, de castigos o de contenciones mecánicas —atarles en la cama—: lo que resulta actualmente prohibido en nuestras cárceles, resulta aún vigente en nuestros psiquiátricos. Ante estos tratamientos: ¿quién de nosotros no estaría con los nervios a flor de piel o con un ánimo alterado? El desconsuelo o el desaliento de esos momentos ¿sería un emergente cuadro de depresión o la consecuencia previsible de una auténtica iatrogenia médica, dolosa, actuada con total oposición de la familia? Sería una reflexión general para todos los tratamientos psiquiátricos, aunque retorno al caso que describo: ¿la llamada anorexia produce depresión —síntoma que se le diagnosticó a mi hija meses después de su ingreso— o el tratamiento sobre este diagnóstico genera más problemas a las personas enfermas, entre ellas la sintomatología depresiva?

Refiriéndome a la inflación diagnóstica descrita por Allen, en el largo camino entre hospitales he podido recopilar interesantes diagnósticos accesorios a la propia anorexia, que por supuesto remitían a medicamentos necesarios que con buen criterio algún paciente se niega a recibir. Lo cierto es que el primer ingreso se debió a UN diagnóstico, que debe aparecer en alguna versión del DSM y que otros hospitales identificaron con la paralela clasificación de la OMS, y que en la nomenclatura actual serían pertinentes:

•Anorexia nerviosa o Severa Anorexia Nerviosa

Otros factores diagnósticos se fueron añadiendo paulatinamente e impelían a la administración de fármacos, aunque no trataban la enfermedad real por la que se solicitó ayuda médica. Cuanto más tiempo duraban los internamientos de mi hija, más «enfermedades» se le diagnosticaban. Su informe médico se engrosaba por nuevas patologías que se le iban añadiendo:

•Trastorno depresivo no clasificado bajo otros conceptos (311)

•Trastorno depresivo mayor

•Moderado episodio depresivo

•Trastorno de la conducta

•Trastorno de la conducta alimentaria no especificado

•Problemas interpersonales NCOC (v 62.81)

•Procede terapia psiquiátrica con fármacos (94.25)

•Problemas relativos al grupo primario de apoyo

•Rasgos disfuncionales de personalidad

•Desorden por estrés postraumático

•Desorden de personalidad de tipo narcisista

•Alteración psiquiátrica sin especificar: Trastorno psicótico no especificado.

•(En el mismo informe): No alteraciones de la esfera psicótica.

•(El colmo, totalmente falso): Pielonefritis aguda con ingreso hospitalario

La sensación de falta de rigurosidad iba aumentando. Efectivamente, otro hecho tangible fue que los informes médicos empezaron a indicar tozudamente un episodio previo totalmente inexistente de «pielonefritis aguda con ingreso hospitalario» —nunca mi hija tuvo una pielonefritis, no sucedió ni levemente ni por supuesto existió ningún ingreso—. Siendo esta anotación de su historial médico totalmente falsa, lo advertimos a administración del hospital pero no conseguimos que la enmendaran. Entiendo perfectamente que se cometió un error, lo que me resulta incomprensible es la negación a depurarlo. No lo conseguimos. Así, estamos expuestos a que una máquina decida nuestras enfermedades y en ocasiones podamos ser registrados en el big data por enfermedades, ingresos e intervenciones hospitalarias que han sido totalmente inexistentes, como actualmente consta en el expediente clínico de mi hija. ¿Ello promoverá que algún día nos receten cierta medicación «por los antecedentes de su enfermedad»? Somos muy vulnerables a los abusos, sabemos que quien impera es el historial emitido por un ordenador y el informe médico que aparentemente algún duende manipula.

Además de la anamnesis con datos falsos, resultaba inquietante la aparente necesidad de fármacos para tratar los diagnósticos que iban apareciendo. Según el DSM, «todo parece poder convertirse en un trastorno psiquiátrico, y todo puede también recibir un adecuado tratamiento farmacológico60», y ello resulta suficiente para sustentar la naturalización de la quimioterapia en salud mental. Efectivamente, fue contante la presión para la medicación61 que además era impuesta sin explicaciones, y por tanto fue permanentemente cuestionada por mi hija. En el mismo hospital nos invitaron a participar en el estudio62 «identificación de predictores farmacogenéticos en la respuesta terapéutica a fluoxetina en niños y adolescentes», aludiendo a tres patologías que «en un porcentaje elevado de los casos se debe realizar tratamiento farmacológico». Se trata del trastorno depresivo mayor (TDM), el trastorno obsesivo compulsivo (TOC) y el trastorno por ansiedad generalizada (TAG). Aunque ninguno de estos trastornos coincide con la enfermedad que se diagnostica como anorexia, en ese momento este colectivo también fue invitado a medicalizarse para formar parte del grupo experimental de la investigación y nos entregaron un protocolo. Obviamente, mi hija declinó participar.

Con sorpresa experimentaba cómo la hospitalización de mi hija conducía a que se le refirieran otros trastornos nuevos —primero mentales y después orgánicos— y la necesidad de pastillas. Efectivamente, meses más tarde de su primer ingreso apareció el diagnóstico depresivo. Desde mi vivencia, resulta previsible generar una depresión después de aislamientos de más de medio año de encierro en una unidad psiquiátrica de crisis, resistido en un espacio físico mínimo y bajo continua luz de fluorescente, detrás de puertas de seguridad que solo se abren tras el permanente ruido metálico de manojos de llaves, vegetando siete idénticos días a la semana entre cama y saloncito con un televisor emitiendo permanentemente vídeos musicales de MTV. Estrictamente personas encerradas de forma carcelaria y, si el equipo médico lo decide, sometidas a una contención mecánica en la cama —es decir, se las ata físicamente— además de totalmente aisladas del mundo exterior. Así es: aun con la total oposición de la familia no se les permite hablar con nadie hasta que el médico lo decida. Y si este profesional recibe una propia baja médica, nadie toma la decisión. Así le sucedió a mi hija adolescente, que además sufrió un aislamiento absolutamente abusivo en un box situado dentro de una unidad de psiquiatría de adultos durante todo un período de fiestas navideñas, concretamente la Navidades del 2013. Con este encarnizamiento médico totalmente cruel para la persona enferma y también para su familia, sin respeto y sin ninguna sensibilidad, el hospital se torna un lugar peligroso, lúgubre y muy dañino. Así, con sarcasmo, meses después de sufrir esta calidad de internamiento, mi hija fue diagnosticada de «depresión» por primera vez, y su sintomatología empeoraba a medida que se alargaba su hospitalización.

Diario

Esperando poder entrar en la unidad juvenil os veo desde el filo de la puerta que ha quedado entreabierta unos instantes.

DESDE EL FILO DE LA PUERTA

Silencio después de comer.

Ojos fijos.

Mirada perdida.

Vídeos musicales ya asfixiantes.

Silencio después de comer.

Sentados en el raído sofá,

Una fila de cuerpos mirando fijamente hacia la nada simultánea.

Manos desocupadas.

Silencio después de comer.

Viene el sueño.

Alguien emite un sonido,

casi rompe el vacío.

Nada a hacer.

Ninguna lectura.

Solo paredes sucias y luz artificial.

Jóvenes sonámbulos.

Nada a hacer.

Silencio después de comer.

Durante los años en que se ha desplegado la enfermedad de mi hija, he conocido momentos de extrema fatiga y de extrema desesperanza. Las noticias empeoraban y nos confrontaban con una realidad cada día más difícil. Afortunadamente siempre conseguí fuerzas para continuar un día más, consciente de que estábamos muy solas, se lidiaba un pulso con lo letal y había poco tiempo.

En algún momento apareció un incómodo tema, que bienintencionadamente se silencia por motivos obvios, y se refiere a las personas hospitalizadas que atentan contra su propia vida por lo que parece una existencia insoportable. En una experiencia cercana de suicidio de una compañera ingresada en la misma unidad que mi hija observé un distanciamiento contundente del hospital, reacio a trabajar el tema con lo demás pacientes/familiares o a asumir algún tipo de responsabilidad, aunque sea como entorno en el que ha acontecido el lamentable suceso. Vivimos esta terrible experiencia una tarde de junio, durante uno de los ingresos en un hospital de día. Recibí una llamada para que ese día anticipara la hora de recoger a mi hija, indicándome que esa jornada se cerraría antes la unidad pues «(X) ha decidido quitarse la vida». Así de escuetamente me informaron de que una compañera de ingreso se había precipitado al vacío desde una de las alturas del hospital. Y el suceso se invisibilizó, no se habló nunca nada más, no hubo ninguna gestión de duelo ni de apoyo a los que compartíamos el mismo ingreso. Mi hija sufrió tremendamente, y en casa realizamos un ritual de despedida y de consuelo. En memoria de esta querida persona siempre presente, y de tantas otras que desaparecen sin darnos cuenta, urge interpelarnos, cuestionar la efectividad del paradigma médico —la paciente estaba hospitalizada— y recordarnos que aún hay sufrimientos que matan.

Y recupero las recientes palabras de mi hija, que ya contextualicé en apartados anteriores. Surgen de tanta experiencia y conocimiento, que sus palabras merecen repetirse refiriéndose a lo que llama «un sistema podrido», concretamente respecto la advertencia de los psiquiatras sobre que la anorexia es la enfermedad psiquiátrica con más alta mortalidad: «Lo que no dicen es la segunda parte. La mayoría de muertes son por suicidio, no por peso. ¿Quizá podría estar relacionado en cómo les hacen la vida imposible?».

Efectivamente, en el contexto de inseguridad a que nos someten los hospitales surge la inquietud sobre la posible correlación entre cierto tipo de medicación y el suicidio, especialmente después de observar el deterioro progresivo de personas que han iniciado tratamientos con fármacos psiquiátricos o simplemente después de leer los efectos secundarios que se describen en el mismo prospecto. Por supuesto, me inquieta la posibilidad de que ciertos fallecimientos de personas diagnosticadas de anorexia u otros trastornos psiquiátricos pudieran haber sido detonados como efecto secundario de su propia medicación63. Probablemente existan estudios sobre la autolisis como consecuencia de los propios fármacos recetados por un psiquiatra, igualmente que se publican estadísticas sobre el número de fallecimientos provocados por la medicación no psiquiátrica. Aun así, la inquietud sobre esta posible correlación se alimenta también con la numerosísima bibliografía que nos advierte de la intromisión de la industria farmacéutica, su financiación de investigaciones y congresos, o su publicación de estudios sesgados que ocultan una parte trascendente de los efectos de medicamentos , además de la ya clásica presión sobre los médicos en cuanto a la prescripción de fármacos de dudosa conveniencia —mi madre, enfermera y analista en el Hopital Clínic de Barcelona en la pasada década de los cincuenta, me advertía de la correlación directa entre la presencia de los entonces visitadores médicos y la prescripción inmediata de ciertos medicamentos por parte los médicos del hospital. Se trata de una práctica bien consolidada—. Comparto mi testimonio en este tema escabroso y muy presente, preocupada por la más que cuestionable medicalización de enfermedades que quizá se agravan a causa de fármacos innecesarios. Así como estados anímicos que nos retan a un trabajo personal, que queda desatendido ya que la salud degenera en una enfermedad psiquiátrica atendida por quimioterapia.

Efectivamente, cuando se obligó a mi hija a que tomara drogas sin explicarle su conveniencia ni sus efectos, estas no le favorecieron en nada. Su espíritu inteligente decidió no aceptar más esta imposición y aprendió a engañar a los médicos que le imponían una medicación desconocida que ya le había causado estragos. En las visitas me contaba que tiraba la pastilla que hábilmente había escondido. Aun así, me llegaron a informar de su mejoría desde que se medica, lo que obviamente no contradije. Quizá deberíamos estar atentos a la marca de los bolígrafos que se usan en nuestros hospitales, o a quién financia los estudios sobre la bondad de las prescripciones que los médicos se resisten a justificar al usuario.

Mi testimonio aspira a ser una reflexión al sistema médico que tiene capturadas nuestras voluntades y al que veneramos como nuestra salvación. No necesitamos más enfermedades de las que ya tenemos, ni medicaciones innecesarias que nos perjudican64. Como indica el Dr. José Luis Tizón, el tratamiento debería ser integral.

Los fármacos no son siempre necesarios, lo que es ineludible es el trabajo personal, la intervención médica, el apoyo familiar y las medidas psicosociales que refuercen la red comunitaria, y ello en gran contradicción al modelo biologista extremo que sitúa las medicinas en primer lugar. Nos urge una cultura médica que promueva el bienestar de las personas a través de acompañar la generación de salud y facilitar un entorno que lo facilite, y especialmente se prive de perjudicar. Los hospitales están para cuidarnos y para curarnos, no para enfermarnos. Y la medicina tiene —o tenía— el compromiso de sanar o al menos no provocar más daños.

55. DSM. «Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders», de la Asociación Americana de Psiquiatría (APA), contiene descripciones, síntomas y otros criterios para diagnosticar trastornos mentales. A entender de muchos, la psiquiatría se ha excedido en algunos diagnósticos, y el autor pone de manifesto en su libro la espectacular presión de la industria farmacéutica y la inflación diagnóstica a costa de personas «normales». Según dice, el diagnóstico abusivo y la hipermedicación es ya imparable, con consecuencias catastróficas para las personas y muy satisfactorias para las grandes farmacéuticas.

56. Algunos psiquiatras cuestionan absolutamente la medicación. Giorgio Antonucci (1933-2017. Médico y psicoanalista italiano, referencia de la antipsiquiatría) refería que los psicofármacos o drogas psiquiátricas sirven para sedar, drogar a la persona y para mejorar las condiciones de vida de quienes tienen que ocuparse del paciente. Giorgio Antonucci. Il pregiudizio psichiatrico. Ed. Elèuthera, 1989.

57. Articulo en la Biblioteca Nacional Americana de Medicina, que advierte de la creciente prevalencia de antidepresivos en niños a partir de 2 años, y hasta los 19. US National Library of Medicine. National Institute of Health. Zito JM1, Safer DJ, DosReis S, Gardner JF, Soeken K, Boles M, Lynch F. Pediatrics. 2002 May;109(5):721-7. «Rising prevalence of antidepressants among US youths».

58. Jörg Blech. Los inventores de enfermedades. Cómo nos convierten en pacientes. Ed. Destino, 2005.

59. Ghislaine Lanctôt. La Mafia Médica. Ed. Vesica Piscis, 2002. Reed, 2010.

60. Fundación de Ciencias de la Salud. Conflictos éticos en Psiquiatría y Psicoterapia. Guías de ética en la práctica médica. 2014.

61. Existe numerosa bibliografía que alerta sobre el poder de la industria farmacéutica sobre las decisiones de los psiquiatras. Uno de los autores, Peter Gotszche (Copenhagen, 1949. Biólogo, médico e investigador en medicina) crítica la psiquiatria biocomercial, señalando errores de diseño de los estudios sobre antidepresivos, estimuladores del ánimo y otros, y su empleo en personas diagnosticadas de distintos trastornos mentales. Indica que se intenta demostrar su eficacia a corto plazo, y que intencionadamente no contemplan sus efectos dañinos ni siquiera justifican una mejora a largo plazo. Gotszhe. Psicofármacos que matan y denegación organizada. Ed. Los libros del Lince, 2016. También John Virapen, en Side effects: Death. Confessions of a pharma insider, advierte del interés de industria farmacéutica en convencer sobre el uso de ciertos antidepresivos, así como tantos otras fuentes fácilmente consultables. «El periodista científico Robert Whitaker ha demostrado que, en todos los países donde se ha examinado esta relación, la cantidad de personas en pensiones de invalidez debido a problemas de salud mental ha aumentado al mismo tiempo que ha aumentado el uso de drogas psiquiátricas . El psiquiatra Peter Breggin ha demostrado que es probable que todas las drogas psiquiátricas puedan causar discapacidad cerebral de larga duración , lo que puede explicar por qué el uso de estos medicamentos dificulta a las personas llevar una vida normal.» http://www.sanidadpublicaasturias.org/por-que-estamos-estableciendo-un-instituto-para-la-libertad-cientifica/

62. «La gente ignora que los médicos tienen un gran desconocimiento sobre muchos fármacos, pues se limita a menudo a la información facilitada por las farmacéuticas. E ignora también que puede que el médico tenga motivaciones personales a la hora de elegir qué fármaco receta, y que muchos de los delitos cometidos por las farmacéuticas han sido posibles gracias a la colaboración de los médicos. ( ) Debería prohibirse que médicos que han recibido pagos u otro tipo de favores por parte de la industria pertenezcan a paneles de expertos para la elaboración de guías clínicas o la aprobación de medicamentos.» Peter Gotszche. “La industria farmacéutica les miente a los médicos”. https://kaosenlared.net/peter-gotzsche-la-industria-farmaceutica-les-miente-a-los-medicos/

63. El Centro Cochrane y la Universidad de Copenhagen publican advertencias sobre «Antidepressants double the occurrence of events in adult healthy volunteers that can lead to suicide and violence. We consider it likely that antidepressants increase suicides at all ages».

64. El Dr. Jorge Luis Tizón —psiquiatra, psicológo, neurológo— nos advierte de la diferencia entre la industria farmacéutica y la Big Pharma. Video-entrevista en TV3 Cataluña 05/03/2015 - “Retrats”. Jorge Luis Tizón: “Empastillats”: http://www.ccma.cat/tv3/alacarta/retrats/jorge-l-tizon-empastillats/video/5477271/. Entrevista comentada, en español, en https://nuevapsiquiatria.es/?p=686. Entrevista al Dr. Jorge Luis Tizón, con contenido similar: https://www.cuerpomente.com/entrevistas/jorge-l-tizon-tdah_1320

Anorexia y psiquiatría: que muera el monstruo, no tú

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