Читать книгу Ensayos maquínicos - Bily López - Страница 12

La cercana superficie de la Luna CARMEN ROS

Оглавление

¿Describir un rascacielos desde una perspectiva que desautomatice lo automatizado a fuerza de tanto verlo, desviándose de las convenciones estéticas para presentar lo conocido como si fuera algo nuevo y único?

Quién tuviera la pluma de Víctor Hugo, que estaba cargada con tinta compuesta de observación, imaginación e intuición, requisitos para un artista según él mismo postuló en ese texto —monumento faraónico al género ensayístico, porque es un ensayo de los grandes, de los señeros, por su profundidad y estatura estilística— Prefacio a mi obra y post-data de mi vida. Quién pudiera pedir prestada la pluma del autor de Los miserables, quien eligió, en su novela Nuestra Señora de París, un rascacielos del siglo XV, el edificio más alto de la ciudad, y lo presenta no visto de abajo hacia arriba, sin mencionar rasgo alguno del edificio, ni siquiera la cúspide de una de sus torres, sino que provoca la sensación de altura y gloria describiendo el París abajo, el que, «desde lo alto de las torres de Nuestra Señora, veían los cuervos que ahí moraban, en 1482» y le concede a esta operación descriptiva, casi nada, un capítulo completo: «París a vista de pájaro».

Y entonces, como uno de los cuervos, el lector mira, desde la lejanía de las alturas, la Universidad, los palacios, el Louvre, el ábside emplomado de la Capilla, el Ayuntamiento, los campanarios de veintiún iglesias, las cuatro torres de París, tejadillos puntiagudos, torrecillas colgadas y chimeneas. Y el ojo del cuervo en el ojo del lector ahora ve —porque el ave afina la mirada, aguza la pupila— techumbres variadas y graciosas, los mercados, conventos y monasterios, los puentes, las calles, las plazoletas y el cementerio —envueltos todos por racimos de casas y buhardillas amontonadas— atrapados en la espesura y el entrevero de calles sombrías y estrechas. Y desde las encumbradas torres, el cuervo, ojo rapaz, alcanza a apreciar, a lo lejísimos, el Sena, oculto bajo las casas, sin malecón, con sus mil tiendas, los tejados mugrientos de la corte de los milagros, el tránsito y flujo de estudiantes, frailes, artesanos, señoras con sus doncellas; y ese ojo afilado tiene oído porque escucha el murmullo de medio millón de habitantes, el eco distante del chillar de las lavanderas, el repiqueteo de las herramientas de los artesanos y, luego, todos los rumores silenciados por un tumultuoso doblar de campanas, sus «diez mil voces de bronce, flautas de trescientos pies de altura», «sinfonía comparable al ruido de la tempestad». Y todo esto percibían los cuervos junto a las gárgolas de la Catedral.

¿Cómo y cuál rascacielos describir si el puño y la letra son los míos? He de arriesgarme. Subo la escalinata de peldaños estrechos y altos, pavimentados de piedras irregulares, son 238, pero dicen que eran más. El sol cae sobre la construcción con la fuerza de un diluvio, y yo, perseverante y paciente, sigo ascendiendo, el bloqueador solar habrá de ayudarme, me digo mientras jadeo, sin levantar la vista que mantengo asida, como manos, a los escalones. El sudor tiene cristales que punzan en la nuca y la frente. Tomo asiento en un angosto peldaño que, junto a la accidentada geometría de las piedras, no concede reposo más allá de medio minuto. Treinta segundos para ver la Calzada de los Muertos cubierta de grava ocre bajo el firmamento azul Tiziano. Mal de ojo el que arroja el sol con su fuego transparente. Urgencia de líquido. Bebo agua de la botella que me he provisto. Me pongo de pie y giro para reanudar la marcha. Un mareo que, en este caso, es mal de montaña, me empuja hacia atrás primero y luego adelante. Una fuerza desconocida, que viene de no sé dónde, le impone equilibrio a mi cuerpo y a mi cerebro. ¡Quietos los dos, es una orden!, y obedecen. Reanudo la escalada, alpinismo urbano, sin mirar otra cosa que no sea los escalones de este rascacielos mesoamericano, levantado sobre un montículo de tierra y cuatro recubrimientos de lava petrificada. Los muros, algunas piedras recortadas y otras, tal como nacieron. Los colores abrasados por la luz solar: negro arenoso, café canela, rojo óxido. La cuenta de los peldaños me produce hipnosis y pierdo el número de la cantidad que he subido. Me detengo sin erguirme. Los ojos sujetos al empedrado. La mirada, pasamanos, cinturón de seguridad. Hago un esfuerzo y vuelvo el rostro hacia la cumbre de la pirámide. Estoy cerca. Acá arriba el aire es otro, más denso, más corpóreo. Pongo un pie sobre la cúspide, luego el otro. Un silencio con una textura que sobrecoge, he oído decir que así se escucha cuando Quetzalcóatl contempla. Quisiera los ojos de los cuervos de Nuestra Señora de París, aunque, tengo la plena seguridad, ellos, en su Catedral, no experimentaron la sensación de poder que entra al cuerpo de quien sube a esta cima. Aquí se alcanza la cercana superficie de la Luna.

Ensayos maquínicos

Подняться наверх