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Piel de cristal, nervadura de acero ALEJANDRA RIVERA
ОглавлениеAlas de mi clase nos fastidia el escándalo, sin embargo, en incontables ocasiones hemos sido motivo de fuertes disputas entre civilizaciones que nos han utilizado como símbolos de poderío, de riqueza o de superioridad. Así ha sido la historia de nosotras, las torres, y, cada tanto, esa historia se repite. Desde míticos tiempos, los pueblos humanos han edificado construcciones que pretenden conectar a lo alto del cielo con lo profundo de la tierra, pero cada vez que se ha creído conquistar una cima jamás alcanzada, invariablemente, ha ocurrido una debacle antecedida por la caída de alguna imponente construcción que representaba a un imperio. Así se derrumbó Babel, así cayó Rodas, también Olimpia, y Alejandría. Sobre sus ruinas, las civilizaciones más venturosas se refundaron, mientras que otras —las menos afortunadas— quedaron mermadas, fueron aniquiladas o desterradas al olvido. Nunca es fácil saber cuál torre será abatida, ni tampoco es sencillo adivinar el futuro de las que nos mantenemos en pie, pero ha de resaltarse que pocas entre nosotras somos portadoras de un linaje capaz de persistir a la catástrofe. Dentro de esas pocas me encuentro yo, que provengo de una estirpe imperecedera.
Fui forjada a mediados del siglo xx como un rascacielos, emblema de la modernidad que, pujante, le hacía promesas a un joven México. Toda mi estructura fue diseñada para soportar las sacudidas telúricas de esta metrópoli, y de la impecable hechura de mi sistema nervioso se ha dado testimonio durante los últimos sesenta años. Pero lo más importante de mí no está en mi piel de cristal y aluminio, ni en mi esqueleto forjado en concreto y acero; mi verdadera supremacía se halla en mis fundamentos. Ahí, en lo más profundo de mi cimentación, por debajo de mis tres sótanos, se encuentran las piedras angulares de México Tenochtitlán. Sangre imperial corre por mis venas, la misma sangre que bañó al Templo Mayor, ese santuario en el que aún habitan deidades pretéritas y elementales. Me he ganado a pulso mi lugar en la Ciudad de los Palacios. El Edificio de Correos y el Palacio de Minería me saludan cada mañana con el espléndido garbo de la cantera chiluca. Soy confidente del Palacio de Bellas Artes; cada tarde, ambos gustamos de lucir nuestras mejores galas con el fulgor del ocaso. De mi buena cuna puede dar cuenta la Casa de los Azulejos, la misma que ha recibido en sus entrañas por igual a hidalgos y a obreros, y todas las noches me encomiendo al cuidado del Convento de San Francisco y de la Iglesia de San Felipe de Jesús; sus atrios y cúpulas se erigen tan cerca de mí que, incluso en mi grandeza, me hacen sentir cobijada.
Aquí, soportada por la misma piedra que alguna vez sostuvo al tunal, permanezco altiva y soberbia. Soy un colosal barco que flota sobre la tierra lacustre que vio nacer a esta civilización. Si mientras permanezca el mundo permanecerá la fama y la gloria de México Tenochtitlán, sépase también que si cae la Torre Latinoamericana, se destruye la Ciudad.