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Presentación CARMEN ROS

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En una de las primeras sesiones de este seminario, atravesado —entre otros—por el concepto de rizoma, después de escuchar la intervención de Bily López así como de apreciar sus dibujos y gráficas en el pizarrón, para hacer más clara una lectura de Deleuze,1 brotó una propuesta: representar, mediante la escritura, un rascacielos, buscando una línea de fuga y, desde luego, una perspectiva que, siguiendo las reflexiones de Genette,2 pide elegir desde dónde ha de mirarse y restringir la información de la que se quiere dar cuenta; es decir, determinar un punto de vista.

En cuanto a lo último, cabe una observación que Luz Aurora Pimentel sostiene: todo punto de vista está constituido por un conjunto de siete planos: espacio-temporal, cognitivo, afectivo, perceptual, ideológico, ético y estilístico.3 Sí, quien mira y cuenta tiene una relación de tiempo y espacio con el mundo narrado, un modo de conocerlo, establece un vínculo de carácter emocional (desprecio, ternura, ironía, admiración, etcétera), una manera de percibirlo, una actitud ética e ideológica y, por último, también un estilo en cuanto a técnicas de exposición: giros del lenguaje y figuras retóricas.

¿Y la línea de fuga? Esta expresión deleuziana me condujo, inevitablemente, a recordar que la escritura literaria vale por cuanto se atreve a fugarse de las convenciones, a salirse, aunque sea así de poquito, por una línea tangencial —o curva— del horizonte de expectativas de quien lee. En palabras de los formalistas rusos, que, no por haber hecho reflexiones hace cien años, éstas han dejado de tener vigencia y herencia: crear formas literarias que desautomaticen lo que la percepción, a fuerza de ver, de costumbre, ha automatizado haciéndolo, de tan familiar, inadvertible.4 En otras palabras, decir, como Rubén Bonifaz Nuño, De otro modo lo mismo. Sí, y otro poco más: desviarse de la norma, en palabras de la escuela estilística.

Línea de fuga, puerta que se abre para mostrar que la literatura rebasa la experiencia vivida o posible. Gregorio Samsa y Jacques el fatalista han dado evidencias de ello. El ejercicio literario da cuenta del devenir humano y —aquí viene la precisión deleuziana— ese devenir no se ciñe únicamente a alcanzar una forma artística de carácter mimético, sino que se expande hasta dar con una zona de vecindad para iluminar lo indiscernible: aquello que el discurso dominante, en la escritura literaria, haya invisibilizado. Línea de fuga, devenir, conceptos que evocan el bajtiniano dialogismo.

Del número infinito de ejemplos que pueden ilustrar lo anterior, hecho mano de dos: Rousseau, en sus Confesiones, se fugó, por una línea curva, del horizonte de expectativas, al escribir su autobiografía, abriendo las ventanas de su intimidad y de los accidentes de su vida interior. Para la estética clasicista y neoclasicista, discurso hegemónico de los siglos XVII y XVIII, era inadmisible que un autor exhibiera su vida, pues constituía un atentado a uno de los principios fundamentales de ese discurso: el buen gusto, que, en ese caso, consistía en apegarse a la estética de la Antigüedad. Rousseau, fugándose, entró a un umbral poco abordado en ese entonces por la literatura: el ámbito de la exploración de la subjetividad, y devino en ella, admitiendo, en su discurso sobre el mundo exterior a sí mismo, el lenguaje de su propia intimidad.

En México, Luis Zapata, en su novela El vampiro de la colonia Roma, presentó el mundo de un joven homosexual, en una década en que el discurso gay era invisible. Zapata se desvió de la norma, retirándose a una zona intersticial entre un horizonte de expectativas sexistas y el de ese otro que había sido excluido del discurso.

Los textos que a continuación se presentan fueron escritos con una incitación: buscar una línea de fuga que, desviándose de la norma, desautomatizara la representación de un rascacielos y, por si fuera poco, dar con un intersticio que alumbrase, aunque fuera débilmente, una desconocida zona de vecindad. No hace falta decir que todo ello implicaría establecer una perspectiva y determinar un punto de vista.

En pocos de los textos aparece una descripción detallada de los rascacielos, más bien estas construcciones arquitectónicas se traducen en experiencias que impactan en el cuerpo y en el ánimo, zona de vecindad frente a los valores de la arquitectura. Aquí, en la acción de describir un edificio, el mirar humano deviene en el observar y otear de aves; en la experiencia, no de mirar, sino de devenir en cemento, vidrios, travesaños, cúpulas. En las páginas siguientes, la descripción de un rascacielos se fuga en el rechazo a subirse a uno de esos edificios y, en cambio, preferir, como experiencia aérea, la altura del vuelo de un papalote; en devenir en el viaje, dentro de un elevador, hacia la cúspide de los celos. Aquí, ver un rascacielos desautomatiza la percepción que en general se tiene, más o menos común y familiar: no es escenografía, sino vivencia.

Las perspectivas, casi todas, coinciden en que la información elegida no da cuenta de una mirada de abajo hacia lo alto, no hay sensación de lejanía con respecto a la cima ni de frágil pequeñez o insignificancia ante la altura; por el contrario, la visión se presenta, en más de una ocasión, desde las atalayas mismas o desde otras posiciones, a la misma altura, con franca horizontalidad. Los puntos de vista con sus respectivos planos son, naturalmente, diversos. Sin embargo, casi todos convergen en que el aspecto espacio-temporal, con relación a los edificios, es estrecho, inmediato: el aquí y el ahora.

Estas descripciones expresan una diversidad de vivencias de lo aéreo: desconsuelo ante un paisaje urbano tan confuso y estridente como desolador; nostalgia en un zureo de palomas; arrebato y precipitación hacia el cuerpo propio; barahúnda íntima en un ascensor; orgullo por el linaje y la estirpe; transformación del agotamiento en fervor y éxtasis. Textos que constituyen rizomas entre los muchos en que devino el seminario.

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