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Elevador GONZALO CHÁVEZ

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¿De qué color viste la infidelidad? Hoy, al entrar al ascensor, me hice la pregunta. Al cerrarse las puertas de un elevador cualquiera, de un edificio cualquiera —bueno, ni tanto, pues aquí tuve la segunda cita con mi actual pareja, antes de estacionarnos en un hotel, ahora sí, cualquiera—, el tiempo abandona su normal discurrir. Todo pasó en un segundo con más de mil milésimas de segundo.

Un señor de gorra verde pide a la joven de singular cadera le alcance a pulsar el botón del piso catorce. Ella presiona el catorce a la vez que el nueve; mientras, una mujer, que supongo es mi mujer, sube acompañada y cariñosa de un atildado hombre. En ese largo segundo, el hombre detrás de mí pide el piso tercero, pobre, tan bien que le haría subir esos tres pisos. Seguimos en el mismo segundo, pues la puerta aún no acaba de cerrarse. La señora de mi costado izquierdo pide el piso quinto, no, perdón, el sexto, error de cálculo. Y mi segundo por fin está en el final. Yo, claro, pido el piso quince, el último, el más famoso por su café y su vista de la ciudad que nunca duerme. Se cierran las puertas.

A mí siempre me han dicho que no puedo afirmar nada más allá de mi experiencia, así que no lo hago. Mi mujer y el hombre en turno tomarán algunos tragos de un vino más o menos corriente que, sin embargo, a las alturas valdrá como si fuera fino. Después, una plática igual de fina que el vino. Me da permiso, me dice el señor holgazán al llegar a su piso, y lo primero que hago es no dárselo, no lo merece. Me empuja y se baja. Primer enfrentamiento, quizá sólo es el simulacro de lo que se espera del porvenir.

Mi mujer siempre le ha tenido pavor a los elevadores, así que llegar al piso número quince es un acto de valentía. Pienso en dirigirme a la joven y decirle que apriete todos y cada uno de los botones, hasta el fondo, para así suspender el tiempo. Pero no lo hago. Después del altercado con el holgazán, advierto que el lapso de tiempo para que se abran las puertas es un tiempo diferente, es más lento, se prolonga casi a mi necesidad. Espero.

Quinto piso —desde hace cuatro, las más de mil milésimas hacen de las suyas—, la puerta se abre y no baja nadie. Quizá para los demás son segundos perdidos, gracias al error de la señora. Para mí es tiempo ganado. Miro fuera, lo más que puedo. De inmediato, sexto piso, la mujer un poco apenada baja de prisa. Los pisos ascienden cada vez más y más rápido, la tensión de mirarla es cada vez más impaciente. El hombre de gorra verde externa su inquietud por no llegar tarde a un lugar etcétera.

Por fin, piso nueve. Para este momento, mis ansias se conforman con mirar al atildado hombre en turno, claro, con la esperanza de que sea un hombre en turno de otra mujer, o de otro hombre, qué más da…

El hombre de la gorra verde —aunque, viéndola bien, no es tan verde, sino azul— no deja de reprocharle al elevador su inconciencia del tiempo. Pobre, no entiende que el elevador ahora es dueño del tiempo, del espacio y de nuestras pasiones. Vuelvo a recrear las escenas que sucederán después del vino. Bajar del edificio por las escaleras, jugueteos entre escalón y descanso, entre piso y escalera. Los recuerdos se me agotan, quizá por falta de palabras. De nuevo, me distrae la gorra del hombre que se ha convertido en pura ansiedad, pues me hace rectificar y volver a mi tesis anterior, la gorra no es azul, sino verde.

Me pregunto si el tiempo del elevador y el de la escalera son el mismo o pertenecen a universos separados. Entre piso y piso pasan por mi cabeza mínimo doce formas distintas de los besos entre el hombre en turno y mi mujer. Afuera, en el universo de la escalera, quizá sólo se hayan procurado uno de tantos guiños, aunque si pensamos en todos los que pueden darse en un solo escalón, sin nombrar descansos, el número se hace infinito. Las escaleras son el recinto perfecto para concluir los filtreos del vino. Si regresan un piso, no sólo ascienden, sino que recuperan el tiempo y otro infinito número de guiños, y así sucesivamente.

Piso catorce. Ya no miro. ¿Cuál es mi miedo?, ¿mirarlos y saber que la sonrisa de aquella segunda cita ahora le pertenece al hombre en turno?, ¿no mirarlos de vuelta y saber que se perdieron en algún infinito de los tantos escalones? Decido presionar el botón que me traerá de nuevo a la tierra donde el tiempo y mi mujer son aún una certeza. Sin embargo, es demasiado tarde, el botón del piso quince sigue encendido. El tiempo de las puertas abiertas amenaza con mostrar demasiado. Mi esperanza es que mi mujer voltee, y me reivindique como su pareja. No ocurre. El botón del quince indica tercamente que estamos por llegar. Mis dedos insisten en volver. Las puertas se abren a su propio tiempo, con sus prolongados segundos.

Afuera, en el otro tiempo, el hombre en turno, y con él, la mujer en turno.

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