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SEPTIMA PARTE
MARUJITA QUIROS (CONTINUACIÓN)
III
Alvarez después de la revolución

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Al triunfar la revolución de septiembre de 1868, Alvarez vino a España, entrando por Cataluña con algunos generales emigrados. En Barcelona se reunió con Prim, que hacía su viaje insurreccional por las costas del Mediterráneo, y entró en Madrid formando parte del Estado Mayor del célebre general, que fué acogido en la capital de España con la ovación más delirante que se recuerda.

Alvarez no olvidó a su asistente, quien a los pocos días entró también en Madrid, completamente convertido, pues a pesar de su sencillez, no dejaba de darse alguna importancia en vista de las atenciones recibidas en el camino.

Había desembarcado en Málaga con otros deportados políticos, y desde allí hasta la corte su viaje había sido una serie de ovaciones tributadas por el pueblo a los que se habían sacrificado por su libertad. Perico quería seguir siendo para su amo un fiel asistente, pero para los demás aspiraba a honores de personaje, y muchas noches, mientras Alvarez estaba ausente, iba él a alguno de los clubs populares que entonces comenzaban a formarse y recibía allí de los oradores los elogios destinados a los mártires, conmoviéndose hasta el punto de derramar lágrimas.

Uno de los más fervientes deseos de Alvarez era encontrar a don Pedro Corrales, aquel inesperado y extraño protector que le había salvado la vida. Fué a la calle de San Agustín, y nadie, en aquella vieja casa, pudo contestar a sus preguntas. El policía y su moza no vivían ya allí; la vieja prestamista aun ocupaba el primer piso, pero en las conferencias que a través del ventanillo de su puerta sostuvo con el militar, no le dió noticia alguna.

Don Pedro se había trasladado hacía más de un año, no se sabe dónde. A esto quedaban reducidas todas las noticias.

Buscó Alvarez por todos lados, ganoso de encontrar a su protector, pero sus gestiones fueron inútiles. Su cajón de memorialista no existía ya.

El agitado océano de Madrid se había tragado a aquel náufrago social que con tanta dignidad y santa sencillez sabía mantenerse en su infortunio.

¿Había muerto víctima de la miseria? ¿Había cambiado su fortuna en aquellos dos años? ¿Había encontrado al fin el valor que le faltaba para reunirse con su Ramona?

Alvarez no supo nunca nada de aquel hombre, cuyo recuerdo quedó fijo por siempre en su memoria.

Su encuentro con aquel viejo había sido de esos que ocurren en la vida, y que, a pesar de pasar fugaces, impresionan más que las amistades eternas.

El memorialista era, para la vida de Alvarez, un elemento necesario. Le había encontrado en el momento preciso, y después el destino le hizo desaparecer. Los dos habían sido como los buques que se encuentran en los desiertos mares; se prestan auxilio, se exponen al peligro el uno por el otro, y después se alejan con igual indiferencia para no encontrarse jamás.

Alvarez sólo fué ascendido a comandante, mientras que oficiales que habían permanecido en España, no atreviéndose a desenvainar nunca la espada por la revolución, saltaban ayudados por el favor, y de un solo golpe, dos o tres empleos.

Había en el infatigable conspirador, en el héroe del 22 de junio, algo que le hacía poco simpático a los ojos de aquella brillante pléyade militar que se reunía en los salones del ministerio de la Guerra, donde Prim daba audiencia a sus cortesanos de espada.

El comandante Alvarez era republicano, y a tal punto llevaba su fe política entre todos aquellos soldados de fortuna, que eran partidarios de la revolución porque a la sombra de ésta se alcanzaban entorchados, que no vacilaba en manifestar su pensamiento ante el mismo Prim, que tan justa fama tenía de poco sufrido.

Las manifestaciones monárquicas que había hecho el general al desembarcar en Barcelona, le habían descorazonado. ¡Adiós, ídolo! Prim, que hasta entonces había sido para él un ser sobrenatural, un patriota sin precedentes en la historia de España, convertíase ahora, ante sus ojos, en un político doctrinario incapaz de romper los moldes forjados por sus antecesores, y ansioso únicamente de ser la espada protectora, el factótum de una monarquía con ciertos visos de democracia.

Alvarez no vaciló en decir al marqués de los Castillejos la opinión que le merecía, y de aquí que las recompensas revolucionarias fuesen tan parcas para él, como exorbitantes para otros.

Prim apreciaba mucho a su antiguo agente; sabía de lo que era capaz y tenía interés en conservarlo a su lado, por lo que intentó atraerlo a sus planes políticos favorables a una monarquía democrática. Prometióle el mando de un regimiento y el fajín para de allí a poco tiempo, si se declaraba adicto a la monarquía que soñaba fundar, pero todas sus seducciones se estrellaron contra el austero republicanismo del comandante.

El había trabajado por la revolución y expuesto mil veces su vida en la creencia de que aquélla era para arrojar por siempre los reyes de España; con esta idea había militado a las órdenes de Prim, pero ahora que éste se decidía en favor de la institución monárquica, él le abandonaba, y aunque la disciplina militar obligábale a ser fiel al gobierno provisional su corazón estaba de parte de la República federativa, de aquella República que Pi y Margall, Castelar, Orense, Garrido y otros iban predicando por todas las provincias de España.

Entre el progresismo triunfante que le ofrecía todos los honores y grandezas de la victoria, y el evangelio republicano que comenzaba a conquistar el corazón de las masas humildes y necesitadas, estaba con el último, así como unos cuantos meses antes estaba por los derechos del pueblo, contra la tiranía de los Borbones.

Alvarez rompió abiertamente con Prim.

– Ese chico es un loco – decía el general en su tertulia – . Siento que se aleje, porque es un buen amigo. Veremos qué le dan esos republicanos, a cambio del sacrificio que hace alejándose de mí.

Alvarez quedó en Madrid, aunque sin incorporarse a Cuerpo alguno.

Libre de aquellas ocupaciones políticas que tanto tiempo le habían absorbido, dedicóse a cumplir un deseo que hacía tiempo le agitaba.

En la emigración había sabido la muerte de Enriqueta. Leía los periódicos españoles, y especialmente de Madrid, para estar al tanto de los acontecimientos políticos ocurridos en su patria, y muchas veces tropezaron sus ojos con el nombre de la baronesa de Carrillo, eterna presidenta de cuantas cofradías celebraban fiestas religiosas u organizaban cuestaciones caritativas. A pesar del odio que profesaba a doña Fernanda, alegrábase cada vez que encontraba su nombre, pues esto parecíale que le aproximaba a la mujer amada.

Quiso enterarse varias veces de la suerte de Enriqueta y de su viudez, en la que tanta participación había tenido Perico; y aunque pensó en escribirle, nunca llegó a atreverse.

Por un periodista que fué a Amberes, donde él se encontraba con Prim, supo que Enriqueta se hallaba enferma, pero no llegó a persuadirse de la verdad de esta noticia, pues el que la daba hablábale con el tono vago e indeciso del que no se entera de cosas que le son indiferentes.

Un día, leyendo en el café de Madrid, en pleno boulevard Montmartre, un número de La Epoca, encontróse con una esquela mortuoria que le hizo palidecer. Era la de Enriqueta. En un suelto de regulares dimensiones que el cronista del mundo elegante dedicaba a la finada, leyó que ésta había sufrido una larga enfermedad que la tenía privada de conocimiento a consecuencia de la sorpresa que experimentó el 22 de junio al ver a su querido esposo muerto a las puertas de su casa. El revistero aristocrático aprovechaba la ocasión para anatematizar a los feroces revolucionarios y hacer la apología de la reina y de la nobleza de sangre. A Alvarez le hizo aquello mucho daño. Ignoraba la verdadera causa de aquella enfermedad de Enriqueta; no sabía que ésta le creía fusilado, y al leer lo que el revistero decía sobre el inmenso cariño que la señora de Quirós había profesado a su esposo, pasión que se acrecentó después de la muerte, experimentó terribles celos y se dijo con ferocidad de amante ofendido, como si la infeliz viviera:

– ¡Fíese usted de las mujeres! ¡Tanto como parecía quererme, y ahora resulta que muere enamorada del pillete de su marido!..

La imagen de Enriqueta ya no ocupó desde aquel día el lugar preferente en la memoria de Alvarez; pero cuando éste se vió en Madrid después de triunfar la revolución, uno de sus más vehementes deseos fué el ver a su hija, a la pequeña María, que sólo había contemplado furtivamente en aquellas tardes que Enriqueta, esposa ya de Quirós, acudía a sus inocentes citas.

El comandante volvió a rondar como en otros tiempos el palacio de Baselga, pero ahora con más aplomo y convencido de su derecho.

No iba en busca de amores; era un padre que quería ver a su hija.

Entonces fué cuando la baronesa de Carrillo le vió un día desde un balcón, y si la devota señora experimentó gran susto al creerle un aparecido, no fué menor la alarma que sintió cuando llegó a convencerse de que era un hombre de carne y hueso, o más bien dicho, que era aquel mismo pillete republicano que tantos disgustos le había proporcionado y que tan antipático le resultaba siempre.

La baronesa, con su fino olfato de beata, adivinó inmediatamente lo que significaban aquellos paseos del militar.

¡Oh! ¡No cabía dudarlo! Alvarez era el verdadero padre de Marujita, y, sin duda, sentía el deseo de verla y estrecharla entre sus brazos.

¡Y pensar que aquel miserable había mezclado su sangre plebeya con la de una familia tan aristocrática!

Pero a la baronesa no le duró mucho tiempo la indignación que le producían tales consideraciones.

Pensó en su situación actual, en la revolución que tanto horror le causaba, y en que aquel hombre odiado era de los victoriosos y debía disponer de las masas que aterrorizaban a la baronesa, con su aspecto poco distinguido.

¿Si proyectaría robarle la niña?

Había que ser prudente y no hacer, como en pasadas épocas, demostraciones de desprecio a aquel ogro que la maldita revolución ponía nuevamente ante ella.

La araña negra, t. 7

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