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SEPTIMA PARTE
MARUJITA QUIROS (CONTINUACIÓN)
V
La resolución de la baronesa

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La baronesa, cada vez más arrepentida de haber excitado con su altivez la cólera del comandante Alvarez, buscaba el medio de librarse de los peligros que sospechaba próximos.

El revolucionario se vengaría de ella; esto era indudable para la baronesa.

Al principio pensó en avistarse con Serrano, aquel amigo Paco, que era para ella el ángel de salvación en la tormenta revolucionaria que forzosamente atravesaba; impetraría su auxilio, pidiéndole que el Gobernador de Madrid cuidase de vigilar a Alvarez para evitar que robase a la niña.

Pero pronto se convenció de que esto era imposible. A un hombre como Alvarez, que tantos servicios había prestado a la revolución y que era amigo de Prim, resultaba imposible hacerle vigilar en aquella situación, y menos aún que la autoridad intentase contra él una arbitrariedad.

Nada podía hacer su generoso amigo para salvarla de la venganza de Alvarez. Si éste le arrebataba la niña, entonces todo lo más que la autoridad podía hacer en su obsequio sería cumplir la ley, saliendo en persecución del raptor, que, públicamente, no tenía derecho alguno sobre la que realmente era su hija.

A doña Fernanda no le cabía duda alguna de que el militar procuraría arrebatarle la niña, aunque fuese a viva fuerza, y al mismo tiempo estaba convencida de que para nada podían servirle sus valiosas relaciones. ¡Oh! ¡Si aquello le hubiese sucedido antes de la revolución! ¡Si algunos meses antes, aquel mismo Alvarez hubiese osado insultarla, amenazándola con su venganza! Entonces le hubiese bastado una visita al Ministerio, tal vez una simple tarjeta, para que al momento, y sin alegar motivo alguno, hubiese sido arrestado el hombre que la estorbaba y conducido después a Chafarinas o Fernando Póo, en las famosas cuerdas.

¡Qué tiempos tan villanos aquéllos de la revolución! Una persona distinguida quedaba al nivel de las de más baja estofa y de nada le servían las relaciones que antes le daban omnipotencia.

Convencida la baronesa de que le era imposible luchar con aquel hombre, que tanto había despreciado, y que ahora la odiaba por recientes ultrajes, buscó un medio de salir del atolladero.

Ella no se dejaba arrebatar la niña. Antes al contrario, parecía que la quería más desde que el descamisado pretendía aparecer como su padre y participar de su cariño.

La baronesa, sola en aquella casa, que tantos recuerdos de familia tenía para ella, sin otros acompañantes que la servidumbre, alejados sus queridos consejeros, los padres jesuítas, y separada de su Ricardo, aquel futuro santo que la enorgullecía como la honra de su familia, sentía imperiosamente la necesidad de amar. Su carácter, seco y áspero en la juventud, habíase modificado con la edad, como esas piedras bastas y angulosas que el tiempo va puliendo hasta darlas una fina tersura, y ahora, teniendo en sus brazos aquella niña de hermosa cabecita, y escuchando su seductora charla infantil, sentíase arrastrada por arrebatos desconocidos y por nuevas emociones, que la hacían presentir los goces de la maternidad.

Pasó una noche terrible, agitándose nerviosamente en su lecho cada vez que pensaba en la posibilidad de que su Marujita le fuese arrebatada, y a la mañana siguiente había ya adoptado una resolución.

Saldría aquel mismo día de Madrid y pondría a la niña en un lugar seguro y a cubierto de cuanto pudiese intentar su padre para apoderarse de ella.

Recordaba que el padre Claudio, en sus últimos años de gobernar la Compañía, deseoso de abrazar por completo la educación de la juventud aristocrática, había fundado en varios puntos de España grandes colegios de niñas, que dirigían religiosas francesas, peritas en esa educación insustancial, meliflua y pedantesca, que constituye la cultura de las hermosas elegantes que bailan en los salones.

El colegio, establecido en Valencia, bajo la advocación de Nuestra Señora de la Saletta, era el montado más escrupulosamente y el más estimado por el padre Claudio. La baronesa había conocido a la directora en uno de los viajes que ésta hizo a Madrid para consultar al superior de la Compañía, y a dicho colegio se propuso llevar a María.

Allí la educarían y la tendrían a cubierto de una asechanza de Alvarez, si éste llegaba, a descubrir su paradero.

Además, el clima siempre benigno de Valencia sería de buen efecto para su enfermiza sobrina, y ella, libre ya de su cuidado absorbente, volvería a ser dueña de sus acciones, y cuando no le conviniera vivir en aquel Madrid perturbado por la revolución marcharía a Francia para confundirse con las personas distinguidas que estaban al lado de la reina destronada, y volvería a tratarse íntimamente con sus queridos padres jesuítas, los más principales de los cuales estaban establecidos en Bayona.

A la baronesa le pareció inmejorable su idea, e inmediatamente la puso en práctica.

A la caída de la tarde, acompañada de su sobrina, y con poco equipaje, salió de casa en el más modesto de sus coches, y se trasladó a la estación del Mediodía.

Había tomado con anticipación un reservado de primera clase, y en él se colocó, extasiándose en la contemplación del asombro que producía en la niña aquel viaje, que era el primero que realizaba.

Cuando la pequeña María se cansó de mirar a través del cristal de las ventanillas la obscura masa de los campos agujereados de trecho en trecho por alguna lejana luz y hubo agotado toda la curiosidad que le producía la tibieza que se escapaba de los caloríferos del departamento, sentóse en las rodillas de su tía, que pasaba el tiempo rezando oraciones.

La baronesa pasó su descarnada mano por aquella cabeza ensortijada, y como si cediese a una necesidad interior comenzó a hablarla de lo que pensaba, sin fijarse en que se dirigía a una niña de cuatro años.

¿Sabía por qué viajaban las dos así, tan apresuradamente? Pues era por librarla del coco, de un hombre malo que se llamaba Esteban Alvarez, y que quería agarrarla a ella para llevársela al infierno.

La niña se estremecía abriendo con espanto sus ojazos, y con esa mezcla de curiosidad y miedo que sienten los niños por los cuentos fantásticos que les atemorizan y los deleitan, fué escuchando cuanto decía la baronesa.

Nunca se le olvidó a la niña lo que oyó aquella noche en el interior de un tren, que, iluminando el espacio con sus bufidos de fuego, iba arrastrándose por las áridas llanuras de la Mancha.

– No olvidarás nunca su nombre, ¿verdad, cariño mío? Se llama Esteban Alvarez. Cuídate de ese hombre; es el coco.

Claro que la niña haría esfuerzos por no olvidarse de tal nombre, y propósitos de librarse de él en todas ocasiones. ¡Flojo bandido sería aquel sujeto del que su tía hablaba con tanto horror! Aquella revelación fué la primera impresión fuerte que María recibió en su vida, y en su memoria infantil quedaron perfectamente grabadas todas las palabras.

Aquel coco era el perseguidor de la familia, algo semejante a aquellos diablos disfrazados de hombres vulgares que asediaban a los santos y los martirizaban con los tormentos más crueles. Al difunto abuelito, el conde de Baselga, le había acarreado la muerte (primer movimiento de espanto en la niña), al papá lo había muerto de un tiro en medio de la calle, cuando ella aún casi estaba en la cuna (nuevo terror de María que se sentía próxima a llorar), y había sido después el verdugo de la mamá Enriqueta, pues ésta había perecido víctima del terror que la inspiraba aquel ser infernal.

La niña se abrazaba a su tía furiosamente, como si sintiera a sus espaldas las manos del monstruo, ansioso de apoderarse de ella, y tanto era su terror, que ni aun se atrevía a llorar, como si presumiera que sus suspiros podían atraer al cruel perseguidor.

Pero su miedo aún iba en aumento, escuchando a la tía, que no parecía cansarse en inculcar en aquella criatura el odio y la repugnancia a Alvarez.

Iba a llevarla a un lugar donde estaría cuidada por unas buenas señoras, unas santas, y donde tendría por compañeras a muchas niñas elegantes y bien educadas, que la querrían mucho. Allí viviría muy bien, sería feliz, y su única preocupación debía ser guardarse mucho de aquel monstruo horrible, que tal vez fuese a buscarla en el mismo colegio, intentando apoderarse de ella.

María se durmió pensando en aquel colegio donde su vida iba a deslizarse tan feliz. Pero su sueño fué intranquilo, pues varias veces se agitó convulsa, con suspiros de terror, creyendo ver a aquel hombre terrible, a quien no conocía, y que se le imaginaba con la misma horrorosa y repugnante catadura de los diablos pintados en las estampas de San Antonio.

El mismo día de su llegada a Valencia, la niña entró en el colegio de Nuestra Señora de la Saletta, y aún permaneció la baronesa más de una semana en la ciudad, ocupada en arreglar a María el equipaje de colegiala.

Las buenas madres recibieron a la baronesa con grandes muestras de cariño. Sabían el aprecio en que la tenía la alta dirección de la Orden por sus servicios, y acosábanla a todas horas, con esa cortesía pegajosa que las gentes religiosas tributan a los poderosos.

La niña no tenía la edad reglamentaria para ser admitida en el colegio, pero su ingreso fué asunto indiscutible, en gracia de los méritos de su tía, lo que llenó a ésta de gran satisfacción.

Doña Fernanda no ocultó a las religiosas el motivo que la obligaba a llevar su sobrina a aquel retiro, y las fué enterando minuciosamente de la historia de Alvarez y Enriqueta, hablando con tanta franqueza como si estuviera confesando con su director espiritual, y no experimentando ningún rubor en darlas a entender – aunque con términos velados – aquella debilidad de su hermana, que hubiera ella misma desmentido enérgicamente a oírla en boca de otro. La fanática señora sentía tal atracción en presencia de toda persona dedicada a la religión, y en especial si pertenecía a la Compañía de Jesús, que no vacilaba en revelar los mismos secretos que después la ruborizaban o lastimaban su orgullo al recordarlos a solas.

Ella les decía todo aquello a las buenas madres para que viviesen prevenidas y alerta, no dejándose sorprender por el infame Alvarez. No sabían ellas bien qué clase de hombre era éste. Si llegaba a apercibirse de que la niña estaba allí, era aquel descamisado muy capaz de pegarle fuego al colegio para robar a María.

Y la baronesa iba amontonando cuantos detalles horribles la sugería su imaginación, para hacer el retrato de su enemigo, asustando al mismo tiempo a aquellas religiosas francesas, que se figuraban al revolucionario como un monstruo apocalíptico, capaz de engullírselas a todas.

La niña, con todo el valioso y abundante ajuar comprado por la baronesa, quedó mezclada entre más de cien niñas y encerrada en aquel gran caserón de bonitas rejas y muros de un gris claro que estaba al extremo de la ciudad en el barrio más tranquilo y aristocrático, con una de sus fachadas próxima al río, y la otra, más pequeña y humilde, que servía de entrada, al extremo de un solitario callejón, que parecía aislar el establecimiento del ruido del mundo.

María, encantada por la animación infantil del colegio, y recordando con cierto horror la quietud monástica de su casa de Madrid, no mostró, gran pesar cuando la baronesa se despidió de ella.

Ya estaba libre doña Fernanda, ya no se vería obligada a vivir en Madrid tragando bilis con la indignación que la producían las manifestaciones del populacho, ni tendría que sufrir más visitas de aquel audaz militar que la había insultado en vista de su insolente altivez.

Al prestigio religioso y político de la baronesa no le venía mal desempeñar, aunque sólo fuera por poco tiempo y de mentirijillas, el papel de víctima de la grosería revolucionaria, y con este objeto marchó a París a presentarse en el palacio Basilescki, donde vivía la desterrada Isabel II. Adhirióse a aquella mezquina corte de agradecidos, que se disgregaba y empequeñecía conforme se alejaba la posibilidad de una restauración, y tuvo ocasión de lamentarse, como los otros, de la maldad triunfante, pintándose poco menos que una María Stuardo, fugitiva, por no sufrir la venganza de la canalla revolucionaria, que conocía bien su entusiasmo monárquico y religioso.

Viviendo unas veces en París al lado de la reina destronada y otras en Bayona, reanimando su trato con los principales jesuítas españoles, pasó doña Fernanda más de un año. Su hermano Ricardo apenas si la veía, cada vez más entregado a su vida de aislamiento ascético y de piadosas extravagancias, y el padre Tomás permanecía en Roma largas temporadas, o entraba en España con todo el aspecto de un sacerdote pobre y vulgar, para hacer excursiones, especialmente por Navarra y las Vascongadas. El objeto de estos viajes era un secreto hasta para los individuos de la Orden; pero la baronesa esperaba muy buenas cosas de ellos, al ver cómo sonreían maliciosamente los más altos jesuítas al hablar de su superior ausente.

En cuanto al padre Felipe, su antiguo director espiritual, encontrábalo la baronesa poco menos que desconocido. El pobre no podía amoldarse a aquella emigración forzosa que le tenía oscurecido y anulado. El recuerdo de sus buenos tiempos de Madrid, cuando se lo disputaban las más aristocráticas beatas, y la indiferencia y frialdad que le rodeaba ahora en Bayona, donde la amistad le era imposible a causa del irreconciliable odio que se tenían él y la lengua francesa, habían dado al traste con su buen humor de bruto feliz, y el robusto padre languidecía y adelgazaba, no quedándole bríos más que para maldecir aquella cochina revolución que le había abierto la tumba, obligándole a abandonar el campo de sus glorias.

Doña Fernanda permaneció en Francia hasta el asesinato de Prim y la entrada de Amadeo de Saboya en España.

Estos sucesos causaron en ella bastante impresión. Muerto Prim y sentado en el trono de España un rey, aunque no legítimo para ella, parecíale con sobrada razón a la fanática baronesa que el espíritu revolucionario se había extinguido en gran parte y que ya podían volver a su patria las personas decentes a quienes aterraba el despertar del pueblo.

La baronesa volvió a Madrid, y tuvo la satisfacción de ser recibida por sus amigos y cofrades como un personaje político de gran importancia. Venía de París, había vivido al lado de la reina, y esto era suficiente para que la recibiese con el respeto que se tributa al depositado de importantes secretos toda aquella aristocracia que, por odio a la revolución de la que se reía ya como de un león con las garras cortadas y los dientes arrancados, hacía manifestaciones de chulería, que ella creía españolismo, para amedrentar a la dinastía saboyana, sostenida por los progresistas.

Doña Fernanda, aunque su carácter y aficiones la alejaban de manifestaciones bulliciosas ideadas por la juventud, tomó parte importantísima en organizar la protesta pacífica y desdeñosa que la aristocracia hizo en el paseo de la Castellana, presentándose las damas con la tradicional mantilla blanca y la manolesca peineta, para echar en cara a la reina Victoria su condición de extranjera. La baronesa fué también de las manifestantas, pues rompiendo con sus costumbres devotas, enemigas de mundana ostentación, presentóse en elegante carruaje, y hecha un mamarracho, con la deslumbrante mantilla sombreando su rubicundo rostro y acompañada de dos jovencitas, hijas de un magistrado del Supremo, que por ser viudo y gran amigo de doña Fernanda, rogaba a ésta muchas veces que se encargara de la dirección de las niñas.

Pero esta clase de manifestaciones políticas que a pesar de su inocencia preocupaban algo al sencillote gobierno de Amadeo, sólo apartaron por pocos días a la baronesa de sus favoritas ocupaciones. Las asociaciones piadosas habían vuelto a ponerse tan en auge como en tiempo de los Borbones; todos los enemigos de la situación se agrupaban en las cofradías para hacer algo contra lo existente, aunque sin comprometerse mucho, y la baronesa se sentía feliz al ser considerada como un personaje importante, como una madama Roland de la buena causa en aquellas juntas de la sociedad de San Vicente de Paúl, donde se veían pocas sotanas, a pesar de lo cual respirábase en el ambiente un marcado olor de jesuitismo.

Nunca tuvo en su vida la baronesa época de más actividad y satisfacciones que aquélla. Su nombre rodaba incesantemente por los periódicos afectos al antiguo régimen; toda la aristócrata femenina la consideraba como su jefe natural e indiscutible; los hombres importantes de la pasada situación, los generales isabelinos por una parte; y por otra, los diputados carlistas, la trataban casi como un colega: el padre Tomás, unas veces desde Roma, y otras oculto en Madrid, en ignorado lugar, la escribía dándole instrucciones y consejos, y hasta un día, su satisfacción llegó al colmo, recibiendo un autógrafo de doña Isabel, en el cual daba las gracias a su “querida Fernandita” por los grandes y valiosos servicios que estaba prestando a la causa de la restauración.

La baronesa, halagada por el incienso que la tributaban los suyos, y ebria por el orgullo que le producían tantas distinciones, llegó a ilusionarse sobre su propio poder y hasta se avergonzó del miedo que en otro tiempo le habían producido las turbas populares. ¡Valiente tropel de piojosos!

Ahora todo estaba tranquilo aunque sólo fuera en apariencia. Los republicanos se agitaban sordamente y querían derribar aquel trono ocupado por un advenedizo, pero los progresistas, convertidos en perfectos gubernamentales, no les permitían el menor desahogo y la reacción iba levantando la cabeza al no ver triunfantes y libres aquellas masas que tanto miedo le inspiraban.

Cuando doña Fernanda volvió de Francia aun le inspiraba algún cuidado la posibilidad de encontrar en Madrid a Esteban Alvarez, aquel monstruo descamisado, como ella decía, sin duda para no confundirle con los monstruos de la naturaleza que deben vivir abundantes en punto a ropa interior.

Pasó el tiempo sin que encontrase en parte alguna al odiado perseguidor, y esto, en vez de tranquilizarla, excitó su curiosidad, por lo que hizo cuanto pudo para enterarse de la suerte de Alvarez.

No tardó en saber la verdad. Este, cada vez más divorciado con los que monopolizaban la revolución, y más afecto al partido republicano, había tomado parte activa en la preparación del alzamiento federal de 1869. Al dirigirse a una provincia de Castilla la Vieja para sublevarla, había sido detenido, y estuvo preso algunos meses, hasta que por fin, Prim, pocos días antes de morir, lo había puesto en libertad volviendo a ingresarlo en el ejército. El célebre general no podía olvidar los servicios que le había prestado; y aunque hablaba en público pestes de aquel iluso demagogo, complacíase en favorecerle secretamente, aunque cuidando de que el interesado no se enterara de dónde procedía tal protección.

El fué también de los militares que, negándose a jurar fidelidad a Amadeo, fueron dados de baja en el ejército, y desde entonces, Alvarez, sin otros medios de vida que su pluma, llevó la vida agitada del periodista y conspirador.

La baronesa tropezaba a cada paso con su nombre en las columnas de los periódicos, y leía con complacencia los ataques que le dirigían los órganos de la situación y los reaccionarios. Juntábase al odio político, la antipatía que profesaba ella a aquel hombre, el cual parecía en su concepto inspirado por el diablo según la actividad que desarrollaba al combatir la monarquía, la Iglesia y todo cuanto representaba el mundo viejo.

Un día leía la reseña de un meeting que Alvarez había organizado en provincias, para protestar contra lo existente y a la mañana siguiente tropezaba con la noticia de que la policía había detenido a Alvarez como sospechoso de conspiración o andaba en su busca.

Algunas veces era en el mismo Madrid, donde brillaba el revolucionario con su propaganda intransigente, y una tarde, el carruaje de la baronesa hubo de detenerse en la calle de Alcalá, para dejar pasar a una inmensa masa que salía de un meeting republicano, y al frente de la cual iba Alvarez casi llevado en triunfo.

Aterraba a la baronesa el gran poderío que su enemigo parecía poseer sobre aquellas masas, a las que ella en algunos momentos despreciaba, pero a las que también temía mucho, y lo único que lograba darle cierto consuelo era la seguridad de que la República era una utopía, y de que Alvarez no haría carrera. ¡Bah!.. Aquel bandido tenía que parar al fin en ser fusilado.

Además, alegrábase pensando que mientras Alvarez estuviese envuelto en el torbellino de la agitación revolucionaria, no se le ocurriría ir en busca de su hija, ni intentaría apoderarse de ella. Ya tenía buen cuidado la baronesa, cuando aprovechando un descanso en sus ocupaciones marchaba a Valencia a ver a su sobrina, de preguntar a las buenas madres, si se había presentado en el colegio el hombre terrible, al cual odiaban ahora por su propia cuenta las religiosas, a causa de su propaganda anticatólica.

Doña Fernanda indignábase cada vez que pensaba que había sido amante de su hermana y mezclado su sangre con la de la familia aquel demagogo del que oía hablar con horror en los salones… ¡Un hombre que predicaba la guerra a la Iglesia, por ser ésta el eterno obstáculo de la libertad!

Aquel Alvarez era un verdadero castigo que Dios había enviado a la noble familia de la baronesa. ¡Aun había de verse cómo cualquier día lo fusilarían!

La baronesa se alegró cuando supo la última hazaña de su enemigo. Los republicanos, como si presintiesen que Amadeo iba a abandonar el trono de España, y quisieran acelerar su caída, acababan de intentar un pronunciamiento nacional que, por falta de organización, habíase reducido al levantamiento de numerosas partidas.

Alvarez mandaba algunas de éstas en los montes de Cataluña, y se hacía notar como guerrillero audaz y afortunado. La mayor parte de las partidas habían sido disueltas por las tropas del Gobierno, y él, a pesar de que tenía en su persecución fuerzas aplastantes por su número, seguía sosteniéndose y aun encontraba medios de escarmentar de vez en cuando a sus enemigos.

La baronesa estuvo leyendo durante algunos meses en la Prensa noticias en que se daba cuenta de la tenaz resistencia de aquel demagogo, y, al fin, supo con dolor que, aunque sus fuerzas habían sido dispersadas, el cabecilla se había puesto a salvo pasando la frontera. ¡Vaya una suerte la de aquel bandido! Sin duda tenía empeño en no darle gusto a la baronesa dejándose fusilar.

Por algún tiempo no oyó doña Fernanda mentar el nombre de Alvarez. Sólo en las reuniones populares se hablaba de él como de un modelo de revolucionarios, y algunas veces, la Prensa gubernamental dedicaba gacetillas desdeñosas o burlescas a los manifiestos y artículos que Alvarez enviaba desde la emigración a los periódicos del partido.

Pero el trueno gordo, el golpe político que parecía imposible y absurdo a la baronesa y a las gentes de su clase, estalló cuando menos se esperaba.

Amadeo, de la noche a la mañana, en un arranque sorprendente de fastidio y de impotencia, abandonó el trono, y la República quedó proclamada en la noche del 11 de febrero.

¡La República en España!.. ¡El gobierno de los descamisados en la nación de San Fernando y de otras reyes más o menos celestiales!.. Aquello sí que era cosa de echar a correr.

Y la baronesa, pensando así, no aguardó mucho para poner pies en polvorosa con dirección a París, a aquel palacio Basilescki, donde estaba la legitimidad representada por la reina destronada.

No quería permanecer en Madrid, a merced de Alvarez, que ahora sería omnipotente. ¡Quién sabe lo que era capaz de hacer contra ella aquel malvado!

Alvarez no tardaría en ser diputado, quizás ministro, y no era racional permanecer quieta en un punto adonde pudiesen llegar sus iras.

Doña Fernanda, en la emigración dorada y cómoda que sufría, dábase mayores aires de víctima que nunca, y en las tertulias de la soberana destronada, hablaba a todas horas de su terrible perseguidor, de aquel Alvarez, del cual contaba embrolladas historias para justificar el odio que la tenía.

Para ella, la República con todos sus programas terroríficos para la clase aristocrática, y las personalidades odiadas de los hombres que iban ocupando la presidencia del Gobierno, simbolizábanse en la persona de Alvarez, sobre el cual descargaba todo el caudal de maldiciones que la sugerían su odio particular y su indignación de monárquica ferviente.

En su concepto, Alvarez era el autor de cuanto malo ocurría en España, y un día que leyó en la Prensa de Madrid el resumen de un discurso suyo, que respiraba ateísmo en todas sus expresiones, arrojó el periódico al suelo, lo pateó, y no quedó contenta hasta que lo hubo llenado de salivazos.

Lo que más extrañeza causaba a doña Fernanda era la encasa representación oficial de aquel hombre que antes tanto había trabajado por el advenimiento de la República. Brillaba en las Cortes como diputado fogoso y director de un grupo de la extrema izquierda, y en uno de los primeros gabinetes de la República, había desempeñado interinamente y casi por compromiso, un cargo importante en el ministerio de la Guerra. Pero no pasaba de ahí, y aunque su nombre era de los más sonados y populares, no adquiría ningún alto puesto, ni entraba a formar parte de la gobernación de la República.

Pronto tuvo la baronesa la clave del misterio, a causa de la atención con que seguía en la Prensa la marcha del nuevo Gobierno.

Alvarez no estaba conforme con aquella República. Le resultaba una especie de interinidad monárquica a causa de su lentitud en las reformas y de su parsimonia en punto a medidas revolucionarias. Federal, antes que republicano, veía con malos ojos cómo la República, con timideces inexplicables, mantenía el régimen unitario y centralizador de la monarquía, y aunque no era de los levantiscos, que, haciendo caso omiso de las circunstancias, fomentaban el movimiento cantonal, tampoco estaba con el Gobierno, al que combatía por su prudencia, hija de la falta de valor.

Aquello hizo llegar a su grado máximo el asombro y la indignación de la escandalizada baronesa.

¿Tenía ya su República… y aún quería más aquel feroz descamisado?

¡Dios mío!.. Parecerle aún conservadora aquella República de gentes que no creían en Dios!.. ¡De qué cosas tan horrendas sería partidario el antiguo amante de su hermana!

Y doña Fernanda, a pesar de hallarse en lugar seguro, se estremecía de horror recordando que aquel hombre había estado sentado en su salón y al lado de ella.

De buena se había librado. Un hombre así, sólo debía hallarse a sus anchas después de beberse una ración de sangre azul.

La araña negra, t. 7

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