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SEPTIMA PARTE
MARUJITA QUIROS (CONTINUACIÓN)
IV
Un revolucionario y una beata

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En toda la noche no pudo dormir la baronesa, agitada por los pensamientos que la producía el haber visto a Alvarez la mañana anterior.

A la madrugada, cuando ya sonaba en las calles el campanilleo de las burras de leche y el cencerro de las vacas, pudo atrapar el sueño, pero no gozó de tal dicha por muchas horas.

Eran las once cuando entró su lenguaraz doncella a avisarle, con tono de alarma, que había estado a visitarla un comandante, anunciando que volvería a la una, pues tenía que hablar con urgencia a la señora.

El modo con que la doncella decía estas palabras, acabó de disipar la torpeza que invadía a doña Fernanda, bruscamente sacada de su sueño.

Adivinábase que aquella muchacha conocía a Alvarez y no ignoraba la importancia que tenía la visita.

La baronesa así lo comprendía. ¡Dios sabe de cuántas murmuraciones habría sido objeto su difunta hermana por parte de la servidumbre, gente respetuosa e inmóvil que parece no fijarse en nada y, sin embargo, lo ve todo!

Doña Fernanda, herida por la audacia que demostraba Alvarez presentándose en su casa, saltó inmediatamente del lecho y comenzó a vestirse.

¡Dios mío! ¿Que quería aquel hombre? ¿Cómo se atrevía a poner los pies en aquella casa? ¿Con qué derecho quería hablar nada menos que a una baronesa muy católica y no menos ilustre? Que se fuera a sus centros, a sus clubs, a sus logias horripilantes, donde se pisoteaba a Cristo, se cometían los mayores sacrilegios y se pronunciaban terribles palabras que mataban a una persona sólo con oírlas. ¡Mire usted! que era audacia la de aquel demagogo.

Lo único que la consolaba es que ella hablaría con Paco Serrano, que la estimaba mucho, y sabría meter en vereda al audaz comandante.

Estaba resuelta a no dejarse imponer por el descamisado y dió orden terminante a la doncella para que no le permitiera la entrada.

Pero no tardó en cambiar de opinión. Parecióle, sin duda, indigno de ella el evadir la presencia de Alvarez, y bien fuese por imposición de su dignidad, o por no tener un enemigo en un hombre que figuraba entre los revolucionarios a quienes ella tanto temía, lo cierto es que dió contraorden a su doncella, la cual fué autorizada para hacer entrar al comandante en el salón así que se presentara.

Una hora después, Alvarez, vestido de uniforme, entraba en el salón de la baronesa Esta le hizo aguardar mucho rato, y, por fin, se presentó, vestida de negro, con rostro austero y todo el aspecto de una reina viuda.

Al ver al comandante, que se puso en pie respetuosamente, hizo doña Fernanda uno de esos gestos de extrañeza cortés que se reservan para las personas desconocidas cuyas intenciones son un problema.

Cuando los dos estuvieron sentados, el comandante comenzó a hablar a la baronesa, que le escuchaba con gesto altivo y casi impertinente.

– Señora: no sé si usted me conocerá… ¿Que no? No lo extraño. Hace ya mucho tiempo que no nos hemos visto, y las circunstancias de la vida me han envejecido bastante. Sin embargo, tal vez haga usted memoria cuando sepa mi nombre. Yo soy Esteban Alvarez.

Doña Fernanda volvió a hacer con su cabeza signos negativos.

– A pesar de esto, usted me conoce, señora. Nunca nos hemos hablado, pero tengo la seguridad de que yo no soy para usted un desconocido. Tal vez recuerde usted mejor cuando yo le diga que fuí novio de su difunta hermana Enriqueta. Creo que algunas veces he tenido la desgracia de incurrir en la muda indignación de usted.

Y Alvarez dijo estas palabras sonriendo discretamente.

La baronesa ya no pudo seguir negando y acogió aquellas palabras con la expresión del que recuerda una cosa que le interesa poco.

– ¡Ah, sí, caballero! Me parece recordar que mi hermana tenía un capitán que parecía algo enamorado de ella… ¿Era usted mismo, caballero? Vaya, pues lo celebro mucho. Ya sabrá usted que la pobrecita murió.

Y doña Fernanda reía desdeñosamente, envuelta en su superioridad de raza y esforzándose en darle a entender con su actitud que el haber tenido relaciones amorosas con su hermana no autorizaba a ningún plebeyo, y por añadidura, revolucionario, para inmiscuirse en el seno de una familia de antigua nobleza.

– Sí, señora. Sé que murió Enriqueta y éste es el mayor infortunio de cuantos he experimentado. Ha sido mi único amor.

– Veo que es usted constante, caballero – dijo la baronesa con acento sarcástico – . No podría decir lo mismo mi pobre hermana, si viviese, pues ya sabrá usted que ella contrajo matrimonio después de sus galanteos con usted. Se casó con un hombre distinguido y de gran talento, que murió heroicamente peleando en favor de las doctrinas de sus mayores y de los intereses del orden y de la familia. Desgraciadamente, hoy no están en moda tales esfuerzos, pues nos han salido otros héroes de nueva clase.

La baronesa profesaba gran simpatía a su cuñado Quirós, aun después de muerto, y como si no conociera las circunstancias de su desgraciado fin, complacíase en forjarse una novela sobre sus últimos instantes y en tenerlo como un héroe, que, consecuente con los principios que siempre predicaba habíase batido el 22 de junio como un león, siendo mártir de la monarquía y del catolicismo. En todas partes hablaba de su cuñado, llamándole héroe y mártir sublime, y la sociedad que la rodeaba creíala o fingía creerla, pues a todos interesaba el formarse dentro de su clase un grande hombre.

Por los labios de Alvarez vagó una débil sonrisa al encontrarse convertido en héroe al despreciable Quirós, pero se abstuvo de todo comentario sobre esta creencia, así como sobre las últimas palabras de la baronesa, que eran una sátira contra la revolución, y siguió como si no se hubiera fijado en tales expresiones.

– Conozco, señora, el matrimonio de su hermana; sé lo que esto significaba, y de igual modo, hasta qué punto era su esposo ese señor Quirós de quien usted habla. Sólo conociendo estas cosas, como las conozco, es como yo me he limitado a callar hasta el presente y no he hecho uso de un derecho que tengo, si no valedero ante la sociedad, legítimo como el que más a los ojos de la Naturaleza.

– ¡Dios mío, caballero! – dijo con fina sonrisa la aristócrata – . Habla usted de un moldo tan imponente, que siguiendo por este camino llegará a aterrorizarme. Además, no sé qué derechos pudiera usted tener sobre mi hermana. ¿Que era novia de usted? Conforme. ¿Que se escribían cartitas y algunas mañanas se veían en el Retiro? No lo sé cierto, pero algo he oído decir y no quiero ponerlo en duda. Pero esto, señor mío, no autoriza a nada. ¿Quién no sabe lo que son amoríos a los veinte años? ¿Tienen esta clase de relaciones alguna importancia para crear esos derechos de que usted habla en tono tan formal? Si todas las muchachas tuvieran que quedar ligadas eternamente con aquellos hombres a los que hubiesen dado palabra de fidelidad a los veinte años, le aseguro a usted que el amor, y hasta la vida, serían imposibles. Crea usted, caballero, que no entiendo lo que usted dice.

La baronesa fingíase con habilidad completamente ignorante de cuanto había existido entre Enriqueta y Alvarez, y aunque no se sentía muy tranquila en presencia de aquel hombre, empujaba hábilmente la conversación hacia un punto que excitaba su interés y que era lo que principalmente había motivado su repentina decisión de admitir al revolucionario en su casa.

Deseaba saber la verdad de las relaciones entre su hermana y Alvarez. Durante la enfermedad de Enriqueta, ésta, con palabras sueltas, la había dado a entender algo que pudo añadir a lo mucho que ya sabía sobre la aventura de su hermana y el modo con que Quirós había logrado explotarla, pero le faltaba conocer la historia con todos sus detalles, y por esto impulsaba hábilmente a aquel enemigo a que saciase su curiosidad.

Alvarez, al notar el desprecio cortés con que le trataba la baronesa y la certeza con que le negaba todo derecho sobre Enriqueta, queriendo hacerlo pasar como a un extraño, indignóse, y aunque con bastante discreción, para no herir de lleno la honra de su difunta amante, comenzó a relatar todo lo ocurrido desde el día en que la hija del conde de Baselga huyó de su casa para ir a buscarle a él en su modesta vivienda.

La baronesa le escuchaba atentamente, a pesar de que fingía incredulidad conforme avanzaba la relación. En vez de indignarse, al saber la estratagema villana de que se había valido Quirós para comprometer a Enriqueta, encontró que tenía mucha gracia la intriga y ratificó interiormente el concepto de hombre de talento en que tenía a su cuñado. Lo que más estupefacción le produjo fué la noticia de que Quirós sólo era marido de Enriqueta en apariencia, pues ésta, fiel siempre al recuerdo del que era padre de su hija, no había concedido la menor confianza al aventurero que por tan villanos medios consiguió su mano.

A pesar de la impresión que le produjo esta noticia, la baronesa protestó inmediatamente.

– Caballero; eso que usted me cuenta es abominable. Además, fácilmente se conoce que todo es pura fábula. ¿Cómo puede usted estar tan enterado de lo que, según afirma, ocurría en esta casa? ¿Cómo conoce usted esa frialdad que supone en las relaciones de los dos difuntos esposos?

– Señora – contestó el capitán con dignidad – . Yo no miento nunca. Le juro a usted, por mi honor de soldado, que esto que le digo lo sé por la misma Enriqueta. Ella me lo dijo al justificar su conducta cuando yo le pregunté sobre su casamiento.

– ¿Y cuándo pudo usted verla? – observó con incredulidad la baronesa – . Según usted acaba de decirme huyó de Madrid perseguido por las autoridades la misma noche en que mi hermana, con una ligereza inconcebible, abandonó esta casa. No creo que usted haya vuelto por España, hasta ahora, estando como estaba sentenciado a muerte.

– Pues volví, señora: vine aquí para tomar parte en el movimiento del 22 de junio, algunos meses antes.

La baronesa, a pesar de que sabía muy bien que Alvarez había estado en Madrid después de su primera fuga y que en la calle de Atocha lo había visto su hermana, próximo a ser fusilado, hizo un gesto de extrañeza y luego preguntó con marcada incredulidad:

– ¿Y cómo hablaba usted entonces con Enriqueta? Le advierto a usted que mi hermana ha vivido siempre muy unida a mí, y que son pocas las cosas que ha hecho de las cuales no me haya yo enterado inmediatamente.

– ¿Duda usted, señora, que yo hablase con Enriqueta después que volví ocultamente de mi primera emigración? Pues yo le daré detalles que le probarán cuanto digo. Hablé por primera vez con Enriqueta en una iglesia, cuyo nombre no recuerdo en este instante, pero en la cual predicaba entonces un jesuíta llamado el padre Luis, cuyos sermones causaban verdadero furor. Era una tarde en que usted estaba enferma y Enriqueta fué sola al templo. Al terminar el acto hablamos largamente, y sin que yo la obligase a ello me relató la vida que hacía con su esposo. Desde entonces nos vimos con gran frecuencia, aprovechando todas las tardes en que usted no acompañaba a su hermana. Le juro a usted que Enriqueta supo respetar la nueva posición que ante el mundo tenía y no me permitió nunca la menor libertad en nuestras sucesivas entrevistas. Ya ve usted, señora, que doy bastantes detalles para ser creído.

La baronesa estaba convencida interiormente de la veracidad de cuanto decía Alvarez.

Sabía por las palabras que se habían escapado a Enriqueta que su hija lo era de Alvarez, y ahora, recordando la frialdad con que su hermana había tratado siempre a Quirós, convencíase de que no era menos cierta aquella separación absoluta que en secreto observaba el matrimonio.

Pero a pesar de esto, la baronesa no estaba dispuesta a aceptar como buenas tales explicaciones. Sublevábanse sus preocupaciones de aristocrática ante la posibilidad de reconocer como pariente a un hombre como Alvarez, y acogió todas sus palabras con gesto de superioridad desdeñosa.

– Podrá ser verdad cuanto usted afirma; pero, ¡Dios mío!, ¡resulta todo eso tan extraño!..; parece un capítulo de novela.

El comandante palideció al escuchar estas palabras, que equivalían a un insulto, pero se contuvo y supo dominar su cólera, limitándose a contestar que él respetaba a las señoras lo suficiente para no sentirse molestado por sus expresiones.

– Y en resumen, caballero – continuó doña Fernanda – , ¿qué es lo que usted desea? No creo que haya venido a esta casa con el solo objeto de desenterrar moralmente a mi pobre hermana, contándome una historia que, en realidad, me ha interesado poco.

– Señora, he venido aquí impulsado por unos sentimientos que apreciaría usted mejor si fuese madre. Vengo a ver a mi hija. No tengo familia en el mundo ni seres que me amen, y esa niña constituye toda mi ilusión. Quiero ver a Marujita.

La baronesa, a pesar de que estaba preparada y sabía que el visitante expondría tal demanda, no pudo evitar un movimiento que mostraba su intranquilidad.

– ¡Oh! No se asuste usted, señora – se apresuró a decir el comandante con extremada dulzura – . No pretendo arrebatarla a usted esa niña, a la que, según tengo entendido, cuida usted como una madre. Nunca he tenido tal intención; además me sería imposible encargarme de ella, pues mi profesión y mi modo de vivir me imposibilitan de tener niños a mi cuidado. Usted la tendrá siempre, señora; usted la conservará a su lado; yo únicamente le pido un favor pequeño, insignificante. Sólo quiero tener libre la entrada aquí, para venir de vez en cuando a dar un beso a mi hija.

Se detuvo el comandante y después dijo con la indecisión y la timidez del que solicita una cosa indispensable y teme no se la concedan:

– ¿No podía yo verla ahora mismo?

La baronesa creció en orgullo al verse solicitada tan humildemente y contestó con una mentira:

– No; ahora es imposible. La niña ha salido a pasear, en compañía de su aya. El médico ha ordenado para ella los paseos matinales.

Alvarez hizo un gesto de resignación: otra vez sería más afortunado.

Reinó un largo silencio que la baronesa empleó en preparar una pregunta que hacía rato escarabajeaba en su lengua. Desde que ella supo que Alvarez había tomado parte en la jornada del 22 de junio, con todos los demás sucesos que Enriqueta, durante su enfermedad, relataba con bastante incoherencia, la baronesa había adquirido la convicción de que aquel hombre odiado era el autor de la muerte de Quirós. No tenía más certidumbre que la que proporcionaba su antipatía, pero para ella era indiscutible que estando Alvarez en aquella revolución, forzosamente había de ser el matador de su cuñado.

Deseaba afirmarse en su creencia, y por esto buscaba el medio de abordar a Alvarez, de modo que le sorprendiera, arrancándole la verdad.

Por fin rompió aquel largo y embarazoso silencio, del cual no sabía cómo salir su interlocutor.

– Diga usted, caballero. Usted debió encontrarse en la barricada que el 22 de junio levantaron ahí, en la cercana plaza. Enriqueta me dijo que lo vió a usted escapar.

– ¡Ah!.. ¿Le dijo Enriqueta que me había visto próximo a ser fusilado?

La baronesa comprendió que daba un paso en falso para su orgullo si revelaba a aquel hombre que el espectáculo de su próxima muerte había sido causa de la enfermedad de su hermana.

Esto equivalía a darle a entender que Enriqueta le había amado hasta la muerte.

– ¡Bah! Enriqueta nada vió, o, al menos, nada me dijo. La pobrecita estaba impresionada por la vista del cadáver de su esposo, al que amaba mucho, aunque usted se empeñe en afirmar lo contrario. Esto fué lo que la produjo su lenta agonía. Pero conteste usted, caballero: ¿Estaba usted en la barricada de la plaza de Antón Martín?

El comandante contestó afirmativamente.

– Pues entonces usted sabrá quién mató a mi cuñado. Nadie lo vería mejor que usted.

La baronesa recalcó mucho estas palabras, y Alvarez, incapaz de fingimientos, y creyendo que ella conocía la participación que su asistente Perico había tenido en el suceso, se inmutó hasta el punto de palidecer y balbucear con visible dificultad una débil excusa.

– No, señora; no vi nada. No sé quién pudo ser el matador.

– ¡Oh! – afirmó doña Fernanda con vehemencia varonil – . Lo sabe usted perfectamente. El rostro le hace traición; está usted turbado y se delata como asesino del pobre Quirós. Ya estaba yo convencida de que el matador no podía ser otro que usted.

Alvarez, absorto ante aquella acusación inesperada, sólo supo levantarse del sillón, exclamando con una extrañeza que acreditaba su inocencia:

– ¡Yo, señora! ¡Yo asesino! Usted no me conoce.

– Sí, usted – gritó doña Fernanda con la faz rubicunda por la cólera y poniéndose en pie – . Salga usted inmediatamente de aquí.

Y serenándose inmediatamente dijo con una ironía cruel:

– A menos que en los presentes tiempos revolucionarios, los hombres como usted estén autorizados para venir a turbar la paz de una casa honrada y para insultar con su presencia a una dama respetable.

Alvarez cerró los ojos con nerviosa contracción, como si acabase de recibir un latigazo en pleno rostro, y apretó convulsivamente sus puños. ¡Ira de Dios! ¡Por qué aquel marimacho no había de cambiarse en hombre para tener él el gusto de pulverizarlo a golpes!

La lengua de la baronesa era demasiado expedita y sus insultos sobradamente crueles para sufrirlos con calma; pero a pesar de esto aún hizo Alvarez un esfuerzo y se dominó, consolándose con la idea de que se sacrificaba por su hija.

– Señora, le ruego que se calme, por lo que usted más quiera. Yo no he sido nunca asesino. Profesaba a Quirós un justo odio, pero para vengarme de él acudí a medios nobles y leales, como él podría atestiguarlo si viviese.

– ¡Salga usted! ¡Salga usted ahora mismo! – repetía con tenacidad la baronesa, que deseaba aprovechar la ocasión para librarse de su enemigo.

Sabía ya de Alvarez cuanto deseaba, y ahora quería separarse cuanto antes de un hombre que le era odioso.

– ¡Eh, señora! Yo he venido aquí por un asunto que usted seguramente olvida. Quiero ver a mi hija, necesito darla un beso, después de una larga separación. Es un consuelo que reclama un padre.

– Pues puede usted prepararse a consolarse por sí mismo – repuso con insolencia la baronesa – , pues la niña no la verá usted nunca. Salga usted… pero con la condición de que ya nunca volverá a entrar aquí.

– ¡Me arroja usted de esta casa!

– Sí, señor. Le arrojo, y si tarda usted en salir llamaré a los criados.

– Sería inútil su auxilio si yo me empeñase – dijo Alvarez con convicción de su superioridad – . No llame usted a nadie para hacerme salir de aquí, pues les sería difícil despacharme a viva fuerza; pero tranquilícese usted; me voy por mi propia voluntad.

Y Alvarez, tembloroso por aquel ultraje, buscó el ros que había dejado en el sofá, casi a tientas, pues el furor le cegaba.

Cuando ya estaba en la puerta del salón volvióse a mirar a la baronesa, que tras una butaca y apoyando las manos en el respaldo, se erguía enorgullecida por su triunfo. Aún sabían imponerse las gentes privilegiadas a la canalla triunfante.

– Hace usted mal, señora, en ultrajarme de tal modo. Soy un hombre honrado, pero cuando me tratan tan injustamente me siento capaz de todo. Hoy no estamos en la misma situación que hace algunos meses, y yo no tengo ya por qué ocultarme. Para algo hemos barrido la inmundicia que ustedes habían arrojado sobre la nación. Quiero lo que es mío; quiero a mi hija. Allá veremos quién gana al fin.

La baronesa torció ligeramente la boca con un gesto de desdén.

– ¿Amenazas también?.. No temo nada, caballero. Tengo amigos en la presente situación. Hablaré con alguien que meta a usted en cintura.

Aquello dió al traste con la forzada paciencia que se imponía el capitán. Sintió necesidad de contestar al desdén con el insulto, y sonrió cínicamente.

– Nos veremos, hija… de Fernando VII.

El origen bastardo que enorgullecía a doña Fernanda lo recibió en esta ocasión en su verdadero valor como un insulto, e iracunda cual una furia avanzó algunos pasos, señalando la puerta con su rígido e imperioso brazo.

– ¡A la calle!.. ¡descamisado!

¡Oh! Ella también había encontrado el insulto supremo.

Durante algunas horas paladeó con fruición su victoria, pero por la tarde estaba ya arrepentida de haber excitado la cólera del revolucionario.

La araña negra, t. 7

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