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CAPÍTULO CINCO

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Eran las 3:08 en el salpicadero del coche cuando el sacerdote salió de la iglesia.

Observó al sacerdote a través del limpiaparabrisas desde la distancia. Sabía que era un hombre santo, su reputación era estelar y su parroquia había sido afortunada. Aun así, era bastante decepcionante. A veces pensaba que los hombres devotos deberían ser distinguidos del resto del mundo, para hacerlos más fáciles de identificar. Quizá como en esas antiguas pinturas religiosas donde se mostraba a Jesús con un gran círculo dorado alrededor de su cabeza.

Se echó a reír al pensar en esto mientras observaba cómo el sacerdote se reunía con otro hombre delante de un coche junto a la iglesia. El otro hombre era algún tipo de ayudante. Ya había visto antes a este ayudante, pero no estaba pendiente de él. Era uno de los últimos eslabones de la cadena de poder dentro de la iglesia.

No, a él le interesaba más el sacerdote principal.

Cerró los ojos mientras los dos hombres hablaban. En el silencio de su coche, se puso a rezar. Sabía que podía rezar en cualquier parte y que Dios le escucharía. Ya llevaba algún tiempo sabiendo que a Dios no le importaba donde estuvieras cuando rezabas o cuando confesabas tus pecados. No era necesario que estuvieras en algún edificio enorme y de decoración estridente. De hecho, la Biblia indicaba que esos aposentos tan elaborados eran una ofensa a Dios.

Cuando terminó con su oración, pensó en ese pasaje de las escrituras. Lo pronunció en voz alta, con voz lenta y áspera.

“Y cuando ores, no has de hacerlo como los hipócritas. Que a ellos les encanta rezar de pie en las sinagogas y en las esquinas de las calles, para que puedan ser vistos por los hombres.”

Volvió a mirar al sacerdote, que en este momento se alejaba del hombre y se dirigía hacia otro coche.

“Hipócrita,” dijo. Su voz albergaba una mezcla de tristeza y de malicia.

También sabía que la Biblia advertía sobre una plaga de falsos profetas en los tiempos finales. Esa era la razón de que, después de todo, se hubiera decidido a realizar su tarea actual. Los falsos profetas, los hombres que hablaban de glorificar a Dios mientras miraban con avaricia los platos de la recolecta mientras los pasaban alrededor de la congregación—los mismos que predicaban sobre santidad y pureza al tiempo que miraban a los jovencitos con ojos llenos de lujuria—eran los peores de todos. Eran peor que los traficantes de drogas y los asesinos. Eran peor que los violadores y los pervertidos más deplorables que había por las calles.

Todo el mundo lo sabía, aunque nadie hiciera nada acerca de ello.

Hasta ahora. Hasta que él había escuchado la voz de Dios hablándole, diciéndole que lo rectificara.

Era su tarea librar al mundo de estos falsos profetas. Era una tarea sangrienta, pero era la tarea de Dios. Y eso era todo lo que él necesitaba saber.

Volvió a mirar al sacerdote, metiéndose al coche y saliendo de la iglesia.

Después de un rato, tambien salió de su aparcamiento. No siguió al sacerdote demasiado de cerca, sino que le escoltó a una distancia segura.

Cuando llegó a un semáforo, apenas podía escuchar el ruido musical de su maletero mientras varias de sus puntas industriales tintineaban dentro de su caja.

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