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CAPÍTULO DOS

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El edificio J. Edgar Hoover estaba vacío cuando entraron Mackenzie y Ellington. Ambos habían caminado por sus pasillos a todas horas de la noche, así que no les resultaba nada fuera de lo normal. Por lo general, significaba que había algo realmente horrible esperándoles.

Cuando llegaron al despacho de McGrath, se encontraron con que la puerta estaba abierta. McGrath estaba sentado a una pequeña mesa de conferencias al fondo de su oficina, repasando una serie de documentos. Había otra agente con él, una mujer a la que Mackenzie había visto antes. Se llamaba Yardley, una mujer discreta, sensata, que había intervenido para ayudar al agente Harrison en un par de ocasiones. Les lanzó un gesto de asentimiento y una sonrisa algo robótica cuando entraron a la sala y se acercaron a la mesa de la sala de conferencias. Volvió la mirada a su portátil, enfocada en lo que fuera que tuviera en la pantalla.

Cuando McGrath elevó la mirada para saludar a Mackenzie, no pudo evitar percibir lo que parecía ser un ligero alivio en sus ojos. Era una buena manera de ser recibida de nuevo en el trabajo después de que le acortaran las vacaciones.

“White, Ellington,” dijo McGrath. “¿Conocéis a la Agente Yardley?”

“Sí,” dijo Mackenzie, con un gesto de asentimiento hacia ella.

“Acaba de regresar de una escena de crimen que está conectada con otra que tuvimos hace cinco días. Al principio, la puse a ella en el caso, pero cuando pensé que podíamos tener a un asesino en serie en nuestras manos, le pedí que nos proporcionara todo lo que tenía para que pudiera pasároslo a vosotros. Tenemos un asesinato… el segundo de su clase en cinco días. White, te llamé a ti específicamente porque te quería en el asunto en base a tu trayectoria—el Asesino del Espantapájaros en concreto.”

“¿De qué caso se trata?” preguntó Mackenzie.

Yardley giró el portátil para ponerlo frente a ellos. Mackenzie se fue a la silla que estaba más cerca de ella y tomó asiento. Miró la imagen en la pantalla con un silencio como atenuado que había llegado a conocer muy bien—la capacidad de estudiar una imagen grotesca como parte de su trabajo pero con la compasión resignada que la mayoría de los seres humanos sentirían ante una muerte tan trágica.

Vio a un hombre mayor, de pelo y barba básicamente canosos, colgando del portón de una iglesia. Tenía los brazos extendidos y su cabeza estaba inclinada hacia abajo en un ademán de parodia de crucifixión. Tenía marcas de navajazos en su pecho y un corte enorme en la frente. Le habían dejado en su ropa interior, que había absorbido mucha de la sangre que había caído de su entrecejo y de su pecho. Por lo que podía ver en las fotos, estaba bastante segura de que le habían clavado las manos al portón. Sin embargo, los pies simplemente estaban atados con una cuerda.

“Esta es la segunda víctima,” dijo Yardley. “Reverendo Ned Tuttle, de cincuenta y cinco años de edad. Le encontró una mujer mayor que había pasado por la iglesia para poner flores en la tumba de su marido. El equipo forense se encuentra en la escena en este momento. Parece que colocaron allí el cuerpo hace menos de cuatro horas. Ya hemos enviado a unos agentes para que notifiquen a la familia.”

Una mujer a la que le gusta ponerse al mando y conseguir resultados, pensó Mackenzie. Quizá nos podamos llevar bien.

“¿Qué sabemos de la primera víctima?” preguntó Mackenzie.

McGrath le pasó una carpeta. Mientras la abría y miraba los contenidos, McGrath le puso al corriente. “Padre Costas, de la Iglesia Católica del Sagrado Corazón. Le encontraron en el mismo estado, clavado al portón de su iglesia hace cinco días. La verdad es que estoy bastante sorprendido de que no te enteraras de nada de esto en las noticias.”

“No vi las noticias durante mis vacaciones a propósito,” dijo Mackenzie, con una mirada hacia McGrath que pretendía ser cómica pero que le pareció pasar totalmente desapercibida.

“Recuerdo escuchar hablar de ello junto al dispensador de agua,” dijo Ellington. “La mujer que encontró el cadáver estuvo en estado de conmoción durante un tiempo, ¿no es cierto?”

“Correcto,” dijo McGrath.

“Y en base a lo que encontró el equipo forense,” añadió Yardley, “el padre Costas no llevaba allí clavado más de dos horas.”

Mackenzie repasó los documentos. Las imágenes en su interior mostraban al padre Costas en exactamente la misma posición que el reverendo Tuttle. Todo resultaba prácticamente idéntico, hasta el detalle del corte alargado a lo largo del entrecejo.

Cerró la carpeta y se la devolvió a McGrath.

“¿Dónde está esta iglesia?” preguntó Mackenzie, señalando a la pantalla del portátil.

“A las afueras de la ciudad. Una iglesia presbiteriana de un tamaño decente.”

“Enviame las direcciones por mensaje de texto,” dijo Mackenzie, poniéndose ya en pie. “Me gustaría ir a verla por mi cuenta.”

Por lo visto, estos últimos ocho días había echado en falta el trabajo más de lo que le hubiera gustado reconocer.

***

Todavía era de noche cuando Mackenzie y Ellington llegaron a la iglesia. El equipo forense estaba terminando con su trabajo. Habían bajado el cadáver del reverendo Tuttle del portón, pero a Mackenzie eso no le importaba. En base a las dos imágenes que había visto del reverendo Tuttle, ya había visto todo lo que necesitaba ver.

Dos asesinatos en forma de crucifixión, ambos en los portones de unas iglesias. Los hombres que han asesinado eran supuestamente líderes de sus parroquias. Está bastante claro que alguien guarda algún rencor enorme contra la iglesia. Y sea quien sea, no tiene preferencia por ninguna denominación.

Ellington y ella se acercaron a la parte delantera de la iglesia mientras el equipo forense terminaba con sus procedimientos. Hacia la izquierda, cerca del pequeño letrero con el nombre de la iglesia, había un pequeño grupo de gente. Unos cuantos estaban rezando abrazados. Otros lloraban sin ningún tapujo.

Miembros de la iglesia, asumió Mackenzie con una tristeza rotunda.

Se acercaron a la iglesia y la escena no hizo más que empeorar. Había regueros de sangre y dos agujeros grandes donde se habían clavado las puntas. Escudriñó la zona en busca de otros signos de iconografía religiosa pero no vio nada. Solamente había sangre y pizcas de tierra y de sudor.

Es algo tan osado, pensó. Tiene que haber algún tipo de simbolismo en todo ello. ¿Por qué una iglesia? ¿Por qué el portón de una iglesia? Una vez sería coincidencia, pero dos veces consecutivas, en ambos casos clavados a las puertas—eso fue a propósito.

Le pareció casi ofensivo que alguien hiciera algo así delante de una iglesia. Y quizá fuera todo el sentido que había en ello. No había manera de saberlo de seguro. Aunque Mackenzie no fuera una creyente en la religión o en Dios o en los efectos de la fe, también respetaba el derecho de la gente a profesar su religión. A veces deseaba ser ese tipo de persona. Quizá fuera por eso que el acto le parecía tan deplorable; burlarse de la muerte de Cristo en la entrada misma del lugar donde la gente se reunía en busca de consuelo y de refugio en su nombre era algo detestable.

“Incluso aunque este fuera el primer asesinato,” dijo Ellington, “una visión como esta me haría pensar de inmediato que habría más asesinatos. Esto es… repugnante.”

“Lo es,” dijo Mackenzie. “Pero no estoy del todo segura de por qué me hace sentir así.”

“Porque las iglesias son lugares seguros. No te esperas encontrarte agujeros profundos hechos con puntas y sangre húmeda en sus puertas. Eso es alguna historia del Antiguo Testamento ahí mismo.”

No es que Mackenzie fuera una erudita sobre la Biblia ni de lejos, pero recordaba algunas historias de su infancia—algo sobre el Ángel de la Muerte atravesando una ciudad y secuestrando a los primogénitos de cada familia si no había cierta marca en las puertas.

Un escalofrío le recorrió el cuerpo. Lo reprimió al darse la vuelta hacia el equipo forense. Con un leve saludo, consiguió captar la atención de un miembro del equipo. Se acercó, claramente angustiado por lo que el equipo y él acababan de ver. “Agente White,” dijo. “¿Es este tu caso ahora?”

“Eso parece. Me preguntaba si teníais las puntas que utilizaron para clavarle allí arriba.”

“Claro que sí,” dijo él. Hizo un gesto con la mano a otro de los miembros de su equipo y entonces volvió a mirar al portón. “Y el tipo que hizo esto… o era fuerte como un oso o tenía todo el tiempo del mundo para hacer esto.”

“Eso es improbable,” dijo Mackenzie. Asintió de nuevo hacia el aparcamiento de la iglesia y la calle detrás de él. “Incluso si el asesino hizo esto sobre las dos o las tres de la mañana, las probabilidades de que no hubiera un vehículo pasando por Browning Street que le pudiera ver son mínimas.”

“A menos que el asesino estudiara el área de antemano y conociera al dedillo las horas muertas del tráfico después de medianoche,” ofreció Ellington.

“¿Alguna posibilidad de grabaciones de video?” preguntó.

“Ninguna. Ya lo comprobamos. La Agente Yardley llamó a unas cuantas personas—los propietarios de los edificios cercanos. Solo uno de ellos tiene cámaras de seguridad y no están enfocadas sobre la iglesia, así que no hay nada que hacer al respecto.”

El otro miembro del equipo forense se acercó. Llevaba una bolsa de plástico de tamaño medio que contenía dos agujas grandes de hierro y lo que parecía ser un hilo de cable grueso. Las puntas estaban cubiertas de sangre, que tambien se había derramado por el interior transparente de la bolsa.

“¿Esas son agujas de ferrocarril?” preguntó Mackenzie.

“Probablemente,” dijo el chico del equipo forense. “Pero si lo son, son unas agujas en miniatura. Quizá la clase que utiliza la gente para los corrales de gallinas o las vallas en los prados.”

“¿Cuánto tiempo antes de que obtengas algún tipo de resultado de ellas?” preguntó Mackenzie.

El hombre se encogió de hombros. “¿Medio día, quizás? Dime qué estás buscando específicamente y trataré de que los resultados te lleguen cuanto antes.”

“Comprueba si puedes averiguar qué utilizó el asesino para clavar las agujas. ¿Puedes averiguar ese tipo de cosas por el desgaste reciente en los cabezales de las agujas?”

“Claro, deberíamos poder hacerlo. Ya hemos hecho todo lo que podemos hacer por nuestra parte. El cuerpo sigue con nosotros; no llegará a la oficina del forense hasta que lo digamos nosotros. Ya hemos espolvoreado el portón y la escalinata en busca de huellas. Te comunicaremos si encontramos alguna cosa.”

“Gracias,” dijo Mackenzie.

“Perdona que ya hayamos retirado el cadáver, pero estaba saliendo el sol y la verdad es que no queríamos que esto saliera en los periódicos de hoy. O en los de mañana, la verdad.”

“No, está bien. Lo entiendo perfectamente.”

Dicho esto, Mackenzie se giró hacia las puertas dobles, despidiéndose sin palabras del equipo forense. Intentó imaginarse a alguien arrastrando un cuerpo por el pequeño jardín y subiéndolo por las escaleras en medio del silencio nocturno. La posición de las luces de seguridad en la calle hubiera dejado a oscuras el portón de la iglesia. No había luces de ninguna clase junto al portón de la iglesia, por lo que hubiera estado sumida en una oscuridad casi absoluta.

Quizá fuera más probable de lo que pensé originalmente que el asesino se tomara todo el tiempo del mundo para hacer esto, pensó.

“Esa me pareció una solicitud extraña,” dijo Ellington. “¿Qué estás pensando?”

“Todavía no lo sé, pero sé que hubiera sido necesaria mucha fuerza y determinación para trabajar en solitario para levantar a alguien del suelo y clavar sus manos a esta puerta. Si se empleó un mazo para clavar las puntas, puede que indique que había más de un asesino—uno para levantar a la víctima del suelo además de extender el brazo, y otro para clavar las puntas.”

“Tiene cada vez mejor pinta, ¿no es cierto?” dijo Ellington.

Mackenzie asintió mientras comenzaba a tomar fotografías de la escena con la cámara de su teléfono. Al hacerlo, la idea de la crucifixión volvió a recorrerle todo el cuerpo. Le hizo pensar en el primer caso en el que había trabajado en que se habían utilizado temas de crucifixión—un caso en Nebraska que había acabado por llevarle a entablar relaciones con el Bureau.

El Asesino del Espantapájaros, pensó. Dios, ¿voy a ser capaz alguna vez de dejar ese asunto en las catacumbas de mi memoria?

Por detrás suyo, el sol comenzaba a salir, proyectando los primeros rayos de luz del día. A medida que su sombra se proyectaba lentamente sobre las escaleras de la iglesia, trató de ignorar el hecho de que casi parecía una cruz.

De nuevo, los recuerdos del Asesino del Espantapájaros le nublaron la mente.

Quizá este sea el momento, pensó con esperanza. Quizá cuando cierre este caso, los recuerdos de esa gente crucificada en los maizales dejarán de atormentarme.

Sin embargo, mientras mirada de nuevo a las puertas manchadas de sangre de la iglesia Presbiteriana Cornerstone, se temió que eso no eran más que castillos en el aire.

Antes De Que Peque

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