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CAPÍTULO TRES

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Mackenzie se enteró de muchas cosas sobre el reverendo Ned Tuttle en la siguiente media hora. Para empezar, dejaba atrás dos hijos y una hermana. Su mujer le había dejado hacía ocho años, para mudarse a Austin, Texas, con el hombre con el que había estado teniendo relaciones durante un año antes de ser descubierta. Los dos hijos vivían en el área de Georgetown, lo que suponía que esa iba a ser la primera parada del día para Mackenzie y Ellington. Eran poco más de las 6:30 cuando Mackenzie aparcó su coche junto a la curva que había al lado del apartamento de Brian Tuttle. Según el agente que les había informado de la noticia, los dos hermanos estaban allí, esperando a hacer lo que fuera posible para responder a sus preguntas sobre la muerte de su padre.

Cuando Mackenzie entró al apartamento de Brian Tuttle, se sorprendió un poco. Estaba esperando encontrar a los dos hijos de luto, desgarrados por la muerte de su devoto padre. En vez de ello, les encontró sentados a una pequeña mesa que había en la cocina. Los dos estaban tomando un café. Brian Tuttle, de veintidós años de edad, estaba comiéndose un bol de cereales mientras que Eddie Tuttle, de diecinueve, mojaba con aire distraído un panqueque Eggo en un charquito de sirope.

“No sé con exactitud lo que creen que podemos ofrecerles,” dijo Brian. “No es que estuviéramos en los mejores términos posibles con papá.”

“¿Puedo preguntar por qué?” dijo Mackenzie.

“Porque dejamos de asociarnos con él cuando se metió de lleno en la iglesia.”

“¿No sois creyentes?” preguntó Ellington.

“No lo sé,” dijo Brian. “Supongo que soy agnóstico.”

“Yo soy creyente,” dijo Eddie. “Pero papá… lo llevó a un nivel completamente nuevo. Quiero decir, cuando descubrió que mamá le estaba engañando, no hizo nada de nada. Después de un par de días procesándolo, la perdonó a ella y al tipo con el que le estaba engañando. Dijo que les perdonaba porque era la acción cristiana en este caso. Y se negó a siquiera hablar de divorcio.”

“Sí,” dijo Brian. “Y a mamá eso le vino a decir que no le importaba un bledo a papá—que no le preocupara que le hubiera engañado. Así que se marchó. Y él no hizo gran cosa por detenerla.”

“¿Alguna vez intentó vuestro padre ponerse en contacto con vosotros después de que se fuera tu madre?”

“Oh, claro que sí,” dijo Brian. “Como cada sábado por la tarde, suplicándonos que fuéramos a la iglesia.”

“Y, además de eso,” añadió Eddie, “estaba demasiado ocupado durante la semana incluso aunque nosotros quisiéramos vernos con él. Siempre estaba en la iglesia o en misiones de caridad o visitando a enfermos en hospitales.”

“¿Cuándo fue la última vez que alguno de vosotros habló con él en profundidad?” preguntó Mackenzie.

Los hermanos se miraron el uno al otro un momento, haciendo cálculos. “No estoy seguro,” dijo Brian. “Quizá un mes. Y no fue gran cosa para nada. Estaba haciendo las mismas preguntas de siempre: cómo nos iba en el trabajo, si ya estaba saliendo con alguien, cosas por el estilo.”

“Entonces, ¿es correcto afirmar que ambos teníais una relación distante con vuestro padre?”

“Sí,” dijo Eddie.

Bajó la vista hacia la mesa por un instante cuando la pena empezó a calarle. Mackenzie ya había visto este tipo de reacción antes; si hubiera tenido que apostar, estaba bastante segura de que uno de los dos chicos rompería a llorar en menos de una hora, cayendo en la cuenta de todo lo que se había perdido en relación con un padre al que nunca había llegado a conocer.

“¿Sabéis quién le podría haber conocido bien?” preguntó Mackenzie. “¿Tenía amigos íntimos?”

“Solo ese sacerdote o pastor o lo que sea de la iglesia,” dijo Eddie. “El que está al mando del lugar.”

“¿No era tu padre el reverendo principal?” preguntó Mackenzie.

“No. Era más bien un asistente del pastor o algo por el estilo,” dijo Brian. “Había otro tipo por encima de él. Jerry Levins, creo que se llama.”

Mackenzie se percató de la manera en que los dos jóvenes estaban confundiendo los términos. Pastor, reverendo, sacerdote… era todo bastante confuso. De hecho, ni siquiera Mackenzie conocía la diferencia, y asumió que tenía que ver con las diferencias en nomenclatura entre las distintas religiones.

“¿Y pasaba tu padre mucho tiempo con él?”

“Oh, sí,” dijo Brian, un tanto enfadado. “Todo su maldito tiempo, creo. Si necesitan saber algo sobre papá, él es la persona indicada para ir a preguntarle.”

Mackenzie asintió, bien consciente de que no iba a obtener ninguna información útil de estos dos jovencitos. Aun así, hubiera deseado tener más tiempo para hablar con ellos. Claramente, había algunas tensiones y pérdidas por resolver entre ellos. Quizá si atravesaran las paredes emocionales que les mantenían tan tranquilos, tendrían más que ofrecer.

Al final, se dio la vuelta y les dio las gracias. Ellington y ella salieron sigilosamente del apartamento. Cuando empezaron a bajar las escaleras el uno junto al otro, Ellington tomó su mano.

“¿Estás bien?” le preguntó.

“Claro,” dijo ella, confundida. “¿Por qué?

“Dos chicos… su padre acaba de morir y no están seguros de cómo enfrentarse a ello. Con todas las especulaciones sobre el viejo caso de tu padre últimamente… solo me estaba preguntando.”

Ella le sonrió, regocijándose en el aliento que le daba a su corazón en esos momentos. Dios, puede ser tan encantador…

A medida que caminaban hacia la mañana juntos, también se dio cuenta de que tenía razón: la razón por la que ella quería quedarse y seguir charlando era para ayudar a los hermanos Tuttle a resolver los problemas que habían tenido con su padre.

Por lo visto, el fantasma del caso recientemente reabierto de su padre le acechaba más de lo que quería reconocer.

***

Divisar la iglesia Presbiteriana Cornerstone a la luz de la mañana resultaba surrealista. Mackenzie conducía junto a ella de camino a su reunión con el reverendo Jerry Levins. Levins vivía en una casa que se asentaba a solo media manzana de la iglesia, algo que Mackenzie había visto con frecuencia durante su etapa en Nebraska donde los líderes de las iglesias pequeñas solían vivir muy cerca de sus casas de devoción.

Cuando llegaron a casa de Levins, había numerosos coches aparcados al lado de la calle y en la entrada a su garaje. Asumió que se trataba de miembros de Cornerstone, que habían venido para buscar consuelo o para ofrecer su apoyo al reverendo Levins.

Cuando Mackenzie llamó a la puerta principal de la modesta casa de ladrillo, le respondieron de inmediato. Era obvio que la mujer que salió a abrirles la puerta había estado llorando. Miró con desconfianza a Mackenzie y a Ellington hasta que Mackenzie le mostró su placa.

“Somos los agentes White y Ellington, del FBI,” dijo. “Nos gustaría hablar con el Reverendo Levins, si está en casa.”

La mujer les abrió la puerta y entraron a una casa que resonaba con lloros y gemidos. En alguna otra parte de la casa, Mackenzie podía oír el murmullo de oraciones.

“Iré a buscarle,” dijo la mujer. “Hagan el favor de esperar aquí.”

Mackenzie observó cómo la mujer atravesaba la casa, entrando a una pequeña sala de estar en cuya entrada había unas cuantas personas de pie. Después de algunos susurros, un hombre alto y calvo se acercó caminando hacia ellos. Igual que la mujer que había respondido a la puerta, también era evidente que había estado llorando.

“Agentes,” dijo Levins. “¿Puedo ayudarles?”

“En fin, ya sé que son momentos muy tensos y tristes para usted,” dijo Mackenzie, “pero esperamos obtener cualquier información que podamos sobre el reverendo Tuttle. Cuanto antes podamos conseguir pistas, más rápido atraparemos al responsable de esto.”

“¿Creen que su muerte pueda estar relacionada con la de ese pobre sacerdote esta semana?” preguntó Levins.

“No podemos saberlo con certeza,” dijo Mackenzie, aunque ya estaba convencida de que era así. “Y por esa razón esperábamos que pudiera hablar con nosotros.”

“Por supuesto,” dijo Levins. “Mejor afuera en la escalera. No quiero interrumpir las plegarias que se están llevando a cabo aquí.”

Les llevó de vuelta a la mañana, donde tomó asiento en las escaleras de hormigón. “Debo decirles, que no estoy seguro de lo que van a encontrar sobre Ned,” comentó Levins. “Era un creyente de primera. Además de algunos problemas con su familia, no sé si tenía algo que se pareciera ni de lejos a un enemigo.”

“¿Tenía amigos dentro de la iglesia sobre los que pueda albergar dudas respecto a su moralidad u honradez?” preguntó Ellington.

“Todo el mundo era amigo de Ned Tuttle,” dijo Levins, secándose una lágrima de los ojos. “El hombre era lo más parecido a un santo que se pueda encontrar. Devolvía a la iglesia al menos un veinticinco por ciento de su salario habitualmente. Siempre estaba en la ciudad, ayudando a dar de comer y proveer de ropa a los necesitados. Cortaba el césped para algunos ancianos, hacía reparaciones domésticas para viudas, y se iba a Kenia tres veces al año de misionario para ayudar en una obra médica.”

“¿Sabe alguna cosa sobre su pasado que pudiera resultar sospechosa?” preguntó Mackenzie.

“No. Y no es poco decir porque sé muchas cosas sobre su pasado. Él y yo compartimos muchas historias sobre nuestros problemas. Y puedo decirles en confianza que, entre las pocas cosas pecaminosas que experimentó en el pasado, no había nada que pudiera sugerir que le trataran como lo hicieron anoche.”

“¿Qué hay de otras personas dentro de la parroquia?” preguntó Mackenzie. “¿Había miembros de la iglesia que pudieran sentirse ofendidos por algo que hubiera dicho o hecho el reverendo Tuttle?”

Levins pensó en ello durante un instante antes de sacudir la cabeza. “No. Si hubiera algún problema de ese tipo, Ned nunca me lo contó y yo no me enteré. Pero repito… les puedo decir con la mayor certeza que no tenía enemigos según mi conocimiento.”

“Quizá sepa si—” comenzó a decir Ellington.

Sin embargo, Levins levantó la mano, como si quisiera rechazar el comentario. “Lo siento mucho,” dijo. “La verdad es que me siento bastante triste por la pérdida de mi buen amigo, y tengo a muchos miembros de la iglesia llorando dentro de mi casa. Estaré encantado de responder a las preguntas que tengan en los próximos días, pero, en este momento, necesito volver con Dios y con mi congregación.”

“Desde luego,” dijo Mackenzie. “Le entiendo, y lamento mucho su pérdida.”

Levins consiguió esbozar una sonrisa cuando se puso de nuevo en pie. Había lágrimas recientes corriendo por sus mejillas. “Lo dije en serio,” susurró, haciendo lo que podía por no derrumbarse delante de ellos. “Denme un día más o menos. Si hay algo más que tienen que preguntar, díganmelo. Me gustaría colaborar para llevar a quienquiera que haya hecho esto ante la justicia.”

Dicho esto, regresó de nuevo al interior de la casa. Mackenzie y Ellington regresaron a su coche mientras el sol tomaba su posición natural en el cielo. Era difícil de creer que solo fueran las 8:11 de la mañana.

“¿Y ahora qué?” preguntó Mackenzie. “¿Alguna idea?”

“Bueno, llevo levantado casi cuatro horas y todavía no he tomado café. Ese parece un buen lugar por el que empezar.”

***

Veinte minutos después, Mackenzie y Ellington estaban sentados frente a frente en una pequeña cafetería. Mientras tomaban su café, repasaron los documentos sobre el padre Costas que habían conseguido en el despacho de McGrath y los archivos digitales sobre el reverendo Tuttle que habían enviado por email al teléfono de Mackenzie.

Además de examinar las fotografías, no había mucho que estudiar. Incluso en el caso del padre Costas, en el que había papeleo de acompañamiento, no había gran cosa que decir. Habían acabado con su vida con la herida de cuchillo en su pulmón o con una incisión profunda en su nuca que había profundizado lo suficiente como para revelar destellos blanquecinos de su médula espinal.

“Así que, según este informe,” dijo Mackenzie, “las heridas infligidas en el cuerpo del padre Costas probablemente fueron las que le mataron. Seguramente estaba ya muerto cuando le crucificaron.”

“¿Y eso significa algo?” preguntó Ellington.

“Creo que hay muchas posibilidades. Está claro que hay algún tipo de ángulo religioso en todo esto. El mero concepto de la crucifixión apoya esa idea. No obstante, hay una gran diferencia entre utilizar el acto de la crucifixión como mensaje y utilizar la imagen de la crucifixión.”

“Creo que te entiendo,” dijo Ellington, “pero puedes continuar con la explicación.”

“Para los cristianos, la imagen de la crucifixión sería simplemente un tipo de descripción. Si ese fuera el caso, los cadáveres hubieran estado prácticamente libres de heridas. Piensa en ello… la cristiandad al completo sería bastante diferente si Cristo hubiera estado ya muerto cuando le clavaron en la cruz.”

“Entonces, ¿piensas que el asesino solo está crucificando a estos hombres para hacer una exhibición?”

“Demasiado pronto para decirlo,” dijo Mackenzie. Se detuvo el tiempo suficiente como para darle un trago delicioso a su café. “Sin embargo, me inclino por pensar que no. Ambos hombres eran clérigos… líderes de una iglesia en una forma u otra. Exhibirles maniatados como a la figura cristiana que está en el centro de sus iglesias es un signo demasiado claro. Hay algún tipo de motivo detrás de todo ello.”

“Te acabas de referir a Jesucristo como a una figura cristiana. Pensé que creías en Dios.”

“Así es,” dijo Mackenzie. “Pero no con la fuerza y la convicción que tenía alguien como Ned Tuttle. Y cuando hablamos de historias bíblicas—la serpiente que habla, el arca, el golpe a golpe de la crucifixión—creo que hay que echar la fe a un lado y apoyarme en algo que se parece más a la fe ciega. Y no me siento cómoda con eso.”

“Guau,” dijo Ellington con una sonrisa. “Eso es profundo. Yo… prefiero simplemente decir que no lo sé por toda respuesta. Por tanto, respecto al motivo que has mencionado, ¿cómo lo descubrimos?” preguntó Ellington.

“Buena pregunta. Planeo empezar con la familia del padre Costas. No hay gran cosa en los informes que pueda servirnos de algo. Además, creo—”

Le interrumpió el sonido del teléfono de Ellington. Él lo respondió con rapidez y frunció el ceño al mirar la pantalla. “Es McGrath,” dijo antes de responder.

Mackenzie escuchó la parte de Ellington en la conversación, incapaz de comprender de qué estaba hablando. Después de menos de un minuto, Ellington concluyó la llamada y se metió el teléfono de nuevo al bolsillo.

“En fin,” dijo. “Parece que irás a visitar a la familia de Costas por tu cuenta. McGrath necesita que regrese a la oficina. Alguna tarea relativa a un caso sobre el que ha sido de lo más discreto.”

“Lo que seguramente quiere decir que es trabajo aburrido,” dijo Mackenzie. “Qué suertudo.”

“Aun así, resulta extraño que me saque de aquí tan deprisa cuando todavía no tenemos pistas. Debe de significar que tiene una confianza inmensa en ti de repente.”

“¿Y tú no?”

“Ya sabes lo que quiero decir,” dijo Ellington, sonriendo.

Mackenzie le dio otro trago a su café, un tanto decepcionada al descubrir que ya estaba vacía. Tiró la taza a la basura y reunió los archivos y su teléfono, lista para dirigirse a su primera parada. Pero primero, se dirigió al mostrador para pedir otro café.

Parecía que iba a ser un día muy largo. Y sin Ellington para mantenerla despierta, sin duda alguna iba a necesitar café.

Claro que, por otra parte, los días largos solían acabar con pistas—y productividad. Y si Mackenzie se salía con la suya, encontraría al asesino antes de que tuviera el tiempo suficiente para planear otro asesinato.

Antes De Que Peque

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