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Conversando con Bernard Stiegler*2

El acuerdo no es general pero todos los estudios apuntan hacia la misma tendencia. No todas las tareas son automatizables pero, según un informe de Oxford que considero muy serio, el 50% lo son, desde la conducción de camiones hasta la manutención o incluso el periodismo. No se trata solo de robots sino también de algoritmos, como los que se usan en la «data economy» y que representan una parte muy importante de la automatización. Esto va muy lejos, y no se trata de ciencia ficción. En previsiones a veinte años, hay países muy golpeados como Polonia, donde el 56% de las tareas podrían estar automatizadas. En Reino Unido, el 47%. En Estados Unidos, el 50%.

En las elecciones departamentales de marzo de 2015, el diario Le Monde utilizó por primera vez en Francia un algoritmo para escribir artículos sobre el resultado de las votaciones. En las elecciones regionales de diciembre de ese mismo año fueron cuatro las cabeceras que experimentaron con «robots periodistas» (Le Parisien, L’Express y France Bleu, además de Le Monde). Dos meses antes, Mercedes-Benz había probado durante 14 kilómetros un camión autopilotado en una autopista alemana. Hoy, las cajas automáticas para autocobrarse funcionan ya con normalidad en muchos supermercados europeos mientras la venta por internet sigue ganando espacio a los comercios tradicionales. Los ejemplos no paran de crecer amenazadoramente.

Borja D. Kiza: —¿El paro es un fantasma, un miedo creado artificialmente por un sistema que lo explota en su beneficio y que desaparecería en el momento en que dejáramos de creer en él, o una amenaza real?

Bernard Stiegler: —Es las dos cosas a la vez, un fantasma y una realidad. Es un fantasma en el sentido en que no es más que una traducción de las políticas de empleo. Pero si decimos que la problemática ya no se basa en ser o no empleado, entonces no hay problema de paro. Y eso es lo que yo propongo, que el empleo no sea un titán económico. ¿Por qué? El empleo tiene dos funciones: la creación de valor mediante la participación en la producción y posibilitar el consumo mediante la redistribución económica. Lo que hoy llamamos empleo viene marcado por Keynes y Roosevelt, que definieron el estado de bienestar durante la Gran Depresión americana: el salario no es solo una relación con el empleador sino que da derecho a la educación, jubilación, cobertura social... Pero [en un futuro próximo] para producir vamos a necesitar mucho menos empleo, así que este no puede seguir sirviendo de vía de redistribución. Hay que encontrar otra solución. El empleo ha tenido una función en el sistema de la macroeconomía keynesiana, y más generalmente en el «consumer capitalism», sea keynesiano o no, pero se ha acabado. Yo no digo que el empleo vaya a desaparecer, sino que va a ser marginal respecto a la redistribución, quizás el 30% o el 25%.

El pensamiento de Bernard Stiegler se basa en una diferenciación esencial entre empleo y trabajo. El empleo, íntimamente ligado a la introducción y ejecución de automatismos por los empleados y a la obtención de un salario, se confronta, según él, al trabajo: «aquello a través de lo cual se cultiva un saber». El empleo, automatizable, tiende a desarrollar protocolos y dogmas que destruyen los saberes. A destruir el trabajo, actividad en sí creativa.

Es precisamente lo que vivimos en este momento a través del desarrollo anárquico y salvaje —es decir, ultraliberal— de una digitalización muy mal entendida de la cual liberamos los potenciales extremadamente tóxicos del «pharmakon» que es la tecnología digital, en vez de cultivar y compartir los poteciales epistémicos nuevos e inauditos.

Esta vieja dinámica, unida al retroceso creciente y durable del empleo que insinúa la robotización, lleva a Stiegler a reivindicar la recuperación del trabajo como única solución al rompecabezas.

Si yo escribo libros, si participo en la web Wikipedia o si desarrollo un software libre no es en primer lugar para obtener un salario: es para enriquecerme en un sentido mucho más rico que el famoso «Enriquecéos».

Los empleados no trabajan en la medida en que trabajar quiere decir individualizarse, quiere decir inventar, crear, pensar, transformar el mundo.

Su enfoque me parece estimulante. Pero falta, ahora, determinar la manera de redistribuir la riqueza. Para ello, Stiegler recupera el estatus francés de «intermittent du spéctacle» (estatus de trabajador discontinuo del sector del espectáculo, que ofrece una remuneración suficiente y estable desde el momento en el que se trabaja un cierto número de horas al año, inferior al que exigiría el sistema de subsidio de desempleo general) y propone extenderlo a todas las actividades mediante una renta contributiva.

La nueva parte de la población incluida en este estatus, dedicada a trabajar en actividades de valor comunitario en vez de a buscar empleos cada vez más escasos, aportaría el fruto de su creatividad a la sociedad en libre acceso. Quienes no trabajaran ni se emplearan contarían con una renta básica indefinida inferior, algo que ya existe en Francia.

Estoy convencido de que la mayoría de la gente tiene todo tipo de talentos, y de que el problema es que la sociedad no solamente no los cultiva, sino que tiende estructuralmente a reprimirlos.

El desafío, aquí, es la transición de una visión a otra. Hay fuerzas económicas que consideran que su interés a corto plazo consiste mucho más en mantener el hiperconsumismo que en el desarrollo de otra cosa. A corto plazo, tienen sin duda razón, pero se equivocan absolutamente a largo plazo.

Con la subida espectacular de los autómatas, que van a desplegarse en los diez próximos años con una extrema brutalidad, todo [el sistema actual] va a derrumbarse. Dado esto, seamos quienes seamos, presidente de la República, director general de un gran grupo, profesor de universidad, sindicalista o ciudadano, hace falta desde ahora encomendarse a este asunto y repensar completamente el modelo económico de nuestras sociedades.

Hay que debatir, pero ahora hace falta también, y sobre todo, experimentar, crear para ello zonas francas, es decir, territorios de experimentación y de investigación contributiva.

Bernard Stiegler, extractos de L’emploi est mort,

vive le travail!, libro-entrevista con Ariel Kyrou

—¿De verdad cree que el sistema aceptará una propuesta como la suya?

—No se trata de querer o no querer, el sistema estará obligado a aceptarla. Los que mejor comprenden lo que digo son la gente del patronato, mucho mejor que los políticos de izquierda. Hay gente muy inteligente en el patronato, de lo contrario no serían capaces de conservar el poder. Saben muy bien, sobre todo las grandes empresas, que van a desaparecer muchos puestos de trabajo. Y saben que, si no hay más empleo, no habrá poder de compra y ellos no podrán vender. Es por su propio interés. Por eso yo no presento mi propuesta como una política de justicia social. Lo que me interesa es la racionalidad, y no es racional no redistribuir las ganancias de la producción. Si no lo hacemos, caeremos en la sobreproducción. Ya estamos en ella, pero es más o menos absorbida por artificios como las «subprimes», los créditos al consumo o la especulación financiera. Son como los residuos nucleares: se acumulan como enormes problemas en la sombra y, cuanto más tardemos en solucionarlos, el problema será más explosivo.

—Especialmente para los más desfavorecidos...

—No digo en absoluto que haya que crear una renta contributiva para ser justos con los pobres. Lo que digo es que los pobres no son pobres, son ricos. Y que la riqueza no es el dinero, es la capacidad de aportar cosas nuevas. Y que, si damos los medios a la gente y les permitimos desarrollar su potencial, produciremos muchísimo valor.

—¿Somos mejores amateurs que profesionales?

—Sí, y es algo que internet y lo digital han hecho posible. Este valor que generamos fuera del sector profesional lo revalorizamos en la web, pero es explotado de nuevo, a veces incluso destruido, por los actores económicos de Silicon Valley. Creo que hoy debemos tener verdaderamente en cuenta esta capacidad de crear valor de los individuos y ponerla en el centro de la economía para cambiarla.

—Hay gente, y no solo rica, que no confía en la otra gente.

—La gente no es para nada estúpida, los estúpidos son sus dirigentes y su estupidez les afecta. La gente sufre, y cuando se sufre mucho nos volvemos malos. Hay que contar con la gente.

—¿Un ejemplo esperanzador?

—Conozco un político ecologista que dirige una pequeña ciudad en el norte, Loos-en-Gohelle, una de las más pobres de Francia. Hay familias enteras, de abuelos a nietos, en las que nadie ha trabajado en los últimos treinta años y que viven de las ayudas sociales. Jean-François Caron ha instalado allí captores y sistemas automáticos de control de rendimiento energético en edificios, etc., pero no los ha conectado a ningún algoritmo para explotar sus datos. Con los datos, organiza reuniones con los habitantes. Dice: «Aquí los datos, ¿qué hacemos?» Esa es una manera inteligente de utilizar la tecnología. Utilizarla para hacer pensar a la gente, no para apartarla del pensamiento. Y funciona muy bien, porque no toma a las personas por imbéciles. La población es muy pobre pero menos infeliz que en otros lugares, porque tiene la sensación de existir, de ser escuchada. Y no es solo una sensación, es una realidad. Loos-en-Gohelle tiene una de las tasas de delincuencia más bajas de todo el país. Además, este político ha conseguido hacer venir a su pequeña comuna al Centre National de Recherche Technologique porque, a pesar de que hace mal tiempo y es un lugar pobre, el ambiente social da ganas a otros de instalarse allí. Eso es lo que quiero hacer en Saint-Denis.

—¿Cómo es su proyecto allí?

—En Saint-Denis trabajo con cuatro partidos políticos para desarrollar durante diez años estas ideas sobre la renta contributiva. Pero la renta contributiva no es más que un aspecto de la solución. La solución debería ser una economía contributiva. Hace falta una investigación contributiva, una enseñanza contributiva, una democracia contributiva, redes de comunicación contributivas... Estamos creando el derecho a una renta contributiva muy progresivo que va a comenzar únicamente para los más jóvenes que acaban sus estudios. También trabajamos sobre la creación de una universidad en el terreno para ofrecer estudios superiores y formación permanente. Y desarrollamos un proyecto de verdadera «smart city», no la que se propone hoy como «smart city», y que no es más que una ciudad automática, una «stupid city», la ciudad más estúpida que hay. Lo que queremos desarrollar es una ciudad donde los habitantes, que son los ciudadanos pero también las empresas, asociaciones y servicios públicos, usando la tecnología algorítmica, que tiene capacidades formidables, prescriban su aplicación.

—¿Qué enemigos prevé?

—No sabría decirlo muy bien, la situación evoluciona. Evidentemente, hay una parte del patronato de Francia que ha intentado destruir el estatus de «intermittent du spéctacle» tal como existe, así que si hablamos de extenderlo... A la vez, es complicado. Conozco a personas que dirigen empresas muy grandes que creen que hay que encontrar una solución distinta a la actual. Después, los sindicatos obreros pueden estar en contra de la propuesta, porque están formados para defender el empleo asalariado. Yo estoy en contacto con los grandes sindicatos y ellos también cambian. Por otro lado, el elector básico del Frente nacional, que sin duda llegará al poder, dirá que hay que echar fuera a todos esos inútiles y perezosos. Además, haciéndolo en Saint-Denis, muchos inmigrantes van a beneficiarse de la medida, así que la xenofobia también puede ser otro enemigo.

—¿El miedo, y concretamente el miedo a ser pobre, es lo que más moviliza a los votantes?

—No es solo el miedo sino la desesperación, que es mucho más grave. La gente está desesperada, sobre todo los jóvenes. Pero lo que yo propongo no pasa por las elecciones. No es que quiera hacer la revolución, pero creo que el sistema democrático ya no existe, que no vivimos en democracia sino en telecracia, en un marketing político absolutamente asqueroso y vergonzoso que da una imagen de democracia repugnante y justifica, a ojos de muchos jóvenes, optar por las llamas [el logo del Frente nacional, recientemente renombrado Rassemblement national, son unas llamas con los colores de la bandera francesa]. Están asqueados de un sistema que, en efecto, es totalmente asqueroso.

—Xenofobia, fin de la democracia... ¿Qué más hemos perdido?

—Antes de la sociedad de consumo, los individuos componían su sociedad, no necesariamente por la vía política pero sí por su actividad. La gente hacía evolucionar la costura, la manera de cultivar, de hablar, de dar sermones en la iglesia..., todo. Es lo que Gilbert Simondon llamaba la «individuación colectiva». Durante mucho tiempo, los hombres participaban en la evolución de su mundo, sea por la lengua, por su profesión, por la manera de educar a sus hijos... Y los que eran muy singulares y capaces de atraer la atención de los otros podían convertirse en figuras muy relevantes. A partir de 1917, cuando un sobrino de Sigmund Freud, Edward Bernays, inventó las Relaciones Públicas, que en los años cuarenta se convirtieron en Estados Unido en el marketing, las personas empezaron a perder ese poder. Ya no es la gente la que define su modo de vida, sino el marketing. Aparece un nuevo aspirador y alrededor de él se construye una nueva manera de vivir, y no es usted quien lo ha decidido, sino una agencia de marketing. Las marcas son modos de vida. Pero son totalmente estándares, artificiales. Y la gente ya no se lo cree. Todo el mundo sabe que es una bobada grotesca ponerse un aro en la nariz, tener zapatillas Nike y utilizar todos los iPhone, iPad... Todo el mundo lo sufre pero, como no hay otra manera de existir en comunidad, la gente lo adopta. A esto me refiero cuando digo que hay que volver a «saber vivir», que es un volver a «saber vivir juntos».

—En vez del «poder de compra», usted defiende el «saber de compra».

—El poder de compra hoy está distribuido por la economía del empleo y pilotado por el marketing. Está controlado para generarnos reflejos condicionados de comportamiento y el engranaje funciona muy bien. Yo creo que hay que remplazar esto por el «saber de compra», es decir, hacer pensar a la gente cómo comprar. Eso es una economía concreta, no una teoría de la fiscalidad, los impuestos, la macroeconomía... Se trata de enseñar a la gente a economizar sus vidas. ¿Realmente necesito un coche? Quizás unos padres tienen que elegir entre poder pagar a sus hijos unos buenos estudios o comprar un coche. Seguro que los niños quieren el coche, así que el marketing utiliza a los hijos como elemento de presión para que los padres cedan. Pero ahora necesitamos una economía neguentrópica, una economía que se base en la disminución de la entropía. Necesitamos disminuir la desechabilidad y los comportamientos de consumo idiotas. No significa que vayamos a dejar de consumir, por ahora necesitamos comprar para que haya una circulación monetaria planetaria. Pero hace falta que compremos inteligentemente, no tenemos otra opción. Somos 7.000 millones de habitantes y pronto seremos 9.000, cada vez con menos agua potable, menos aire limpio... Es la única manera de luchar contra las consecuencias tóxicas del Antropoceno. Esa es una verdadera política económica. Ningún gobierno propondrá eso porque no hacen economía, sino lo que Jacques Généreux llama «deseconomía». Economizar significa preservar el futuro. Hoy vivimos en una economía del presente, en la deseconomía.

Reescuchando a Stiegler, una cuestión que me persigue desde hace tiempo me vuelve a la cabeza. Una de dos: o el capitalismo se ha vuelto loco o, por el contrario, absolutamente clarividente. ¿No hay ninguna estabilidad en su lógica ultraexcitada más allá de la búsqueda extrema e implosiva de beneficio individual?

¿O es que sus máximos poderes saben que, como especie, estamos abocados a la extinción y, por lo tanto, desean tan solo aprovechar y disfrutar hasta el fin de sus privilegios durante el tiempo que esto dure y blindarse para ser los últimos en desaparecer? Stiegler, en El empleo ha muerto... ¡viva el trabajo!, dice: «[el capitalismo] ya no cree en el futuro: es estructuralmente cínico» y «sistemáticamente descreído». Intuyo, entonces, que no es solo que beneficie el corto sobre el largo plazo. Debe de ser algo más profundo. Si el futuro no existe para el capitalismo: o se ha vuelto loco (y nos enfrentamos a un psicópata) o es clarividente (y nos enfrentamos a una fuerza mucho más lúcida que nosotros y somos nosotros los equivocados). J, para contrariarme y sonriendo, diría: «Sin duda, el capitalismo es un loco clarividente, ¡así que vivamos nosotros también alocadamente los pocos o muchos días que nos queden!»...

—¿El capitalismo se ha vuelto loco o completamente clarividente?

Antropoceno obsceno

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