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I. GANARSE (O PERDERSE EN) LA VIDA

De cómo vi que el dinero impone su viaje

Conversando con Thierry Paquot*1

El capitalismo mata las profesiones, las descalifica, las rompe. El respeto de un «saber hacer» pasará por la salida del sistema. […] Desgraciadamente, el paro se va a generalizar. Pero puede ser también una oportunidad.

Borja D. Kiza: —¿Cómo?

Thierry Paquot: —Puede servir para decir a la gente: ahora no tienes trabajo, aprovecha para viajar tres meses allí donde estás. Son prácticas que no realizamos espontáneamente porque no sabemos que podemos viajar allí y a partir de allí de donde ya nos encontramos. Esto plantea una cuestión enorme, que es la del «otro lugar». En nuestra Tierra, completamente cartografiada y nombrada, en nuestra manera de vivir, ya no hay «otro lugar». Al comienzo de nuestros primeros grandes viajes, en el siglo xv, había los «otros lugares», sitios donde nadie había estado antes, y con ellos había un campo literario particular que era el de la utopía, como la que escribió Thomas More. Nos podían hacer soñar o representar algo que no habíamos visto nunca antes. ¿Por qué no imaginar otra sociedad más justa, etc.? Hoy en día ya no hay más «otros lugares», excepto en la ciencia ficción, si salimos de este planeta y vamos a la Luna o a Marte. Si no, estamos en un mundo finito y lleno.

Ingenuo... ¿Thierry Paquot, al presentar el paro como una oportunidad, al creer en la recuperación de las utopías desde allí donde nos encontramos? Más que él, yo, al proponerme encontrar algo nuevo de valor que contar entorno al Antropoceno, sobre el que tanto está dicho y tan poco escuchado. ¿De verdad confío en que mi proyecto —que ni siquiera yo entiendo del todo— convenza a J? Aun así, debo seguir adelante. Al reescuchar la entrevista con Paquot, horas después de nuestro encuentro, me pregunto si, quizás, el Antropoceno comenzó el día en que se cartografió el último metro cuadrado de la Tierra y con él se hirió de muerte a la utopía humana. Antropoceno..., ¿el triste mundo de las no-utopías? Quizás es la nostalgia causada por esta carencia la que hace que una dicha particular nos tome cuando llegamos a un territorio hermoso pero, sobre todo, desconocido, vacío e inabarcable por nuestra vista y empezamos a explorarlo sin saber qué habrá en él. Un sendero virgen en la montaña, un bajo bosque desde el que parece intuirse una nueva playa... Libres del asfixiante Antropoceno y felices. Hasta que de pronto nos topamos con una parada de autobús o un chiringuito y todo nuestro placer se funde como un cubito de hielo dejándonos un sabor ácido en la boca del que intentamos librarnos escupiendo por doquier. La utopía hoy es posible en nosotros mientras conservamos la inconsciencia de lo que nos rodea. Más bien, mientras fingimos que desconocemos el desastre a nuestro alrededor. Una ilusión que, en cuanto nos alejamos unos pasos de nuestro puñado de metros cuadrados utópicos, se desintegra. Me digo que, antes, la utopía era mirar al horizonte con la mano en la frente. Y que hoy es mirar a nuestros pies con las manos ocultándonos los laterales. Pero J, ridículo extremista, ha ido aún más lejos y ha decidido cerrar los ojos con fuerza, abandonándose a la nada que no decepciona y renunciando así a toda noción de utopía.

—¿El siglo xx ha sido utópico?

—Ante la llegada del año 2000, escribí un artículo sobre cómo veíamos esta fecha en 1960 y 1985. No acertamos en nada, en algunos casos para mejor y en otros para peor. Se pensaba que ya no cocinaríamos y nos alimentaríamos con una pastilla, que los cánceres serían vencidos, que al comer un tenedor nos diría el nivel de colesterol... Todo dependía del progreso técnico y científico y ninguna de las previsiones trataba el bienestar humano, la sensualidad, la plenitud sexual, la relación con la naturaleza... Era como si de pronto la utopía fuera el incremento de elementos técnicos.

—En el siglo xxi, ¿ya no hay espacio para la utopía?

—Para empezar, la palabra «utopía» ha cambiado de naturaleza. Lo que antes era un «otro lugar» presente se ha convertido en una «voluntad de cambio». Como el «otro lugar» no está en otro lugar, yo invento mi «otro lugar» aquí, lo que se materializa en una cooperativa de producción autogestionada, en una vivienda participativa, en un pueblo decreciente, en una ciudad lenta... La utopía cambia su sentido clásico y significa simplemente fabricar otra sociedad aquí y ahora, dentro de nuestra sociedad actual. El «otro lugar» se busca respecto a la propia sociedad, ya no fuera de la sociedad en general. Es un «otro lugar» en el interior y es pequeño, excepcional, concierne a una pequeña comunidad de personas... Y esos «otros lugares» existen, hay muchas alternativas. Las utopías de hoy son las alternativas.

—¿Estas alternativas deberían interconectarse?

—Les cuesta federarse porque el sistema lo entorpece. Frente a una cooperativa que hace pan bio a buen precio, si puede, la mata. Afortunadamente, gracias a internet y a la facilidad para viajar, hay conexiones entre estos proyectos alternativos, pero no van muy lejos. Hoy todos los experimentos se hacen sabiendo que son limitados, sobre todo lo saben aquellos que participan. A menudo se trata de gente que ha militado mucho y se ha dado cuenta de que a través de la militancia no es posible, de que no sirve para nada. Como máximo sirve para aspirar a un sueldo individual de político y a cambiar de partido si prevé que va a perder votos... Pero como no pueden sostener este discurso porque es el de Marine Le Pen,2 que dice que los partidos son todos iguales y no se ocupan más que de su carrera —lo que yo también creo—, para no ser asociados a la extrema derecha se oponen a través de la experimentación social. Si hacemos un Tour de France de experimentaciones sociales, hay muchísimas, pero son excesivamente modestas, y lo más increíble es que pueden estar a dos kilómetros unas de otras y no conocerse. Yo lo he visto en Saint-Étienne. Pero también tiene cierto sentido porque estamos convencidos de que small is beautiful y tenemos miedo de que, si crecemos, surjan intermediarios, costes suplementarios y, sobre todo, se produzca una pérdida relacional, lo que es verdad.

—¿El capitalismo es invencible?

—El capitalismo ha sido siempre recuperador de las alternativas que le plantan cara. Pero no es grave, ya lo sabemos. Lo que hay que hacer es mostrar cada vez que solo puede recuperar una parte en nombre del capitalismo. Pero hay otra parte con la que no puede hacerse. Por el contrario, lo que sí puede es oponerse y romper las alternativas.

—¿Sin interconexión frente a este capitalismo, las alternativas están abocadas al fracaso?

—No. Vivirán su vida y desaparecerán cuando el proyecto se pare, pero nacerán otras, como los champiñones. Yo creo que, hoy, la visión de unir alternativas y crear algo grande que cambie el sistema no es buena porque los obstáculos son de naturaleza diferente a pequeña o a gran escala. Además, antes era más claro: existían el proletariado y el patronato, por hacerlo caricaturesco, y había un enfrentamiento. Pero después hemos visto que hay una multitud de patronatos y ciudadanos diferentes y que lo que hay hoy es una variedad de conflictos, secretos, oposiciones, rivalidades, celos, envidias... A partir de ahí, como no es cuestión de matarse mutuamente, buscamos un acuerdo, que es siempre provisional y frágil. Y es mucho más sencillo encontrar estos acuerdos en un grupo pequeño y tocar la misma partitura. Después, cuando los involucrados se desvinculan del proyecto, no hay transmisión pero, en todo caso, no nos arrepentimos de lo vivido. Hay que abandonar la idea de que voy a construir un sistema alternativo que va a crecer y sustituir al otro, aunque eso no implica que a nivel de Estado no se pueda crear un marco legal que favorezca la proliferación de alternativas.

—En España, a nivel municipal, tras las elecciones de mayo de 2015, Barcelona y Madrid tienen alcaldesas de partidos nuevos y de clara sensibilidad de izquierdas que podrían avanzar en este sentido.

—El poder se para allí donde la economía planetaria circula, pero en el mundo hay pequeños signos de esperanza de otras prácticas políticas en las ciudades. El libro Le temps des maires [Frédéric Sawicki] explica que hoy los alcaldes tienen más margen de maniobra, contrariamente a lo que creemos, que los estados-nación. Las opciones democráticas más interesantes hoy suceden a nivel ciudad de un determinado tamaño y a nivel de territorio. Pero no territorio en el sentido de región, que es una invención tecnócrata.

Antiguamente había territorios con un sentido cultural y lingüístico, como el País Vasco o Cataluña. Había cierta coherencia en la superposición de una cultura y un territorio. En Francia, de un golpe de varita mágica presidencial, acabamos de pasar de 24 regiones a 13 sin ninguna discusión, debate ni balance. Es una maniobra de tecnócratas, la gente no sabe ni cómo se llaman las nuevas regiones. Pero no molesta a nadie porque nadie se siente identificado. Para un francés medio, la región es como Europa: unos tecnócratas que nos roban dinero y después no se ocupan para nada de nosotros.

En ciudades como París, donde los cataríes compran vecindarios enteros en el barrio de la Ópera y los fondos de pensiones ingleses y americanos compran inmuebles, hoteles e incluso negocios con actividad económica, el margen de maniobra es limitado. Pero si hubiera un o una alcaldesa que municipalizara el suelo, estableciera un bloqueo de los alquileres y organizara de otra manera la política inmobiliaria y territorial, la situación cambiaría. Obligatoriamente, perdería cierta fuerza durante un tiempo porque el capitalismo se lo haría pagar, pero una ciudad como París es sólida y al cabo de dos o tres años los turistas volverían y los capitalistas también. Yo creo que hoy esta relación de fuerzas no es apreciada en su justo valor por los responsables políticos, que van en el sentido del capitalismo planetarizado y hacen que ciudades como París se vuelvan lugares cada vez más homogéneos sociológicamente, de clase más bien alta, joven y relacionada con las nuevas tecnologías. Sin embargo, una verdadera ciudad es una ciudad variopinta, que contiene un abanico de edades, orígenes étnicos, lenguas... Igual que hay una biodiversidad en la naturaleza, hay una diversidad socio-cultural en las ciudades que hay, sin duda, que cultivar.

Mientras transcribo a Paquot, leo en la prensa que hace dos noches que los franceses ocupan la plaza de la République en París. En España, los medios relacionan la noticia más o menos con el proceso iniciado tras el 15-M3 en Madrid y otras ciudades. Algunos insinúan que las consciencias francesas están ya suficientemente maduras como para iniciar un movimiento ciudadano de envergadura. Maduras... ¿o podridas?

El paro sube lenta pero imparablemente desde hace años aquí. La gente pasea entre militares con metralleta desplegados por el estado de emergencia. El espacio de vida común se carcome, constreñido entre el racismo y el terrorismo. El gobierno socialista al que votaron confiando en sus valores de izquierda ha aplicado muchas de las medidas más conservadoras del país en décadas. La extrema derecha es, por el momento, la única fuerza capaz de aglutinar y rentabilizar políticamente el descontento popular. [Finalmente Enmanuel Macron y su proyecto En Marche! aprovecharán electoralmente esta frustración social antes de desatar, a finales de 2018, una de las mayores protestar ciudadanas de los últimos años en el país: el movimiento de los gilets jaunes.4] Los casos de corrupción en masa, que hasta ahora parecían una enfermedad limitada a los países del Sur, empiezan a aflorar en los despachos más respetados... Cada día los franceses ven más claro que, en el fondo, no son muy diferentes de los españoles, los griegos, los portugueses, los irlandeses... Los «pigs»5 de Europa.

¡Bienvenidos, vecinos! ¡Nuestra pocilga es vuestra pocilga! ¡Oink, oink...! Nada que reprocharles. Me digo que también nosotros necesitamos un buen número de revolcones en el fango y alcanzar un alto grado de putrefacción antes de reaccionar. Y, en todo caso, ¿para qué han servido nuestras pataletas? Me pregunto si el capitalismo, sistemáticamente, crea el caldo de cultivo de su propia destrucción y luego se lo bebe, a modo de vacuna, con el fin de inmunizarse de todas sus posibles amenazas. Pero, ¿qué sabré yo del capitalismo?

—¿Hay algo que pueda amenazar de verdad al capitalismo?

—Los movimientos de contestación, si algún día los hay, serán llevados a cabo por la clase media, un poco como los «indignados» de España. No serán los más pobres ni tampoco los más ricos. La clase media hoy constata que el sistema no funciona y que esto que vivimos no es normal. Sin embargo, como no cree en la política en su sentido clásico, lo manifiesta pero no desea ser elegida. En América Latina hay muchos partidos políticos en los que el candidato, la cara visible, aunque sea el más votado, no irá al Ayuntamiento. No quiere. Lo que quiere es que sus ideas orienten el debate público y que el número dos, que será efectivamente alcalde, esté obligado a dirigir el debate y sus promesas.

Pienso en Christian Schwägerl,6 que en La era del hombre: ¿destruir o replantear? La época decisiva de nuestro planeta dice: «La historia post-Revolución francesa y post-Revolución industrial se construye en el cuerpo de la clase media mundial.» Por ahora, no soy capaz más que de generar preguntas, y ni siquiera estoy seguro de que no sean completamente estúpidas...: ¿somos, entonces, la clase media occidental los responsables del lugar en el que nos encontramos hoy y de la situación a la que hemos llevado al planeta? ¿Somos los culpables del Antropoceno? Si es así, ¿cuál es el siguiente paso que forzaremos a dar a la humanidad? ¿El de la salvación o el del descalabro definitivo?

A J le da igual el futuro que él mismo genera, él no estará aquí para verlo. Y yo veo que, sin darme cuenta, nos defino, a J y a mí, como «clase media occidental». No me siento del todo cómodo con la etiqueta: ¿qué tengo que ver con un obrero de Leeds que trabaja desde sus dieciséis años y que hoy gana tres veces mi salario; con una repartidora de correos de Roma con su puesto de funcionaria asegurado o con una diseñadora web treintañera de Hamburgo que malvive y malcome en un pequeño estudio pero tiene un teléfono de alta tecnología y va a yoga todos los miércoles? J diría: «Todos nosotros, no somos ni ricos ni pobres». Pero, cada vez más a menudo, yo me confronto a otra definición igualmente inexacta y válida de nuestra clase: todos nosotros, somos pobres para los ricos y ricos para los pobres. Con los problemas de comunión social que ello suscita. Me permito, por ahora, aceptarme sin más como parte de esta vasta y basta barrica en fermentación que es la «clase media» europea. No puedo definir todo al milímetro a cada paso, se trata de avanzar. Schwägerl añade en su libro:

Hoy, la tensión mundial no es menor que la que precedió a la Revolución francesa. El Banco Mundial describe así el futuro: «En 2030, 1.200 millones de habitantes de países en vías de desarrollo formarán parte de la «clase media» mundial, es decir, un 15% de la población mundial, contra 400 millones hoy.» Pero, al mismo tiempo, [la clase media] está demasiado centrada en ella misma y no se preocupa suficientemente por la pobreza. Sus miembros no constituyen solamente el patrimonio histórico de la Revolución francesa, ellos diseñan igualmente la silueta del futuro. Dado que casi todo el mundo quiere vivir como ellos y que representan el modelo de vida deseado por excelencia, deben plantearse las siguientes cuestiones: ¿cómo vivimos, cómo podríamos vivir y cómo deberíamos vivir?

¿No entiende J la enorme responsabilidad con la que nos carga Schwägerl?

—Dentro de poco, el «nosotros» puede que incluya también a los robots.

—Estamos en los comienzos de la robotización, que va a llegar más rápido de lo que pensamos. Yo estoy en contra del Ministerio de Trabajo, creo que habría que crear un Ministerio de la Realización Personal que no se obsesione por reducir la tasa del paro, porque no va a hacer más que aumentar. Quizás nos hace falta recuperar el sentido inicial de «chômage» [«paro» en francés], es decir, del día de descanso en el que no trabajamos, un día para uno mismo, y no usar la palabra «paro» para estigmatizar al parado y marcarlo como alguien que no sirve para nada y que no trabaja. Hay que cambiar la mentalidad de la gente y crear un sistema de ayudas completamente diferente. El dinero está ahí, eso no es un problema, es cuestión de una nueva repartición y organización. Y hay que hacer entender a los estudiantes que salen del instituto y de las universidades algo que es bueno para ellos: que van a hacer varias cosas en su vida. Quizás tendrán un proyecto como arquitectos durante seis meses, después, en vez de tener seis meses de paro, lo llamaremos de otra manera y se ocuparán de su jardín, después darán cursos de música en el conservatorio, porque son músicos, después tendrán otro proyecto de arquitectura, después serán profesores durante un año... Este encadenamiento de actividades debe ser valorado por la sociedad en vez de estar estigmatizado como un recorrido atípico. Es simplemente un recorrido impuesto por el sistema capitalista. Hay que responsabilizar al sistema capitalista y decirle: vosotros precarizáis a todo el mundo, pues vamos a modificar la precarización porque, si no, somos nosotros los que vamos a intentar precarizar el capitalismo.

—¿Lo cree posible?

—No es evidente, pero yo no veo otro escenario posible de equilibrio, sobre todo a nivel mundial. Los asalariados son una minoría en el mundo. En muchos países, jamás han existido personas con un salario más o menos estable y garantizado, más allá del ejército y los funcionarios. Por eso hay que modificar el concepto de asalariado, es una solución que todo el mundo busca hoy.

—Su propuesta exigiría reeducar no solo a los políticos sino también a los estudiantes.

—Una de las instituciones que funciona peor en el mundo es la escuela. Los niños se aburren, los profesores son, en general, malos, se enseña cualquier cosa, las clases son feas y colocan a unos alumnos delante y a otros atrás, los estudiantes no entienden nada y le preguntan al profesor: «¿para qué sirve eso?», los profesores responden «para sacar el bac» [baccalauréat: bachillerato]... Nos debería dar igual el bac, de lo que se trata es de hacer inteligible el mundo en el que vivimos. Este sistema crea fracaso escolar, repetición de cursos y aberraciones. Solo hay algunos raros pequeños experimentos como Montessori, Steiner-Waldorf, Célestin Freinet o Francisco Ferrer. Y en la universidad es igual, los cursos magistrales no tienen ningún sentido. Hay demasiados cursos y con demasiada gente. Habría que trabajar en talleres en grupos de no más de veinte. Una gran sala con libros, ordenadores, un rincón-cocina... Y hay un profesor que viene y está a su disposición toda la jornada. Eso es todo. Así se avanza. Y que los estudiantes tengan una o dos «enseñanzas» al mes. Una enseñanza, no un curso. Cualquiera puede dar un curso sobre cualquier cosa consultando Wikipedia, si tiene cierto nivel cultural. Contrariamente, una enseñanza, es decir, un pensamiento pensante, muy poca gente la puede ofrecer. Por eso aún hoy publicamos los cursos de Michel Foucault o de Gilles Deleuze. Porque son raros los que ofrecen al año una enseñanza digna de ese nombre a una audiencia completamente heterogénea que viene a escuchar a una persona que piensa en voz alta. Eso es formador. Y, en las universidades de las que formo parte, nadie es un pensador. Se enseñan pequeñas cosas sin valor que no tienen ningún interés. Y no estamos cerca de cambiar eso porque, según organizan la estructura, es a mí a quien apartan.

—Existen al menos las escuelas experimentales.

—Estoy leyendo un libro sobre la nueva pedagogía y el autor cita la revista americana Fortune, que selecciona a los cien mejores managers del año y les pregunta por su formación inicial, de niños. La mayoría de ellos ha ido a escuelas experimentales. ¿Qué les enseñaron?: la confianza en sí mismos, porque llegan por la mañana y nadie sabe lo que les van a enseñar. No son muchos, no hay maestro. Hay un animador o educador que está ahí y dice: «Frédéric, ¿qué hiciste ayer al volver a casa?» o «¿alguien ha traído algo de casa?». Y un niño tiene un diplodocus de plástico que se llama Toto. «¿Y por qué le has llamado Toto?» o «¿qué es un diplodocus?». Algien dice: «son como los asnos pero en grande y de otra época». Otro añade: «¡yo sé! Son de la prehistoria»...

Y eso funciona, porque no hay cálculo durante una hora, geografía otra hora, historia... Por otro lado, los cronobiologistas y los psicólogos dicen que es decisivo mezclar niños de diferentes edades, los de tres con los de siete u ocho, porque no se pelean entre ellos sino que se ayudan mutuamente. Y que el juego, incluso para los adultos, debe ser un elemento central. Es un método que avanza al ritmo de los niños y demuestra, al contrario de lo que dicen las instituciones clásicas para defenderse —«ya veréis, no aprobarán los exámenes»—, que se las arreglan incluso mejor que los otros. Pero lo curioso es que crea una élite que no quiere popularizar este método porque quiere guardar la ventaja para ella. Además, hay que ser sinceros: la mayoría de los profesores actuales, tanto en España como en Francia, no podría enseñar de esta manera.

—¿Habría que enseñar a consumir en la escuela?

—Evidentemente. Si en la escuela no hubiera cursos de geografía y de historia pero una niña llevara un azucarillo... ¿Qué es el azúcar? ¿De dónde viene? Ya empezarían a conocer la geografía. ¿Es de caña o de remolacha? Aprenderían a conocer las plantas. Después, la pastelería, la cadena alimentaria... Hasta llegar a los intercambios económicos, el transporte y todo lo demás. Así se enseñaría a los niños a responsabilizarse y a tener una relación ética con la tierra.

—¿Habría que experimentar más en educación?

—Creo que los lugares de experimentación van a ser cada vez más numerosos, aunque no estén federados. Yo he creado la universidad popular de ecología de Choisy-le-Roi, que funciona muy bien. Es cierto que se encuentra en una primera etapa muy simple: alguien que conoce algo de un asunto y que se reúne con otros con mayor o menor formación para compartirlo. Habría que pasar a una segunda etapa, que sería crear verdaderas universidades generales: lugares de producción de conocimiento. Encontrar un espacio no es difícil, sin embargo, exige un compromiso mucho mayor de quienes enseñan. Si me proyecto a treinta años, mi sueño es que no haya más universidades ni colegios, sino casas de conocimiento, que acaben con la división entre ciencias y letras y propongan recorridos flexibles de temporadas de formación con otras de trabajo o de otras actividades. Y estos conceptos también se podrían aplicar a la jubilación.

—¿Cómo imagina la jubilación?

—Todo el mundo debería tener un año de jubilación pagado a los 17 o 18 años. Otro al final de sus estudios, si los ha hecho, y otro cuando se tiene un hijo. Y que el paso a la jubilación definitiva no sea de un día para otro sino que se empiece por trabajar la mitad de tiempo, luego un tercio. Y así poder transmitir los conocimientos. Un profesor de universidad, por ejemplo, acumula conocimientos durante toda su carrera y empieza a ser mejor de mayor. Edgar Morin me dijo que a los 65 años, de la noche a la mañana, tuvo que dejar su despacho, y es alguien que ha escrito la mayor parte de sus libros desde que está jubilado. Tiene la suerte de tener buena salud a sus más de noventa años, pero las dos cosas van juntas: diferentes personas lo solicitan y le dicen lo bueno e inteligente que es y, evidentemente, él continúa viviendo. Fernand Braudel me contó que el día de su 65º cumpleaños llegó a la Maison des Sciences de l’Homme y sus libros estaban en el pasillo porque el despacho ya había sido dado a su sucesor.

—¿Cómo imagina las sociedades del futuro?

—La diversidad humana hace que no tengamos los mismos gustos ni deseos. Hay gente a la que le gusta vivir en grandes ciudades concentradas, así que habrá grandes metrópolis en 2050 o 2080, aunque con cambios derivados de la preocupación medioambiental y las condiciones energéticas y climáticas. Pero, por otro lado, habrá gente que querrá vivir en pequeños pueblos autogestionados con nuevas formas de solidaridad muy marcadas a nivel local y donde pondrán en común los cuidados, la educación de los niños, la atención a los mayores... Muy independientes del Estado, que por otro lado estará en vías de desaparición. Al mismo tiempo habrá todavía regímenes totalitarios donde la gente no decidirá sobre su lugar de vida porque alguien elegirá por ellos.

—La gente es cada vez más nómada. Se nace en un lugar, se estudia en otro, se trabaja sucesivamente en diversas ciudades, se viaja varias veces al año... ¿No es esta tendencia al «nomadismo deseable» una herramienta del sistema para desarticular ciudadanos, desligarlos de sus lugares de residencia pasajeros, descomprometerlos respecto al espacio que habitan y hacer así de las ciudades lugares más vulnerables al capitalismo?

—Es una observación muy justa. Hay una fascinación por la movilidad que hace que veamos arcaico, es decir, totalmente pasado de moda quedarse en el mismo sitio. Pero hay también una contratendencia marcada por una población que considera que el territorio es la base de una vida. Y digo expresamente «vida» y no «existencia» para referirme a la combinación de lo vivo y lo humano. Se trata, por ejemplo, de lo que propone la escuela territorialista de Alberto Magnaghi, que considera que el ser humano tiene como misión instalarse en un lugar que va a amar. Cada uno preferirá un lugar diferente pero, una vez encontrado, hay que cultivarlo. Debe haber una dimensión afectiva con el territorio.

—¿Cuál es el mejor tamaño de ciudad para acentuar lo menos posible el Antropoceno?

—Para empezar, yo señalaría un déficit intelectual muy grande: no tenemos a disposición una geohistoria medioambiental de las ciudades. Las analizamos por su población, su economía..., pero no las analizamos por su metabolismo urbano. No calculamos la huella medioambiental de una ciudad, o lo hacemos muy grosso modo, y es muy complicado hacerlo. En mi libro sobre los centros comerciales, para criticarlos aún más, intenté saber cuánto cuestan a nivel de emisión de carbono, pero es muy difícil saberlo porque no le importa a nadie y porque quienes lo calculan guardan el dato para ellos. Sin embargo, aunque no tengo datos, tengo un sentimiento: toda aglomeración que supera el millón o dos millones de habitantes produce más desarreglos que arreglos. Desechos, consumo de energía, atascos, robos, necesidad de seguridad, policía, iluminación pública, impactos en la salud... Si consideramos la ciudad como un ecosistema, en ese momento necesita más entradas que las salidas que produce. No me gusta mucho esta imagen y además no responde directamente al Antropoceno, que se refiere al impacto geológico, pero es una manera de aproximarse. Contrariamente a lo que piensan algunos, no cuanto mayor sea la ciudad el impacto por persona será menor. Pero lo contrario tampoco es cierto: una ciudad más pequeña no significa que sea más ecológica. El tamaño justo... Teniendo en cuenta la opinión de la organización italiana Cittaslow, es una ciudad de 70.000 habitantes. Según la británica Transition Town Totnes, es más bien de 50.000. Todos los movimientos alternativos que tratan las ciudades hablan de tamaños bastante pequeños. Si miro otros investigadores, Paul Bairoch llega a entre 600.000 y 700.000 habitantes. Pero es muy difícil aislar una ciudad y analizar su impacto antropocénico.

—¿En qué momento de la historia empiezan a aflorar las ciudades de más de uno o dos millones de habitantes en número suficiente como para decir que, urbanísticamente, entramos en el Antropoceno?

—Como sabe, el inventor del concepto «Antropoceno», Paul Crutzen, considera que entramos de lleno en esta era geológica en 1945 o un poco antes. En cuanto a las ciudades, las de uno o dos millones de habitantes empiezan a generalizarse a partir de los años cincuenta. Hasta el año 1800 solo hubo cuatro ciudades que tuvieron una población importante: Roma, Bagdad, Constantinopla y Xi’an. A partir de 1800, con el productivismo y el ferrocarril, tenemos Londres, después París y luego Berlín, que superan el millón de habitantes. En 1900 había 11 ciudades millonarias. En 1960 había más o menos 180. Hoy hay 530.Y en 2030 habrá 750. Y entre las de hoy y las del futuro hay muchas que superan de sobra el millón o dos millones de habitantes. Así que pronto habrá bastantes ciudades que tendrán 40 millones de habitantes, lo que significa que serán absolutamente dependientes a nivel alimentario y que agotarán todos los recursos disponibles a su alrededor. La autonomía alimentaria de París hoy es de un día.

1*Thierry Paquot, 1952, Saint-Denis, Francia. Filósofo, urbanista y doctorado en Economía, es además profesor de la universidad Paris-Est-Créteil-Val-de-Marne y ha dado cursos en la Escuela de Arquitectura de París-La Défense y en el Instituto de Urbanismo de París. Entre otras actividades en medios de comunicación, fue editor de la revista Urbanisme, entre 1994 y 2012, y productor del programa radiofónico «Permis de construire» de France Culture, entre 1996 y 2000. Algunos de sus libros más desdtacados son Dictionnaire la ville et l’urbain, Desastres urbains. Les villes meurent aussi y Lettres à Thomas More sur son Utopie (et celles qui nous manquent).

Antropoceno obsceno

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