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ОглавлениеCapítulo VII
Recorte de «The Dailygraph»,
8 de agosto
(Pegado al Diario de Mina Murray)
De nuestro corresponsal en Whitby.— Acabamos de padecer la peor tempestad de estos últimos años, la cual ha comportado consecuencias extrañas y singulares. Hacía bochorno, circunstancia de momento, nada anormal pues estamos en el mes de agosto. El sábado hizo un tiempo magnífico y ayer, gran cantidad de excursionistas domingueros vinieron a visitar los bosques de Mulgrave, la Bahía de Robin Hood, el molino de Rig, los pueblecitos pesqueros de Rinswich, Staither y los alrededores de Whitby. Los vapores Emma y Scarborough recorrían de punta a punta toda la costa, transportando a cientos de visitantes de arriba a abajo. Hasta el atardecer, hizo un día fabuloso, y a media tarde el guardacostas y un viejo pescador del pueblo ya anunciaban la llegada de ciertos nubarrones que venían del noroeste y adivinaron una inminente tempestad. Al anochecer, el viento se calmó y a medianoche sufrimos un calor bochornoso, el viento dejó de soplar, y esta asfixia generalizada que antecede a la tormenta y que tanto afecta a las personas más delicadas. En el mar se veían pocas luces, pues incluso los pesqueros que normalmente navegan pegados a la costa, mantenían su rumbo mar adentro; se destacaban solo algunos pesqueros. La única embarcación visible era una goleta extranjera con todas las velas desplegadas, que al parecer, navegaba hacia el oeste. La temeridad o la ignorancia de sus oficiales fue tema de debate para muchos de los espectadores y desde la costa se les intentó avisar que corrían un grave peligro. Antes de que oscureciese del todo, lo vimos con las velas dando gualdrapazos mientras se balanceaba en el ondulante oleaje.
Poco antes de las diez, la quietud del aire se hizo angustiosa; el silencio creció tanto que el balido de una oveja o el ladrido de un perro podían oírse perfectamente. La banda de música del rompiente, ahora desafinada en medio de aquel increíble y armónico silencio de la naturaleza. Pasada la medianoche, se escuchó un ruido extraño que llegaba del mar y por encima de las negras nubes, retumbaba, aún débilmente, algún trueno.
De pronto, sin avisar, estalló la tormenta. Con una velocidad inusitada la naturaleza entera pareció entrar en convulsión. Las olas se levantaron con una furia sin igual, y en pocos minutos tomaron la forma de un rugiente y devorador monstruo. Olas de blancas crestas azotaban las playas arenosas con frenesí y subían impacientes por los arrecifes; otras chocaban con los muelles, azotando los faroles de ambos lados del puerto de Whitby. El viento y el trueno rugían con la misma fuerza e intensidad, soplando con tal furia que resultaba casi imposible mantenerse en pie aun si te agarrabas con fuerza a los postes metálicos. Se tuvo que evacuar el puerto de inmediato, para evitar que aumentaran las catástrofes de aquella noche. Para empeorar la situación, extensos bancos de niebla procedentes del mar cubrían rápidamente el rompeolas. Eran blancas y húmedas nubes que avanzaban como fantasmas, tan frías que no costaba imaginar que esos espíritus de los difuntos y de los desaparecidos en el mar se hallaban allí presentes, tocando con sus dedos mojados, a sus hermanos vivos. Más de uno quedó entristecido al pasar y verse envuelto por la espesa niebla. Sobre el mar, presenciamos un espectáculo de luces impresionante protagonizado por relámpagos que eran seguidos por los truenos, con los que el cielo retumbaba bajo la fuerza del temporal.
Hubo escenas de grandeza sublime y de un fascinante interés. El imponente mar lanzaba con cada una de sus olas grandes masas de espuma hacia el cielo, que la tempestad parecía arrebatar y elevar al espacio. De vez en cuando se podía ver un bote de pesca, buscando albergue y muy rara vez veíamos unas blancas alas de algún pájaro marino que era castigado con furia por la tempestad. En la cima del acantilado más oriental, un nuevo reflector barría con su luz la superficie del mar. Gracias a él dos botes de pesca lograron evitar el peligro de estrellarse contra los rompientes, poniéndose a salvo en el puerto. Cada vez que esto ocurría la multitud recibía con júbilo a las embarcaciones. El reflector no tardó en descubrir otra vez una goleta con todas las velas desplegadas, al parecer la misma que había sido avistada aquella misma tarde. El viento soplaba ahora en dirección al este y los curiosos que observaban desde el acantilado se estremecieron al comprobar el terrible peligro que corría aquel navío. Entre este y el puerto se extendía el gran arrecife donde tantos buenos barcos habían zozobrado y mientras el viento soplaba en la misma dirección era imposible poder llegar de alguna forma al puerto. Faltaba ya poco para la pleamar, pero las olas eran tan enormes que podían verse los fondos arenosos. La goleta, con las velas al viento, avanzaba tan velozmente que era lógico que encallase en cualquier momento. Entonces apareció otra avalancha de bruma marina más grande que las anteriores; una masa de niebla gris y húmeda parecía envolverlo todo, impidiendo ver algo; tan solo podía oírse el rugir de la tempestad, el continuo retumbar de los truenos y el estruendo de las poderosas olas traspasando aquella muralla húmeda con más potencia que nunca. La luz del reflector estaba fija, enfilando la boca del puerto, donde se aguardaba la colisión, que todos esperaban conteniendo la respiración. De repente, el viento cambió hacia el nordeste, disipando la niebla marina; entonces, entre los dos malecones, saltando de ola en ola a una velocidad de vértigo, la misteriosa goleta pudo pasar y refugiarse en el puerto. El reflector siguió hasta el final su proeza hasta que, un sentimiento de terror invadió a los curiosos, al divisar un cadáver ligado al timón, con la cabeza colgando, y balanceándose terriblemente de un lado a otro con cada sacudida del barco. No se veía a nadie más en la goleta. La gente quedó aterrorizada al darse cuenta que el barco había conseguido ponerse a salvo ¡sin otro timonel que la mano de un muerto! ¡Parecía algo diabólico! Sin embargo, todo ocurrió en breves segundos. La goleta no paró; cruzó impetuosamente el puerto y chocó con violencia contra el banco de arena, produciéndose un ruido tremendo de astillas, cuerdas, berlingas, y el maderaje se vino abajo con estrépito, y de repente, de forma extraña, un gigantesco perro apareció en cubierta, saltó desde la proa a la arena y echó a correr.
El animal enfiló el escarpado acantilado, y después desapareció en la oscuridad.
El primero en subir a bordo fue el guardacostas, mientras la luz del reflector se quedaba fija en el barco encallado. El hombre fue hacia popa y cuando llegó a la rueda del timón se inclinó para examinarla, pero retrocedió con rapidez, como paralizado por una repentina emoción. Esta reacción despertó la curiosidad de los espectadores, algunos de los cuales echaron a correr hacia allí, sin embargo no se les permite subir a bordo, por órdenes severas tanto del policía como del guardacostas, que se hallaban allí controlando la situación; pero en mi calidad de corresponsal, se me permitió entrar y ser de los pocos, no sé si privilegiados, en ver al muerto. No era de extrañar que el guardacostas quedara sorprendido, pues no se contempla algo así todos los días: el cadáver se hallaba atado por los brazos, uno encima del otro, a uno de los radios de la rueda del timón. En la mano llevaba un crucifijo colgando de un rosario, todo ello atado con cuerdas. El pobre desgraciado debía estar sentado en algún momento, pero los gualdrapazos y las sacudidas lo arrastraron de un lado a otro, hasta el extremo de que las cuerdas le fueron desgarrando la carne hasta el hueso. Un médico, J. M. Caffyn, declaró que el hombre guardaba en los bolsillos una botella, muy bien tapada con un corcho para proteger un pequeño rollo de papel, que resultó ser unos apuntes del diario de navegación. El guardacostas declaró que el hombre debió atarse con sus propias manos, haciendo los nudos con los dientes.
Whitby, 9 de agosto.— Las consecuencias que dejó la extraña llegada del barco abandonado en mitad de la tormenta, son más sorprendentes que el hecho en sí mismo. Se ha averiguado que se trata de una goleta rusa, concretamente de Varna, y se llama el Deméter. No contiene nada de valor, únicamente enormes cajones de madera llenos de tierra. La carga iba consignada a un procurador de Whitby, el señor S. F. Billington, de The Crescent, número 7, quien esta misma mañana subió a bordo y se hizo cargo de los géneros consignados a su nombre. Por otra parte, el cónsul ruso tomó posesión del barco y pagó los derechos del puerto, etc. Hoy, se ha despertado un interés general en todo el pueblo por el perro que salió huyendo al encallar el barco y algunos miembros de la Sociedad Protectora de Animales se han ofrecido a cuidar al animal. Pero, para desilusión de la gente, no hay rastro de él; puede que haya desaparecido del pueblo. Posiblemente se asustó y huyó a los marjales y se esconde allí atemorizado. Otros opinan que puede representar un grave peligro, por la reacción tan salvaje que tuvo en el momento de la colisión. Esta mañana, a primera hora, se ha encontrado el cadáver de un gran mastín. Tenía señales de haberse enfrentado a un terrible adversario porque presentaba la garganta abierta a dentelladas y la barriga rasgada por unas garras monstruosas.
Más tarde.— El inspector de la Cámara de Comercio me ha permitido examinar el diario de navegación del Deméter, que se encontraba actualizado hasta hace tres días, pero no contenía nada interesante, salvo los detalles de pérdidas humanas.
Lo que sí me pareció de especial interés fue el papel que guardaba la botella, el cual se ha leído en la evaluación hoy mismo. No había oído jamás una narración tan extraña como la que presenta ese rollo. Es cierto que el informe que presento debe ser tomado con reservas, ya que escribo al dictado de un funcionario del consulado ruso, que tuvo la cortesía de traducirme el papel porque yo no disponía de tiempo necesario.
Diario de navegación de La Deméter
(Trayecto: Varna - Whitby)
Escrito el 18 de julio. Están ocurriendo cosas tan extrañas, que de ahora en adelante y hasta que desembarquemos tomaré nota de todas ellas.
El 6 de julio terminamos el embarque de la carga: arena en lastre y cajas llenas de tierra. A mediodía levamos anclas. Viento del este, fresco. Tripulación, cinco marineros… dos oficiales, el cocinero y yo.
El 11 de julio, al amanecer, entramos en el Bósforo. Oficiales de la aduana turca suben al barco. Propinas. Todo en orden. A la vela a las 16,00 horas.
El doce de julio atravesamos los Dardanelos. Más aduaneros turcos y la falúa de la escuadra de guardia. Más propinas. Los aduaneros registraron minuciosamente pero rápido. Quieren que nos marchemos pronto. Al amanecer entramos en el archipiélago.
El trece de julio doblamos el cabo Matapán. La tripulación disgustada por algo. Parecen asustados, pero no quieren a hablar.
El catorce de julio empiezo a preocuparme por mí. Todos son de confianza y hemos navegado muchas veces juntos. Mi segundo no sabe lo que ocurre; solamente le dijeron que había algo a bordo y se santiguaron. El segundo perdió los nervios con uno de ellos y le propinó un puñetazo. Me temía una tremenda pelea, pero todo volvió enseguida a la calma cotidiana.
El 16 de julio el segundo me ha informado de que un miembro de la tripulación, Petrofsky, ha desaparecido. Es inexplicable. La noche anterior, a las ocho, se hizo cargo de la guardia de babor; después le tomó el relevo Abramoff, pero el primero ya no regresó a su litera. Los hombres están más desalentados que nunca. Todos dicen que esperaban algo semejante, pero lo único que dicen sin parar es que había algo a bordo. El segundo está perdiendo la paciencia con ellos. Temo que se agrave la situación.
Ayer, 17 de julio, uno de los hombres, Olgaren, vino a mi camarote y me confesó, con miedo, que creía haber visto un hombre extraño en cubierta. Dijo que durante su guardia se había resguardado en la camareta alta para guarnecerse de la tormenta y entonces vio a un individuo alto y delgado, rasgos que no correspondían a nadie de la tripulación, subir por la escalera, dirigirse hacia cubierta y acto seguido desaparecer. Olgaren le siguió con sigilo, pero cuando llegó a las amuras no le encontró y todas las escotillas se hallaban perfectamente cerradas. El marinero es presa de un supersticioso miedo y temo que el pánico se generalice.
Más tarde reuní a toda la tripulación. Les dije que como insistían tanto en la idea de que había alguien a bordo, registraríamos el barco palmo a palmo. El segundo, visiblemente enfurecido, me dijo que era una sandez y que si aceptaba tales historias de viejas, solo conseguiría desmoralizar a los hombres. Dijo que él mismo se haría cargo de que la tripulación no armase más jaleo. Comenzamos la exploración con linternas; no dejamos ni un solo rincón por registrar. Al haber solo cajones de madera, los rincones para esconderse alguien eran escasos. Los hombres, al terminar el registro, respiraban con alivio; estaban muy contentos, y entonces cada uno volvió a su puesto. El segundo continuaba con el ceño fruncido pero no rechistó.
22 de julio.— Tiempo tormentoso desde hace tres días. Toda la tripulación ocupada con el velamen. No hay tiempo para asustarse. Los hombres parecen haber olvidado sus miedos. El segundo ha recuperado su buen humor y felicitó a los hombres por el trabajo realizado durante el temporal. Cruzamos el estrecho de Gibraltar. Sin novedad.
24 de julio.— Parece que este barco está endemoniado. Ya hemos tenido una baja y anoche, al entrar en el golfo de Vizcaya, durante una tormenta horrible, se perdió otro hombre… desapareció. Al igual que el primero, no se le ha vuelto a ver desde que fue relevado de su guardia. De nuevo vuelve el pánico. Solicitan doblar la guardia, ya que temen quedarse solos. El segundo se ha enfurecido con ellos. Espero que en estos momentos de máxima tensión, nadie haga uso de la violencia.
28 de julio.— Desde hace cuatro días es un infierno, estamos a merced de un viento tempestuoso. Nadie puede dormir. Todos están agotados. No sé cómo montar la guardia, ya que nadie se halla en condiciones de soportarla. El segundo se ofreció para coger el timón y así que los hombres pudieran descansar unas horas. El viento amaina, sin embargo el mar continúa agitado, aunque el barco se ha estabilizado.
29 de julio.— Otra nueva tragedia: esta noche, un solo hombre montó la guardia, ya que el resto de la tripulación se hallaba demasiado cansada para doblarla. Al amanecer, cuando llegó a cubierta el encargado del relevo no encontró a nadie. Ahora estamos sin segundo oficial y con una tripulación atemorizada. El segundo y yo decidimos ir armados y estar alerta.
30 de julio.— Última noche. Nos acercamos a Inglaterra y eso nos complace. Todas las velas desplegadas. Tiempo magnífico. Me retiré a descansar y dormí profundamente. El segundo me despertó para notificarme que los dos hombres de guardia y el timonel habían desaparecido. Ahora solo restan dos marineros, el segundo y yo, para llevar el barco.
1 de agosto.— Dos días de niebla, y sin atisbar una sola vela. Aguardaba alcanzar el canal de la Mancha para pedir socorro o entrar en algún puerto, pero resulta imposible divisar algo. Sin hombres para ejecutar las maniobras de las velas, me veo obligado a navegar con viento en popa. No me atrevo a arriarlas, porque después no podríamos izarlas de nuevo. Al parecer vamos a la deriva, como si fuéramos atraídos por un terrible destino. El segundo es el más pesimista de la tripulación. Los marineros ya han perdido el miedo; trabajan resignados a lo peor. Estos son rusos; el segundo es rumano.
2 de agosto, medianoche.— Me acababa de acostar cuando oí un grito. La niebla me impedía ver algo. Salí a cubierta precipitadamente y me topé con el segundo. Me dijo que vino corriendo pero que no vio ni rastro del marinero que estaba de guardia. Uno más ha desaparecido. ¡Ayúdanos, Señor! El segundo cree que habremos sobrepasado ya el estrecho de Dover, ya que por unos instantes, la niebla, menos espesa, dejó entrever el Cabo Norte. Si así es, nos hallamos en el mar del Norte y solo Dios puede guiarnos entre la niebla, que parece seguirnos como una fiel compañera.
3 de agosto.— A medianoche fui a relevar al que estaba al mando del timón, pero cuando llegué a la sala no encontré a nadie. El viento se había calmado y al tenerlo de popa, el barco no era zarandeado. No me atreví a dejar el timón solo, así que llamé a gritos al segundo, que al momento subió corriendo a cubierta con escasa ropa. Su aspecto era demacrado, los ojos extraviados y despavoridos; mucho me temo que le ha atacado la demencia. Se acercó, pegando su boca a mi oreja y me advirtió con voz ronca y susurrante al unísono: «Eso está aquí. Ahora lo sé. Anoche, mientras hacía la guardia, lo vi. Tiene las trazas de un hombre, alto, muy flaco y tremendamente pálido. Se hallaba en la proa, mirando a lo lejos. Me acerqué a él con sigilo y le apuñalé; pero el cuchillo lo atravesó como si allí solo hubiese aire». Y mientras hablaba, sacó un cuchillo y furioso, asestaba violentas puñaladas al aire, como queriendo destruir una fuerza invisible. Después prosiguió: «Él está aquí y lo encontraré. Quizá se esconda en la bodega, metido en una de las cajas. No pienso dejar ninguna sin abrir y examinar. Usted encárguese del timón». Con una mirada de advertencia e indicándome silencio y discreción con un dedo sobre sus labios, se fue abajo. Soplaba un viento de contra y no podía dejar el timón. Le vi subir de nuevo a cubierta, cargaba con una caja de herramientas y una linterna; luego volvió a irse por la escotilla de proa. Se ha vuelto loco, completamente loco. Es inútil que trate de detenerlo. No puede estropear esos cajones que están facturados como «arcilla», así que lo peor que puede pasar es que los manosee un poco. Ahora, me confío a Dios y espero a que la niebla escampe. Más adelante, si no puedo entrar en algún puerto debido a este maldito viento, arriaré las velas y pediré socorro…
Esto llega a su fin. Acabo de oír un grito de terror que me ha dejado helado. A continuación el segundo salió a cubierta con los ojos fuera de sus órbitas y el rostro totalmente transformado, igual que si llevara puesta una máscara de terror.
—¡Sálveme! ¡Sálveme! —gritaba mientras miraba al banco de niebla que había a su alrededor. El horror se convirtió en desesperación y entonces me dijo con voz firme: «Capitán, será mejor que venga usted también, antes de que sea demasiado tarde. Él está allí. Ahora conozco su secreto. El mar me librará de él. ¡Es la única salvación!». Y sin pensarlo dos veces, se arrojó al mar, antes de que pudiera decir algo que le frenara de hacer una cosa así. Ahora, yo también sé su secreto: fue este demente el que se deshizo de los hombres uno tras otro, y ahora él mismo se ha hecho justicia. ¡Qué Dios me asista! ¿Podrá creerme alguien cuando llegue a puerto y cuente esta terrible historia? ¡Cuando llegue a puerto! ¿Lo conseguiré?
4 de agosto.— La niebla impide que el sol brille, pero como soy hombre de mar, sé perfectamente que ahora está amaneciendo. No me atrevo a ir a la bodega, ni tampoco a dejar el timón, por eso me he quedado toda la noche en medio de la oscuridad y lo he visto. El segundo hizo bien arrojándose al mar. Es mejor morir como un hombre; nadie puede poner en duda el honor de un marino que muere en el mar. Pero yo soy capitán y no puedo abandonar mi barco. Sin embargo, detendré a ese monstruo: ataré mis manos al timón cuando mis fuerzas empiezan a flaquear y entre mis dedos colocaré algo que él —o eso— no se atreverá a tocar. Después, tanto si hay viento favorable como si no, mi alma y mi honor de capitán quedarán a salvo. Me siento cada vez más débil y la noche se me echa encima.
Si vuelve a mirarme a la cara, es posible que no pueda reaccionar a tiempo… Meteré mi diario en esta botella y si naufragamos quizás alguien lo encuentre y puede que comprenda...
Ciertamente, el veredicto ha quedado abierto. No hay pruebas tajantes y nadie puede decir quién cometió los asesinatos, ya que nadie ha podido por el momento, demostrar nada. La gente del pueblo cree que el capitán es un héroe y que deben hacerle un funeral público. Ya se ha dispuesto que el cadáver sea llevado en un convoy de barcas que remontarán el Esk durante un tramo y después se le volverá a traer al rompeolas de Tate Hill, desde donde será subido por la escalinata de la abadía, ya que será inhumado en el cementerio del acantilado. Más de cien propietarios de botes ya han dado su nombre para acompañarle hasta su descanso eterno.
No se ha vuelto a saber nada del temible perro. Mañana asistiremos a las honras fúnebres y, de esta forma, se cerrará este nuevo «misterio del mar».
Diario de Mina Murray
8 de agosto.— Lucy no pudo dormir en casi toda la noche. La tempestad fue espantosa y los rugidos del viento que retumbaban con enorme fuerza en las chimeneas consiguieron helarme el corazón. Las bruscas ráfagas recordaban cañones que disparaban a lo lejos. Y lo que más me extrañó es que al final Lucy no se despertara, solo en dos ocasiones vi como se levantaba y se vestía. Por suerte me desperté a tiempo las dos veces, y conseguí desnudarla y meterla nuevamente en la cama, sin que ella se despertase. Su sonambulismo es francamente raro, pues en cuanto su voluntad se encuentra con algún obstáculo, su intención desaparece y vuelve en el acto a la normalidad.
Esta mañana, las dos nos hemos levantado muy temprano y nos hemos ido al puerto para ver si había alguna novedad desde anoche. No había casi nadie por allí y aunque el sol lucía hermoso en compañía de un aire fino y fresco, el mar continuaba queriendo demostrar, con sus olas, su gran braveza y poder. Sin saber por qué me alegré de que Jonathan no estuviese anoche en el mar, sino en tierra firme. Aunque en realidad, ¿cómo sé si se halla en el mar o en tierra? ¿Dónde está? ¿Cómo se encuentra? Mi preocupación por él no para de crecer. ¡Ojalá supiese cómo obrar en un momento así!
10 de agosto.— El funeral del capitán ha sido patético. Parecían haberse congregado en el lugar todas las embarcaciones del puerto y entre varios capitanes llevaron el féretro sobre sus hombros desde el muelle de Tate Hill hasta el cementerio. Lucy me acompañó temprano para poder verlo todo bien desde nuestro viejo banco, mientras el cortejo de embarcaciones subía río arriba hasta el viaducto y daba la vuelta. La vista desde allí era formidable y pudimos seguir casi toda la procesión a la perfección. El capitán fue inhumado muy cerca de nosotras, así que llegada la hora nos subimos al banco para verlo mejor. La pobre Lucy parecía muy afligida. Estuvo inquieta todo el tiempo y empiezo a pensar que su estado permanente de nervios es fruto del insomnio. Hay algo extraño, pues no admite que exista algún motivo para su desasosiego. Puede ser que haya un motivo añadido: esta misma mañana, el pobrecito señor Swales ha sido encontrado muerto, con el cuello roto, precisamente en nuestro banco. El médico opina que debió caerse de espaldas a consecuencia de algún susto, a juzgar por la expresión de terror que tenía en el rostro cuando lo encontraron. ¡Pobre hombre! ¡Quizá viera la Muerte con sus ojos agonizantes!
Lucy es tan dulce y sensible que le afecta todo muchísimo más que a las demás personas. Ahora mismo está muy apenada por una tontería, por eso no le di importancia, a pesar de que a mí también me gustan mucho los animales. Uno de los hombres, que vienen aquí a esperar a las barcas, vino, como siempre, en compañía de su perro. Los dos son muy tranquilos: nunca he visto al hombre enojado o al animal rabioso. Durante el entierro del capitán, el perro no quiso permanecer junto a su dueño sino que se quedó a unos cuantos metros de distancia, ladrando y aullando. Su dueño le habló con dulzura, después duramente y al final irritado. Pero el animal no obedeció y siguió gruñendo. Se hallaba en una especie de ataque, con los ojos rabiosos y el pelo erizado. Al final, su dueño tuvo que ponerse duro y acabó por darle una patada; después, lo agarró por el cuello, y lo arrastró hasta la lápida que se encuentra justo debajo de nuestro banco. En el mismo instante en que el perro tocó la piedra abandonó su furia a cambio de unos terribles calambres. El animal, en lugar de intentar huir, se agazapó. Parecía tan asustado que intenté sosegarle; pero fue inútil. Lucy también sintió lástima por el perro pero no se atrevió a tocarlo, simplemente lo miraba con compasión. Creo que Lucy es de una naturaleza extraordinaria, demasiado sensible para este mundo tan cruel y lleno de complicaciones. Seguro que esta noche soñará con todo esto. Tantas cosas: un barco que entra al puerto, llevado por un muerto que va atado a la rueda del timón con un crucifijo y un rosario; el emotivo funeral; el perro, primero furioso, y después aterrorizado… Tendrá material de sobra para sus sueños.
Creo que sería necesario que se acostara rendida esta noche, así que pienso llevarla a dar un largo paseo por las rocas de la bahía de Robin Hood. Después de eso, no le quedarán muchas ganas de andar en sueños.